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Teoría y práctica del amor
Teoría y práctica del amor
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Libro electrónico459 páginas6 horas

Teoría y práctica del amor

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«Inteligente, graciosa y muy entretenida…Hutchins crea, sin sentimentalismo pero con compasión, unos personajes muy brillantes…una novela cálida, seductora y que, además, nos hace pensar.» The New York Times Book Review

¿Qué pasaría si nuestros ordenadores de pronto empezaran a volverse sentimentales? ¿Cómo afectaría eso a las relaciones humanas y, en concreto, al amor? A los 36 años Neill Basset vive solo con su gato. Para olvidar a su exmujer, que de vez en cuando reaparece en su vida, sale algunas noches a ligar por las zonas más animadas de la bahía de San Francisco. Durante el día habla con su padre en su oficina de Silicon Valley. O, mejor dicho, dialoga con un ordenador programado gracias a los diarios que escribió su padre hasta el día en que se suicidó. Cinco mil páginas de anécdotas, pensamientos, frases... Una verdadera mina que, según el científico para el que Neill trabaja, podría contribuir a crear el primer ordenador dotado de emociones. Poco a poco Neill va a conseguir lo impensable: comunicarse con su padre muerto y darse cuenta de que el amor de verdad puede llegar a existir.

Teoría y práctica del amor es una novela apasionante de amor e intriga y una mirada sobre los nuevos desafíos que plantean los ordenadores y la inteligencia artificial.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2014
ISBN9788484289838
Teoría y práctica del amor
Autor

Scott Hutchins

<p><b>Scott Hutchins</b> (Arkansas ,1974), ha sido miembro del programa Wallace Stegner de la Universidad de Stanford. Su obra ha sido publicada en <i>Story Quarterly<(i>, <i>Five Chapters</i>, <i>The Owls</i>, <i>The Rumpus</i>, <i>The New York Times</i>, <i>San Francisco Magazine</i> y <i>Esquire</i>.</p> <p> Ha recibido dos Premios Hopwood y el Premio Andrea Beauchamp de relato breve. En 2006 y 2010, fue escritor invitado en la Cité Internationale des Arts de Paris. Actualmente ocupa un lectorado Jones en el prestigioso programa de Escritura Creativa de la Universidad de Stanford. <i>Teoría y práctica del amor</i> es su primera novela.</p<

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    Teoría y práctica del amor - Scott Hutchins

     TURING

    1

    Hace unos días un coche de bomberos y una ambulancia se detuvieron ante el edificio de mi apartamento, en la colina sur que domina Dolores Park. Desembarcó todo un equipo sanitario, los más corpulentos llevaban una silla negra con hebillas y correas rojas. Venían por Fred, mi vecino de arriba, que es bebedor y anacoreta, pero al que siempre he tenido en extraña estima. Entendámonos, no me cambiaría por él: se pasa la vida viendo deportes en una pequeña tele de pantalla plana colocada sobre la mesa de la cocina. Fuma parsimoniosa y brutalmente (mi exmujer solía quejarse del olor), abducido por partidos de tenis, torneos de baloncesto y partidos de fútbol americano y de fútbol a secas. Los partidos en sí mismos no le interesan en absoluto, solo las apuestas que hace sobre ellos. Su única visita habitual, el cartero, es además su corredor. Fred también fue en su día empleado de correos.

    Ya digo que no me cambiaría por él. La soledad y la monotonía de sus días no son especialmente tentadoras. Aun así, para mí Fred siempre ha sido un modelo de autosuficiencia. Fuma demasiado y bebe demasiado, y en cuanto a comer, si es que come algo, se limita a calentar una lata de Chunky. Pero se lo va a buscar todo él mismo –el tabaco, la bebida y las Chunkys– renqueando colina abajo sobre sus piernas rígidas hasta la tienda de la esquina, para volver con una cargada bolsa de papel. Luego escala los cuatro tramos de escalera hasta su apartamento –una versión más sucia y espartana del mío– donde vive solo. En el implacable mercado de alquileres de San Francisco, eso tiene su mérito. En las escaleras siempre es amable y, en los desesperados meses después de mi divorcio, cuando otro vecino sugirió instalar una puerta giratoria en mi apartamento (para facilitar el tránsito, dijo sarcástico), Fred tuvo un detalle educado. Llamó un día a mi puerta, pero solo para decirme que, si oía sus pasos desde mi casa, no dejara de decírselo. Era consciente de que tenía «una pisada poderosa». Yo me lo tomé como que somos vecinos, es lo que hay, y no tengo problemas contigo. Aunque tal vez fuera una interpretación excesivamente personal.

