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El Rastro Del Caracol
El Rastro Del Caracol
El Rastro Del Caracol
Libro electrónico311 páginas9 horas

El Rastro Del Caracol

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Esta novela nos adentra en un mundo donde se retratan sin concesiones las miserias de unos personajes atrapados en un laberinto oscuro de desaliento; un laberinto por el que se arrastran, se retraen, se esconden, dejando a su paso un rastro imposible de borrar.

Cuatro son los protagonistas que entrecruzan sus destinos en una sociedad sórdida y cruel: la Muda, una niña a la que nadie le habla; el doctor don Anselmo Cércio, fruto degenerado de una infancia tortuosa; Lucas, educado en la violencia del hombre, y Berta, «la mujer de la eterna tristeza», loca de desamor, y de pena por el hijo que ella misma enterró.

Cuatro voces dispares luchando por sobrevivir, primero en un entorno rural, brutal y desgarrador; luego en una ciudad donde la dictadura hace reinar el miedo y la desesperanza. Los secretos de todos los que les rodean irán marcando y siguiendo el rastro de los cuatro: opio, prostitución, guerra, clandestinidad, religión, sexo... Los personajes, que se ocultan, se muestran, gritan y callan, siempre acaban encontrándose para perseguirse, odiarse, desearse, e incluso para amarse.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 dic 2014
ISBN9781311174635
El Rastro Del Caracol
Autor

Mari Cruz Vázquez

Mari Cruz Vázquez nació en Madrid en 1968 y estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en prensa escrita (ABC, El País), radio (RNE, Cadena Cope, Onda Cero), agencias de prensa (Efe, Colpisa), colaborado como columnista en El Periódico Extremadura, y como tertuliana en Canal Extremadura Radio. Es coautora del libro «Maestros de la Cocina Extremeña» y directora de la «Guía de Viajes de Extremadura y la Raya portuguesa».

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    El Rastro Del Caracol - Mari Cruz Vázquez

    Mis padres me retiraron la palabra al año de nacer. Mi padre lo hizo a regañadientes, pero mi madre se puso firme como solo ella sabía hacerlo. Quizá fuera justo el día de mi primer cumpleaños. No volvieron a hablarme ni a sonreírme y solo me miraban cuando creían que no me daba cuenta, pero esas miradas contadas yo las sentía sobre mí con un calor tan intenso que me quemaba el corazón.

    Por aquel entonces a mi padre alguna vez le vi lágrimas en los ojos. Luego se secarían. A mi madre nunca. Hablaba bajito con el doctor don Anselmo y más bajo aún con la tía Wence. Podía no saber lo que decían pero sí que hablaban de mí porque no me miraban.

    Sí, iba a cumplir el año cuando me arrebataron las palabras. Hoy todavía me pregunto por qué no decidieron hacerlo un año antes. En un año me dio tiempo a conocer a mamá y a papá, a la tía Wence, al tío Conrado, a Sole, a tía Otilia y tío Otilio, al doctor y al padre don Rafael, a Prudencia y a Lucas. Lucas también cumplía un año y tampoco querían que me mirara. No volví a jugar con él. O eso creo.

    —Esta niña tiene mucho cerebro y poco corazón —Lo dijo un día, después de mi cumpleaños mudo, Gonzalo el alguacil, que cuentan que también fue enfermero durante una guerra—. Ante el corazón débil, pocas emociones, y ante un gran cerebro nada de estímulos que lo puedan hacer explotar. Esta niña sabe hasta lo que no le han enseñado.

    El alguacil también lo dijo sin mirarme ni tocarme, pero recuerdo aquellas manos gordas de uñas diminutas, mordisqueadas y del color de la tierra. Manos siempre cargadas, ya fuera de frutos, ya fuera de vísceras, ya fuera de artilugios para no se sabe qué. Su papada vibraba al hablar y siempre la imaginaba llena de agua. Pero no me miró. No me tocó entonces con esas manos gigantes.

    Lo único cálido que recuerdo de aquellos días era el pecho de mi madre. Se mantenía caliente cuando me lo acercaba a la boca. Entonces tenía que atender al menos a mi boca y su pecho. Nunca a mis ojos. Una vez que creía todo correctamente acoplado, mamá levantaba la vista y miraba al frente. Ya no susurraba una canción, ni sonreía mientras yo amamantaba. Ya no me apretaba contra ella, solo me sostenía, firme, eso sí. Y miraba y miraba y miraba al paisaje inerte que le tendía la cocina… Hasta que la poca leche que conseguía sorber comenzó a amargarme. Entonces me aferraba al pezón sintiendo que aquello también me sería arrebatado. A pesar de todas las fuerzas que intenté concentrar en mis mandíbulas, no le fue difícil a mamá retirarme y decir en alto «Estoy seca. Se acabó». Luego lo contó a tía Wence.

