Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Zaquizamí: (2a. Edición)
Zaquizamí: (2a. Edición)
Zaquizamí: (2a. Edición)
Libro electrónico391 páginas5 horas

Zaquizamí: (2a. Edición)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Obra que resume, como una gran metáfora, el Chile de finales de los años sesenta y principios de los setenta.
El relato parte en la vieja Escuela de Bellas Artes del Parque Forestal y en el zaquizamí, oscura buhardilla de la que fuera conocida como “La Casa de los Talleres”, en el barrio Bellavista, hace más de treinta años. Peters nos muestra cómo se bifurcaron las vidas de los personajes que sobrevivieron a la dictadura. Es una novela de nostalgias y añoranzas que reconstruye y da cuenta de una época y de un estado de ánimo colmado de reminiscencias: “Nuestras voces y nuestros ámbitos se han poblado de recuerdos que crecen por este largo y soterrado país de fronteras naturales”.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Zaquizamí: (2a. Edición)

Relacionado con Zaquizamí

Libros electrónicos relacionados

Ficción hispana y latina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Zaquizamí

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Zaquizamí - Carlos Peters

    lom@lom.cl

    UMBRAL

    Quod scripsi, scripsi…

    San Juan, XIX

    El hombre que regresó del frío a causa de una desilusión de amor, y se instaló de lleno, bravuconamente, desesperadamente, en los confines de Santiago frío y precario, en una lucha desenfrenada con la memoria. Luego lo vi sumirse frenético, casi incoherente, en los recuerdos, las noches de antaño. Y desapareció.

    Son los fragmentos de una carta que me envió hace años, una querida amiga de todos los tiempos. La carta la encontré, más bien ella me encontró, cuando necesitaba con urgencia enmendar el borrador de este preámbulo. Resume, con precisión, el amanecer de este relato que se inicia en la vieja Escuela de Bellas Artes del Parque Forestal y el zaquizamí (una oscura buhardilla) de la que fuera conocida como La casa de los talleres, en el barrio Bellavista, hace más de treinta años.

    Y ya todo fue más fácil de decir.

    Aquí comienza la historia de nuestro anti-héroe, personaje confuso que pasaba por momentos de extrema lucidez y agudas depresiones, y que vive a salto de mata, económicamente hablando.

    De Benito Stephan Ghez Rivas, o Benito Rivas a secas –como gustaba llamarse a sí mismo– se sabe con certeza que de su madre le venía el gusto por la lectura, y que ella lo apoyó incondicionalmente cuando quiso entrar a Bellas Artes y no a una escuela industrial, como se lo pronosticaban.

    De su padre, a quien conoció poco, habría heredado su sensibilidad por las artes plásticas. Un par de años antes del nacimiento de nuestro personaje, estudió fundición artística en la nocturna de la Escuela de Artes Aplicadas, obteniendo notas sobresalientes. Sin saberlo, Ghez Rivas siguió sus pasos.

    Ingresa a Bellas Artes recién cumplidos los diecisiete años, con el uniforme del colegio. Allí creció tanto intelectual como físicamente, ya que poco antes de terminar primer año, lo sorprende tardíamente el desarrollo, viéndose en la obligación de abandonar el uniforme escolar para siempre.

    Esta narración recoge, en parte, sus vivencias, sus penas de amor, sus obsesiones y un progresivo desencanto, que le hace vislumbrar el fracaso de su incipiente vocación artística.

    Refleja, desde su particular perspectiva, el Chile de fines de la década de los sesenta y principios de los setenta, y de cómo y en qué desembocaron las vidas de los distintos personajes durante la dictadura, sin ser un testimonio directo de estos trágicos acontecimientos que ensombrecieron al país. Reconstruye y da cuenta de una época y de un estado de ánimo que la cruza en todas direcciones, sin abstraerse del todo de los grandes cambios que experimentaba la sociedad chilena.