    Aquel día, cuando los sanitarios subieron, hubo un rumor sordo de voces y luego Fred emitió algo entre el berreo y el graznido. Salí al descansillo en el momento en que los sanitarios lo bajaban por la escalera mientras le daban voces, más secos que un sargento de instrucción. ¡No saque los brazos, señor! ¡Señor, no saque los brazos! ¡Vamos a atarle los brazos, señor! Parecía algo exagerado abroncar así a un anciano, pero cuando llegaron al rellano, me di cuenta del problema. Fred trataba de impedir el descenso, agarrándose a los barrotes de la escalera. En el devastado rostro, los ojos lechosos escudriñaban aterrados, llenos de lágrimas.

    «Lo siento, Neill –dijo al verme. Tendió las manos hacia mí–. Lo siento. Cuánto lo siento.»

    Le contesté que no dijera tonterías. No había nada de qué disculparse. Pero siguió haciéndolo mientras los sanitarios lo pasaban ante mi puerta, bien sujeto en su transporte médico.

    Al parecer se había caído dos días antes y se había roto la cadera. Acababa de llamar para contarlo. Había esperado cuarenta y ocho horas, arrastrándose por los suelos. Quién sabe a qué estaría esperando. ¿A que se le pasara el dolor? ¿A que llamara alguien a su puerta? Averigüé dónde estaba ingresado; ya le han operado y se está recuperando en un agradable centro de rehabilitación. Así que esta parte de la historia acaba perfectamente bien. Pero yo sigo pensando en sus excusas. Lo siento, cuánto lo siento. ¿De qué podía disculparse si no de su mera existencia en este mundo, de la inconveniencia de vivir y seguir respirando? Estaba desorientado, por supuesto, pero eso no quita. No es autosuficiente: está solo. Esta revelación no debería ser tan importante, no debería trastornar mi vida, pero no ha dejado de obrar en mí de forma insidiosa. De alguna manera, había confiado en el ejemplo de Fred. Mi padre, que no era lo que se dice un intelectual, tenía una cita favorita de Pascal: «la única causa de la infelicidad del hombre es su incapacidad de quedarse tranquilamente sentado en su cuarto». Yo había creído que Fred era alguien que estaba tranquilamente sentado en su cuarto.

    No todos vamos a tener una vida que sea una gran historia de amor. Eso ya lo sé. Mi propio matrimonio «de arranque» se deshizo hace un par de años y desde entonces, excepto aquellos primeros meses de la puerta giratoria, he pasado mucho tiempo solo. He tenido alguna cita ocasional con una u otra señorita y he experimentado el consuelo ocasional de encuentros de una noche, que, efectivamente, pueden ser consoladores, siempre que se mantenga la actitud adecuada. He tenido temporadas de beber desaforadamente y otras de dejarlo casi del todo. Voy haciendo muescas en mi vida según la voy viviendo. Ser soltero, según he aprendido, precisa de rutinas. Pequeños rituales para honrar los momentos banales. Lo digo sin asomo de autocompasión. ¿A quién puede importarle que yo le eche dos chorritos de leche al primer café de la mañana, pero solo uno al segundo (y último)? A nadie..., pero esos tres chorritos son los que me organizan la mañana.

    La rutina es la razón de que no beba demasiado y de que, paradójicamente, sea menos espontáneo ahora que estoy soltero y tengo treinta y seis años, que cuando estaba casado y era más joven. Doy de comer al gato a las siete. Cocino un taco para el desayuno –huevo revuelto, una loncha de queso pepper jack, tortilla de maíz, salsa verde– y me hago un café en la cafetera italiana. Como de pie. Luego, el gato se sienta en mi regazo hasta las 7:40 mientras miro el correo del ordenador y considero las múltiples ofertas que han llegado a mi bandeja de entrada a lo largo de la noche. Ventas del día, viajes gratis, descuentos del veinte por ciento. Borro esos correos, me doy una ducha rápida y a las ocho estoy saliendo: un trayecto de cincuenta minutos de puerta a puerta, desde San Francisco sur hasta Menlo Park.

