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Se vuelven contra nosotros
Se vuelven contra nosotros
Se vuelven contra nosotros
Libro electrónico332 páginas5 horas

Se vuelven contra nosotros

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En la Argentina de fines de la década de 1950, los militares han devuelto el gobierno a los civiles, pero ese gobierno parece dispuesto a reponer la ilusión demagógica y recrear un caudillo nuevo a partir de los votantes peronistas. Tulio Graciano, viejo amigo del periodista Horacio Vergara, lo tienta con un alto sueldo para que deje la agencia de noticias donde lleva décadas trabajando y se sume a la maquinaria de propaganda y cooptación de prensa afín al gobierno. Así, las posibilidades de Vergara de ofrecer matrimonio a la eterna amante suben… pero también sus problemas éticos y de naturaleza más práctica. El gobierno civil continúa tutelado, y los planteamientos de los militares pronto confirman el riesgo que también corre Vergara.
Se vuelven contra nosotros, publicado en 1966, es la novela más política de Peyrou. El protagonista parece condenado, como la sociedad argentina, a un fracaso cíclico con fases de ilusión y desencanto. Solo en la vida personal (la de la creación literaria, la de la creciente confianza con la mujer que ama, la de volver a un trabajo digno) pueden hallarse motivos de esperanza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9789875996526
Se vuelven contra nosotros

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    Se vuelven contra nosotros - Manuel Peyrou

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    manuel peyrou

    se vuelven

    contra

    nosotros

    Edición al cuidado de Héctor M. Monacci

    © de foto de tapa, Raúl Shakespear

    © de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat

    © de diseño de tapa, Osvaldo Gallese

    © 2020. Libros del Zorzal

    Buenos Aires, Argentina

    www.delzorzal.com

    Comentarios y sugerencias:

    info@delzorzal.com.ar

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

    Impreso en Argentina / Printed in Argentina

    Hecho el depósito que marca la ley 11723

    Porque nuestras rebeliones

    se han multiplicado delante de ti,

    y nuestros pecados atestiguan contra nosotros;

    porque nuestras iniquidades están con nosotros

    y conocemos nuestros pecados.

    Isaías, LIX, 12

    Índice

    Libro primero

    Capítulo primero | 7

    Capítulo segundo | 42

    Capítulo tercero | 58

    Capítulo cuarto | 87

    Libro segundo

    Capítulo primero | 134

    Capítulo segundo | 191

    Libro tercero

    Capítulo primero | 224

    Capítulo segundo | 265

    Libro primero

    Capítulo primero

    i

    Con la corta y delgada nariz cerca del vidrio, meditabundo, observaba las gotas que rayaban el aire; su vista, hacia la derecha, alcanzaba hasta el Centro Naval, cuyo edificio, vagamente art nouveau, con sus elegantes y falsas columnas, sus molduras horizontales y sus ventanas en la mansarda, parecía bajo la lluvia más oscuro que de costumbre. Lograba ser poético y anacrónico, en una ciudad donde estaban apareciendo con atraso sobre otras grandes capitales de América los frentes de vidrio y baldosas de colores. Precisamente, del otro lado de la calle se alzaban los cinco o seis pisos de una repartición nacional, con su fachada imitación ladrillo y, al lado, la gran mole de la compañía de navegación Italmar, de ventanales totalmente vidriados y el letrero vuelto hacia Florida, de modo que él veía la L y la R al revés. Confusamente, sentía que el agua, la humedad y la niebla eran buenos conductores de sus agrias memorias, pero en ese momento ciertos episodios de su vida le dolían menos que de costumbre. Era la misma trampa de siempre, la esperanza de un cambio económico, pero él, como de costumbre, era materia dócil y se dejaba engañar. En su defensa puede argüirse que desde la revolución del 55 y, con exactitud, desde aquella noche inolvidable durante la cual un locutor de Córdoba prometió que esa ciudad no se rendiría nunca a las tropas de Perón (y no se rindió), él creía respirar un aire nuevo. Y si al cambio de aire moral se unía un suplemento monetario, la vida merecía ser vivida. En esa disposición de ánimo estaba allí, de pie, mirando llover, mientras esperaba ser recibido por la hermana y secretaria de Lito Graciano, su amigo de la adolescencia. Desde aquella época se habían visto una o dos veces por año, pero siempre Lito lo recibía con afecto, mientras él observaba los cambios que los años producían en su persona. Se volvió hacia la empleada, una rubia delgada, de nariz fina y enormes anteojos, que escribía en una máquina eléctrica. Ella levantó la cabeza, tomó los anteojos con dos dedos como pinzas y lo miró. Por decir algo, él preguntó:

