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Cartas a Rosalía
Cartas a Rosalía
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Libro electrónico382 páginas6 horas

Cartas a Rosalía

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Un piano, dos continentes y un destino: vivir.

Hasta dónde debemos llevar una decisión de vida.

Esta es la historia de Rosalía, una mujer apasionada que nace con un don muy especial por el cual, a la edad de veinticinco años, viaja desde Juárez (México) hacia la Ciudad de la Luz en 1935, época de entre guerras en Europa. Fiel a su destino ante las teclas de un piano, decide abrir su corazón a su gran amor, Guido, un italiano veinte años mayor quien la amarró a aquel continente, el cual estaba próximo a entrar en la más terrible guerra que vieran los años pasar.

Sus días en París fueron realmente intensos, pero no fue hasta que se mudaron en 1942 a Roma, por motivos de seguridad, donde realmente empezó a detonar su genialidad ante el piano, siendo primero pianista a servicio de Pietro Mascagni, para después pertenecer al grupo de cámara del Vaticano, así como tocar en el hotel Plaza de la Via del Corso.

Su decisión no solo la llevó a renunciar a sus padres siendo la única hija, sino también a un mundo de opulencia; ella sin titubear siquiera llevó su vida al límite de la pasión misma, sabía que la verdadera pobreza estaba en desistir a sus sueños, pero, en fin, yo qué más les puedo decir si no soy más que su casual narrador. La vida me llevó décadas después a descubrir su historia escondida en un viejo escritorio. Fueron mis días en Marfil (Guanajuato), lugar donde Rosalía nace en 1910, yo trabajando como anticuario el destino me llevaría ante esa historia, historia de la cual está de más decir que me atrapó de manera sorprendente, jamás pensé amar a una mujer a destiempo, fue su almala que me sometió dejando en mí un bello y enigmático amor…¿Se podrá acaso amar a un espíritu? Mejor les dejo esta su vida paraque juzguen ustedes mismos y encuentren en ella, al igual que yo, una invaluable inspiración.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9788418548352
Cartas a Rosalía
Autor

Javier Gómez Ramírez

Javier Gomez nace el 18 de febrero de 1965 en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, siendo el menor de 6 hijos del matrimonio formado por Rubén Gómez y María del Refugio Ramírez, quien falleciera dejando a Javier a los 13 años bajo la custodia de su Nana Rosalía, mujer humilde de rasgos étnicos quien siembra en Javier su fortaleza y actitud de servicio para los demás. Padre de tres hijos y artista inquieto que no cesa de reinventar el mundo, apasionado historiador y enamorado trotamundos el cual a través de sus viajes logra encontrar en otras culturas, nuevos aromas e historias para contar. En 1998 funda su primer Restaurante Italiano, posicionándose rápidamente como uno de los mejores en Juárez y El Paso, Texas. Entre otras pasiones destaca pintar murales y aprendiz tenor del bel canto. Gracias a crónicas de historia y su participación en programas de radio, nace la idea de escribir su primer libro Cartas a Rosalía el cual culmina en el año2018. Dedicado en gran parte a su entrañable ciudad fronteriza, del desierto de Chihuahua.

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    Cartas a Rosalía - Javier Gómez Ramírez

    Cartas a Rosalía

    Javier Gómez Ramírez

    Cartas a Rosalía

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418548857

    ISBN eBook: 9788418548352

    © del texto:

    Javier Gómez Ramírez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para mis entrañables padres (q. e. p. d), Rubén y María del Refugio, que me dieron la vida, el ejemplo, los valores y una niñez que me hizo sentir siempre un ser muy especial, pero, sobre todo, amado.

    Para mis tres hijos, Javier, José Pablo y Magali, quienes con solo traerlos a mi mente me impregnan de una invaluable emotividad, de esa que surge del deseo de que crezcan siendo siempre unos buenos hijos de Dios y que nunca olviden que este su imperfecto padre los llevará por siempre muy arraigados al corazón.

    Y no podría olvidarme en esta dedicatoria de mi querida Rosalía, una mujer que llegó a laborar a mi casa cuando yo tenía solo dos años y que, a través de sus aromas, de su ejemplo, de sus lágrimas, pero sobre todo de su inmensurable fe y entereza, nos demostró a cuantos la conocimos que los únicos valores son los que siempre proceden humildemente del alma.

