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Un banco y la casa de Helena con hache
Un banco y la casa de Helena con hache
Un banco y la casa de Helena con hache
Libro electrónico400 páginas5 horas

Un banco y la casa de Helena con hache

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Información de este libro electrónico

La misteriosa Helena ha desaparecido y Carlos, su amigo especialísimo, emprende la aventura de encontrarla.

Carlos, de mediana edad y divorciado, lleva una vida anodina y desmotivada. Conoce a dos mujeres: una, Maite, con la que inicia una relación de pareja, pero que, desgraciadamente, fallece en un accidente de tráfico. La otra, Helena, una misteriosa mujer, con quien llega a tener una comunicación muy profunda, parece tener facultades paranormales.

Por casualidad, Helena resulta ser la cuñada del mejor amigo de la adolescencia de Carlos que, por este motivo, recupera la amistad de algunos antiguos amigos. Cuando un día Helena desaparece, Carlos, en compañía de la hermana de esta, empieza una aventura con viajes, enigmas y peligros, que configura una curiosa relación entre todos los personajes de la historia. Al fin, el destino lleva a Carlos a un desenlace inesperado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 abr 2019
ISBN9788417669508
Un banco y la casa de Helena con hache
Autor

Luis Zorzano

Luis Zorzano (Donostia, 25 de octubre de 1946) es Ingeniero Industrial con varios posgrados. Ha desarrollado la mitad de su carrera profesional en varias empresas y la otra mitad por cuenta propia como consultor de empresas y formador de directivos. Siempre atraído por las diferentes culturas del mundo, ha realizado múltiples viajes por todo el planeta. Actualmente jubilado, se dedica a dar clases de yoga y de mindfulness.

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    Un banco y la casa de Helena con hache - Luis Zorzano

    1.a parte

    Sueños, ensueños, recuerdos

    1

    El banco

    Un sueño

    Bajaba las escaleras despacio. Era apenas un piso hasta el portal y, además, no tenía prisa. El aburrimiento de una tarde casi inactiva se había metido en su cuerpo. No le salió al encuentro —como decía Goethe— un buen atardecer después de haber estado trabajando todo el día. No; aquel día había trabajado muy poco y por la tarde, prácticamente nada. Y aquella inactividad superficial, sin nada dentro de ella, era como una sombra incolora que borraba todo su paisaje interior de pura insustancialidad. Esperaba datos que le faltaban para continuar con su tarea y, mientras no llegasen, estaba parado. Ese día le hubiese gustado tener alguna reunión o trabajar con algún compañero, de modo que alguna ocupación llenase el vacío plano y seco de la tarde, justificase unos minutos de atención y tapase un silencio que así no le gustaba pues no era como en otros tiempos, como cuando, siendo aún adolescente, podía ser la expresión más genuina de la vida y cuando sentirlo era plenitud y no había que hacer nada para decirse a sí mismo: «¡Eh, que estoy vivo!».

    De vez en cuando, solo de vez en cuando, le pasaban cosas así. Normalmente, Carlos era un hombre activo. Pero no, ni siquiera entró nadie en su despacho en toda la tarde y a las seis en punto, antes que la mayoría de los días, se levantó, cerró los cajones de su mesa de trabajo, se puso la chaqueta y, sin despedirse de nadie, se fue.

    Por eso bajaba las escaleras sin prisa. Apenas treinta escalones hasta el portal y la calle.

    —¡Carlos!

    Se abrió la puerta de la oficina cuando ya había bajado el primer tramo de escalones y Maite se asomó al rellano.

    —Te dejas el paraguas. —Y le miró presentándole el paraguas en la mano.

    —Ah; es verdad. Muchas gracias.

    Carlos subió el tramo de la escalera y recogió el paraguas de manos de Maite.

    —¡Hasta mañana!

    —¡Hasta mañana!

    Le gustó la sonrisa de Maite. No prometía nada ni él buscaba promesas, pero refrescó por un momento su sequedad interior.