    Trabajo para Amiante Systems, un grandioso proyecto de lingüística informática. Desde el punto de vista empresarial, el proyecto tiene sus fallos –su fundador pensaba que «Amiante» era el término latino para «magnetismo»; Erin, mi exmujer, me indicó que eso es «amianto» en francés–, pero está bien financiado y es llevadero. Somos tres empleados y entre todos estamos preparando un sofisticado programa –basado en los diarios que escribió durante veinte años el «Samuel Pepys del Sur» (así lo bautizó la oscura revista histórica editora del único fragmento que llegó a ver la luz)– para procesar de forma aceptable el lenguaje natural. Es decir, para conversar. Para hablar. Los diarios son un montón de pensamientos e interacciones, más de cinco mil páginas de actitudes, historias, expresiones, filosofías de la vida y consejos médicos. La idea es que las conexiones ocultas entre esos datos, es decir, su personalidad, proporcionarán una coherencia de la que todos los proyectos anteriores de conversación –pasatiempos para aficionados y «asistentes digitales»– carecen. El autor del diario –un médico de Arkansas– resulta ser mi difunto padre, ésa es la curiosa razón por la cual he acabado en este trabajo. Los diarios son propiedad intelectual mía. Aun así, mi jefe está encantado conmigo. Yo de ordenadores sé más bien poco –de los veinte a los treinta me dediqué a escribir y a editar–, pero, de los tres, soy el único nativo de lengua inglesa y les he ayudado a conseguir que el programa suene como una persona de verdad, aunque sea una persona harto confusa.

    Cuando vuelvo a casa del trabajo, doy de comer al gato y me preparo algo de cena. Me siento en mi sofá nuevo. Si es un día entre semana, me pongo un vaso de vino y veo una película. Si ya es fin de semana, puede que quede con algún amigo de los de antes o con uno nuevo (aunque tengo pocos amigos nuevos; y antiguos, menos aún), o puede que tenga un plan con alguna amiga (plan orga­nizado de antemano, nunca improvisado en el último momento). De vez en cuando me acerco a un bareto donde conozco a los camareros. Lo considero un pequeño lujo, pero los pequeños lujos también son fundamentales en la vida del soltero. La plaza de aparcamiento es uno de ellos –por trescientos dólares al mes me ahorro estar dando vueltas a la manzana–, pero también están mis revistas, mi asistenta cada dos semanas, mi bien surtido mueble bar y mi hidromasaje spa para pies. Si tengo mucho trabajo, mando la ropa a la lavandería. Dos veces al año puedo pedir hora para un masaje de tejidos profundos. Una vez a la semana pido comida preparada para cenar y, de vez en cuando –si tengo ánimos–, me llevo un libro a algún restaurante agradable y ceno solo.

    Crecí en el Sur, pero decidí venir a vivir aquí, a San Francisco, por lo que llamamos «estilo de vida». Me gustan las calles lavadas por la lluvia, el aspecto nítido del centro de la ciudad, los restaurantes de moda (ahora mismo se lleva la casquería), los puestos de fruta y verdura de las tiendas de la calle, los mercadillos de los granjeros locales y las camionetas. Aquí hay muchos como yo –gente soltera varada en la vida– y tengo amigos pasajeros, amigas pasajeras. Nada más acabarse mi matrimonio me puse como loco a la búsqueda de un apartamento en Silicon Valley, más cerca del trabajo, pero pronto me di cuenta de lo que me esperaba. Acabaría encerrado en mi casa, dedicado a las tareas domésticas y al jardín. Me convertiría en un espectro, y ése es el mayor peligro de la soltería: llegar a ser tan ligero e insustancial que la gente mire a través de ti sin verte.