    ¿Para qué una vida? Llevo semanas preguntándomelo cada día; vemos rostros sin cuestionarnos las historias que pueden contar. Desde aquella ocasión, cuando estuve en la vieja casona de Marfil, en el bello Guanajuato, mi vida no ha sido la misma. He de confesar que me enganché con aquella antigua foto, la que estaba sobre la chimenea. Ese rostro mostraba más que una mera expresión, me obligó a meterme en una crónica de la que hubiera querido ser parte. Creo fervientemente que, después de leer su historia, me pude haber enamorado de esa mujer.

    Muchas veces pensamos que el destino es caprichoso, pero en realidad casi siempre nos sorprende. Aquella tarde caía despacio ante mis ojos. Ese día, la vida me puso frente a un antiguo escritorio de madera, solo para constatar que ciertas áreas de este todavía no habían sido ultrajadas. Recordé las casi olvidadas clases sobre relicarios, las cuales en ese momento me dieron la pauta para seguir buscando. Tiempo después supe que habían sido todas aquellas cartas, escondidas bajo un doble fondo, las que me imploraban ser descubiertas. Era la misma Rosalía, que se negaba a morir en el más oscuro anonimato, y es que tenía tanto por contar…

    Los lugareños que la vieron jamás imaginaron lo que se escondía detrás de aquellas arrugas, pues muy lejos de ser un alma en pena, esa honorable anciana siempre tenía en su rostro una agradable sonrisa. Tampoco sabían lo que ocultaban las melodías que ella interpretaba en su teclado y que se escuchaban todos los días al caer la tarde.

    Esos diarios se convirtieron en mi desvelo, en sus páginas encontré evidencias de un gran amor. Los otros indicios aparecieron a través de algunas fotos, pero en especial en las cartas amarradas con un cordel y que pude encontrar gracias al texto con que iniciaba el primer diario:

    Quien encuentre este diario podrá leer mi gran aventura de vida, pero, sobre todo, las cartas que dieron sentido a mi vejez. Las dejo junto al viejo ropero, bajo el madero de la esquina. Deseo que sea el azar, ese que siempre jugó conmigo de una manera extraordinaria, quien decida qué manos las reciban para que cuenten esta historia… mi historia.

    Con los documentos en la mano, no dejaba de preguntarme si era yo el indicado para leerlos, así que decidí tomarme un tiempo de reflexión y leerlos de una manera pausada. Acompañado de una copa de vino, me surgían dudas sobre aquella dama, cuestionamientos que se disiparon poco a poco a través de la lectura y de las charlas sostenidas con el párroco de la iglesia de San José, donde, por un tiempo, Rosalía tocó el piano durante las misas de los domingos. En ocasiones, luego de la ceremonia, se la veía platicando con gente de aquel pueblo minero de haciendas y tradición. La gente atestiguaba que detrás de aquella expresión dejaba ver un pasado intenso, pero bien sabía Rosalía que aquellos pecadillos tendrían que quedar ocultos hasta su muerte o posiblemente perderse para siempre; al fin y al cabo, lo que había vivido era su tesoro exclusivo. Todas sus experiencias, buenas y malas, así como su transitar por este mundo, quedaron reducidas a manuscritos ocultos en unos documentos dejados para un futuro y desconocido lector. Esos testimonios, capaces de trastocar hasta el corazón más infranqueable, eran emociones vivas de un alma que optó por volar antes que claudicar, de una mujer que vio su mundo hacerse polvo. Problemas fueron y vinieron, no obstante, ella los sacudió estoicamente. Incluso entendió el sufrimiento como una fuerza necesaria para seguir trascendiendo en este mundo de insensata monotonía.

    La historia de Rosalía no es un drama, sino la secuela de eventos en la vida de una mujer que decidió vivir a su modo en tiempos en los que su género era relegado de muchos campos. Es factible pensar que confrontó al destino con valiente determinación. Sin duda, tuvo una singular forma de existir, desde una infancia temprana, la vida la puso ante un piano. Aprendió a leer por nota y el virtuosismo surgió de una pasión desenfrenada por aquel instrumento. Su sólido carácter quizás fue templado por los años en un París sitiado por la Alemania nazi, o por el encuentro con aquel italiano veinte años mayor que ella, quien le escribiera sin mesura aquellas cartas de sublime erotismo. Me pregunto qué tuvo que pasar en aquella alcoba, bajo aquellas sedosas sábanas o encima del piano, para provocar tanto furor en ese hombre, ¿hasta qué punto del éxtasis podemos llevar al cuerpo con el sexo?