    Un kilómetro para arriba, un kilómetro para abajo; todos los días igual; de casa al trabajo y del trabajo a casa. Un paso delante de otro y luego otro. Hoy en la calle la brisa era cálida, amable, vivificadora. Era casi verano. En pocos días lo sería. Las hojas de los árboles de la alameda danzaban con la brisa y la amplia zona peatonal que alejaba a bastantes metros de distancia la calzada por donde circulaban los coches permitía escuchar su murmullo, su frote ascendente-descendente, su ciclo sonoro, tan solo interrumpido cuando, en algunos momentos, cesaba el suave viento.

    La brisa tibia y el canto de los árboles, la promesa del verano, disiparon su insustancialidad interior como el mediodía acaba por disolver los últimos jirones de niebla aparecidos con el amanecer. Y una puerta se abría en el espacio.

    Y era un poco como cuando era adolescente y Juanjo, Günther y él mismo sentían la infinita libertad de las vacaciones escolares, la eternidad en la calma somnolienta del verano y la detención total de un tiempo que nunca, nunca —parecía— pudiera terminar.

    —¡Aquí viene Julián! —Juanjo era siempre el más impaciente.

    —¿Has traído El Capitán Trueno, Julián? —preguntó Günther.

    —No, no ha salido aún esta semana —contestó Julián en tono de disculpa.

    —¡Jo, qué mierda! ¿Mañana estará? —preguntó Carlos.

    —Espero que sí. Ya sabéis que nunca se retrasa más de un día —les tranquilizó Julián.

    Y los tres chavales se despidieron de Julián, encaminándose hacia la plaza del barrio, y lo dejaron abriendo la pequeña tiendita donde vendía los tebeos, las chuches y las ilusiones de los chavales de una época en que había poco de todo y uno era más importante que lo que compraba, consumía y poseía.

    Mañana a las ocho, vuelta al despacho, con Maite y su arte y su sonrisa amable, Marcos, Iñaki y Marian haciendo los proyectos, Ainhoa y su contabilidad y Jorge, el hijo de Marcos, al que aún le estaban buscando ocupación desde que su padre lo metiese en nómina en la firma sin que ninguno de los otros socios se atreviera a negarse a ello. Habría que entrar a fondo en el proyecto de Portugal y, seguramente, habría que ir preparándose para ir a Lisboa a discutir muchos detalles técnicos que todavía no estaban ni medio claros; sobre todo, las condiciones económicas, aspecto este en el que el acuerdo con los portugueses estaba aún muy lejos.

    Cuando le tocaba viajar a Carlos, sentía que se transformaba: volvía a manifestarse como un hombre seguro y una especie de hormiguillo disipaba su entumecimiento interior, como el que esta tarde había sentido y que la brisa iba disipando. Al pensar en el viaje comenzó a caminar con pasos más firmes y, sin darse cuenta, revivió los momentos de su adolescencia en los que asociaba los viajes de trabajo con el triunfo en la vida y el triunfo en la vida con las cosas que oía a las personas mayores.

    —No seas tonto —le estaba diciendo a Günther—, con eso te morirás de hambre. Yo voy a estudiar una ingeniería.

    Y como Juanjo, por su parte, había elegido estudiar Económicas, Günther tenía que defender su propia elección.

    —Eso son bobadas, si haces lo que te gusta, no te mueres de hambre. Yo quiero estudiar Historia; quiero ser historiador. A mí me gusta eso y no me apetece otra cosa.

    Y al llegar a los diecisiete años de edad, Juanjo comenzó a estudiar Económicas, Carlos hizo el ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales y, como los padres de Günther se volvieron a Alemania, él se fue con ellos a un país que le resultaba desconocido y se matriculó en Historia en la Universidad de Fráncfort.

    —Tiene narices, de todas maneras —dijo Juanjo.