    –¿Tardará mucho la secre… la señorita Graciano?

    La rubia se había quitado los anteojos para descansar la vista y no para mirarlo a él; notó que su vista pasaba de largo y se posaba en la lluvia. Sólo después de unos segundos recordó que él había hablado.

    –Está ocupada, pero lo recibirá –repuso, distraídamente, mientras tomaba de nuevo los anteojos.

    Estaban en un quinto piso, con vista al norte; la habitación era amplia, con dos puertas, una hacia el hall de entrada y otra lateral. La pintura era gris claro y una alfombra, también gris, pero de tono más oscuro, cubría casi todo el parquet, atenuando el ruido de las pisadas. Vagamente percibió una invitación de la empleada, indicándole que se sentara, pero él no obedeció, dominado nuevamente por su tendencia a la divagación; prefería mirar hacia la lluvia, como si la lluvia le trasmitiera algo. Estaba harto de trabajar en Freepress, agencia de informaciones y notas para diarios y revistas, y el llamado de Graciano podía resolver sus problemas. Había trabajado allí desde el 34 al 47, toda una vida, pensaba, hasta que Freepress, acosada por la dictadura, debió cerrar. Después de la revolución del 55 regresó, con cierta aureola de hombre libre y romántico, que imaginaba tener, pero que los demás no advirtieron, porque en seguida dejaron el paso a los más audaces, a los que nunca se habían definido, pero que ahora luchaban denodadamente y con cualquier arma por progresar y conseguir los mejores puestos.

    La puerta de la derecha se abrió casi sin ruido y apareció un individuo tan cortés que parecía petiso, vestido con un traje azul, de confección, que avanzó en medio de continuas reverencias y le dijo que la señorita Graciano lo recibiría en seguida. Cuando el último chispazo de sonrisa del hombre se oscureció detrás de sus labios, él volvió a mirar hacia la calle. Sí; lo mismo que Jaimito Bronzel, pensó, su compañero en Freepress. Emplea la sonrisa como sistema de adulación y progreso. Cuando alguien discute con el jefe y éste triunfa en la discusión, Jaimito ríe y respira fuerte, con anhelosa respiración de perro fiel; no le falta nada más que mover la cola. Bien; la lluvia cedía y el viento cambiaba su rumbo. Ahora soplaba del lado del río y el edificio de ladrillos rojos estaba empañado como un buen recuerdo. Quizá la solución fuera entrar a trabajar con Graciano, que lo había hecho citar desde París, donde realizaba ciertas gestiones. Algo importante había para él, o él estaba muy bien conceptuado; en caso contrario no se explicarían las reverencias del hombre de azul. La puerta se abrió nuevamente y el hombre reiteró su sonrisa.

    –¡Ahora sí! –dijo con alegría, como si entregara un regalo a un niño–. La señorita Graciano lo espera.

    El salón era grande, más que la pieza donde él había esperado, y su decoración, severa; un género marrón, grueso como un tejido de lana, cubría las paredes, y una gran alfombra gris oscuro ocultaba casi enteramente el piso. Había solamente un gran escritorio de madera brillante y tres o cuatro sillones, construidos con ángulos rectos y tapizados con género marrón, ligeramente más oscuro que el de las paredes. Ella dejó la lapicera sobre el escritorio y se incorporó; él avanzó con su paso grávido y sus pies en ángulo agudo.