    —Ya ha terminado conmigo.

    No dijo mi nombre, pero sabía que se refería a mí porque no me miró.

    —Mujer, es natural —consolaba la tía Wence.

    Wenceslá era mi madrina. Deseó serlo desde el momento que supo que era una hembra, como ella decía. Tuvo ocho hijos, todos machos y «bárbaros» y «montunos» y «cabrones» y «bravos» y «gorgojos»… Siempre tenía una palabra dispuesta para cada uno de ellos. Fue «lo que me mandó el Señor», decía, por eso quería ser mi madrina: «Es la forma de rebelarme contra Él», reía bajito.

    De tía Wence lo primero que recuerdo fueron sus pies. En verano le gustaba andar descalza. No se podía saber cuántos dedos tenía en cada uno de los pies, porque se enroscaban y se ocultaban entre ellos de tal manera que parecía una masa informe. Imagino que esto era lo que marcaba sus andares. Se balanceaba de derecha a izquierda y de delante a atrás. Siempre esperaba que terminara en el suelo, pero su cuerpo pequeño y compacto y su cabeza siempre alta la mantenían en pie. Su voz era ruda y áspera, con un eco que me hacía pensar que resonaba en el corazón mismo, aunque había quien no sabía que salía del corazón. Cuentan que cuando a Loreta se le mató el hijo en los canchales, tía Wence quiso consolarla dándole una palmada en la espalda mientras le recordaba que le quedaban nueve hijos más: «No te quejes, que aún te quedan». Su voz le jugaba malas pasadas. Sin embargo, por su voz, sobre todo por su voz, me gustó que quisiera ser mi madrina. Y por su voz también me dolió que dejara de hablarme como el resto.

    El sol de primavera fue un regalo, el único regalo que tuve aquel año. Cada mañana, mamá, en silencio, me cogía y me sentaba en una silla a la que me ataba con una cincha de cáñamo de papá y me llevaba al patio. Allí permanecía sola durante horas y horas. Horas y horas mirando el sol. A veces los ojos me ardían y los cerraba muy fuerte, aunque seguía viendo el sol, ahora chiquito. Muchos soles chiquitos. Así es que el sol se me había metido ya en las órbitas. Con los ojos abiertos o con los ojos cerrados lo tenía frente a mí. Su calor me recordaba al pecho de mamá antes de que se secara. Así, al calor y de espaldas a la casa, escuchaba los pasos suaves y muy rápidos de mamá; sus enérgicos movimientos en el lavadero; el chasquido de las habas o el repiqueteo de las zarandajas; las frases escuetas y prácticas de alguna vecina que se acercaba a casa a preguntar a mamá si necesitaba pan, que iba a cogerlo; si tenía unas patatas, que había llegado el chico a comer antes de lo que esperaba; si había escuchado el pregón anunciando la llegada del veterinario… Y, más bajito, a veces podía oír claramente

    —¿Cómo va?

    Cómo iba yo, porque no decían mi nombre. Entonces sí me miraban porque suponían que yo no les podía ver, estaba de espaldas. Hasta que un día me di cuenta de que el sol era como un espejo. Lo miraba muy fijamente, aguantaba con los ojos abiertos y cuando todo se empañaba con puntitos de colores, entonces me contaba lo que ocurría a mi espalda, o al menos lo imaginaba.

    —Ahí sigue —decía mamá de forma concisa y seca, muy seca, como su pecho.

    —¡Qué lástima! —suspiraba la vecina.

    —¡Esto nos ha tocado! Y rezo para que muera lo antes posible si es lo que ha de venir…, que, por otra parte, es lo que ha de venir tal como tiene su corazón y su cerebro, pequeño el uno y grande y blando el otro.

    —Mujer, pues para eso, ¿a qué viene no hablarla?

    —¡Y yo qué sé de ciencia! Nada que le haga sentir emociones para evitar ataques…, o eso es lo que dicen los que saben… Yo ya sí que ni sé, ni siento.