    —Se morirá de hambre —insistía Carlos—, aunque en Alemania…, ¡vete a saber!

    Y es que Europa, rica y democrática, era para ellos, en aquella España oscura, triste y derrotada hasta para los vencedores, un arcano insondable donde cualquier cosa podía suceder.

    Y alargó el paso inconscientemente. Sentía el viento en sus sienes y notó que iba ganando seguridad sin saber en qué. Los árboles de la alameda pasaban deprisa a su costado como lo hacen vistos desde un tren que va ganando velocidad. Y llegó casi al final del corto trayecto hasta su casa. Se detuvo un momento. No tenía nada que hacer, nada hasta mañana a las ocho, cuando volvería al despacho. Se sentó en un banco que quedaba debajo de la zona porticada que constituía la continuación de la alameda y el acceso a la calle donde vivía.

    Contemplaba la calle, los transeúntes, los coches, las motos… Un fondo de movimiento y ruido que, cuando no le prestamos atención y estamos relajados, es tan parecido al silencio. Y entonces, una mujer se sentó en el banco, en el otro extremo. La miró por el rabillo del ojo.

    —Buenas tardes —dijo ella.

    Era una expresión de educación. No significaba nada.

    —Buenas tardes —respondió Carlos.

    Era una expresión cortés; respondía al saludo de la mujer. Significaba: «Muy amable por saludar, sigo con lo mío».

    Y pasó un buen rato contemplando un cúmulo de nubes. Y la brisa volvió a orearle las sienes. Y recordó otra vez el silencio de la adolescencia. ¿Por qué ahora le venía al recuerdo todo aquello tan insistentemente? Con sorprendente claridad, aquella tarde estaba reviviendo episodios del pasado de los que raramente se acordaba. Y se vio en la fortaleza derrumbada que había cerca de su casa de su edad infantil y juvenil; cuatro piedras que se decía que fueron una fortaleza de las guerras carlistas y a las que ninguna institución había prestado jamás el menor interés. La fortaleza era barco pirata, isla del tesoro, fuerte apache y nave espacial en la niñez y escondite para los primeros escarceos amorosos de la adolescencia con las chicas del barrio.

    Juanjo, Günther y Carlos solían esperar la llegada de los demás amigos del barrio para jugar en la campa cercana interminables partidos de fútbol que terminaban, con un tanteo de más de veinte goles, cuando era casi de noche y los porteros de los dos equipos ya no podían ver por dónde les tiraban los balones.

    Al acabar el partido, exhaustos por el esfuerzo, se tumbaban en la hierba y dejaban que se les secase el sudor sin apenas intercambiar palabras.

    Cuando había luna clara, Carlos, tendido bocabajo, observaba cómo los insectos se desplazaban por entre las hierbas y cómo había todo un universo de vida diferente, extraña, ajena a la nuestra, una vida de otro mundo con sus inexplicables reglas y su ausencia de sentimientos. Los insectos eran como pequeñas máquinas insensibles, luchando con ferocidad por vivir, matando y muriendo, respondiendo inevitablemente a su instinto, implacable, ineludible, y haciéndonos pensar en por qué perdemos el tiempo tratando de averiguar la razón de nuestras existencias.

    Y así Carlos alcanzaba, sin saberlo, un conocimiento secreto de las claves de la vida, una intuición certera de los arcanos que el pensamiento racional y la ciencia clasificadora y explicativa tratan inútilmente de desentrañar. Eso era una soledad reconfortante.

    Cuando esto le fallaba, solo quedaba la nada. Y la nada no era el vacío, ese vacío silencioso y preñado de totalidad que en las tardes calurosas de los veranos de su infancia, cuando sentirlo era la expresión más auténtica de la vida, manifestaba la plenitud.