    Por mi parte, lo he pasado bien y mal escribiendo este relato lleno de meandros y bifurcaciones. También me tomé muchas libertades, complementando datos al azar e información de primera, segunda y tercera mano. Otras veces, simplemente los inventé. En él se cruza una historia de amor (que puede parecer un poco cursi e innecesaria) ajena a la del protagonista, que recuerda las comedias o radioteatros de antaño, con continuará incluido (igual que las seriales de cine), y finalmente, una extensa vigilia. Un desborde más, como muchos otros arrebatos del autor, que pide benevolencia.

    Hoy, a poco de iniciado el siglo veintiuno y de regreso a este país para mí extraño y contradictorio (después de una larga residencia en Alemania), con los originales bajo el brazo y como si fuera un extranjero, volví nuevamente a recorrer las calles de Santiago. Deambulando por el Parque Forestal, igual que en los viejos tiempos, no me atreví a entrar al viejo edificio de Bellas Artes, convertido actualmente en museo. Preferí dejar circulando en mi memoria los fantasmas del pasado y decidí caminar bajo el aplastante verano. Con decepción, en la calle Bellavista solo encontré la vecina Casa de la pajarera con su fachada recubierta de vidrios negros por una empresa de compra y venta de vehículos usados, donde por milagro funciona una Escuela de Artesanos de la Piedra (o de la edad de piedra), y un taller de enmarcado de cuadros con sus muros saturados de paisajes, naturalezas muertas, bodegones, flores y marinas, llamado Los Pepes. Como los del Cartel de Medellín, pero de pintura tradicional.

    De La casa de los talleres y el zaquizamí, lamentablemente no quedan vestigios. En su lugar construyeron una bomba bencinera (como dicen aquí en Chile a las gasolineras), con Food Service incluido, donde me senté a beber un café negro y comencé a redactar el borrador de esta introducción, decidido a publicar el libro en Chile.

    Conociendo a los alemanes como los conozco, puedo decir con toda confianza que a ellos no les interesa este tipo de historias que pasan en un país que ni siquiera saben si existe, o dónde queda en los mapas. Ellos están más preocupados de sus propios asuntos: de beber cerveza y lidiar con los alemanes del Este, los grupos neonazis, turcos, afganos, rusos, fundamentalistas islámicos, inmigrantes ilegales de todas partes y, para qué seguir.

    Como tengo claro que de alguna manera este relato llegará a sus manos, les dejo con el cuento en cuestión.

    Yo, por mi parte, solo cumplí con mi deber.

    ¡Auf Wiedersehen!

    Primera parte

    Como en una vuelta del destino

    Como en una vuelta del destino, hace muchos años me reencontré en la vieja ciudad de Oaxaca, México, con el escultor Joaquín Navarro, quien estaba obviamente exiliado por razones políticas. Había viajado a ese país a realizar un concienzudo estudio sobre las extrañas artesanías del pueblo Huichol, inspirado en los escritos de Antonin Artaud, Paul Éluard y el Diario de Alberto Durero. Nada muy serio, por supuesto. Sin embargo, en ese tiempo yo andaba descolocado de mi centro y las cosas me entraban por un oído y me salían por el otro, sin poner atención a nada. Pero no fue sino hasta hace muy poco que, en medio de mis desastres particulares, buena parte de mis encuentros y desencuentros con la vida se confabularon y los recuerdos me comenzaron a dar vueltas y vueltas por la cabeza, y como en un círculo, se fueron uniendo los tiempos, las personas y los fragmentos perdidos. Solo entonces todo comenzó a tener sentido nuevamente, tal cual sucede a veces con los sueños, en que todo funciona bien y todo parece normal, por muy extraños que puedan parecer.

