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Rogelio Y Otilia
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Libro electrónico265 páginas4 horas

Rogelio Y Otilia

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Rogelio y Otilia
Novela ligera y divertida en donde se descubren escenas de erotismo fino y directo.
Narrativa gil e interesante que atrapa desde la primera pagina. Rogelio y Otilia primos en segundo grado, adolescentes que cursan la preparatoria, caen enamorados. Heredan una cuantiosa fortuna. Para no perderla, tendrn que cumplir condiciones que les marca la ta que les hereda; por lo que se ven envueltos en peligrosas circunstancias, que los obligan a interactuar con personajes sorprendentes en circunstancias mgicas, e inesperadas llenas de peligro, suspenso y accin.

FRAGMENTO:
Cuando recuper el conocimiento, lo primero que vi fue al infeliz de Armando terminando de amarrar a Otilia en la cama. La haba desnudado por completo. Amarr sus brazos a cada extremo de la cabecera y asegur sus tobillos en los extremos de un bal que haca las veces de piecera. Yo nunca imagin llegar a sentir tal impotencia y desesperacin. Oh Dios, no es justo!, no lo permitas!; implor desde mi posicin, doblado de espaldas sobre la mesa, fuertemente amarrado y amordazado con cinta adhesiva igual a la que le estaba colocando a mi querida Otilia. En ese momento quise gritar pero slo sali un sonido apagado por la mordaza. Volte a verme y sonri, vino hacia m, ahora riendo a carcajadas, su cara expresaba desvaro, haba perdido la razn. Lleg hasta m, quise hacerme entender, decirle que poda llevarse las maletas pero que no daara a Otilia, mis ojos no fueron lo suficiente para hacerme entender, dej caer una de sus enormes manos sobre mi espalda y jal mi camisa hasta que la arranc a jirones. No logr que me diera la oportunidad de negociar
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento7 nov 2011
ISBN9781463310851
Rogelio Y Otilia
Autor

Javier Duhart

ARQUITECTO DE PROFESIÓN, ESCRITOR POR CONTAGIO, PINTOR POR AÑADIDURA Y POETA, ESTOS CALIFICATIVOS SON LO PRIMERO QUE SE PUEDE DECIR DEL ESCRITOR JAVIER DUHART QUIEN EN EFECTO HACE SUS ESTUDIOS EN LA U.N.A.M. DE DONDE OBTIENE SU LICENCIATURA DE LA FACULTAD DE ARQUITECTURA... EL CONTACTO CON AMIGOS ESCRITORES DE LA TALLA DE JOSE AGUSTÍN Y DE RENE AVILES FABILA DESDE MUY JOVEN, LE HAN CONTAGIADO EL AMOR POR LAS LETRAS. MANTENIENDO A LA INQUIETUD QUE SIEMPRE TUVO POR ESCRIBIR INICIANDO SU CARRERA DE ESCRITOR EN EL AÑO DE 2005. -"SIEMPRE SUPE QUE TENÍA LA CHISPA PARA CONTAR HISTORIAS PORQUE NO DECIRLO" -DECLARA EL PROPIO AUTOR- ESTO ME HA LLEGADO COMO UN PLUS, UN PREMIO POR ALGO QUE HICE BIEN, LAS LETRAS ME SATISFACEN POR COMPLETO, ESCRIBO A DIARIO. A LA FECHA CUENTA YA CON 23 LIBROS PUBLICADOS: SUEÑO DE VIDA, NIÑA DE TIJUANA, NOVELA QUE SE ESTA PREPARANDO PARA HACERSE PELÍCULA. ROGELIO Y OTILIA, EL BASTÓN, LA HUIDA, EL ESTUDIO, LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO I LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO II, LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO III. AÑOS DE JUVENTUD, CUENTOS QUE CUENTO, QUE TE CUENTO, DOSIS DE GOZOS Y LAMENTOS (POESÍA) PARTE 1, POESÍA 2, POEMAS CON ALMA SENCILLA (TOMO,1,2,3,4,5,6,7,8,9) SIMPLES PALABRAS QUE ENCANTAN,

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    Rogelio Y Otilia - Javier Duhart

    Copyright © 2011, 2014 por Javier Duhart.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2011917145

    ISBN:          Tapa Dura                    978-1-4633-1084-4

                        Tapa Blanda                 978-1-4633-1086-8

                        Libro Electrónico         978-1-4633-1085-1

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 16/10/2014

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    364202

    Contents

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPITULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    A mi padre a quien ame y no lo supo

    A mi madre a quien ame y lo supo

    A mi mujer a quien le repito hasta el

    cansancio que la amo

    CAPÍTULO I

    La tía Salústia o la tía güevos

    Rogelio y Otilia primos rebeldes.