    Una vez, estando solo observando los insectos, tumbado bocabajo sobre la hierba, se quedó, no recordaba si dormido o ensimismado, y no oyó a su madre que le llamaba desde la ventana de casa para que subiese, que ya era la hora de cenar, y provocó la alarma familiar hasta que, finalmente, media hora después o más, la insistencia de la llamada materna le devolvió al mundo consensuado y sensato y volvió a casa.

    Quizá recordaba todo esto en ese momento porque, a lo largo de la tediosa tarde que ahora terminaba, había sentido esa nada que aparecía siempre que perdía su guiño interior y su autocomplicidad; el mundo estaba fuera de él y él fuera del mundo y esa separación le dolía por dentro como si se le hubiese roto un hueso del alma.

    La miró otra vez de reojo: ella estaba sentada con las manos en el regazo, la espalda recta, la mirada perdida. Volvió un poco la cabeza hacia ella con un cierto descaro y pudo ver su cabello castaño, sus ojos azul oscuro, su tez pálida. Tendría… ¿unos cincuenta años? Quizá menos. Sí, menos. ¿Por qué se había sentado allí? Estaba claro que para hablar con él, no. Nada en absoluto en su actitud denotaba la menor intención en ese sentido. Se dio cuenta de que la estaba mirando de forma indiscreta, sintió vergüenza y volvió la vista.

    Un hombre pasó en bicicleta bastante deprisa y demasiado cerca del banco.

    —¡Qué poco cuidado! Nos ha pasado rozando —dijo ella, sorprendiendo a Carlos al romper a hablar sin previo aviso.

    —¿Para qué pensarán que tienen el carril bici? —reaccionó él, queriendo hacerse solidario con la protesta de ella.

    Ahora sí la miró a la cara. Era inexpresiva, pero interesante.

    —¿Haciendo tiempo? —volvió a preguntar Carlos, tontamente obligado a seguir hablando por no sentirse maleducado.

    —¡Qué falta de respeto a los demás tiene la gente! —dijo ella sin hacer ni caso a la pregunta.

    —Y se hacen las cosas sin espíritu.

    Carlos se sentía arrastrado a la conversación, sin saber por qué, y a decir cosas que normalmente no diría más que en un ambiente familiar o amistoso, afirmando, como acostumbraba a hacer, sus convicciones.

    Pero aquella conversación era un poco un diálogo para besugos.

    —Se está yendo nuestro tiempo —dijo ella—. Todo lo que constituía nuestro paisaje vital está desapareciendo y eso, creo, es algo que comienza a suceder a nuestra edad. —Y miró a Carlos como para cerciorarse de que, bueno, sí, era algo mayor que ella, pero no mucho más.

    —Sí, pero más que por causa de nuestra edad es porque todo está cambiando demasiado deprisa. Y nos duele perder nuestros valores.

    —Y la informática.

    —Y los teléfonos móviles.

    —Y el consumismo.

    —Sí.

    Y se volvieron a callar.

    —¿Cómo te llamas? —se atrevió a preguntar él.

    —Helena… Con hache.

    —Yo Carlos. Encantado, Helena.

    —Encantada, Carlos.

    El cielo se estaba oscureciendo. Algo en la tarde primaveral cambiaba y la hacía más cerrada. La puerta abierta en el espacio se volvía a cerrar.

    —Va a llover —dijo Carlos.

    —Sí. Me tendré que ir.

    Y se levantó, dio la vuelta por detrás del banco y se fue sin más.

    Carlos se levantó también. «Lo mejor sería —se dijo— irse a casa». Entre cenar algo, ver el telediario y poco más, sería la hora de acostarse. Desde su separación de Ana, podría decirse, si acaso lo pensase alguna vez, que se aburría bastante. No la echaba en falta. Su relación con Ana no fue, desde luego, un cuento de amor romántico ni de pasión, pero no produjo heridas graves mientras duró ni dejó cicatrices difíciles de cerrar después. Pero se aburría. Siempre se había debatido, a lo largo de su vida, entre una admirable creatividad y una natural pereza para llevar a cabo hasta su fin todo lo que su mente imaginativa era capaz de presentarle a cada momento.