    –¡Horacio Vergara! ¡Tantos años!

    –Es verdad… –dijo él. Mientras aceptaba su mano trató de precisar–: Por lo menos treinta…

    –Sí… Por lo menos. Cuando usted iba por casa yo tendría diez o doce…

    Ella volvió a su escritorio y se hundió en un sillón.

    –¿Cómo anda Lito? –preguntó Vergara, mientras observaba la suave orla violácea que rodeaba los ojos de Amelia Graciano.

    –Bien. Llega a fin de mes. Me escribió para que lo citara a usted y a dos amigos más.

    Horacio continuó su examen, mientras ella charlaba entre alegre y cortante, como si estuviera muy contenta de encontrar de nuevo a un amigo de la infancia y, al mismo tiempo, no lograra desprenderse de un estilo adquirido, útil para desempeñarse en el ámbito de los grandes negocios. Él la escuchaba y de pronto notó que sus labios formulaban la palabra eficiencia, como si el ambiente sobrio de ese despacho, la actitud de Amelia y las entradas y salidas silenciosas del hombre de azul estuvieran calculadas para producir esa imagen en la subconsciencia y hacerla luego aflorar. Un segundo después notó que consciente o inconsciente, provocada o no, esa imagen era la más apropiada para empezar a conocer a la mujer que tenía delante. Advirtió la seguridad con que se expedía, la rapidez de las respuestas, la forma de sentarse y de disponer el carnet de anotaciones y el lápiz, siempre en el mismo lugar. Luego de unos segundos más notó que la mirada de Amelia, que al principio habíale parecido segura, casi contundente, jugaba en algo así como en dos tiempos. Al levantar la vista después de anotar algo o de atender el teléfono, miraba con aplomo durante un segundo, pero después surgía en sus ojos una leve turbación, como el eco de una alarma secreta, corregida inmediatamente con la ayuda de algún acto nimio, como tomar nuevamente el lápiz o estirarse la pollera. La frente de Amelia era el rasgo destacado del rostro, muy amplia, rectangular y pálida, bajo los cabellos peinados en dos bandeaux laterales, que dejaban la mitad de las orejas al descubierto; los ojos, pequeños y pardos, se hundían en esa sombra que Horacio había advertido al entrar y que parecía denunciar el insomnio; el óvalo del rostro era normal, y terminaba en un mentón pequeño, bajo los labios finos, sin pintura, y una nariz recta, ligeramente aquilina. Su palidez, su ligero tinte enfermizo, no era por supuesto mejorado o disimulado por el traje de lana castaño claro, que en cambio denunciaba unas formas que sin llegar a la opulencia llenaban los requisitos que Horacio exigía en el físico de las mujeres. Frente a ella Horacio dividía su atención; por un lado, observaba que su cintura era indudablemente angosta y su busto, firme, y, por el otro, empezaba a interesarse por la precisa y entusiasta conversación de la muchacha. En un momento dado ella dijo que si Horacio aceptaba trabajar con Lito Graciano tendría un porvenir brillante.

    –No tengo más que pasado –dijo él, sonriente.

    –Nunca es tarde para progresar –repuso ella, con tono convencido.

    –Siempre llegué tarde a mi futuro.

    Ella sonrió levemente y dijo:

    –Lito dice que usted conoce muy bien el estilo y el movimiento de los diarios…

    Él estaba buscando un cigarrillo y levantó su cabeza grande, pálida, de mejillas fláccidas; la luz se reflejó en su cabello ligeramente canoso, achatado por la gomina.

    –¿Piensan fundar algún diario?

    –Fundaremos unos y compraremos otros. Se trata de orientar al pueblo hacia la verdadera democracia, hacia la unión general… En fin, eso lo conversarán ustedes. Lito llega el sábado.