    Mucho después, revisando una vieja agenda, encontré una nota que Joaquín escribió apresuradamente para su madre –poco antes de despedirnos en la estación de Metro Indios Verdes del D.F.– y sin saber cómo olvidé entregar, permaneciendo extraviada por largo tiempo en el fondo de un cajón de mi escritorio, hasta hoy, cuando ya es innecesario cumplir con el encargo. Entre mortificado y también avergonzado –a pesar de los años transcurridos y cuando ya es irreparable confesar mi lamentable desaplicación–, me quedé sentado un largo rato fumando un cigarrillo que me raspaba la garganta, y así fue como poco a poco comencé a ver nuevamente, en un instante congelado de mi memoria visual, a Joaquín Navarro mostrándome viejas fotografías de sus parientes como si me los presentara, diciéndome: Mira, este es fulano de tal. Estos son mis hermanos, porque no tengo hermanas, aunque lo más seguro es que mi viejo buscó una chancletita, pero esta no llegó nunca, como puedes ver, cosa que obviamente yo no podía ver, pero tenía que hacerle juicio a lo que él me decía. Y esta que está aquí es mi madre, es decir, no es mi madre verdadera pero es igual que si fuera mi madre, ya que ella nos crió, lo que es lo mismo. Fue la tercera mujer de mi padre, pero él ya es finado. Mira, ésta es mi vieja, y el que está al lado de acá soy yo, mucho antes de que el viejo me echara de la casa por entrar a Bellas Artes. Decía que ‘eso’ era cosa de maricones, flojos y desaliñados.

    Recuerdo que la fotografía de su madre mostraba el rostro de una mujer morena, redondeada de formas, bastante joven y atractiva, que miraba como si ya no fuera de este mundo. Lejana y sin gestos, su retrato en blanco y negro parecía flotar en la superficie del brillante papel de bordes recortados en zigzag –como si fuera una estampilla de circulación restringida, de álbum familiar–, en el cual las emulsiones y reveladores dejaron fija su imagen. Más parecía una artista de cine rescatada de las páginas de la revista Ecran, una publicación que imprimían con un tinte café oscuro, color cargado de pesares místicos y horrores de Semana Santa con sus lutos y su atmósfera de muerte. Por el contrario, la revista era una ventana abierta que retrataba el fantástico mundo de Hollywood –la fábrica de sueños–, con sus imágenes de actrices en trajes de baño de una pieza, medio piluchas para la época. Como Rita Hayworth, con sus anchas caderas y voluminosas tetas a punto de reventar, entre muchas otras famosas divas que exhibían sus dotes naturales en atrevidas poses de vedettes y bataclanas arrasadas por el resplandor de una luz quemada que incendiaba de fatalidad y pecado nuestra imaginación, invadiéndola con historias de cabaret, de mujeres de la vida, de licores raros y pócimas para el mal de amores, donde la pasión y la lujuria amenazaban con irrumpir solapadamente. El mismo sexo que se practicaba en los prostíbulos y casas de tolerancia –ya que el hogar era sagrado–, y en esos años ninguno de nosotros imaginaba siquiera que nuestros padres tenían sexo en la misma cama en que jugábamos y saltábamos como locos. En aquella época las mujeres soñaban con el Príncipe Azul y con un amor para toda la vida, ideal que solo podía compararse con el del famélico Agustín Lara y sus bien amadas, quien interpretaba aterciopelados temblores de piano que iban directos al corazón de María Bonita, La Negra Linda, la sin igual, la incomparable María Félix, la única princesa que ha existido en Latinoamérica, porque La Reina del Mambo –la Carmen Miranda– se fue a conquistar la América del Norte engalanada y compuesta como la niña negra, pero al betún, coronada de frutos del trópico y arrebujada con un menudo taparrabos emperifollado de colorinches plumas de papagayos, tucanes y aves exóticas, el que como un torbellino misterioso arrastraba consigo los olores colgantes del Mato Grosso, el movimiento sinuoso de las grandes boas constrictor, la inocencia de los pecados y la vorágine del caldo tibio y espeso del Amazonas. El viejo paraíso perdido y vuelto a encontrar, pero ahora al ritmo monótono de las congas, las piruetas del mambo y el merecumbé, los merengues, las rumbas y el distémper del cha cha cha, acompañado del pegajoso ruido de arena y granizo contenido en las profundidades de las maracas, sonido que era secundado por el alarido de vacas locas de las trompetas y el resoplido de los trombones anunciando el Apocalipsis del Nuevo Mundo, para triunfar allí donde reina la gran ramera, la gran puta, la enorme bestia de tres cabezas que destila whisky y espera indolentemente en su trono la gran hecatombe, mientras derrama por el mundo las siete copas de la ira.