    Fue en esas largas y solitarias estancias en el patio cuando descubrí el rapidísimo aleteo de aquel diminuto animal. Pequeñísimo animal que se lanzaba rápido hacia las flores de miles de colores que rodeaban el patio. Como si saltara sobre un caminito invisible que partía de la nada, recorría la pared del patio. Oteaba, contemplaba, picoteaba. Olisqueaba, si podía hacerlo, antes de posarse y siempre lo hacía en los jazmines que caían como cascada hasta el suelo. Pero no, la verdad es que no se posaba. Era capaz de aferrase al aire y quedar suspendido en él sin dejar de mover sus alitas mínimas, o guardando un perfecto equilibrio al apoyar el pico en el seno de la flor. En esos momentos sentía necesidad de soltarme del viejo cinturón y saltar de la silla, arrastrarme hasta la pared y mirar de cerca. No podía. Creo que aquella fue la primera lucha que entablé y que no gané. Luego vendrían muchas más.

    Qué impiedad. Tenía al alcance de la mano la sensación más hermosa que estoy segura pudiera tener nunca, volar sobre las flores, y no era capaz ni tan siquiera de tirarme al suelo. El pajarito seguía sobre las flores y a veces sobre mi cabeza. Me acercaba los colores de sus plumas y los olores de los jazmines y el dulzor del néctar y… Pero entonces yo también era mínima como aquel animal. Me daba impulsos en la silla, levantaba las manos al aire, dando manotazos a ese aire que en lugar de elevarme me aplastaba en la silla. Y gritaba y cantaba y reía para que el animalito me viera. Él seguía hurgando en las entrañas de la flor hasta que el sol me advertía de que llegaba mamá: «Nada que le haga sentir, nada que le haga sentir, nada que le haga sentir…», y como si ahora fuera ella la que diera un manotazo al mundo, me arrancaba del patio y me arrastraba al interior, a la cocina, de cara a la lumbre, de espaldas a la puerta, a la mesa, a la ventana… Entonces, el fulgor de la brasa sí que me quemaba los ojos… y el corazón.

    Luego aprendí a arrastrarme por los suelos, quizá porque no había otra cosa mejor que hacer. Nadie me cogía de la mano ni acompañaba mis primeros pasos como sí vi que hacían con Lucas cuando venía con su madre a casa. Una noche, frente a la lumbre, me dejé caer de la silla. Di con la barbilla en el suelo y sentí una dolorosa libertad. Como un caracol fui arrastrándome. Aún lo recuerdo. Mamá estaba con don Rafael el cura, con tía Wence y con Sole. Rezaban a un dios al que oía también maldecir en casa, pero hoy le rezaban. Ese dios les tenía tan ocupados que pude ocultarme bajo las faldas de la mesa sin que nadie, ni el dios siquiera, se diera cuenta. Desde allí pude ver que, como el caracol, yo había ido dejando un rastro, no de baba pero sí de sangre que me salía de la barbilla. Sangre del color de algunas flores del patio y de alguna pluma del pajarito.

    —Para el dolor que tú tienes, que es un dolor que nace del alma y alcanza al cuerpo, yo rezaré —le decía el padre don Rafael a mamá—. Eso sí, la Cuota la debes pagar. Sí hija, y no pienses que ello te dispensa de tus sacrificios, con los que también debes cumplir.

    La voz de don Rafael siempre era un bisbiseo, como si tuviera miedo de sus propias palabras, aunque la verdad era que su cuerpo era tan estrecho que no podría resistir el retumbar de cualquier otro tono. Siempre que lo veía pensaba que en ese pecho no le cabía ni el alma ni el espíritu. Sin duda era un hombre sin espíritu. Estaba sentado y la curvatura de su espalda y la longitud de sus piernas hacían que casi apoyara la afilada barbilla en las rodillas. Mi gran duda era saber por qué un hombre que carecía de espíritu y de alma, rezaba por el alma de los demás y no por conseguir el nacimiento de la propia. Luego llegué a una conclusión: cada rezo era pagado, no solo con la llamada «Cuota» o «Común», sino con un pedazo de cada alma. Aunque el problema seguía residiendo en la ínfima medida de su pecho. No, ahí no cabía ni el corazón.

    Mamá escuchaba y asentía con los ojos secos, como su pecho.

    —Para el dolor del cuerpo te ayudarán las manos del doctor —continuaba don Rafael—, sus investigaciones le han llevado a controlar, dentro de lo que el Señor le permite, la venganza que a veces el cuerpo nos aplica.