    «¿Hasta dónde habría podido llegar yo —se decía a sí mismo, arrepintiéndose a continuación por miedo a caer en la arrogancia— de haber tenido voluntad y constancia para poner en marcha todo lo que he sido capaz de idear y que, finalmente, no he llegado a desarrollar? Tengo que cambiar. Aún tengo tiempo. Tengo que educar mi voluntad y tengo que desarrollar mi potencial, que no está, ni mucho menos, agotado».

    Con este propósito como fin de año en la mente, llegó a casa.

    —Carlos, soy Maite. Han llamado los portugueses nada más irte. Quieren discutir el proyecto la semana que viene. Tienes que estar tú y les interesa mucho también centrar de una vez el asunto del diseño. Mañana hablamos.

    No había más mensajes en el contestador.

    Carlos sacó una cerveza del frigorífico y se sentó.

    «Tengo que ir yo —monologó—. Pues bueno, no está mal. Tengo ganas de moverme y, además, hay que desenganchar el proyecto. Y quieren concretar la parte del diseño… Tendrá que ir Maite también, la artista del diseño industrial. Tengo que confesar que me gusta la idea. Puede ser emocionante viajar con ella. Pero… ¿qué estoy pensando? Bueno, no es la primera vez que lo pienso. ¿Será de esas cosas que tantas veces imagino y nunca realizo?».

    El gusanillo de la excitación le recorrió por dentro.

    Puso la televisión. Un político justificaba sus errores con unos embustes rayanos en el disparate y trataba de explicar que, aunque a su partido le hubiesen pillado robando con las manos en la masa, aquello no era un caso de corrupción, sino el resultado de las insidias de sus adversarios.

    Fue a la cocina y se preparó una ensalada mixta. Se comió la ensalada y un yogur sentado en el sofá, mirando distraído las tonterías de la tele.

    Seguía pensando en el viaje a Portugal, ¡qué ganas le estaban entrando de hacer el viaje! Y se descubrió a sí mismo más entusiasmado por la posibilidad de hacer el viaje con Maite que por el resultado profesional del mismo, después de tanto como habían trabajado en ese proyecto, después de todo el empeño como habían puesto todos en él y después de considerar la importancia vital que para la marcha de la empresa tenía el buen fin del trabajo.

    «Sabemos muy poco de nuestros deseos ocultos, inconscientes —pensó— hasta que su presencia es impuesta por una circunstancia exterior que distrae a nuestra vigilancia consciente».

    Esa noche, Carlos soñó con su pasado más remoto. La recapitulación de escenas de sus años de adolescencia y juventud que comenzara por la tarde continuó durante la noche. Y recordó una merienda en casa con su madre, con magdalena y todo, como en Por el camino de Swann, y un atardecer en la playa de la Concha, ensoñando con un amor imposible. Y su primera guitarra, con la que intentaba tocar las canciones de los Beatles, juntamente con Juanjo, con Alberto y con Juan Mari, convencidos los cuatro de que, una vez dominasen el A Hard Day’s Night iban a ser los que más ligasen de toda la ciudad. Y, por un momento, su recuerdo se detuvo en la señora Trini, la vecina, que cuidaba a sus hijos y a su marido con un amor perfecto, ni sometida ni mandona, que siempre decía que se sentía bien y lo decía de verdad porque su luz interior, que Carlos creía poder percibir con claridad, nacía de un corazón puro que hacía que, para ella, todo estuviese bien siempre.

    Y recordó unas Navidades en las que la magia nacía del ambiente festivo y benévolo, del calor familiar, de las vacaciones del colegio con los amigos. Y ahora la incisiva lucidez que dan los sueños le hacía comprender que esas magias —la navideña y cualquier otra— nacen, en realidad, de un estado interior, aunque el recuerdo las atribuya al ambiente y a la compañía. Y que cuando perdemos la magia porque perdemos el estado interior que la propicia, añoramos las circunstancias en las que la sentíamos, engañándonos al pensar que ellas eran la causa y no solamente el escenario del momento mágico.