    Una voz, una melodía,

    un recuerdo

    A Alodia Corral y Mabel Fernández,

    que poblaron de sentimientos nuestra imaginación

    En mayo de 1946, en medio de un frío y lluvioso otoño, Jorge Negrete descendió de un avión a hélices en el aeropuerto de Los Cerrillos –en la periferia de Santiago de Chile–, sin afeitarse y con el uniforme de oficial de campaña del ejército mexicano, incluyendo pistola al cinto y una media sonrisa bajo el bigotillo recortado. Era el mero, mero macho. El amante latino más grande conocido después de Rodolfo Valentino, que de modesto lavador de autos y cantante ocasional de bares nocturnos en New York, llegó al estrellato del cine mexicano, seduciendo en la vida real y ficticia a las más bellas de la época, incluyendo naturalmente a María Félix, entre muchas otras artistas famosas.

    Al amparo de los astros de ese mismo mes y año nació Joaquín Navarro, el que fue recibido por las arrugadas manos de una vieja comadrona de barrio en el casi inexistente pueblo de Lo Espejo. Los signos estaban dados. Bajo la sombra de un inmenso sombrero de charro de alas anchas como el cielo –bordado con las estrellas del firmamento y la Cruz del Sur, que daba vértigos de solo mirar–, se escribieron los enigmas de su destino. También, con algo de exageración, se cuenta que en medio de la noche croaron las ranas, se entonaron los grillos y cantaron los queltehues y zorzales, armando una zalagarda que duró horas.

    La vida de Joaquín Navarro –quien llegaría a ser Presidente del Centro de Alumnos de la Escuela de Bellas Artes–, igual que los corridos mexicanos, está llena de historias. Quizás producto de todas estas curiosas coincidencias, que más parecen augurios, le venga en parte su espíritu revolucionario y justiciero, además de galán empedernido y artista multifacético. Una infidencia, a la cual hay que dar poco crédito, cuenta que su primera madrastra se enamoró como loca perdida del compadre y mejor amigo de su marido, consumiéndose ambos en una pasión desbocada que no encontró limites. Fueron sorprendidos en el lecho marital, tal cual Dios los echó al mundo, por el indignado cónyuge, quien sacó su viejo revólver del ropero de tres cuerpos y descargó los seis tiros, no como se podría esperar en un caso como este, a los concupiscentes amantes, sino que a los neumáticos del camión de su ahora ex compadre. En esa época eran extremadamente caros y escasos, y a su modo, cobró venganza. Se dice que dejó a su rival sin trabajar por una buena temporada y nunca más los vio o quiso saber algo de ellos.

    De esta manera, Joaquín tuvo una madre y dos madrastras en un corto plazo.

    Pero no todo termina allí, sino que comienza mucho antes de ese desgraciado episodio, cuando Joaquín era un adolescente que estudiaba corte y confección, obligado por su padre (En esa época no se le pasaba por la cabeza entrar a estudiar arte, pero a veces el destino, como la vida misma, no da explicaciones. Cuando finalmente entró a Bellas Artes, ya era sastre titulado, y a pesar de ello, su padre igual lo echó de la casa por flojo y estimar que esa era una profesión de maricones, disipados sin destino y muertos de hambre. Lo cierto es que nunca ejerció profesionalmente, pero con el paso de los años, según sus propias palabras, dicho oficio llegó a tener gran importancia en su desarrollo artístico, concluyendo que los ternos y trajes eran esculturas para vestir, para colocarse sobre el cuerpo, fuera de otras apreciaciones por el estilo, conceptos que habrían sorprendido por su agudeza al Doctor en Historia Miguel Rojas Mix, quien lo entrevistó para el catálogo de una importante muestra de escultura neofigurativa chilena).

