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Madera Caliente
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Libro electrónico219 páginas2 horas

Madera Caliente

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Información de este libro electrónico

Claudia haba nacido en una ciudad demasiado pequea para ser considerada
como tal. Hija nica de padres perfectos, y con una amiga llamada Sara, que
haca las veces de hermana mayor. Un da decide partir hacia Buenos Aires
para estudiar. La vida la lleva a ser actriz, pero la madera del instrumento
que ella elige la enamora tanto, que siente que sta se calienta cada vez que
la acaricia con sus manos. Hasta que un da llega el amor y ella se encuentra
ante la decisin ms importante de su vida.podrn el amor al arte y el
amor por un hombre convivir en armona?
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento24 feb 2011
ISBN9781617645754
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    Vista previa del libro

    Madera Caliente - Mónica María Volpini Camerlinckx

    ÍNDICE

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capitulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    CAPÍTULO 1

    TE DOY GRACIAS, Señor, por haberla conocido.

    Porque—después de mamá—fue la mujer que más logró ayudarme a seguir viviendo en mi mundo de soledad acompañada—a pesar de ser tan diferentes las tres.

    Ambas vivíamos en las afueras de un pueblo cuyos habitantes disfrutaban llamándolo ciudad. Claro está que eso no nos importaba para nada a nosotras, que nos ocupábamos de cosas más importantes que aquella de denominar de una manera u otra a un determinado lugar.

    Era una mujer que estaba apenas pasando lo sesenta, acostumbrada a trabajar desde el alba hasta el atardecer. Vivía en un caserón que años atrás debió haber sido de un color parecido al amarillo, pero que en ese momento las hiedras lo invadían poco a poco, con menos piedad que pausa, avejentando sus paredes laterales que a su vez eran oscurecidas por la sombra de tres enormes acacias que iban envejeciendo año tras año, a la par de su dueña.

    Sara se llamaba. Nunca le pregunté si tenía algún otro nombre. Nuestras interminables conversaciones no nos dejaban lugar para averiguaciones sin sentido.

    Durante las siestas de mi niñez solía pasarme todo el tiempo sentada en el piso de un viejo zaguán, que era el lugar más fresco de toda la casa. Aquella hora era sagrada para los grandes de la familia y a mí—única niña entre tantos adultos—no me era permitido hacer ningún tipo de ruido, actitud que les agradeceré hasta el día de mi muerte, ya que fue esa imposición la que me llevó a leer, primero como alternativa para matar mi hastío, y a medida que fueron pasando los años llegué a hacerlo como una dulce necesidad para ir preparando poco a poco, casi sin darme cuenta, una futura carrera de escritora que estuvo latente siempre en mi interior, sin que nadie, ni siquiera yo misma, pudiera darse cuenta.

    Así comencé con los libros de Alcott que sucedieron a los cuentos de hadas y príncipes de mi niñez, para darle lugar más tarde a los suspiros provocados por la dulce tristeza que sentí cuando leí las penurias del pobre Efraín cuando se le moría su María, movidos ambos por la romántica pluma de Jorge Isaacs.

    Por momentos dejaba de leer para espiar la respiración entrecortada de mamá que parecía retumbar por toda la casa, mientras que la de papá no se escuchaba jamás.

    Y cuando mi alma se sentía saturada de silencio, me subía a una silla y espiaba por la ventana de mi cuarto hacia la casa de Sara. Sabía que allí la encontraría a ella, siempre seria, siempre pareciendo enojada y casi torpe, siempre mirando a lo lejos como si esperara a alguien que jamás llegaría. Algunas tardes aparecía Aldo, un empleado del tambo que estaba a un kilómetro de nuestras casas. Saltaba del caballo, se sacaba la gorra vasca en señal de respetuoso saludo y le tendía la mano. Entonces hablaban por un rato muy largo, y cuando él se iba caminando tan rápido que Sara pensaba que lo había aburrido, yo me escabullía hasta el patio de su casa para que me contara lo que habían estado conversando. La gente de la casa grande—o sea mi familia—se pensaba que ellos eran novios y que algún día se casarían. Pero las pocas veces que yo se lo pregunté a Sara, ella me contestó que eran sólo amigos de los buenos, y que él la visitaba para hablar de bueyes perdidos. Ella vivía en una casa pequeña que estaba en una quinta situada enfrente de la nuestra, a la salida del pueblo en que vivíamos, que aparecían ambas en un estado de transición entre la ciudad y el campo.

    Era hija única, y había nacido cuando sus padres eran demasiado grandes para pensar en la loca idea de concebir otro hijo, y desde temprano se tomó la responsabilidad de mantenerlos y cuidarlos hasta sus últimos momentos, cosa que todos la vimos cumplir sin ningún esfuerzo. El día que se pusieron viejos, Sara tomó las riendas de la quinta, cuidando de sus animales y de los padres a la vez, sin dar jamás ni siquiera la más mínima muestra de cansancio por todo aquel trabajo que estaba recayendo sobre sus espaldas que eran mucho más débiles de lo que parecían.