    Armando, cuarto esposo de Salústia

    No diré esta vez que estoy aburrido, trataré de no bostezar, sonreiré con todas las sandeces que me cuenten, seré cortés con todos, no haré bromas a costa de los demás (aunque esto último nunca puedo evitarlo), pero haré el intento; lo prometo. Lo haré por la tía y no porque sea la tía rica a quien todos quieren sacarle algo; yo la quiero y la admiro, ¡es una vieja chingona!

    De camino a su casa iba haciendo mentalmente mis propósitos de cómo comportarme en esa fiesta familiar, cumpleaños de la tía Salústia, hermana de mi padre (ya muy mayor), pero una vieja a toda madre. Como dije: muy chingona, una mujer de carácter. Les contaré algo de su historia, bueno, de lo que me han contado y de lo que he sido testigo.

    Salústia hizo su cuantiosa fortuna a base de trabajo: ¡sí!, empezó muy joven —dicen—; apenas con 17 primaveras se trabajó a un hombre maduro, que la dejó bien plateada y con una hija que parió a los 18, dos años después de la boda, el feliz esposo murió de no sé qué. A los 19, ya experta y bella como era, se trabajó a otro ricachón que aumentó considerablemente su fortuna y también lo hizo feliz por cinco años, de los cuales los dos últimos sólo lo visitaba en el hospital, ¡eso sí!, el más lujoso de la ciudad. Hasta que un mal día, estando en el hipódromo se le avisó del deceso de su segundo marido; tuvo que dejar a medio beber la copa de champaña y correr para arreglar todo: pagar los gastos del hospital, el traslado del cuerpo, la cremación, ¡ah!, y que se esparcieran las cenizas desde su yate (ahora propiedad de Salústia) por toda la bahía de Acapulco, donde había sido tan feliz al lado de su amada esposa. Ahí precisamente, en ese viaje esparciendo las cenizas del segundo, aceptó el compromiso de volver a casarse con el tercero; un socio del recién fallecido, esparcido o tirado al agua.

    Ahora, ya por cumplir los 25 años, todavía guapísima aceptó al tercero tan o más rico que el anterior. Cuando lo vieron en la espléndida boda, pensaron: A éste se lo echa rápido. Era flaco, desgarbado, hasta medio jorobado, pero simpático, se llamaba Cástulo, tenía un encanto personal que se descubría hasta estar en contacto más o menos íntimo con él; me refiero a que era buen conversador y culto (ya vez que los viajes ilustran). Viajaban constantemente y de regreso hacían reuniones de familiares y amigos para contar sus experiencias, más culinarias y etílicas que culturales, de los pueblos y países visitados. ¡En fin!, a éste sí lo quería a pesar de todo, ¡pero de todo!; de la diferencia de edades y de todo el dinero que él tenía. Ella era bella y él horrible, pero todo un caballero muy atento y complaciente, eso le fascinaba a Salústia.

    Contra lo que se esperaba, Cástulo le duró veintiocho años y hubiera seguido, pero murió en un accidente de carretera. Entonces ella quedó viuda por tercera vez. Ahora, con 53 años, con excesos para comer y beber (eso sí, de lo mejor); ¡claro!, su lindo cuerpo se hizo menos lindo, con llantitas primero, luego de plano como que se hinchó y se abotagó con tanta copita que se metía a diario y a cada rato: pero lo bailado quién me lo quita, decía.