    La extraña vinculación de Joaquín Navarro con el subterráneo mundo mexicano volvió a manifestarse el día que llegó a Santiago la noticia de la tragica muerte de Jorge Negrete. Las radios se desvivieron rindiendo postreros homenajes al artista, cubriendo de expectación el territorio nacional y enrareciendo el éter de duelo, solo comparable con las grandes catástrofes telúricas que azotan cíclicamente a este país, dejando muerte, destrucción y pobreza.

    En los conventillos, los cités, los barrios y poblaciones se escuchaba el eco lejano de las radioemisoras que difundían hasta el cansancio, inolvidables canciones y episodios de la vida de Jorge Negrete, con el alto auspicio de La Casa Baranda, donde la moda manda; Codipra; Grandes Almacenes Rodiles; El Rey que Rabió y Los Siete Pilares de su Economía, entre muchos otros establecimientos de renombre.

    Las mujeres del pueblo –sensibles de corazón y de manos–, en menos que canta un gallo tiñeron con Anilinas Mont Blanc el luto en sus trajes, y pañuelo en mano rindieron sus últimos tributos al ídolo de la canción haciendo interminables y llorosas colas frente al Teatro Santiago, que reestrenó en funciones de matinée, vermouth y noche, con truenos y relámpagos, los más sonados filmes en blanco y negro del malogrado galán y cantante mexicano de todos los tiempos.

    Todo se confabulaba para que así fuera.

    El padre de Joaquín, don Ruperto Segundo Navarro Moraga, sastre de profesión, viudo de primeras nupcias con cinco hijos hombres y vuelto a emparejarse, aquel día apagó la radio y colgó la huincha de medir en el tronco descabezado del maniquí. Ordenó cuidadosamente los cortes de tela inglesa recién tizada y se dijo: Esto puede esperar por hoy. Con parsimonia, se quitó la muñequera saturada de alfileres y tomando la filuda tijera, con destreza de cirujano consumado, cortó un trozo de tela negra. Luego descolgó su chaqueta y cosió meticulosamente, con puntadas invisibles, el encintado luto sobre la manga izquierda, la del corazón, como si Jorge Negrete fuera un pariente más que cercano, y él, un afligido deudo.

    Después cubrió con su funda la máquina de coser Singer y frente al espejo de medio cuerpo, con toda ceremonia se colocó el vestón del terno, y con un gesto mecánico se ajustó el nudo de la corbata. Finalmente cerró el taller de costura con un enorme candado y dirigiéndose a nadie visible, con voz grave y severa, ordenó: Marta, dígale a los mayores que me sigan. Cumplidos estos rituales, echó a caminar cabizbajo por la interminable y casi única calle de Lo Espejo.

    Un par de horas después regresaron con un ataúd de finas maderas talladas, forrado interiormente con plisados de raso brillante, cuatro portacirios con sus respectivas bombillas eléctricas en forma de llama, y dos plintos de madera que comenzaron a bajar trabajosamente de una desvencijada carretela tirada por dos gruesos caballos percherones.

    –¡Por Dios, Ruperto! ¿Qué está pasando? Se atrevió a preguntar su segunda mujer, llevándose el delantal a la cara y esperando una respuesta terrible.

    –¡Usted no diga nada, ni media palabra! Aquí no se ha muerto nadie, ningún vivo, por ahora. ¡Vamos, chiquillos! muévanse de una buena vez por todas y coloquen todo esto bajo el parrón. Cuidadito con maltratar el féretro, miren que debo devolverlo en las mismas condiciones a mi compadre Anselmo –recomendó con severidad.