    Cambié de rumbo (inspirado, en parte, por Fred). Decidí quedarme en la ciudad, en el mismo apartamento que Erin y yo habíamos compartido, y aprender la lógica de la soltería. Es un sistema claro, que deja poco lugar al sentimentalismo. Parte del principio de que el soltero no es ni chicha ni limoná. No ha lugar a convenciones. Ya se trate del desayuno, la vida social o el amor, hay que optar siempre por lo más sencillo y no complicarse demasiado. No se trata de ser cruel. Los solteros que he conocido –amigos temporales– eran chicos majos. Nunca he podido tragar a los hombres que se refieren a las mujeres como zorras o calientapollas, aunque, sin duda, existen hombres así en San Francisco como en todo el mundo. Ni siquiera es su misoginia lo que más me molesta, sino cómo se traicionan a sí mismos. Son los ineptos, los perdedores, los insignificantes. De los solteros con éxito –los que no están amargados– he aprendido mucho: a organizar mi vida social, a no usar cuchara y tenedor cuando con uno solo basta. Conozco un tipo que duerme en una hamaca; otro que no permite que entre materia orgánica de ningún tipo a su apartamento, incluida la comida; otro, tan seguro de su soltería sin hijos, que se hizo una vasectomía (es el que me dio la receta del taco del desayuno). Hubo uno que me contó una vez su estrategia para bandearse entre los muermos del aislamiento físico. Cuando no estaba de humor para bailar o quedar con alguien, cuando lo único que quería era una noche de ternura junto a un cuerpo extraño, un lugar a sotavento donde poder plantar la jaima beduina de su alma, hacía una reserva en un albergue juvenil de su ciudad. Le dije que me parecía asqueroso, pero me señaló que eso era irrelevante. Era ético, eso era lo único importante. Él andaba buscando un bálsamo temporal y, muy probablemente, ése fuera un objetivo compatible con el de las viajeras. No era ningún depredador, de hecho, él aportaba su conocimiento de la ciudad y la financiación. La única pega era que había que preparar una coartada verosímil para explicar por qué estabas alojado en un albergue juvenil. Le habías dejado la casa a la familia; tenías las tuberías fatal. También podías llevar el pasaporte como documento de identidad y fingir que estabas de viaje.

    «Es una conjunción de resultados deseables», me dijo. No pude sino maravillarme ante el funcionamiento de la lógica del soltero.

    ¿Pero es realmente un disparate? ¿Podría acabar ese amigo tuyo –un chico majo– atado a una camilla plegable, intentando aferrarse a las paredes de su apartamento alquilado?

    Cuánto lo siento, Neill.

    Mi padre –dejé de llamarle «papá» cuando se suicidó; resultaba un poco ñoño– habría sabido encontrarle una moraleja clara y explícita. Era tan tradicional que me extrañó un poco que no se quitara de en medio en traje de época. Le gustaba citar el epitafio de la tumba de sus padres: «Magnificencia había, pero comodidad poca y, en no conociéndose, tampoco se añoraba». Es de Ivanhoe. Somos de una antigua familia sureña, católicos romanos hasta las cachas, así que, probablemente él hubiera insistido en que cumpliera con mi obligación, que, normalmente, venía a ser alguna versión de «vivir para los demás». Yo estaba en la universidad cuando se mató. Lo llevé muy mal, pero me liberó de cierta ansiedad, de una manera cerrada de ver el mundo. Me vine a California, donde abandoné mis obligaciones de «vástago» de «buena» familia. (También podría haber puesto entre comillas «obligaciones» y «familia».) A cambio, asumí las responsabilidades propias del buen ciudadano: reciclar, montar en bici, dar dinero para las organizaciones de defensa del medio ambiente y para el albergue de Glide Memorial. Soy socio del Museo de Arte Moderno de San Francisco y de la Filmoteca. Éstas son mis pautas y, en muchos sentidos, han resultado fiables. Tan buenas como las de mi hermano en Michigan, con su vida limitada por su vallita de estacas blancas y su incesante cruzada por la banalidad. Y sospecho que funcionan mejor que la lucha de mi madre por mantener su vieja casa de Arkansas y a la vez huir de ella, dilema que la obliga a un circuito permanente de cruceros culturales por las costas menos conocidas del planeta.

    A mi padre, mi vida entera le hubiera resultado incomprensible. Ni que decir tiene. Pero el diario de mi padre –el Doctor Bassett, como lo llaman en Amiante– se atreve con cualquier tema. Como se trata de un programa más bien básico, una versión recuperable de los diarios y unos cuantos trucos conversacionales, no puedo decir que entienda, en sentido estricto, nada. No es capaz de seguir una idea ni distinguir siquiera quién le habla. (Por ejemplo, no sabe que yo soy el hijo del doctor Bassett). Pero a veces tecleo algo y el ordenador –en su estilo Magic 8 ball– me devuelve una frase en la que se vislumbra algo de perspicacia. Esta mañana mantuvimos el intercambio siguiente:

    frnd1: ¿debería salir esta noche o me quedo en casa?

    drbas: el viernes es día de amigos

    frnd1: hoy es jueves, pero es una idea simpática

    drbas: ????