    Ella se incorporó y lo acompañó hasta la puerta, sobre la alfombra gris, que apagaba los pasos; era ligeramente más alta que él y al despedirlo lo miró a los ojos. Tomó el ascensor y descendió, animado por una agradable euforia. Pero unos minutos después, mientras bebía un clarito en la esquina de Córdoba y Esmeralda, aflojado paradojalmente el encono contra Freepress por el mero hecho de que en otro lugar hubiera posibilidades de sueldos más altos, Horacio, que no era rencoroso y sí versátil, empezó a medir las consecuencias del paso que había dado. Sabía mucho de la infancia y de la juventud de Tulio, pero bastante menos de su ulterior evolución política, ya que transitaban caminos separados y se veían poco. Se hablaba, en las redacciones, en los cafés, de las inclinaciones izquierdistas de su amigo, cargo que se hacía también a Frascati, el hombre de confianza del presidente y cabeza de un fabuloso imperio económico y financiero, y a otras personas más que se movían en la órbita de aquéllos. Pero en los mismos cafés y en las mismas redacciones se aseguraba también que todos esos cargos no eran otra cosa que la inevitable artillería utilizada en la guerra personal y de sectores en que estaba empeñado el país. Horacio no sabía nada a ciencia cierta. Por un lado estaba harto de Freepress y de la escasez de dinero, fenómeno que ya duraba años; por otro lado, necesitaba cada vez más medios eficaces para alterar la indiferencia de Malena. No me cuesta nada intentarlo, pensó.

    ii

    Era curioso –pensaba el juez de comercio Juan Carlos Bonfanti Lastra–, sí, muy curioso que él estuviera ahora mirando la plaza Lavalle desde esa ventana, en el mismo edificio en que cinco o seis años antes había tenido su despacho, o uno de sus despachos, el causante de su renuncia y su exilio. A él la Revolución lo había repuesto en su cargo y el ministro, el perseguidor, era ahora un prófugo en el mundo. La ventana era amplísima y el marco inferior quedaba a la altura de sus rodillas; abajo, los hombres y las personas que cruzaban las veredas de la plaza o marchaban por Lavalle parecían insectos. Le había tocado uno de los pisos más altos, cuando todos los juzgados comerciales fueron concentrados en el edificio de Libertad y Lavalle. Había esperado años ese momento, pero no podía afirmar que estuviera satisfecho. Era verdad que pocos días después del triunfo de la Revolución, a Benítez, el secretario infidente y luego juez en su reemplazo, le habían hecho cantar el Himno Nacional de rodillas, en el hall de los Tribunales; pero todas las satisfacciones del triunfo, lícitas e ilícitas, se fundían ahora en una evidente amargura. El desengaño probaba una vez más la ingenuidad de muchas esperanzas y teorías; él, y muchos otros, habían esperado todo de la caída de Perón y ahora Perón aparecía como una especie de símbolo del país. Las mentiras, los robos, la demagogia continuaban, y los peronistas, ayudados por la ola de olvido, reaparecían en todas partes; el día menos pensado el propio Benítez, purificado de sus culpas y olvidado de su humillación, surgiría en algún ministerio o repartición oficial importante. Porque el juego consistía en hacerse designar en un empleo o función distinto del anterior y entonces todo el mundo simulaba una caritativa amnesia.

    El juez abandonó la ventana y se sentó frente a su escritorio. Era una noble figura, vestido con un impecable traje cruzado de franela gris. La abundancia de las canas, en su cabellera tupida y ligeramente ondulada, contrastaba con sus rasgos jóvenes y su piel morena; el perfil era aquilino, casi duro, y el mentón fuerte, pero los ojos verdes, profundos y dulces atenuaban su severidad. Oyó un suave golpe en la puerta y en seguida vio el rostro pálido de Horacio Vergara, que lo miraba con ojos de perro bueno.

    –Entrá…

    Abrió la puerta del todo y avanzó pesadamente sobre la alfombra roja; el juez se incorporó, giró el rostro en busca de una silla y caminó dos pasos. Tomó una silla de respaldo recto y la acercó a su escritorio.