    Estoy seguro de que Rosalía jamás dejó de sentir las caricias del erotismo, inclusive en los últimos momentos de su vida siempre se supo la mujer más deseada por su amante. Cuentan que cuando su ama de llaves la encontró sin vida, sentada en la mecedora junto al piano, tenía en su regazo la última carta que Guido le escribió a su amada Rosalía.

    ¿Hasta dónde se debe amar sin temor a ser lastimado o lastimar? Los sinsabores del amor no son más que silencios guardados, pues hay palabras que sin querer salir se convierten en acciones y el rechazo no es más que la respuesta a ellas. La entrega al ser querido no es una opción, es una decisión. El día que entendamos al tiempo, este se volverá nuestro mejor aliado o seremos maldecidos siempre a remar contracorriente en busca del elixir del amor como si fuera un artículo de aparador.

    Cuando me topé con aquella historia, al principio pensé en dejarla en esa hacienda, aunque corría el riesgo de terminar en la basura, sin ser leída. Entonces, ante aquella ciudad de espíritus y voces, pude percibir su presencia a través de mis poros, fue como una intrusa en el tiempo y el espacio.

    A menudo, aquellas hojas que invadían mi cama se encontraban en un orden diferente a como yo las había dejado. Junto a aquellas cartas estaban otras, las cuales heredaría de su madre al morir, cientos de renglones de evidencia de vida y viajes. Recuerdo que en cierta ocasión un fuerte viento entró por la ventana e hizo que todas las cuartillas volaran por la habitación. Dos de ellas salieron por la ventana, así que me puse el pantaloncillo de inmediato y salí tras ellas. Cuando llegué al callejón, una ya era un avioncito de papel en las manos de un niño y la otra estaba en proceso de serlo. Gracias a Dios, su madre, al ver mi apuro por recuperarlas, se las cambió por un helado de uno de tantos carros que circulaban por el casco histórico. Claro que yo pagué la golosina, pero así quedamos todos satisfechos.

    De regreso en el cuarto, vi que la última carta que le escribió aquel italiano en su primer año juntos estaba atorada en la orilla del espejo del tocador. La piel se me erizó por completo, un sutil viento recorrió mi cuerpo y desde ese momento entendí que ella no me dejaría en paz hasta cumplir su encomienda. Y, claro, fue un gusto convivir a diario con su espíritu que, a veces, me jugaba alguna broma.

    Cierto día, después de bañarme para salir a desayunar al callejón del Truco, me topé con la vieja levita que significaba tanto para los amantes. A pesar de estar fuera de moda y de que me quedara un poco grande, me la terminé poniendo, pues comprendí que ese era el deseo de ella, a fin de cuentas, estaba en una ciudad donde los atuendos de época eran bien vistos. Durante mi estancia en Guanajuato sentí que ella siempre caminaba a mi lado, ya que alguna vez me llevó hasta la Presa de la Olla. Al parecer, su madre Esperanza fue coronada como la reina de Guanajuato y fue justo allí donde Baltasar, su padre, la vio por primera vez.

    Yo iba prácticamente todos los días a aquella finca para valorar sus antigüedades. Con el tiempo, se me hizo costumbre ir a comer al Museo de Gene Byron, donde por lo regular encontraba gente interesante con quien platicar. En cierta ocasión, conocí a la mujer que, se supone, se convirtió en la amiga más íntima de Rosalía, aunque me di cuenta de que sus pláticas siempre fueron de lo cotidiano, nunca hablaba del pasado. También apareció el padre Alberto, sin embargo, por ser secreto de confesión jamás pudo decirme nada importante de Rosalía. Ambos personajes sabían que ella había vivido en Italia por la manera de preparar la pasta; también dedujeron que había estado en Francia, puesto que en algunas ocasiones la oyeron platicar en francés con unos galos, pero la confirmación llegaría al mencionar la ciudad de París; ahí la cara de Rosalía brilló de felicidad.

    El domingo antes de regresar a casa, cuando me rasuraba ante el espejo del baño, escuché unos chasquidos en la puerta del cuarto. Aún con espuma en la cara fui a ver qué había provocado el extraño ruido y de inmediato me percaté de una travesura más. Su retrato estaba un poco ladeado, lo supe porque cuando salía o entraba a la habitación, tenía la buena costumbre de voltear a ver su rostro, por lo que siempre trataba de conservarlo en una posición perfectamente horizontal. Una vez que regresé el cuadro a su posición normal, volví al baño para terminar de rasurarme. Mientras me enjuagaba, la vi reflejada en el espejo justo detrás de mí, sonriendo. Cierto es que yo ya estaba obsesionado con ella, pero puedo jurar que en ese momento era Rosalía en persona. De inmediato giré, solo para darme cuenta de que se había esfumado. Sentí que el corazón se me salía del pecho y noté que las cortinas de las ventanas no estaban acomodadas como de costumbre. Me asomé solo para ver a esa mujer girar hacia el templo de San Roque, donde yo sabía que había sido bautizada.