    Si digo más de una cosa, si empleo «y» o «pero», suele quedarse sin palabras.

    frnd1: has expresado una idea simpática

    drbas: ¿cómo te sientes acerca de que haya expresado una idea simpática?

    frnd1: sin problemas. bueno, ¿salgo esta noche o me quedo en casa?

    drbas: ya has estado bastante triste. es hora de que te diviertas.

    Tuve que corregir su respuesta; no había ningún indicio en la conversación anterior de que yo hubiera estado triste. Pero, aun así, ha acertado. Fuera, la noche cae como un machete. Si no consigo sacudirme y arrancarme del sofá, me quedaré atrapado, mirando afuera la negra, implacable ciudad de mis treinta años. Abajo, como tantas otras veces, la calle retumbará como una lejana carcajada.

    En Fisherman’s Wharf, tras un corto trayecto en taxi, veo cómo se enciende el rótulo luminoso de Ghirardelli. Mis acompañantes son una rubia alta, Rachel, y una morena diminuta, Lexie, de Tel Aviv. Ninguna de las dos es lo que se dice una belleza, pero tienen el atractivo de la juventud. Como es lógico, puesto que las he conocido en un albergue juvenil. Fue tan sencillo como me lo había descrito mi amigo; les dije: «vamos a ver la ciudad», y ellas dijeron: «vale». Exactamente como estaba planeado, y, aun así, me dio un pellizco en el estómago. Tenía que haber optado por una coartada más sencilla –por ejemplo, lo de las tuberías averiadas–, en vez de simular que yo también era un turista. Pero quería sentir esa desubicación y hela aquí: un San Francisco de postal. El olor a cangrejos cocidos impregna el aire frío y los escaparates del gran bazar de camisetas lanzan sus destellos color platino al crepúsculo. La niebla envuelve el Golden Gate y Alcatraz emerge, luminoso y solitario, de las aguas sombrías. No se puede pedir más, salvo que suene el timbre de un tranvía, y aquí mismo está: ring, ring. La línea de Hyde Street y Larkin Street.

    Las chicas están poco abrigadas, como si fueran a salir de marcha por los clubs de Miami: minifaldas, botas Ugg, tops elásticos palabra de honor y morritos. Están tiritando.

    La rubia, Rachel –la más guapa, pero la menos mona– tiene la piel encendida y amoratada del aire frío.

    –¡Vaya vistas! –exclamo. Es la primera vez que vienen a San Francisco.

    –Es genial –dice Rachel.

    –No me puedo creer que estemos en la puta California –dice Lexie, frotándose los brazos. Es regordeta, luminosa y joven, pero tiene una voz cavernosa y ronca, como de enfermo de enfisema–. Bueno ¿dónde está la fiesta?

    –¿Es que no podemos parar un momento a contemplar el paisaje? –pregunta Rachel.

    –Es nuestra última ciudad –Lexie me echa una mirada intencionada. Yo la reconozco: quiere deshacerse de mí. Debo de encenderme como una señal de mal rollo.

    –Y tú quieres hacer lo mismo que haces en todas las ciudades –dice su amiga.

    –¿No nos ha ido tan mal, no? –ladra Lexie–, ¿o es que no nos hemos divertido?

    Rachel sacude la cabeza, parece asqueada.

    –Me extraña que viajes tan solo –comenta Lexie.

    Tan solo. Tanteo las palabras con la punta de la lengua, como si fueran la oquedad de una extracción dental.

    –La soledad tiene sus encantos –replico.

    –Eso suena a lo que diría algún perdedor sin amigos.

    Tocado, Lexie.

    –Un perdedor sin amigos también puede tener razón –digo yo.

    –¿Eres uno de esos tíos casados que andan buscando sexo? –pregunta Lexie.

    –No estoy casado.

    –Pues caminas como un hombre casado –mete los brazos bajo los sobacos y va dando saltitos de robot por el paseo, como un muñeco de cuerda.

    –A lo mejor confundes casado con discapacitado.