    Una tarde Aldo vino para despedirse. Hacía calor y mis padres dormían la siesta. Solamente yo parecía vigilar el mundo a través de mi ventana. Estaba redactando una especie de cuento corto que acabaría más tarde convirtiéndose en historieta, cuando sentí el galope de su caballo roano que parecía una mancha rosa sobre el pasto reseco del patio de la quinta de Sara.

    Ella vestía un batón colorado y se había recogido el cabello en la nuca. También sus labios tenían un toque de color colorado que le daba aires de niña mucho más joven de lo que realmente era. Y lo recibió corriendo con una expresión alegre y juguetona como nunca le había visto. Entonces desde mi ventana puede presenciar el final de la triste historia de amor de mi vecina, porque de pronto ellos comenzaron a discutir agitando los brazos. Ella aún vivía con sus padres en aquel momento y aún tenía esa edad en que las mujeres nos concedemos el derecho total para la felicidad . . .

    Ese día la visité un poco más tarde que de costumbre porque llegaron unos primos a casa y me entretuve conversando con uno de ellos que se parecía al galán de una novela que estaba leyendo, y me hacía pensar cosas raras por las noches que luego debía confesarle al padre cada vez que íbamos a misa los domingos. Jamás ocurrió nada entre nosotros, pero Alfredo-que así se llamaba este muchacho pariente que me alteraba los nervios—siempre me decía que si no fuésemos sido primos, él se habría casado conmigo sin pensarlo. Costaba trabajo creerle porque tenía el verdadero aspecto de un donjuán en potencia, a pesar de sus apenas quince años recién estrenados, pero de todas maneras sus cumplidos me alegraban aquella monótona vida entre gente grande y con pocas amigas para conversar de los temas que más me interesaban. Porque en la escuela alternaba con varias de ellas, pero Solamente podíamos hablar de muchachos, vidas de artistas o músicos de moda. Los libros y sus historias alucinantes eran vistos como entretenimiento de personas raras y por eso yo callaba y esperaba la ocasión en que llegaba Alfredo a mi casa para contarle todo lo que estaba leyendo o escribiendo, cosa que comenzó poco a poco a convertirse en nuestro gran secreto.

    Un día descubrí llorando que estaba enamorada de él, pero no se lo dije a nadie. Tiré mis penas sobre un papel y allí di a luz un cuento llamado Gotas de Amor Frío, que muy pocas personas leyeron. Alfredo no se dio cuenta de mi deslumbramiento, y mis padres mucho menos. Me cuidé muy bien de no contárselo a nadie porque hubiese sido el gran escándalo familiar que ninguno de nosotros deseábamos vivir en aquellos tiempos tan formales para la vida y el amor. La única excepción fue Sara y ella pareció entenderme, pero me aconsejó olvidar por completo aquel asunto que sólo podía acarrearme problemas y más dolor del que estaba sufriendo.

    Fue por eso, porque quise devolverle la atención, que aquel día me acerqué a la casa y le dije la verdad . . .

    -   Sara . . . hoy te vi con Aldo . . . discutían o algo así . . . qué pasó?

    -   Nada. El muy burro se quiere ir a trabajar a otro lado.

    -   Lo siento.

    -   No sientas nada—el mentón le empezaba a temblar.—A mí me da lo mismo.

    -   Pero ustedes siempre estaban juntos.

    -   ¡Él era el que venía! ¡Yo nunca lo busqué . . . !¡Ni falta que me hace!

    -   Ya lo sé, Sarita . . . -recordé de pronto que no le gustaba que la llamaran de esa manera y me corregí—Quiero decir Sara . . . cómo te sentís?

    -   Bien. Si se quiere ir que se vaya.

    -   Sara . . . por el amor de Dios . . . qué le pasó a tus manos?

    -   Nada. Estuve arrancando yuyos . . . el patio estaba a la miseria.

    -   Estás sangrando, amiga . . .

    -   Y qué querés que haga. Mis padres son muy viejos para hacer ese trabajo . . . Antes me lo hacía Aldo y ahora tendré que hacerlo yo.

    -   Podés llamar a alguien.

    -   No. Lo hago yo y basta.

    Volteó la cara para que no pudiera ver que los ojos se le estaban empezando a mojar. Tenía las manos ensangrentadas y me imaginé el estado de su corazón, pero supe también que no debía consolarla con palabras, porque a ella le gustaba parecer fuerte y controlada, aunque el mundo se le derrumbara en aquel instante.

    Recordé que una mañana de invierno, al lado de la estufa a leña, me había dicho que ella se olvidaba de los problemas trabajando.

    Pero aquello era demasiado. Y entendí que no era tan invulnerable ni fuerte como se empeñaba en demostrar.

    -   Ahora voy a seguir, Claudia. No quiero que me agarre la noche sin terminar el trabajo.

    -   Te sebo unos mates . . .

    -   Dale.