    A esa misma hora en casa de sus vecinos, los Elizondo Larraín, se tomaba once, una vez que las niñas menores hubieran terminado sus tareas escolares y concluido las clases de piano para la mayor, como era común en las familias de clase media ascendente. Solo que en el caso de los Elizondo Larraín, de vieja estirpe aristocrática, venían en franca caída social y económica. La madre, doña Adelaida, se desempeñaba como directora titular de la única escuela pública del pueblo, ocupando un respetable lugar dentro de las pocas autoridades de la comunidad. Además, se le tenía una gran consideración por su oratoria, destacándose en los actos cívicos por sus poéticos e inflamados discursos patrióticos, que conmovían los sencillos espíritus pueblerinos. Por su parte don Severino, el padre, ingeniero de ferrocarriles, era un ser casi inexistente en casa a causa de sus funciones profesionales y sociales. La mayor parte del tiempo los rieles lo llevaban de sur a norte y de norte a sur, desapareciendo a veces por impensables ramales. Era, al decir de todos, una presencia ausente, que si no andaba de viaje o en campañas y proclamaciones políticas, participaba de secretas reuniones en la Logia Lautarina, institución masónica denostada públicamente por el Cardenal José María Caro. Por último, se lo podía encontrar en interminables reuniones nocturnas en el cuartel de bomberos, donde ocupaba el cargo de Director Honorario. Con frecuencia, don Severino supervisaba personalmente –junto con la jueza del pueblo– el levantamiento de cadáveres de anónimos vagabundos o borrachos atropellados por el tren, e iniciaba los sumarios internos de rigor.

    En este apacible mundo el tiempo se desgranaba lentamente y por años, nada parecía cambiar, ni siquiera las estaciones: calurosos e interminables veranos; dorados otoños con imprevistas ventoleras que desataban las hojas de los árboles; fríos y lluviosos inviernos que anegaban las calles, y finalmente una primavera que reventaba de un día para otro, verdeando los parronales, haciendo florecer anticipadamente las acacias, los aromos, los huertos y potreros. El mes de septiembre traía consigo veloces nubes blancas –parecidas al algodón de azúcar– que se desplazaban alocadamente por el cielo, y con el aire tibio se elevaban los primeros volantines de colores, anunciando las fiestas patrias. En la plaza se juntaban los vecinos con sus familias y parentela, las autoridades e invitados de honor, que al ritmo marcial de una banda de música observaban el desfile de los escolares, el ajetreo de los huasos a caballo, los clubes deportivos y bomberos con sus mejores galas. Eran días memorables, en los cuales se pintaban las fachadas de las casas y aparecían las fondas y ramadas, engalanadas con banderas y guirnaldas.

    Sin embargo, el día de la muerte de Jorge Negrete, todo era distinto. En la quietud del sombrío atardecer, cuando los pájaros se habían callado de puro miedo al ocaso y el viento desaparecía arremolinado por los callejones; cuando se encendían las primeras ampolletas de las casas y la noche se dejaba caer como una letanía; se dejó oír un flojo afinamiento de guitarras. Luego vino el despanzurreo de un acordeón, tomando aire con su buche de cartón entelado, y mientras todo el mundo esperaba que arrancaran los himnos evangélicos de los canutos, por el contrario, irrumpió el estridente resoplido de una trompeta, seguida de cerca por el runruneante zumbido de los guitarrones y una oleada de sonidos que producían los botones, teclas y fuelles de un acordeón, los que armaron la cazuela del más movido corrido mexicano conocido. Con el barullo se desató la estampida loca de las gallinas y el desbande alborotado de zorzales y gorriones por sobre las copas de los árboles, batiendo alas como si aplaudieran apagadamente con su plumaje el escandaloso ¡AYAYAYAYAYYYYYYYYYYYYYYY! que destapó la olla del cielo. La zalagarda hizo salir de su casa a las niñas Elizondo Larraín, que de un salto se encaramaron en el muro de adobes que separaba la propiedad, para ver el espectáculo más insólito que jamás hubieran podido imaginar: Joaquín Navarro –el hijo del sastre del pueblo– recostado en un ataúd y vestido a la usanza de los charros más ladinos, alentaba con un enorme sombrero a unos improvisados mariachis y cantantes de rancheras, que con corcho quemado se habían pintado gruesos bigotes y dibujado sendas lágrimas, como si sumaran un ojo con otro, más parecidos a los payasos de los circos pobres que ríen por no llorar.

    –¡SILENCIO!… ¡Silencio por favor, que van a hablar! –se escuchó decir a alguien.