    –Confunde muchas cosas –dice Rachel.

    –Confunde muchas cosas –repite Lexie poniendo voz aniñada (de niña silicótica) y haciendo mohínes.

    El viento repunta trayéndonos el vapor de los puestos de cangrejos; se nos moja la cara. Me recuerdo a mí mismo que se supone que me estoy divirtiendo. Es decir, que estoy de fiesta, disfrutando a tope de mi libertad. Mi jefe, Henry Livorno, suele insistir en que no existe diferencia empírica entre ser y parecer. Este concepto (operacionalismo) es el fundamento de nuestro proyecto y también una sabia base para la noche de hoy. Si consigo que las cosas parezcan divertidas, a lo mejor consigo que sean divertidas.

    –¿Cómo andan los solteros? –pregunto.

    Las chicas me ignoran. Lexie mira a lo lejos como si a lo lejos pudiera alcanzar a ver la gente que busca. La atención de Rachel se dirige al puesto de mariscos más cercano. Se fija en el encargado corpulento, que primero se recoloca el gorro y luego extrae de la caldera hirviendo una remesa de cangrejos blancos cocidos.

    –Qué bichos más grandes –dice.

    –Son cangrejos de Dungeness –le informo. Tiene la figura esbelta de una bailarina y no lleva maquillaje, pero la ropa de discoteca no le favorece. Le queda rara, como un disfraz–. ¿Quieres probarlos?

    –Rachel es kosher –dice Lexie con una risita antipática.

    –No me toques las narices –replica Rachel, encogiéndose de hombros–. Tengo frío y estoy por volverme.

    –Mark Twain dijo una vez que... –empiezo a decir.

    –Es que hace un frío del carajo –dice Lexie, ahora está seria–. ¿Quieres cambiarte de ropa?

    –Sí, creo que sí –contesta Rachel.

    No sería esta la primera vez que se me va de las manos una salida nocturna. No soy uno de esos hombres bendecidos por deseos puros, a los que el juego de la vida otorga la virtud de la tenacidad. Pero pienso en Fred y me reporto. Invito a las chicas a pasar bajo el toldo de la tienda de camisetas más cercana –OLDE TIME SOURDOUGH SOUVENIRS– y me ofrezco a comprarles unas camisetas a juego, con nombres divertidos. Eso las mantendrá calentitas. Y en la calle.

    –Estoy tratando de no..., de no comprar... –dice Rachel a modo de disculpa–. Hay que simplificar, simplificar.

    –¿Estás leyendo a Thoreau? –le pregunto, y de pronto me mira de otra forma, sorprendida, tal vez agradecida.

    En este oscuro bar de Marina, destacamos vagamente gracias a nuestras camisetas azul celeste. Lexie es Davis. Rachel es José. Yo soy Gina. La moqueta negra huele a cerveza, y yo ya me he tomado unas cuantas. Empiezo a encontrarme mejor. El aire tiene una extraña densidad, puede que haya una máquina de humo escondida en alguna parte. Rachel y yo estamos sentados en unas banquetas. Lexie está colgada de la barra, que le llega casi a la barbilla. Lleva una estúpida manicura francesa, con una uñas perladas, como de plástico, y cortadas a bisel. Suena una especie de música sexy y Lexie se gira de mala gana, como si alguien le hablara desde allí. No creo que Herodes le concediera la cabeza del Bautista, pero demuestra que controla los cuatro o cinco movimientos básicos de cadera propios del coito.

    ¿Quién será está chica? Debe responder a algún tipo concreto, un tipo con el que no estoy familiarizado. Está claro que es conformista –una actitud más denostada de lo que se merece ¿acaso hay algo más igualitario que el conformismo?–, pero lo cierto es que no acabo de ver en qué se conforma. Debe de haber algún programa de televisión que, de todo el bar, soy el único que no ha visto. Un programa de mucha audiencia. De esos que conectan con los sueños de esta multitud, porque está consiguiendo que todos se fijen en ella: los hombres de las mesas, los hombres del bar y los hombres entre las sombras, cerca de la máquina de música. Tipos de Marina, más altos que la media, de esos que van mucho al gimnasio y llevan zapatos de punta. Conformistas de una especie menos común.

    Lexie se vuelve hacia mí, a media rotación.

    –¿Vas a invitarnos a otra copa? –me grita.