    Y, mezclada con el revivir del pasado, la reflexión sobre cuánto se puede borrar de la memoria con el tiempo o sobre cuánto puede ser alterada, traicionada o idealizada, le hizo preguntarse hasta qué punto sus recuerdos, para él tan fundamentales en la creación de sus sentimientos y de sus convicciones actuales, correspondían fielmente a lo que fueron o, más bien, a lo que hoy quería que hubiesen sido.

    2

    Después del sueño

    Una lúcida conversación surrealista

    Al día siguiente, cuando volvía a casa, sintió curiosidad, consciente de que estaba apretando el paso y, en cuanto pudo divisar a lo lejos el banco, se apresuró a comprobar si Helena estaba allí.

    No sabía por qué deseaba encontrarla y temía que no estuviese. Algo en la conversación breve y absurda que habían mantenido el día anterior había creado esa atmósfera especial que hace que ciertas situaciones tengan ese sabor de verdad en el instante que, sin saber por qué, luego somos capaces de recordar, aunque pase muchísimo tiempo, sorprendiéndonos su pervivencia profunda y eterna en medio de la trivialidad que tuvieron como vivencias.

    El día había sido muy movido, al revés que la víspera de inactividad y tedio, y prácticamente había transcurrido en una única reunión de trabajo entre Marcos, Maite, Iñaki y Carlos para preparar el viaje a Lisboa. Marcos no quería viajar, como siempre. Era el socio principal de la firma, pero dejaba los desplazamientos decisivos a la responsabilidad de Carlos o Iñaki o incluso de Maite, pese a que ella era socia minoritaria. Aunque los detalles del proyecto habían provocado fuertes discusiones, la decisión sobre quiénes se desplazarían a Portugal estuvo clara enseguida: Marcos, no; Iñaki tampoco porque tenía muchísimo trabajo atrasado con la maquinaria rusa. Como el aspecto del diseño industrial era uno de los puntos de litigio con los portugueses, Maite debería ir. Carlos la acompañaría como conocedor de todo el proyecto y segundo socio de la empresa.

    Y, sin haber considerado este aspecto como dato que tener en cuenta para situarse frente al viaje, se descubrió a sí mismo alegrándose otra vez de que Maite fuera a viajar con él. Y pensó en un hotel de la Avenida da Liberdade, que conocía bien y le gustaba.

    Helena estaba en el banco. Carlos se tranquilizó. ¿Por qué? Se acercó al banco. Ella le miró y sonrió. Carlos se sentó con la mayor naturalidad.

    —Hola, ¿qué tal estás?

    —Bien, ¿y tú?

    En ambos se manifestaba una actitud como de que el encontrarse en el banco fuera algo normal, de toda la vida, de una cotidianidad que no chocaba con el hecho de que era solo la segunda vez que se veían. Ninguno de los dos dijo nada como «¿otra vez por aquí?», «¿es que sueles venir con frecuencia?», ni mucho menos «esperaba que vinieses» o «¿esperabas que viniese?». Eran las siete; un poco más tarde que el día anterior. Como si ya se hubiesen citado sabiendo que hoy la cita era a esa hora.

    Se miraron. Carlos vio que Helena estaba vestida con un estilo mucho más juvenil que la primera vez. ¿Sería más joven de lo que había pensado? Le pareció que estaba menos pálida que el día anterior. Estaba más guapa. Su gesto era más distendido que en el primer encuentro. Carlos, en cambio, se sintió nervioso.

    —Cuando te he visto venir, me has recordado que mañana me vienen dos sobrinos a pasar el fin de semana.

    Helena inició la conversación de repente, como si hiciese un comentario en medio de una charla que ya se hubiese empezado varios minutos antes.