    Salústia, pues, había disfrutado toda su vida de comodidades lujos y siempre estuvo rodeada de confort, al menos a partir de sus 17 años de edad, pero se gastó su juventud, su belleza. Ya cuando se vio sola, más bien cuando sintió lo que pesa la soledad, quiso volver a conquistar otra pareja, pero fue su dinero y sus bienes los que conquistaron a Armando, un vago de gimnasio que se casó con mi tía. Desde el día de la boda con toda la familia y amigos reunidos en la casa de San Miguel de Allende, allá en Guanajuato (residencia heredada de su querido y extrañado Cástulo), dijo por el micrófono instalado para el conjunto musical que amenizó la ceremonia: Les presento a Armando, mi cuarto esposo; éste lo estoy comprando yo, a diferencia de los otros tres que me compraron a mí. Ven acá guapote fortachón. Lo hizo subir al escenario, lo abrazó y lo besuqueó, y el tal Armando se dejó hacer todo tipo de apapachos y hasta una nalgada le dio al bajar del entarimado donde se ubicaron los músicos en cuanto terminó la presentación en sociedad del nuevo y doce años más joven esposo de la tía Salústia; La tía güevos como la bauticé.

    Viajábamos lento en el tránsito, callados y serios como momias, habíamos salido hacía como una hora, después que mis padres se gritonearon al finalizar el arreglo personal de mi madre que como siempre la hizo bien cansada, y el poco paciente de mi jefe no se la mentó por mera atención a que mi hermano menor y yo estábamos presentes.

    Sin nada que hacer al respecto seguimos atrapados en el periférico avanzando poco a poco rumbo al sur, hacia la casa de la tía Salústia en una de las mejores colonias de México; mi jefe al volante, mi madre sintonizó el radio en la estación de puras guapachozas, nosotros en los asientos traseros, donde se concentraba el olor a perfume de mi madre que ya combinado con la loción de mi jefe, resultaba verdaderamente asfixiante, me picaba la nariz y no me era fácil respirar. Quise abrir la ventana…

    —Sube ese vidrio —gritó mi madre—, ¿no ves que me despeino?, ¡qué impertinencia!

    —¡Sí, ahorita! —di tiempo para que se cambiara el aire.

    —¡Que subas ese vidrio!, ¿no entiendes? —gritó mi padre, apoyando la orden de mi jefa, con lo que se granjeaba su perdón por la gritería que le propinó por su tardanza en el arreglo personal.

    —¡Sí, ya voy! —accioné la palanca, fui subiendo lento el mentado vidrio mientras hacía unas respiraciones profundas. Mi padre todavía me dirigió una mirada por el retrovisor, mirada de esas que pronosticaba la cercanía de una golpiza, golpizas que últimamente se habían hecho más frecuentes, dizque por mi rebeldía. La verdad es que yo ya no estaba de acuerdo con muchas de las reglas que mis jefes ponían.

    —Bien, bajen, hemos llegado —informó mi jefe después de estacionar el auto Mustang rojo del año 54, clásico, dice—. Espero llevar la fiesta en paz, no me hagan desatinar, se los pido por favor, ¿oíste Rogelio? (¡Ese soy yo!)

    —¡Achis!, ¿y yo por qué?

    —Porque tú eres el más latoso, no empieces con tus bromas pesadas a costa de los demás. ¡Ah!, y no tomes, nosotros, ¡que yo recuerde!, no te hemos dado permiso de beber alcohol.

    —¡Eso, eso, que no tome! —agregó mi madre, dirigiéndose a mí—. No quiero volver a verte vomitar por toda la casa como lo hiciste en la fiesta de tu prima Otilia. ¡Qué vergüenza, Dios mío!

    —No, permiso no me han dado, estoy de acuerdo, sólo el ejemplo, porque desde que llegan hasta que nos vamos se la pasan chupando —respondí sin pensar en ofender.

    No esperaba el fuerte cachetadón que me acomodó mi jefa inmediatamente después que les dije sus verdades.

    —¡Majadero, grosero, ya ni a tus padres respetas! —se quejó mi madre volteando a ver a mi jefe y buscando su aprobación por el golpe que, por cierto, me hizo sangrar la nariz.

    Sentí que me escurría el rojo líquido y aproveché para embarrarlo lo más que pude en la cara, en la ropa, cuello y mangas de la camisa.