    Nunca sentí miedo de nada y en este caso pedí a gritos estar con ella, aunque fuera un instante. Esa mañana tomé el cuadro, lo apoyé en las piernas y me puse a llorar como un mocoso irreverente al que le quitaron su regalo más preciado. Eso era ella para mí, mi más preciado regalo. Cuando regresé a Ciudad Juárez, ordené, minucioso, las páginas de su diario, así como las cartas. Tuve la suerte, investigando un poco en Juárez, de conocer a Santiago, hijo menor de Óscar, el mejor amigo de Rosalía, quien ya tenía tiempo de haber dejado este mundo. Comentaba que aquel hombre ya en sus últimos días nunca dejó de contar sus vivencias de aquel viaje a París.

    Con el tiempo y las charlas fui poco a poco estructurando todo, poniendo algo de mi cosecha, por supuesto, para entender y conocer en profundidad aquella historia, su historia.

    1. El París de entre guerras, primavera de 1935

    Era una mañana fría de primavera cuando el tren procedente de Normandía hacía su arribo a la Gare de Notre. Entre los pasajeros que descendieron, venía una joven mujer que dejaba ver cierto cansancio y duda. Una vez que tuvo todo su equipaje reunido, un maletero la acompañó hasta la salida, donde la esperaba ya una persona que había contratado su padre para que la asistiera en París. La gente iba y venía ante el constante silbido de los otros trenes, grandes valijas acarreadas por tantos maleteros hacían un poco difícil el andar.

    Eran tiempos difíciles para la capital gala, pero a pesar de esto en ella encontraron refugio cientos de artistas que gozaban con intensidad de los placeres de la carne y del entretenimiento. Los grandes bulevares sucumbían ante un buen swing y el baile al igual que los excesos se manifestaban en cada esquina. Era la ciudad por excelencia para migrar, ahí no mandaba la religión ni los principios morales, mucho menos las doctrinas. Aquella ciudad era el París de la condescendencia y los excesos.

    La dama, de escasos veinticinco años, nunca imaginó toparse con tanto alboroto. A la entrada del recinto estaba un hombre con cartoncillo en mano, con el nombre de «

    Rosalie

    ». Al verlo, el alivio se reflejó en su rostro y de inmediato se presentó ante él hablando un francés a medio entender. Con una amable sonrisa, el buen hombre se puso a sus órdenes.

    Se llamaba Antoine y manejaba un pequeño camión donde apenas cupieron aquellos pesados velices. Rosalía tomó algo de agua y subió al camión, que se fue adentrando poco a poco en la bella ciudad, entre el claxon de otros autos y el paso de transeúntes, los cuales buscaban, al igual que ella, sobrevivir al caos que provocaba aquella urbe. En el camino, luego de transitar por hermosas avenidas, desembocaron al río Sena para ver a lo lejos la isla de la Cité y, al fondo, bellamente erguida, la catedral de Notre Dame. A la postre, llegaron al departamento que estaba en pleno corazón del Barrio Latino. Ella no sabía que la academia de música a la que acudiría quedaría un poco lejos, pero fue algo que jamás la inmutó. Una vez cruzaron el río, llegaron a aquel típico barrio de estudiantes y de excesos, ante el siempre vivo Boulevard de Saint Germain des Prés. Un poco más adelante, rumbo al sur, arribaron hasta el Panteón —el imponente edificio que guarda los restos de los hombres ilustres de Francia—. Antoine se detuvo a un costado del templo de Saint Étienne du Mont, donde estaba el departamento que se convertiría en su entrañable cómplice. Ahí mismo bajaron sin dificultad el equipaje, el problema iba a ser subirlo hasta el último piso en el que se ubicaba su nuevo hogar. Faustin, un mozo poco agradable, de estatura mediana y pelo cano, le entregó las llaves y el reglamento del condominio; asimismo, la informó de ciertas indicaciones sobre el departamento, el cual por cierto contaba con baño privado. Esta había sido una de las condiciones, no negociables, que pondría su pudiente padre desde Ciudad Juárez y por la que pagó una renta más que justa.