    —¡Ah! ¿Es que me parezco a alguno de esos sobrinos?

    Carlos intentaba llevar hacia la vía de la coherencia una conversación que, como la del día anterior, su lógica no sabía tratar.

    —No, no es por eso. Pero me suele ocurrir mucho. Unas cosas me llevan a pensar en otras que no tienen nada que ver con ellas.

    —Tendrás trabajo, entonces, el fin de semana con tus sobrinos…

    —No, no. En absoluto. Son mayores: un chico de veintidós años y una chica de veinte años. Y vienen a sus cosas. Vienen a mi casa para que les salga gratis el alojamiento, más que nada. Aunque también pasan muchos ratos conmigo. Charlamos de todo. Ya sabes…

    Carlos hizo como que ya sabía.

    La conversación trivial de Helena le pareció a Carlos que paraba el mundo, que creaba el silencio. En medio del bullicio de la calle, su voz era lo único audible conscientemente y aun eso como un eco del silencio. Y la aparente banalidad de su charla sugería el misterio, la promesa de que detrás de esa banalidad se escondía un saber, más bien un intuir algo que se manifestaba de una forma inexpresable.

    —¿Sabes? —prosiguió Helena—, cuando vienen mis sobrinos siento que el mundo se renueva sin que apenas lo podamos percibir. Es como el crecer de la hierba. Ya no vive mucha de la gente que conocimos hace años y existe otra que entonces no tenía ni forma ni cara.

    —Y… ¿eso te pone triste?

    —No.

    —Pues yo… si lo pienso, me puedo poner triste.

    Y se quedó callado. La miró a la cara. Tenía la expresión serena, sí; pero no soñadora.

    —¿Sabes? Me gusta ser útil… a mis sobrinos…, a cualquier persona. Útil en aquello para lo que pueda servir. Todos no servimos para todo, pero servimos para algunas cosas. Y es en esas cosas en las que tenemos que dejarnos ser utilizados, noblemente utilizados. Y nosotros hacer lo mismo con los demás. Saber lo que podemos esperar de cada persona y para qué sirve. Y ponernos nosotros también a disposición de los demás en aquello para lo que servimos. Nunca debemos esperar todo de nadie; eso es utilizar de forma vampírica a los demás. Además, nos frustra cuando la otra persona nos falla. Pero obtener aquello que nos puede ser útil de los demás y darles aquello en lo que podemos serles útiles es noble. Y es amor.

    Pasó un largo momento en silencio. Carlos no entendía el porqué de semejante manifiesto de Helena, pero pensó que acababa de expresar algo en lo que había creído siempre: era una de esas cosas sobre las que no nos queda ninguna duda, pero que jamás hemos llegado a formular de manera explícita, a veces por no llegar a planteárnoslo o, a veces, por prejuicios.

    Él siempre había esperado todo de Ana y siempre había creído que Ana lo había esperado todo de él. Por eso se habían separado. ¡Qué claro estaba ahora! Cada vez que uno de los dos le pedía al otro algo que no estaba en el registro de lo que podía dar se producía un enfado, una decepción, una frustración y una anotación en el debe, hasta que la lista de débitos y de rencores acumulados se hizo interminable y no permitió ver el haber atesorado de satisfacciones regaladas al otro, de sacrificios por él, de amor y de ternura, porque nunca pareció bastante; nunca era suficiente que cada uno de ellos no diese al otro absolutamente todo lo que esperaba de él.

    —A veces pienso en que desde este banco se puede vivir un mundo. —Después de un instante de silencio, Helena zigzagueó una vez más en la conversación.

    —¿Cómo puedes vivir un mundo desde este banco?

    —Podemos viajar.

    —¿Desde este banco?

    —Por aquí te puede pasar de todo por dentro.

    —Sí, pero no será real.

    —¿Y qué sabes tú si lo que ofrecen los sentidos externos es real? ¿Cómo puedes afirmar que lo que te ofrece tu sentido interno es menos real que lo que te dan tus sentidos externos?