    —¡Mira nada más, Concha!, se te pasó la mano; a ver mijo, ven acércate —dijo mi padre, pañuelo en mano, con intención de limpiarme la sangre que yo seguía emba-rrándome en donde podía—. ¡Espera, no te embarres más, deja que yo lo haga!

    —¡Me duele, jefe! Mejor déjame así.

    —¡Acércate!, si te sigues embarrando tendremos que regresar a cambiarte para poder presentarnos aquí.

    ¡Vaya!, comprendí que de cualquier manera no podría salvarme de asistir a la mentada reunión familiar.

    No era por la tía Salústia. Ella es quizá la única persona que soporto de todos los que ahí se van a reunir, bueno ella y Otilia mi prima. Pero volviendo a la tía, me cae de poca madre, me entiende, o mejor dicho, nos entendemos a la perfección a pesar de la diferencia de sexo y edades, ¿por qué?, ¡no sé!

    Accedí a que me hicieran —entre mi jefe y la causante de mi hemorragia— una limpieza a fondo que se esmeraron en lograr, mojando el pañuelo con salivita de mamá, luego frotando en mi cara y también en la ropa; la camisa blanca tomó un tono rosa que mi jefa trató de emparejar disolviendo las manchas de sangre con su saliva y restregando parejo. Mientras, mi jefe introdujo un cigarro en cada una de mis fosas nasales, dijo que el tabaco detiene la hemorragia, ¡y sí!, la detuvo, pero me impedía respirar, traté de quitar los cigarros, pero mi jefe me tomó las manos.

    —Espera, espera a que el tabaco actué —en lo que actuaba yo me empecé a poner morado. Concha, mi madre, se dio cuenta y me arrancó los cigarros de la nariz, volteando a ver a mi jefe con cara de «qué buey eres, por poco lo asfixias»—. No pasa nada mujer, era sólo un momentito, ¿verdad Roge?

    —¡Ajá! —contesté, ya que chingados le digo. No, si con este par que me tocó estoy lucido; Roge, me llama Roge, hazme el pinche favor.

    Después de la operación limpieza, estuvimos tocando el timbre y nadie nos peló, no obstante que se asomaron desde la ventana varias veces. Finalmente abrieron, después que me quedé pegado al botón para un timbrado continuo, a pesar de que mis jefes insistían en que dejara de tocar.

    —¡Hola Rogelio, hola Concha!, pasen, pasen —decía mi tío grandulón Armando, mostrando con una de sus manotas el interior de la apestosa casota.

    Yo seguí pegado al timbre hasta que mi tío volteo a ver- me con cara de «deja de joder, pinche muchacho», entonces le dirigí una sonrisita al tiempo que le dije:

    —Ya lo compuse, tío, ahora ya se escucha ¿verdad?

    Mi hermano Juan se paró frente a mi tío y lo saludó de mano, entonces aproveché para entrar a la casa saltándome el saludo de mi tío que ya no me dijo nada, entró y fue directo con mis padres.

    —¡A ver! Rogelio, Concha, ¿qué les sirvo?, porque tienen que emparejarse, van muy atrasados —dijo mientras preparaba unos vasos con ron y hielo—. ¿Con qué lo quieren, tengo Pato de oranch, Lulú de grosella, o Pecxi?

    Yo quedé en la contemplación de ese conjunto de personas, todas de mi familia, pero totalmente distintas a mí.

    En el área que abarcaba la sala comedor de la casona, habían despejado el centro del espacio arrimando los muebles hacia las paredes, así la mesa quedó junto a una de las dos ventanas, donde se dispusieron las viandas, la botella de ron y los coloridos refrescos con que mezclaban los tragos. Las seis sillas del comedor en correcta formación pegadas a la pared donde están los retratos de las bodas de mi tía Salústia, ¡pero entiéndeme!, !de las cuatro bodas!, en tamaño presidencial, y algunos otros de bebés desnuditos en bonitas posiciones, ¡sus dos nietos! Hijos de Salústia, su única hija, nacida del primer matrimonio, que a estas alturas ya se confunde con Salústia, la madre; mismo cuerpo, ropa similar, y de arrugas muy parejas, bueno, hasta el mismo tono de voz.