    Una vez —como contaría Rosalía en sus diarios— estando sola en aquella habitación que aún olía a olvido, me fui despojando poco a poco de esa ropa que apestaba. Tenía tiempo sin sentir el correr del agua por mi cuerpo, aquel barco no era lo que se dice un modelo de limpieza; y los pasajeros, vaya que apestaban. Cuando abrí el grifo, me topé con la sorpresa de que solo salía agua helada. Nunca pensé que tendría que acostumbrarme a algo así, por lo que fui encontrando la hora idónea para ese inevitable aseo diario. Creo que aquel día estuve congelada bajo el chorro de agua, pero una vez fuera, mi cuerpo desnudo cayó en un sueño profundo. Al rato, me despertó un hambre espantosa, me vestí deprisa y bajé aquellos diminutos escalones para comer algo, lo que fuera, donde fuera.

    Al día siguiente salí corriendo muy temprano cuesta abajo, hasta la Rue de Saint Germain, donde llegué con el tiempo justo, para comprar una baguette; me la puse en el antebrazo y tomé el primer taxi que me llevara ante las puertas de aquella institución, con el fin de presentar mi examen. Era tanto el nervio que el pan sucumbió en un instante, claro que solo sirvió para acrecentar mi pánico escénico, el cual sirvió, sin lugar a duda, para sacar lo mejor de mí. Al salir, claro que me invadió la duda, mi interpretación no había sido mala ni regular, fue bastante buena, pero ante estos jueces lo mejor sería esperar.

    Ese día, sin rumbo y sin amigos, caminó hacia el sur de París con la idea de encontrar un taxi. Justo a dos cuadras le llamó la atención un gran parque, el cual decidió visitar para descansar un rato. Ahí, junto a tanto árbol, encontró un momento de paz y reflexionó un poco sobre la audición, para llegar a la conclusión de que había llegado solo por un motivo, triunfar, solo triunfar; ella no se podía permitir menos.

    Al poco tiempo de deambular por aquellas calles, desembocó en el templo de la Madeleine, para continuar por el Boulevard Des Capucines, que era algo más placentero. Entre castaños y sicomoros, comió en un rincón de tantos y luego llegó por sorpresa a la Ópera de París. Cuando vio aquel entorno quedó pasmada. Era la primera vez que veía ese majestuoso edificio.

    No tuve más deseo —expresó Rosalía— que sentarme a idealizar el futuro que estaba por venir. El mesero que me atendió en el famoso Café de la Paix al principio fue un poco grosero, claro que no tuve descaro en pedir una buena botella de vino, eran tiempos para celebrar y relajarse, así es que una copa o botella en realidad me daba igual.

    Ahí siguió placenteramente por horas, mientras observaba a cientos de turistas despistados, embelesados con aquella capital. Cinco eran los días que tenía que esperar para saber si la institución la aceptaría, conque no le corría ninguna prisa. Entre sorbo y sorbo se le fueron las horas viendo aquella ópera, en la que estaba segura tocaría algún día.

    Luego de cierta embriaguez, retomó su paseo zigzagueante hasta el Sena, donde tomó un taxi hasta la puerta de su departamento. Apenas llegó a la pequeña sala de estar, dejó caer su bello cuerpo en aquel sillón tan lleno de años y de polvo, el mismo que sería sustituido por su piano, ese que mandaría su padre desde Ciudad Juárez si era admitida en tan afamada institución. Don Baltasar, en un arrebato de soberbia, dejó bien claro que solo en aquel pianoforte, de tanta tradición familiar, podría practicar su hija. No en vano ya tenía planeado el traslado del pesado instrumento hasta el mismísimo París custodiado por gente de toda su confianza.

    A la mañana siguiente el incesante maullido de algunos gatos la despertó. Era de esperarse una tremenda jaqueca, por lo que a arrastras llegó hasta su cama, la cual aún era un soberano desastre. Tiró algo de ropa para seguir roncando, intentando al menos dar fin a la resaca. Por la tarde despertó solo para darse un frío baño revitalizador en aquella regadera intimidante y volver a quedar profundamente dormida.

    De mañana se despertó con un apetito voraz, razón por la que ese día evitó aquel chorro de agua, se vistió ipso facto y con un sombrero de ala ancha disimuló un poco su despeinado cabello. En un pequeño pero agradable restaurante a las afueras de aquel edificio, sació el hambre, para después adentrarse de nuevo a descubrir los rincones de París. Dicha mañana en particular agarró rumbo a Notre Dame a dar gracias ante la Guadalupana. Después, a un costado de la basílica, se tomó un buen café en la isla que un día vio nacer a Francia. Claro que el antojo fue inevitable, por lo que compró una crepa para comerla bajo la sombra de un viejo roble, sentada justo detrás de aquella emblemática catedral. A escasos metros, se hallaba un joven de no mal ver, quien no pudo dejar de observarla mientras comía. Al final, tras un pequeño instante, decidió acercarse a ella para presentarse.