    —Sí, cierto —dijo Sole—, el doctor algún día será santificado, siempre con su aquiescencia padre. Es verdad que todo el que hemos acudido a él, hemos dejado de sufrir el tormento que nos aquejaba.

    —Una vacuna, un antibiótico o vete tú a saber qué demonios es, disculpe padre, pero demonio o no, sea lo que sea, cura el dolor de muelas, los cólicos, los empachos, las migrañas, la culebrilla… Sí, mujer, debes ir y sin dudarlo —le bramaba a mamá tía Wence.

    Desde ese día, don Rafael, el hombre sin espíritu que cada tarde iba a casa a rezar a ese dios, a veces maldito, se encargaba de recoger el «Común» que mi madre pagaba al doctor para que le arrancara el dolor que sentía en la espalda. El del alma, lo amansaría don Rafael.

    Un grito, un grito de los que solo sabía lanzar tía Wence, hizo salir al dios despavorido de la cocina y de la casa y quizá del pueblo, porque fue tal que a don Rafael se le desparramó el «Común» de mamá por el suelo. Sole estrelló las gafas contra la mesa y mamá… Mamá nada, solo miró lentamente a tía Wence.

    —¡Y la niña, por Dios, y la niña, ¿dónde está?… ! ¡Miren ese río de sangre! —tronaba Wence, mientras don Rafael se arrastraba como yo por los suelos, pero él en busca de las monedas.

    No fue difícil encontrarme bajo la mesa, solo tuvieron que seguir el rastro del caracol. Sentí miedo. Me agarré con fuerza a mis piernas y noté un calor que abrasaba y que provenía de la mirada de cuatro personas. Me miraban. Fue entonces cuando mamá me colgó del cuello una esquila. Pesaba.

    —Como no habla, ni hace ruido alguno y no lo hará nunca, al menos sabremos dónde está y dónde le da el ataque final.

    Se lo explicaba esa noche a papá que volvía cada día más tarde, cuando volvía. Siempre de mal humor. Sea como sea, y saltándose toda norma científica, papá me miraba de vez en cuando, con enfado o con lástima o con miedo de mí, de él… Un día papá cambió la esquila por un cascabel. Sentí como que volaba, que ahora sí podría volar…, solo un poco.

    Papá era delgado, duro y seco, de cara y de cuerpo. Me recordaba a una rama rugosa de higuera. Se movía sin hacer ruido, como yo antes del cascabel. Cuentan que su madre, mi abuela, a la que no conocí, se agarró al tronco de una higuera cuando supo que ya venía. El parto fue en soledad. La higuera y ella. Quizá por eso, cada mañana papá salía cuando aún no se asomaba el sol, arrancaba un higo y lo comía de un solo bocado. Alguna vez, sin que mamá lo viera, se acercaba y me daba a chupar un trocito dulce, más dulce de lo que jamás he probado. Lo hacía serio, con movimientos bruscos, pero mirándome a los ojos fijamente. Eran apenas unos segundos. Luego desaparecía. Los días eran siempre sin él, y alguna noche también.

    Nunca supe si papá y mamá se quisieron alguna vez porque nunca les escuché discutir. Berta, la mujer de la eterna tristeza, la que nunca dejaría de llorar, me contaba que papá fue pescador —marinero de alta mar—. Hablaba sin parar de llorar.

    —Antes de conocer a tu madre se enredó con una sirena de las que viven allá donde el agua quizá sea cielo y el cielo puede que sea agua…

    Imaginaba las manos de higuera de papá manejando una red con la que envolvía a una mujer pez, de melena profunda y azabache. Luego, según se contaba en el pueblo, papá tuvo que cambiar de sirena. Bajo la misma higuera que le amamantó por primera vez, papá tuvo que jurar a mi abuelo materno, ante la mirada, ya algo seca entonces, de mamá, que le entregaría su amor, el que le quedó en tierra, si algo le quedó. Al poco, nací yo.