    –No hablas como si fueras de Tel Aviv.

    –¿Por hablar inglés? ¿Qué pasa contigo, eres antisemita?

    Rachel mete la mano en la cartera de seguridad que lleva colgada del cuello y la alarga a Lexie un billete de veinte.

    –Ve tú misma por ella.

    –No hay bastante –dice Lexie–. Quiero una copa de Sambuca.

    Yo saco otros veinte.

    –Pide lo que quieras –digo.

    –Eres muy rarito –dice Lexie–. Es de esos violadores que te ponen droga en la copa.

    –Mira –dice Rachel. Tapa el cuello de la botella de cerveza con la palma de la mano, para indicar que no podría drogarla.

    –Ella y yo nos queremos, ¿sabes? –dice Lexie–. Y no me refiero a que nos queremos como amigas –para ilustrar esto último hace un gesto francamente obsceno con dos dedos y la lengua. A Rachel le da un ataque de tos, me parece que está horrorizada–. Así que no sé de qué te piensas que va esto, pero no va de lo que piensas.

    Señalo la barra del bar.

    –No te olvides de dejar propina.

    Lexie acaricia la mano de Rachel que sigue sobre la botella.

    –Hasta ahora mismo –dice, retrocediendo de espaldas hacia el gentío. Pone el dedo índice y el corazón bajo sus ojos y luego me señala con ellos. Me he quedado con tu cara.

    –Sabe dejar propina –Rachel mira a su amiga, frunciendo el ceño.

    Ahí fuera los ojos de Rachel eran como un cristal verde y brillante, pero aquí dentro son apagados y oscuros, del color de las limas viejas. Su piel es blanca y cerúlea; un generoso brochazo de sangre joven baja de las mejillas a la línea de la mandíbula. La sangre, como dijo en una ocasión mi padre, es vital y mortal a la vez. Después de todo, era médico.

    –No somos israelíes, somos de Nueva Jersey. Y no somos novias. No sé por qué ha tenido que decir esa gilipollez.

    –De vez en cuando está bien ocultarse –le digo yo, comprensivo.

    –Creía que la cosa era encontrarse uno mismo –tamborilea sobre la mesa, se aparta el pelo de la cara–. No tengo intención de fastidiarte el plan. Ya sé que está muy buena.

    Me ha sorprendido. ¿Habré manifestado alguna atracción por su amiga? ¿Estaré atraído por su amiga? Miro a Lexie que hace señas al camarero de la barra mientras su falda descubre unos muslos un poco gruesos. Desde luego se explica bien.

    –¿Por qué piensas que me interesa? –pregunto. Rachel da un trago a su cerveza.

    –Tiene unas tetas estupendas. Tan redondas... Y son de verdad.

    –Lo plantearé mejor: ¿por qué piensas que le intereso?

    –Para ella serías uno del montón.

    Del montón. No creo haber sido descrito más exactamente en mi vida. Esto probablemente no sea nada bueno en lo que respecta a la actitud de Rachel hacia mí. Ha estado simpática, pero, tal vez, demasiado simpática. Parece el tipo de chica que tiene novio. Miro a Lexie que viene con sus tres botellas en una mano y las tres copas en la otra, trae todo como si fuera una ofrenda.

    –Los americanos chillan tanto –se echa el pelo hacia atrás–. Y no hacen nada, solo están ahí parados.

    –¿La gente en Tel Aviv no está parada? –le pregunto.

    Se le escapa una sonrisa, la primera de la noche. Casi como si coqueteara.

    –No seas tonto, allí se baila. Tenemos los mejores clubs. Dome. Vox.

    –¿Me llevarás si voy de visita?