    Bonjour mademoiselle, mi nombre es Fernand, aprendiz de chef, pero más que nada, servidor suyo.

    Ante aquellas palabras, Rosalía, en un afán de cortesía, contestó:

    Bonjour Fernand, mi nombre es Rosalía, aprendiz de pianista, e igual servidora suya.

    Después de una charla casual y de protocolo, Rosalía aceptó la invitación a un café en una pequeña brasserie. Para entonces, ella sabía que aquel muchacho se llamaba Fernand y que era chef; pudo constatarlo porque en su bolsa de lona se podía ver parte de su atuendo. También le contó que tenía treinta y dos años y que llegaba a su trabajo en metro, el cual lo dejaba justo en el mercado de Les Halles, donde laboraba descuartizando cuanto animal muerto o vivo se le pusiera enfrente.

    Esa mañana, Fernand tenía un compromiso pendiente en Notre Dame que involucraba un secreto casi imposible de ocultarle. El muchacho buscaba con desesperación a su novia, de nombre Aimee, quien un mal día desapareció, al parecer, con un bebé en el vientre. Fernand quiso asumir su responsabilidad, pero Aimee no encontró el valor de enfrentar a sus padres y, temerosa, prefirió huir. A Rosalía le agradó mucho la sinceridad de Fernand, sentía que con la búsqueda hacía lo correcto, aunque al mismo tiempo, si Aimee había decidido huir, era su decisión. Así, sin planearlo, una chica nostálgica y un joven angustiado se fundieron en un tierno abrazo de esos que acomodan el alma. La mañana se fue en nada mientras se iban contando capítulos de sus vidas. Él, un parisino de treinta y dos años, y ella, una juarense de veinticinco, tratando de entender por qué estaban allí dos perfectos desconocidos, vagando ante el dulce vaivén de las palabras.

    De inmediato, aquel francés, sin pensarlo siquiera, se dispuso a ser su guía. Poco le importó al irresponsable joven dejar de asistir a su empleo matutino en el mercado y el nocturno en un restaurante.

    En la isla de Saint Louis probaron un delicioso helado y disfrutaron del delta del río desde diferentes ángulos hasta llegar al final de este, ante un pequeño parque.

    —No hay mejor vista que esta para ver las embarcaciones llenas de gentes embelesadas con el sentido del amor, deseosos de guardar en su memoria cada rincón del Sena —aseguró Fernand—. París, hasta cierto punto, es una ciudad de ciegos —continuó diciendo el muchacho—, la mayoría de sus habitantes la cruzan a diario ya sin inmutarse de su enorme belleza. Los taxistas siempre están malhumorados. Las floristas dejan transcurrir el día con desagrado, entre tantos bouquets, solo para repetir la misma rutina al día siguiente, como si fuera una obligación. Gente va y viene transitando estos entornos con su baguette bajo el brazo y la mirada hacia el suelo, sumidos en tantas preocupaciones. Claro que es entendible; cuando hay un futuro se ve diferente, pero en estos días el país pasa por graves problemas sociales y económicos.

    Por la tarde, cruzaron el puente Marie sin rumbo fijo. Estuvieron deambulando por varios callejones hasta desembocar en Place Des Vosges. Allí, Fernand se encontró a algunos de sus amigos, los cuales acostumbraban a reunirse por las tardes para recostarse en aquel bello pasto, con el fin de hacer verbenas entre lecturas de libros, música y poesía. Además, en los pórticos de aquel gigantesco claustro, nunca faltaba quien cantara ópera. Esa tarde en particular se escuchaba a lo lejos dos mujeres cantando a capela el Dúo de las flores, de Delibes. Fernand le presentó a Rosalía a sus amigos. Olga, de procedencia rusa, fue la primera en extenderle la mano de forma empática. Le siguió Santiago, un guitarrista español y tenor que no podía evitar el placer de estar junto a aquella rusa, la cual, por cierto, tocaba el chelo. Ambos se conocieron en el Teatro Olympia del Boulevard de los Capuchinos, donde solían requerir de sus servicios.