    –No te molesto, ¿no?

    –No; estaba descansando. Estoy aquí desde las ocho de la mañana…

    El juez bostezó y luego pasó hacia atrás su mano sobre la blanca cabellera.

    –Estás trabajador –dijo Horacio, sentándose con un suspiro de alivio.

    –No tengo más remedio –repuso el juez; señaló con un ademán circular el amplio escritorio lleno de papeles y expedientes y agregó–: ¿Vos sabés los asuntos atrasados que dejó Palito Lannes?

    –¿Lo ascendieron? –preguntó Vergara.

    –Sí; ahora es camarista –miró a su amigo con sus ojos gratos y hondos, y preguntó–: ¿Qué te pasa?

    –Mirá: realmente no sé. Estoy con ganas de maldecir en voz alta; de envolver a todo el país, incluyéndome a mí mismo, por supuesto, en un fervoroso anatema –se detuvo para extraer el atado de cigarrillos y agregó en tono bajo, como en una confesión–: Por lo menos creo que anoche lo hice; venía por la calle Corrientes y todo el mundo me miraba.

    El juez estiró la mano para tomar el cigarrillo que Horacio le ofrecía y sonrió:

    –¿Te amargás?

    –Por supuesto. Todas las mañanas me digo: No voy a preocuparme más, pero a la tarde vuelvo a ver las cosas que veo y empiezo a levantar presión. ¿Vos sabés lo que es haber estado ocho años corriendo la liebre por ser fiel a Freepress, haber aguantado lo que aguanté, para que ahora a cualquier audaz lo pongan sobre mí?

    –Es normal…

    Horacio levantó los ojos, con leve asombro.

    –¿Normal? ¿Te parece normal que lo desprecien a uno, que lo tengan como un mueble viejo?

    El doctor Bonfanti Lastra, con el codo en el escritorio y el brazo derecho levantado, sosteniendo el cigarrillo, parecía una versión masculina de la Justicia.

    –Normal para esa clase de gente –su tono era grave sin ser profundo, en contraste con el de Horacio, más metálico y agudo–. Ni vos ni yo haríamos eso, porque pertenecemos a otra época. Hacer eso para nosotros estaría mal; para ellos es estrategia, viveza y defensa propia.

    –Yo no ataco a nadie…

    –No; pero sos superior. Sos un intelectual y si actuaras con libertad podrías tener iniciativas de mejoramiento de Freepress, que demostraran a los directores de Washington tus reales méritos y los sumergieran a los directores de aquí. De modo que los americanos no tienen la culpa. Son sus sirvientes porteños los que tienden un velo para que no se adviertan tus méritos y los de cualquier otro que pueda hacerles sombra.

    Bajó el brazo; dejó el cigarrillo en el cenicero y volvió a apoyar el codo en el escritorio.

    –Yo no quiero hacerle sombra a nadie; quiero aumento de sueldo.

    –Sí; pero sos un escritor. Además del peligro que huelen en vos, existe el hecho mismo de que seas un intelectual. Un intelectual aquí es un individuo un poco alocado, que sin mayores méritos habla de vez en cuando por radio, escribe uno que otro cuento, se hace conocer y produce envidia. Y la envidia que te tienen se traduce en contraataque…

    Horacio levantó de nuevo los ojos.

    –¿Contraataque?

    –Por supuesto. Como te tienen envidia y no pueden escribir el cuento que vos escribís, se dedican a desprestigiarte: que sos indisciplinado, variable…

    –Vagabundo…

    –Eso es… vagabundo; dirán que hay algo raro en vos porque una mañana te encontraron muy temprano en la calle y otro día dirán que hay algo raro en vos porque te encontraron muy tarde en la calle…

    El contraste los definía y también los unía. El conocimiento mutuo, profundizado desde la infancia, explicaba y suavizaba todas sus diferencias y, por momentos, ellos mismos sentían que podrían haber completado con sus características una sola personalidad, compleja, poética y racional, indecisa por instantes, metódica y efectiva en los momentos graves.