    Se encoge de hombros y mira a la gente, reanudando sus contorsiones de cadera. Le interesaré, pero no lo parece. O me estoy esforzando demasiado. O, simplemente, está intentando darme celos. En la oscuridad, escanea a otros candidatos; no es que los observe, en sentido estricto, sino que observa cómo la observan ellos. Las caras de los hombres son insulsas y hostiles. Miran a Rachel, a Lexie, a las otras mujeres con aire vagamente ominoso, como si pudieran rebanarles tranquilamente el cuello. Todo es pura comedia, un guión adaptado de una novela de vampiros, el salvaje domado por las tretas de una mujer. Y aun así, hay cierta ternura en esa convención. Parece un terreno más seguro que el de los hipsters y los humanistas –los míos–, que beben y hablan sin parar para dejar sentada la verosimilitud de lo siguiente: podríamos estar profundamente interesados por esa persona, pero el caso es que no lo estamos. Aquí hay unas reglas de juego tan claras que podrían ponerse en el tablero de los dardos, y todo el proceso está basado en una honrada oferta de la mercancía. La ropa se pega a los pechos, los deltoides, los glúteos, los abductores. Saben que todos somos unidades de área limitadas y, aunque probablemente tengan la esperanza de acabar consiguiendo la mejor relación calidad-precio para su compra de amor, también está claro que están abiertos a una solución de alquiler. Es de una lógica verdaderamente apabullante, esta juiciosa honestidad del mercado de la carne.

    –Puedes quedarte en mi casa –dice Rachel–. Iremos de fiesta al Dome, Vox.

    –¿Son dos sitios distintos?

    –Se lo tendrás que preguntar aquí, a la que manda.

    –No sabía que mandaras tú –le grito a Lexie.

    –¿Qué? –dice indignada–, no sé de qué estáis hablando.

    ¿De qué estoy hablando? No lo sé. Vuelvo a pensar en ese programa de TV que solo yo he debido de perderme. ¿De qué va esto? ¿Dos chaladas que viajan por el país en top palabra de honor? ¿Qué aspecto tienen los personajes masculinos? No me refiero a mí. Yo estoy en el papel equivocado. Pero tal vez se parezcan a estos pavos, como ese joven profesional al lado de los servicios: zapatos de punta, vaqueros informales de pata ancha y pelo en cresta, como si alguien con el culo al aire se le hubiera sentado en la cabeza. ¿Quién se figurará que es?

    Hago un esfuerzo y me bajo del taburete.

    –¡Servicio! –les grito a las chicas.

    Visto de cerca, el joven profesional es alto, con musculitos de rata de gimnasio y un tatuaje sobre el pecho perfectamente limpio de vello (¿depilado?) que parece hacer juego con el bordado de la camisa. Por suerte lo tengo de espaldas. Huele a una colonia que no identifico, extrañamente floral. Está cruzado de brazos, y sostiene la botella de cerveza como un palo de golf. Tiene cara de póker, tan sonriente como un psicópata.

    Me vuelvo a mirar a las chicas. No se miran ni se hablan. El viaje les está pasando factura.

    –¿Te gustan las morenitas? –le digo.

    El joven profesional me estudia de arriba abajo como si intentara decidir si puede resultarle interesante adquirir alguna participación en este negocio. ¿O será paquete (de acciones), la palabra que les gusta?

    –Te has traído a tus hermanas al bar, colega –dice–, se las van a comer.

    –Me encanta la palabra «colega» –digo yo. «Paquete», «colega»; esta gente siempre tan puesta–. No son mis hermanas.

    –¿Te llamas Gina? –pregunta.

    –¡Ja! –digo yo–. ¡Gina!, no, hombre. Te estoy hablando de la morenita. ¿Por qué no vas a ver, ya sabes, cómo te lo montas con ella?

    –¿La pequeñita? –cambia de gesto, como si de pronto me reconociera, un amigo de toda la vida. Me da un puñetazo en el brazo, fuerte. Él sonríe, yo sonrío. Los amiguetes antes que las titis–, me encantan las pequeñitas –me dice.

    –Alucinante –digo yo. Y ya en el servicio pienso alucinante. Parece alucinante y es que es alucinante. Es jueves por la noche. ¡Jueves! Y aquí estoy yo, paseándome por mi propia ciudad como un extranjero, con dos chicas de Nueva Jersey vía Tel Aviv. Y con este extraño menda, que, probablemente, se parece a algún famoso –en algún programa de TV que yo soy el único que no ha visto– y que se lanza en plancha a rescatarme. O lo mismo controla más de lo que parece. Por supuesto que sí. Al menos, eso cree él. ¡Todo es cuestión de perspectiva! Sacudo la cabeza ante el espejo del baño, mientras me lavo las manos. Es como la vida misma, ¡cuestión de perspectiva!

    De vuelta al bar, me encuentro a Rachel sentada sola. Me toco el oído para indicar que el ruido es ensordecedor. Ella asiente y también se lleva la mano a los

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