    En mitad de la convivencia, llegaron Dominique y Armand, una pareja gay que presumía abiertamente de su inmensurable amor. Dominique era un excelente modisto que trabajaba desde hacía tiempo para una de las mejores casas de moda de la ciudad, mientras que Armand era un joven aspirante a actor. Ellos siempre coincidían para comer por el rumbo de la plaza Vendome, donde fluía la buena gastronomía y el glamur de la Villa Lumiere. Los demás del grupo siempre andaban en la búsqueda de lugares económicos para comer, por los más recónditos callejones, ya fuera al norte rumbo a Montmartre, o para el mismo mercado de Les Halles, donde, además del folclore, la comida era rica y barata.

    Santiago, para entonces, tocaba algo cautivador en su guitarra Valenciana. Un poco después llegaron Alexandra, Carmelo e Isaac. En ese momento tuvieron que correr rumbo a aquellos pórticos, ya que fueron sorprendidos por un fuerte aguacero.

    Todos estaban empapados y Olga mostraba, generosa, sus hermosos pechos a través de la ahora transparente blusa. Santiago de inmediato se quitó su saco para pasarlo por los hombros de la chica, pero ella lo rechazó, pues se sentía cómoda. Además, al sentir la brisa, juntaba los antebrazos de tal manera que dejaba ver unos seductores senos de los que resaltaban sus bellos pezones. Ni Armand ni Dominique se percataron de aquellos torneados bultos, era claro que no les interesaba lo que a aquella rusa le sobraba, solo deseaban que cayera la noche para entregarse a sus propios asuntos amorosos. Por otro lado, Alexandra era una estupenda acuarelista que acababa de llegar de Checoeslovaquia, mientras que Carmelo, el italiano poeta, fumaba sin control. De todo el grupo, Isaac era el más apartado de las bellas artes. Él lucía desanimado, apenas unos pocos días antes se había cortado los peyes o bucles de las sienes, tras renunciar a la religión judía para hacerse un converso católico; cosa que hirió profundamente a su familia. Ahora, era un simple futuro litigante de sonrisa franca y contagiosa.

    Durante esa época la xenofobia estaba en pleno apogeo; muchos galos afirmaban que los extranjeros eran los mayores transmisores de enfermedades venéreas y taras morales que, según ellos, invadían su amado país. En pocas palabras, para estos intolerantes, los extranjeros eran los responsables directos de la decadencia moral francesa. Pero incluso con este tipo de odio, era relativamente fácil llevar una vida agradable en aquella ciudad de música, arte y letras. Por ejemplo, en Montmartre todavía se sentía con fuerza el legado de los grandes impresionistas y poetas.

    Luego de la lluvia, a medio secar, todos fueron a cenar a un pequeño e íntimo lugar cerca. Rosalía no daba crédito del suculento coq au vin que estaba probando.

    —No sé si te has percatado de que tienes nombre de automóvil —comentó Dominique durante la cena.

    Hubo un pequeño silencio por la broma de mal gusto, aunque el chico tenía razón. El vehículo Rosalie 8cv de Citroën era el auto en boga, aunque hubo que explicárselo a la chica mexicana para que entendiera de lo que se hablaba. Después, la charla derivó hacia la excelente noticia de que al fin quitarían de la Torre Eiffel las espantosas letras que desde hacía diez años anunciaban la marca Citroën. Eran miles de bombillas de filamentos incandescentes que de manera grotesca anunciaban la marca de automóviles. Según Armand, para lo único que sirvieron fue para que en mayo de 1927 Charles Lindbergh, su gato y el espíritu de San Luis pudieran encontrar París y por fin aterrizar. Así, aquella tarde Rosalía se convirtió en Rosalie y encontró a sus primeros amigos, en aquella desadaptada ciudad del Viejo Continente.

    A la mañana siguiente, Rosalía se bañó temprano, puesto que era domingo e iría a misa. Luego, planeaba buscar un pequeño frigorífico para almacenar algo de comida, además de que necesitaba utensilios para la cocina, un paraguas y sobre todo un buen ventilador eléctrico y es que la época de calor se acercaba vertiginosamente. Por la tarde se había citado con Fernand para comer juntos. Por casualidad, al bajar coincidió con una amable vecina que se ofreció a encaminarla, ya que llevaban el mismo rumbo. Durante el trayecto las mujeres charlaron de modo amistoso. Mientras lo hacían, se adentraron en los bellos Jardines de Luxemburgo. Luego de cruzarlos, tomaron la Rue Vaugirard, donde una década antes viviera la polémica pareja de Scott y Zelda Fitzgerald. Aquella amable señora era española y se llamaba Gloria; era de Jerez de la Frontera y estuvo casada con un tal Françoise, a quien conoció en Andalucía. Ante tan amena charla, y sin apenas darse cuenta, llegaron frente a las puertas del templo de la Medalla Milagrosa, destino que, sin saberlo, ambas buscaban. Como consecuencia de esa plática, desde ese día, Gloria tomó el papel de su segunda madre y mentora. Esa mañana de 1935, Rosalía afianzó su anhelo de triunfar algún día por aquellas tierras lejanas ante su fe. Nunca se sabe qué depararía el destino, pero ante aquel altar sintió una fuerza que no la abandonaría por el resto de su vida.