    –¡Paren la música! –pidió don Ruperto, comenzando a hilvanar un estudiado discurso que había preparado de memoria:

    –Queridos amigos míos: nos hemos reunido esta noche al amparo de las estrellas y los astros de este lejano Chile, bajo el parrón de la uva más negra, tan negra y oscura como la noche, y con una profunda pena que conmueve nuestros corazones. Aquí estamos, llenos de pesar, de dolor y muerte, trágicos y descoyuntados como si las águilas nos hubieran desgarrado las entrañas. Las afiladas garras de la muerte, de la desdentada, de la que no perdona a nadie, sellaron para siempre esa boca magnífica que, para nuestro regocijo, entonó las más bellas canciones, y por qué no decirlo, alimentaron nuestras almas como el pan nuestro de cada día. Por eso nos hemos reunido aquí para rendir un último tributo al inolvidable astro de la canción mexicana, al eterno Jorge Negrete (aplausos)… y desear que su alma descanse en la paz del Señor. Que él sepa, esté donde esté, que nosotros conmemoraremos este día todos los años por venir, como esta mismísima noche que nos enluta el alma, y lo haremos acompañados de sus canciones y su recuerdo. Te saludamos desde aquí, en este aciago día, con un brindis de este vino tinto y oscuro como los misterios de la muerte, pero que como la santa sangre, sirve para pasar las penas y alegrías. Salud, amigo nuestro; salud, amigos míos, y hasta no verte, Cristo mío.

    –¡Salud! –dijeron todos.

    –¡Y al seco! –propuso alguien por allí.

    –¡Viva México, hijos de la chingada! –proclamó un eufórico.

    –¡Viva!

    –¡Viva Chile, mierda! –replicó otro espontáneo.

    –¡Viva!

    –¡Venga la música, mi alma! –ordenó don Rupe.

    El velorio de Jorge Negrete duró toda la noche, armándose una regada fiesta de casa de zamba, caramba y huifa, que dicen, solo se apagó ya bien entrada la aurora.

    Pero no todo terminó allí. Una versión de primera mano señala que pasada la medianoche y entonados con el vino, salieron en procesión por las calles de Lo Espejo con el ataúd y Jorge Negrete –reencarnado en Joaquín Navarro–, coincidiendo con la celebración de La Fiesta de la Primavera que se realizaba en el cuartel de bomberos –con reina y rey feo incluidos–, donde sin ningún protocolo y ante la mirada estupefacta de la concurrencia, dejaron la urna en medio del escenario (en el cual se mecían dos enormes sputnik de cartón que colgaban del techo) y se fueron a apagar la sed que les había provocado el cortejo fúnebre.

    Batalla campal en Bellas Artes

    Por esas cosas de la vida, Benito Stephan Ghez Rivas o Benito Rivas, como gustaba llamarse a sí mismo (vaya uno a saber el por qué de sus razones) establecía casi siempre sus relaciones laborales justo cuando estaba económicamente en las últimas, como si el destino se las pusiera por delante. Fue así como de un día para otro, sin querer, se asoció con Boris Trinkenchen, un personaje algo irónico y solitario que deambulaba por el casino del Bellas Artes y en particular, por el Taller de Grabado del maestro Bonati, como alumno libre. Poco sociable pero talentoso, según sus pares, poseía una aureola de artista extraño y maldito, como se estilaba en ese tiempo. Se caracterizaba por la manía de hacer crujir las muelas y vestir de riguroso negro, argumentando exclusivas razones prácticas. Primero que nada, la mugre no se notaba, y si perdía un calcetín o éste ya no tenía arreglo, sencillamente lo reemplazaba por otro del mismo color, explicación que no solo le pareció inteligente y lógica a Rivas Ghez, sino que muy económica, adoptando dicho principio con el correr del tiempo. El asunto es que Boris Trinkenchen necesitaba un colaborador que le apoyara en la fabricación artesanal de biombos Koromandel auténticamente antiguos y originales, los que manufacturaba en madera y decoraba utilizando clara de huevos, temperas, tiza impalpable y cola de carpintero en pan, incluyendo el craquelado y las pátinas del tiempo conseguidas sumariamente con betún de Judea o pasta de zapatos. Según él, esta fórmula la había aprendido de un compañero de curso japonés, cuando era becario en el mítico taller de grabado de Lazansky, en Iowa, Estados Unidos.