    Mamá, a pesar de su mirada, era bella. Podía haber sido sirena si hubiera nacido en la mar o, al menos, en la garganta del Pozo de la Nieve y si los ojos no fueran tan agostados, porque a veces se me parecían campos de trigo seco. Sin embargo, cuando conoció a papá sus ojos eran de un gris que dejaba reflejar el hielo que paralizaba la garganta en invierno. Allí iba mamá a lavar la ropa. Si era verano, se entregaba al agua y desde dentro jugaba con la ropa mientras la restregaba. Si era invierno, con una piedra rompía el espejo de hielo y en ese barreño natural de fondo indefinido lavaba. Luego, al terminar, sin pensarlo, metía la cabeza. Rápido. Con un movimiento corto la zambullía en el agua helada y la sacaba con las ideas más claras, contaba. Así se le fue impregnando el color de la Garganta del Pozo de la Nieve en los ojos y así también, quizá, el frío en el alma, aunque eso tardó más, porque aún sentía calor en el pecho cuando papá la tocó con sus ramas de higuera.

    Luego llegó el silencio. O nací yo y llegó el silencio. No. Pasó un tiempo antes de ese mutismo entre papá y mamá porque, incluso, brindaron con vino de la tía Gonçalves, la brasileña, cuando yo solté mis primeros llantos. Después de esos me costaría llorar. Las lágrimas hoy quedan dentro para ir refrescando mi corazón.

    Pero sí, aquellos primeros llantos al ver la luz de este mundo hicieron brindar con el vino de la tía Gonçalves, de la tía Dolores Addolorata Gonçalves Pisani. Con su nombre se cumplía con el origen brasileño de la madre y el origen italiano del padre. De allá, de una tierra lejana, una tierra do Sul, imitaba Berta el acento de tía Gonçalves, trajo unas enormes cubas de madera, unas cubas fantásticas que emanaban un sudor que hacía de aquel vino algo extraordinario. Esas tinas fueron los primeros enseres de la «Cantina Gaucha». Muchas décadas llevaba ya la taberna en el pueblo con el único trabajo de la tía Gonçalves. Esta mujer de brazos y hombros robustos y de mirada cálida y rotunda como el vino, solo se ausentaba de la bodega para celebrar nacimientos o consolar ante las tragedias. Entonces, un sorbo de aquel líquido ácido y con aroma a pimientos secos hacía el resto.

    Papá puso el vaso en los labios de mamá, aún en la cama y cubierta en sudor. Le dejó caer una cascada carmesí. Gonçalves esperaba con la botella en la mano. El vaso pasaba de boca en boca entre las mujeres que ayudaron al parto.

    —Vamos, que não pare de circular —Era la frase conocida de la cantinera.

    Papá, entonces dio un sorbo y, sin tragar, besó a mamá en los labios dejándole escurrir un finísimo hilo de vino. Después, cuentan que a mí. Juraría que aún recuerdo el beso y su sabor ardiente.

    Quizá entonces sí se querían. Luego papá empezaría a huir a la salida de la luna. O antes. Se iba y lo imaginaba vagando por el bosque, en busca de la sirena… Eso lo pensé luego, cuando Berta, la de la eterna tristeza, me habló de ella.

    Berta. Alberta Rigoberta Antuerta dicen que llegó de una playa próxima, de esas que están cerca, muy cerca, tan cerca que nadie tiene interés en conocer, solo algunos hombres del pueblo que volvían de ella cargados de jureles y con la sonrisa de un día completo. Y es que allí había pesca, mucha pesca, le escuché decir a papá. De allí llegó Alberta Rigoberta Antuerta, también con la sonrisa en la cara. Luego sería Berta, la de la eterna tristeza. Ella me contaría entre lágrimas las historias más felices y más divertidas que jamás haya escuchado. También las más tristes y poderosas. Entonces, las lágrimas se hacían pequeñas, pequeñas y continuas, tan continuas que me recordaban a la cascada del Chorro de la sierra. Fue cuando me habló de ese hijito que perdió. Estuvo llorando semanas, meses enteros.

    —A nadie —gimoteaba—, había hablado del niñito muerto. A ti te lo cuento porque no oyes, no escuchas, no sientes…, y miras como si no vieras… Tú tendrías que estar también enterrada como mi niñito, según dice don Anselmo. También te taparía y te encerraría en la cajita de mazapanes.

    Y lloraba y lloraba y cuando las lágrimas habían empapado ya mis rodillas, porque aún seguía arrastrándome como un caracol, mamá aparecía.

    —Nada que le haga sentir, nada que le haga sentir…

    Me sacaba chorreando de la cocina de Berta, la mujer que nunca dejaría de llorar.

    —No puedo dejar de soltar todas estas lágrimas porque si no ahogaría el alma —decía a mamá disculpándose. Sin embargo, yo hoy sigo preguntándome por qué no las aprovechaba para apagar las llamas del corazón.