    –Yo no soy ciclotímico, ni lo quiero ser… porque los ciclotímicos…

    –¿Qué? –preguntó el juez.

    –Nada –dijo Vergara, saliendo de una fugaz distracción.

    –¿No ves? Me estás dando la razón. Si te conducís así delante del presidente de Freepress, tienen razón en no aumentarte el sueldo.

    –Ellos deben aumentarme de acuerdo a mis méritos y no por mis impulsos dementes.

    El juez lo miró gravemente.

    –Son inferiores, Horacio; debés comprender.

    Pero el contraste entre ellos no era solamente físico; era también atinente al destino, a la clase social, como si viniera desde el fondo del pasado. Horacio Vergara ya no quería demostrar nada, salvo cumplir en la vida dos o tres propósitos; Juan Carlos Bonfanti Lastra quería aún demostrar que su familia era integralmente distinguida y que él era un juez idéntico a los del pasado. Los trajes impecables de Juan Carlos lo ayudaban; los eternos, grises y algo arrugados de Horacio lo definían. El atildamiento de Bonfanti producía seguro efecto; pero el descuido de Horacio, para un observador atento, era como un escudo de nobleza, desvaído, que se encuentra por casualidad y se exhibe con ironía. Y hasta su cabello, con ligeras estrías grises, aplastado siempre con fijador, parecía la exhibición de un único bien, de una norma de elegancia y de clase social, sobre el desdeñable efecto que pueden producir dos o más trajes londinenses y varios pares de zapatos caros. Descruzó los pies para levantarse.

    –Te estoy haciendo perder tiempo…

    –No te preocupes. Tengo tantos problemas que me vienen bien unos minutos de charla.

    –¿Problemas? ¿Con María del Carmen?

    –No; he logrado convencerla que no veo más a Erm… a la Dulcera… lo que es la verdad. Los problemas que tengo son de trabajo… Figurate que Palito Lannes dejó setenta asuntos sin fallar, asuntos que a su vez Gómez Alzueta no había fallado en la época de Perón por miedo al ministro del Interior… ¿Qué me decís?

    –¡Es bárbaro! –exclamó Vergara sin convicción.

    –Y las cosas que ocurren todos los días… Ayer viene el director de un pasquín y me ofrece muy suelto de cuerpo la mitad de la comisión si le doy edictos para publicar en su diario. Me ofendí, y me dijo que me calmara; que él tenía ese arreglo con Palito y que creía que yo entraría del mismo modo. Al principio tenía ganas de llamarlo a Palito y contarle el asunto, pero a lo mejor…

    –Sí; a lo mejor tenías la sorpresa de saber que era verdad…

    –Por supuesto; el caso es que uno no sabe qué hacer. Por otro lado me han hablado de ascenderme a camarista…

    –¡Qué bueno! –comentó Vergara, esta vez con entusiasmo.

    –No tan bueno. He estado estudiando el asunto, y me he convencido de que me conviene quedarme como juez…

    –Pero merecés el ascenso… Hace muchos años que estás en la magistratura…

    –Sí, pero estoy harto de complicaciones. Como juez soy independiente; si me equivoco soy el único responsable y si acierto, también. En cambio, en la cámara los colegas pueden hacerte errar, inducirte a dar un fallo de compromiso. ¿Sabés lo que se dice de la quiebra de La Perfección?

    –No.

    –Que Marchese Insúa fue sobornado por los del Banco Sudamericano y arrastró a los otros dos camaristas…

    –¿Qué me decís? Entonces no hemos mejorado mucho sobre la época del que te dije…

    –Un poco. Por lo menos ya no está Perón; la diferencia es que antes te ordenaban fallar en tal o cual sentido y ahora te ofrecen dinero.