    Un mes después fallecieron sus padres, uno después del otro. La mamá sufrió un infarto mientras dormía, y a los pocos días la siguió ese hombre que no podía vivir sin ella. Algunos malintencionados aseguraron que se había quitado la vida, pero yo preferí pensar que el amor mataba hasta a una persona fuerte como aquel hombre acostumbrado a sobrevivir a las inclemencias del tiempo. Y por supuesto, jamás le mencioné a Sara nada sobre este tema.

    CAPÍTULO 2

    DEBO CONFESARME A mí misma que mi actitud de observarla a través de la ventana de mi cuarto fue algo inacabable durante toda nuestra vida. Mi infancia y mi adolescencia transcurrieron en aquella enorme casona por demás abarrotada de parientes y recuerdos, motivo por el cual yo solía escaparme de la total abundancia de muebles dejando volar mi imaginación a través de sus cristales siempre pulcros como resultado de la infaltable franela con querosén que mamá les pasaba día por medio.

    Alguien—alguno de los primeros habitantes de nuestra casa—había tenido la mala idea de plantar un árbol enfrente de esa ventana que me servía de eterno mirador hacia un mundo externo que me intrigaba a la vez que sacudía mis años de inocencia con un miedo casi paralizante. Por momentos me molestaba porque iba creciendo conmigo y sus hojas me tapaban,-o tal vez sería mejor decir que me ocultaban-, la visión de ese paisaje que tanto me gustaba observar. Pero jamás me quejé con nadie, porque siempre detesté la sola idea de cortar un árbol. Pensaba que tal vez podría haber nacido guachito, sin que nadie lo plantara, de igual manera que un primo hermano de Sara que venía por las tardes a recoger uno o dos baldes de leche para llevarle a su patrona, como él mismo decía. Mi amiga me contó una tarde de lluvia que era hijo de la media hermana de su mamá que había fallecido en un accidente de trenes cuando era pequeñito . . . entonces quedó en la casa donde trabajaban sus padres, y la señora lo había tomado a su cargo, lo mandaba a la escuela y le daba de comer, pero el niño estaba como si fuese un empleado más. Duende lo llamaban, y jamás se me ocurrió preguntar su verdadero nombre.

    Algunas veces, la buena de Sara quiso hacerla entrar en razones a su madre—una holandesa tremendamente obesa y testaruda—de que lo trajeran con ellos para que viviera una verdadera vida de familia, pero ella siempre se negó diciendo que ellos ya eran bastantes como para cargar con uno más . . . . Una mañana que fui a visitar a mi abuelo Alberto, que vivía ocho cuadras hacia el centro, y era un viudo solitario desde la muerte repentina de mi abuela Ambrosina. Como le encantaba conversar horas enteras, esa fue razón suficiente para contarme que, en realidad, la mamá de Sara no quería a aquel niño porque lo consideraba el producto de un pecado mortal de su hermana, que había estado enredada en amores con el patrón de su estancia. Esta era la verdadera razón por la que el hombre quiso retenerlo de alguna manera a su lado cuando ella murió, aunque su esposa, luego de enterarse de la verdad, no permitió que tomase otro lugar más que el de un peón común y silvestre. Y también se comentaba que lo maltrataba como si el pobre niño fuese culpable de todo aquello.

    Al escuchar la verdadera historia de Duende, tomé conocimiento temprano de lo que significaba cuando los mayores hablaban casi en secreto acerca de la maldad de la gente y sentí deseos de protegerlo de alguna manera. Por eso mismo, cada vez que lo veía llegar, lo saludaba desde mi ventana y, cuando salía con los baldes de leche casi rebalsando y haciendo una fuerza demasiado grande para un cuerpecito tan pequeño, lo llamaba para regalarle golosinas, que él se metía rápidamente en los bolsillos. Después me decía gracias, señorita Claudia, tomaba nuevamente los cubos de leche y se retiraba caminando rápido. Cuando lo miraba partir, me imaginaba que sus pequeños hombros ya poseían la curvatura bien marcada de los adultos cuando están agobiados por la tiranía de la vida.

    Durante toda su vida vivió en aquella casa en donde había tenido la mala suerte de nacer, y fue haciendo lo mismo día tras día, hasta una mañana de verano en que apareció una familia de turcos que vendía mercaderías en una jardinera por los campos. Ellos viajaban con una hija adolescente que era morocha y con un par de ojos tan claros como el cielo de esa tarde, en que Duende, que tenía dos o tres años más que ella, desapareció para siempre de nuestras vidas, uniéndose a aquella gente nómade y extraña que siempre lo halagaba diciéndole que tenía buena resistencia para el trabajo. Hubo diferentes versiones acerca de su desaparición. Algunos aseguraban que el turco, al no tener hijos varones y ser su esposa demasiado grande para dárselos, se aseguró el futuro de su trabajo con aquel yerno prematuro. Otros decían que Duende se robó a la niña y ambos huyeron sin que sus padres los volviesen a ver. También en la estancia se comentó que se había escapado en el tren de las once, debido al cansancio ante los maltratos de su patrona.

    Ni siquiera Sara

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