    Se conocieron una agitada mañana, poco antes de que una treintena de estudiantes ingresaran como caballos espantados a Bellas Artes, donde se atrincheraron después de sostener una descomunal batalla campal con los guardianes de la paz y el orden, frente a la Embajada de los Estados Unidos. La marcha por la paz y contra la guerra de Vietnam había terminado a piedrazo limpio y, casi asfixiados por las bombas lacrimógenas, se replegaron en la más que centenaria escuela no sin dejar de luchar combativamente, perseguidos de cerca por los pacos del grupo móvil y el guanaco, que mojaba a diestra y siniestra.

    –¿Qué pasa? –preguntó Boris Trinkenchen.

    –No tengo la menor idea, pero podemos ir a echar un vistazo –sugirió Benito.

    En medio de un descomunal alboroto, los estudiantes cerraban puertas y ventanas, gritándose entre sí, compañero para acá, compañero para allá, porque al parecer nadie se conocía, y mucho menos tenían nombre propio, según dedujo Benito. El gordo Moreno –mayordomo vitalicio de la escuela– pedía a gritos que no se desmandaran, que por favor no hicieran daños, argumentando que ésta era una escuela decente, de gente educada, recomendaciones a las que nadie hacía caso y tampoco se dignaban escuchar, mientras corrían como hormigas locas escaleras arriba y abajo con baldes y carretillas repletas de piedras, ladrillos, restos de moldes y esculturas –como en una demolición inversa–, parapetándose en las ventanas y en el techo, acumulando pertrechos para una guerra de castillo medieval, o para decirlo de un modo mucho más revolucionario, en una toma de La Bastilla, donde piedras van, bombas vienen.

    –¡No te metái, guatón, ésta no es tu guerra!–se escuchó decir a Joaquín Navarro, el líder y flamante presidente del Centro de Alumnos, quien daba órdenes para la batalla, mientras el hall de la escuela se llenaba de una densa neblina que hacía llorar a todo el mundo. En medio de esta atmósfera, las nobles estatuas griegas parecían flotar serenas, con la única excepción del retorcido Laocoonte, que con los ojos desorbitados y como si despertara de una dantesca pesadilla congelada, luchaba desesperadamente con unas monstruosas serpientes del averno que amenazaban triturar su retorcido y falso cuerpo de yeso, que simulaba el níveo mármol de las canteras de Ática.

    Benito y Boris, ajenos a esta pesadilla ideológica y respiratoria de la cual no tenían arte ni parte, buscaron sin éxito vías de escape. Sin poder abandonar la escuela, so riesgo de ser detenidos y apaleados sin conmiseración por los pacos, que no entenderían su neutralidad, como última alternativa subieron por las estrechas escalinatas los tres pisos del vetusto edificio, encaramándose al techo por una claraboya aledaña a las buhardillas de los maestros, que por un privilegio tradicional, mantenían de por vida como talleres de creación artística y que, según las malas lenguas, también servían de iniciación erótica a las más bellas musas con o sin talento, a quienes revelaban las sutiles artes amatorias del Kamasutra. Sin embargo, todo parecía cambiar y corrían nuevos vientos. Aquel espacio casi mítico, cual un Parnaso, era invadido ahora por simples mortales. Peor aún, por marginales Aquiles y Ulises destructores del clásico orden establecido. Imberbes estudiantes que ambicionaban cambiar el mundo, que soñaban con transformar las viejas estructuras de la sociedad y hacer, por fin, la gran y utópica revolución emancipadora del tercer mundo. El signo de los nuevos tiempos había hecho su aparición sobre el cielo de Santiago en plena primavera, como dados cargados de oscuros

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1