    Horacio Vergara no repuso, meditativo, y un desamparado silencio creció entre ambos; el juez tomó los anteojos que había dejado sobre el amplio escritorio y maquinalmente emitió dos largos aaah sobre los cristales verdosos. Afuera la luz se había vuelto vertical y pronto brillaría sobre los grandes ventanales. Después, desganadamente Horacio quebró el instante:

    –Siempre te estoy por preguntar cómo te fue con la Dulcera… ¿Me dijiste que no la ves más?

    El juez dejó los anteojos sobre un abultado expediente y lo miró con interés.

    –No. Cuando me fui de aquí nos escribimos un tiempo, como ya sabés…

    –Sí… ella venía de vez en cuando a la portería de mi casa a buscar tus cartas. Pero después…

    El juez retomó su cigarrillo, aspiró y expelió el humo; una compacta nube azulada subió hacia lo alto de la ventana y allí se aclaró y formó una leve niebla.

    –Un mes antes de la caída de Perón, de regreso a Nueva York desde Miami, me encontré con una carta en que me decía que se iban a Montevideo, donde el marido iba a trabajar en la fábrica del tío. Me pedía que no le escribiera porque no sabía qué dirección darme. Al año siguiente, cuando me repusieron en el cargo, me mandó una tarjeta de felicitación, fechada aquí. Quiere decir que han vuelto; el otro día la cámara confirmó la devolución de la fábrica de Warnes –miró hacia arriba, sobre la cabeza de Horacio, y prosiguió–: Yo no la llamo, como te podés imaginar. Si ella no demuestra interés, no tengo yo que andar detrás. Además, no tengo por qué buscarme líos en mi casa…

    –Tenés razón –repuso Vergara, sin mayor convicción; le placía en realidad que sus amigos tuvieran líos a causa de mujeres. El pensar en la Dulcera lo llevó a pensar en la hermana de Graciano y luego en Graciano. Después de un instante dijo–: ¡Qué cabeza tengo! Vine para contarte algo importante…

    –Me dijiste algo de Graciano…

    –Sí; me hizo llamar por la hermana, que hace de secretaria. Parece que hay un fabuloso plan político, para engañar a los peronachos… Van a fundar diarios, captar dirigentes y muchas cosas más; parece que se han convencido que es la única manera de establecer la democracia y terminar con la demagogia… Yo seré algo así como director de publicidad; imaginate: Amelia me dio a entender que puedo doblar o triplicar el sueldo de Freepress –se quedó mirando a Bonfanti Lastra, a la espera del efecto producido por sus palabras; como el silencio de su amigo se prolongara, preguntó con leve ansiedad–: ¿Qué te parece?

    El juez salió de su meditación y repuso:

    –¡Bien! ¡Me parece muy bien! Vas a salir de pobre y, además, ya estabas harto de Freepress.

    Horacio levantó las cejas y tres rayas paralelas se marcaron sobre la frente.

    –Mirá… te voy a decir una cosa. En los años de Perón no habré ganado dinero pero he acumulado experiencia; antes de dejar el empleo voy a esperar que Tulio llegue. Además, Amelia me dejó traslucir que voy a poder conservar ese cargo; quizá Tulio se lo decía en la carta…

    El juez estiró la mano hacia el cenicero y rozó dos o tres veces el borde con la punta del cigarrillo; luego de un instante miró a Horacio y con tono reflexivo expresó:

    –Nunca hubiera pensado que a Graciano le diera por la política. Con el dinero que tiene…

    –Es que vos no lo conocés como yo. Él estuvo en El Salvador hasta tercero y después pasó al Central. Yo seguí viéndolo: era un demócrata, romántico, inteligente, al estilo nuestro, es decir el estilo de antes, un compañero admirable…

    –Y admirado…

    –Es verdad; es el hombre que más admiré en mi juventud. Su inteligencia me producía una timidez, una especie de complejo. Me sentía tonto delante de él.

    –Cómo no… Creo que alguna vez

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