    Carlos se quedó callado. No sabía qué responder y también sabía que no tenía necesidad de hacerlo. Pensó que era curiosamente absurdo que estuviese manteniendo esta conversación tan surrealista con una persona a la que apenas conocía, aunque parecía como si la conociese de siempre.

    Y, de la misma manera que el día anterior le había ocurrido, una psicorragia comenzó a chorrear a borbotones de su mente y recordó otra vez su juventud, cuando planificar la vida era simplemente soñar porque, en realidad, las posibilidades de plantearse el futuro no alcanzaban mucho más allá del sábado por la tarde en que se encontraría con sus amigos y se abriría la oportunidad excitante de que cualquier aventura pudiese tener lugar.

    —Me produce añoranza lo que dices —dijo Carlos.

    —¿De qué?

    —De otra época. De personas que se fueron, de personas de las que no sé nada ya…

    —Nunca se añora a nadie. Nunca se añora nada. Nunca se añora ninguna situación. Se añoran solo las sensaciones que las personas, las cosas y las situaciones nos dejaron dentro. Nunca salimos de nosotros mismos. Somos como las islas que se comunican sensaciones con una comprensión incompleta.

    —¿Y por qué amamos?

    Carlos estaba perplejo… ¿Cómo era posible que se estuviera enzarzando en semejante conversación tan filosófica y surrealista?

    —Amamos las sensaciones que nos dejaron. Aunque, bueno…, a veces amamos a la gente de verdad, pero eso es únicamente cuando se da el milagro de la comunicación por dentro, la percepción del otro en nosotros, de nosotros en el otro y del mundo en nosotros y de nosotros en el mundo.

    Carlos tuvo la sensación de que entendía lo que decía Helena y de que, además, lo sentía: El mundo estaba parado y él era el mundo.

    —¿Y a qué vienen tus sobrinos?

    Carlos dio un quiebro en la conversación, tratando de hacerla derivar hacia terrenos más firmes.

    —A vivir su vida. A la playa. Vienen de Pamplona. Estudian allí. A estar en otro sitio. A verme. A ver el mundo. Aunque hacen su vida, charlamos mucho, compartimos cosas. Después de unos días se volverán a Pamplona.

    —¿Tú no sales nunca de la ciudad?

    —Yo viajo sola, a veces. Yo viajo también desde aquí. Ya te lo dicho.

    —¿Desde aquí?

    —Suelo irme a Venezuela.

    —¿Desde aquí a Venezuela?

    —Sí, es un país que me gusta. Hay un sol precioso y un clima

    seco.

    —¿Seco? ¡Venezuela tiene un clima tropical muy húmedo!

    —Mi Venezuela no. Tiene clima seco, bueno, no muy seco…, humedad media. Y hay una brisa muy agradable y nubes blancas como de algodón en un cielo muy azul. Y los pájaros vuelan por encima de mi cabeza siempre que voy allí.

    —¡Vaya! O sea, que sueñas…

    —No, no. Voy a Venezuela.

    —Pero esa Venezuela solo existe en tu imaginación.

    —¡Qué va! Existe de verdad y es como te digo. Hay un aire muy puro y en mi casa, en mi habitación, cuando tengo las puertas del balcón entreabiertas, entra un rayo de luz y las partículas de polvo flotan dentro de él y son como estrellas de mi mundo. Me siento en paz y de vacaciones allí.

    Carlos la miró; su rostro no tenía expresión soñadora, pero era muy bello.

    —Y… ¿vas mucho a Venezuela?

    Carlos estaba ya dispuesto a seguir el juego. La conversación de Helena le arrastraba.

    —No, voy pocas veces. No siempre encuentro el camino.

    —¿El camino? ¿A qué te refieres?

    —Que no sé cómo ir. Eso es todo. Y en Venezuela soy Juana de

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