    Una vez terminada la ceremonia religiosa, Gloria acompañó a Rosalía hasta la línea del metro que la llevaría directo al mercado donde ya la esperaba Fernand. Cuando llegó a la estación, bajó para de inmediato ver aquel jacalón, atravesó una maraña de comercios y dio con el lugar de embutidos en el que trabajaba su amigo. Grande fue la sorpresa de la chica cuando lo vio limpiando el piso con vigor. Él se sintió avergonzado por la situación, aunque más tarde le explicó que solo estaba cumpliendo un castigo por faltar el día anterior sin una buena justificación. Una vez cumplido su trabajo-castigo, pidió unos minutos para asearse un poco, así como aplicarse algo de perfume y luego reunirse con ella.

    Si algún país es rico en el buen comer es Francia. Pocas naciones pueden presumir de tener un queso diferente para cada día del año. Lo mismo se puede decir del pan, pues si hay algo difícil de entender en la gastronomía son las masas. En aquel enorme bodegón de comidas, Rosalía observó de todo, claro que le angustiaba ver tantas aves desnucadas y colgadas del cuello. Era todo un fascinante y exótico mundo gastronómico; sentía que había llegado al país de los sabores y su referencia más cercana era en el mercado Cuauhtémoc de Ciudad Juárez, con otro tipo de sabores y olores, no mejores ni peores, solo diferentes, ya que para ella no había algo más delicioso que la gastronomía mexicana.

    Fernand salió quince minutos después, hecho un perfecto aprendiz de seductor, claro que la mujer tuvo que ignorar ciertos olores, y la fragancia cubría, al menos, un poco aquellos aromas repulsivos. Eso sería algo a lo que Rosalía tardaría en acostumbrarse, pero con el tiempo su nariz aprendió a omitirlos.

    En ese mismo mercado, los muchachos adquirieron algunos quesos de cabra y buenos embutidos que el joven chef había comprado en su lugar de trabajo. Antes de salir consiguieron dos baguettes para enfilar hacia los jardines del Palais Royal, donde intentarían comer a la sombra de un árbol. A pesar de que, en sus inicios, todo pintaba armonioso, al igual que el día anterior, de pronto se desató un aguacero. Como consecuencia, las baguettes quedaron hechas engrudo. No obstante, la comida se salvó gracias a una rápida maniobra de Rosalía, quien apenas unas horas antes había comprado un paraguas de camino al metro. Esa primera cita terminó en un desastre total: con la lluvia los malos olores del hombre se acentuaron. Una vez en el departamento, ella tuvo que confiar en él y lo invitó a darse un baño para evitarle un resfriado. Mientras el chico se duchaba, ella le lavó la ropa. Cuando el joven terminó, ella le proporcionó una bata, para después esperar con paciencia a que secara la ropa que pendía de un hilo en el cielo de aquel edificio. El ventilador que también había comprado antes se estrenó para secar los calzoncillos y la camiseta del joven.

    En el viejo sillón, vieron pasar las horas sin prisa, platicando de intrascendencias. Rosalía contaba un poco de sus vivencias en Juárez, pero qué tanto podía presumir de su ciudad a un parisino… Sin querer o queriendo, fueron entrando poco a poco en un ambiente algo más íntimo y es que ella tenía delante un hombre semidesnudo. Solo era cuestión de jalar el pequeño e inestable cordel para que aquella bata se abriera por completo.

    Después de otra lluvia espontánea, se creó una atmósfera idónea para salir al ático y observar un atardecer estupendo; entre chimeneas y humo, el vino que no pudieron degustar en el Palais Royal pasó a ser parte de aquel ambiente. Mientras avanzaba el tiempo se hacía evidente que Fernand pasaría allí la noche, ya que su ropa se encontraba de vuelta empapada. Ella le hizo un tendido rudimentario, al tiempo que su mente

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