    En aquella ocasión mamá estaba fuera de sí. Tiraba de mí como de un saco con un cuerpo muerto. Creo que fue cuando aprendí a andar, aunque no dejaría aún de arrastrarme. En su nerviosismo mamá solo miraba hacia delante, sin ver el fardo que traía tras de sí. Se movía rápido. Muy rápido. Tan rápido que me obligó a enderezar mis rodillas para, de esa forma, evitar rozarlas por el suelo. Me puse firme y logré colocar la planta de los pies de manera que pareciera que daba pasos, o zancadas, porque la fuerza de mamá seguía arrastrándome. No necesité la mano firme y cálida de nadie para echar a andar…, ¿o sí? No, no iba echando los pies hacia delante al ritmo de una voz que me animara a avanzar.

    Mi muñeca no es de trapo

    que ya es de carne y hueso

    porque tiene corazón

    y ya casi no la atrapo.

    Los pasitos de mi niña

    me hacen sentirme feliz

    latidos de mi muñeca

    que rondan a la areca…

    Esta canción se la escuchaba a la madre de Lucas cuando lo cogía de las dos manos, y como un polichinela iba dando pasito tras pasito. Yo, mientras, miraba atada a la silla con el viejo cinturón de papá… O, no sé, a lo mejor era la canción que Berta, la de la eterna tristeza, cantaba mientras mecía una de las cajitas de mazapanes que guardaba en su bodega. No lo sé. El caso es que ese día yo pude dar mis primeros pasos mientras mamá me arrastraba hacia casa. Pasos torpes que se alternaban con golpes certeros de las rodillas contra las piedras de la carretera. Pero me sentí como la muñeca de la canción, o al menos como el polichinela… Sí, aquella tarde di mis primeros pasitos. Llegué sangrando a casa.

    Ese día, el médico don Anselmo tuvo que visitarnos. Las rodillas no dejaban de sangrar y se apoderó de mí una fiebre que yo juraría de emoción por mis pasos. Mamá la atribuyó a las historias de Berta y el doctor a los golpes en mis rodillas, teniendo en cuenta «la debilidad de su cerebro y su corazón. Demasiadas emociones». Sea como sea, aquel día, cuando don Anselmo se incorporaba sobre mí, me fijé en la solapa de su chaqueta. Allí se exhibía fulgente una aguja fina, muy fina. Como un alfiler de platino, brillaba sobre esa solapa impoluta que siempre lucía el doctor.

    Don Anselmo era un hombre grande, de frente huidiza y cabeza desmedida para unos ojos minúsculos, aunque imagino que el continuo movimiento de esos ojillos requería de amplitud. La anchura de su cara llegaba casi a la de sus hombros. El pelo mostraba unas ondas que parecían esculpir la silueta de su propio cráneo, al que se pegaban firmemente, con un blanco azulado muy brillante, como el de la espuma del mar. Siempre con un traje de chaqueta excesivamente grande. Imagino que temía seguir extendiéndose. Un traje limpio y planchado a la perfección. Sin embargo, a última hora del día, se le podían ver las huellas que las gotas de sudor dejaban en el cuello de la camisa. Al lado, siempre, siempre, una aguja finísima que servía de alfiler decorativo y de instrumento médico, como pude ver en más de una ocasión. La solapa y el bolsillo derecho del pantalón lo imaginaba un botiquín de urgencias. Su voz, la voz de don Anselmo, era una voz destartalada, inarmónica; una voz que tan pronto podía mostrar una resonancia de bel canto como dejar escapar un graznido de ópera bufa. Eso sí, siempre en un volumen excesivo, ya fuera en los bajos ya fuera en los altos.

    Aguardiente fue lo que echó el doctor sobre mis rodillas. Entonces miró a mamá.

    —No se encuentra bien, ¿verdad? Sigue con sus vértigos y con la tensión en la espalda. Se le ve, se ve el envaramiento del tronco…

    Su voz sonaba aún más envarada que la espalda de mamá. Ella asintió bajando la mirada. Fue cuando el doctor extrajo de su solapa la aguja que yo ya había visto prendida en su chaqueta. Mamá echó mano al bolsillo del mandil. Pudo sacar unas monedas que le tendió al doctor. Fue así como supuse que aquella inyección tenía un precio, el «Común». Vi a don

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