    Finalmente, los sillones de la sala que conservan su cubierta protectora de plástico, también arrimados hasta la pared contraria, ¡ah!, y dos bancos que trajeron de la cocina, por si hicieran falta más lugares para sentarse.

    En el piso de duela rechinona, se notaba la ausencia de un tapete que quitaron para armar el bailongo.

    Después que el tío corpulento Armando les dio a mis padres sus vasos preparados con ron y no sé qué, todos tomamos asiento y quedamos como en dos grupos; los de la pared de las fotos y los de la pared contraria, a quienes les tocó sillón con plástico; yo me senté en uno de los bancos, así, quedamos los de allá frente a los de acá, sólo mirándonos.

    Desde mi posición de banco, vi cómo mis jefes se empinaban sus bebidas, mi hermano Juan sentado al lado de mi madre, que en ese momento volteó a verme.

    —Ven acá, Rogelio, ven a saludar a la tía —todos voltearon a verme, yo permanecí sentado y mi madre insistía llamándome a viva voz, haciéndome señas para lograr que la obedeciera. Mi padre me miró e hizo un ademán instándome a cumplir con la orden.

    Me levanté, crucé la estancia, caminé como en una pasarela donde todos me observaban, sentía el golpanazo de las miradas que escudriñaban hasta el último detalle de mi persona para luego hacer la crítica, destructiva, por supuesto.

    De entre mi parentela que me veía pasar, encontré la mirada de mi prima Otilia, esa en cuya casa vomité por todas partes, sin embargo me dirigió una sonrisita que yo correspondí. Entonces no me fijé y golpee con la cabeza la lámpara que, ya sin la mesa abajo, quedó a una altura inconveniente, detalle que no se había previsto, mucho menos si se trataba de bailotear; la risita de Otilia se hizo franca y manifiesta, otras risas se le unieron. Me puse rojo del coraje y aventé la lámpara con tal fuerza que fue a estrellarse hasta el plafón, donde explotó al romperse en mil pedazos entre chisporroteos eléctricos de corto circuito. Nos quedamos a oscuras.

    —¡Méndigo muchacho! —exclamó mi robusto cerdo tío Armando—, ¡tenía que ser él! —dijo, mientras uno de mis corrientes primos, es decir uno de mis primos, fue a ver qué pasaba con la corriente; casualmente trabaja en la Comisión Federal de Electricidad y sabía mucho de corrientadas, así que fue a poner remedio al desperfecto.

    Oí que se incorporó el marrano de Armando del sillón donde se había desparramado. Me imaginé que para venir contra mí, pero la oscuridad era total y protectora; fui caminando de lado rumbo a donde supuse se encontraba Otilia, choqué con alguien.

    —¡Ups!, ¿eres tú Otilia? —pregunté en voz baja, no obtuve respuesta, pero toqué su espalda y luego puse mi mano sobre su hombro.

    —Dime prima, ¿de qué te reías? A ver si te vas a burlar de tus nalgas… —bajé la mano y le pellizqué una nalga pero Otilia no dijo nada, entonces le pellizqué la otra y nada, jalé el resorte de su pantaleta, lo solté y hasta se oyó el ligazo contra la pierna, pero Otilia ni pío.

    —Ay, pobre, debe haberte dolido —le dije al oído mientras sobaba con ambas manos las nalgas que en ese momento me parecieron maravillosas; y se lo dije.

    —Oye, oye, qué te ha pasado prima. Éste ya no es aquel trasero huesudo que tenías la última vez que te vi. ¿Qué has hecho?, ¿cómo le hiciste para cambiarlo por esto? —mientras preguntaba seguía palpando con toda libertad aquellas hermosas nalgas al amparo de la casi total oscuridad.

    Para entonces mi excitación había crecido; decidí levantar la falda y seguir deleitándome ahora sin la interferencia del vestido. Así lo hice, pero en ese grandioso momento, regresó la luz que dio de lleno sobre nosotros, es decir sobre mí con las manos en la masa, digo, en las nalgas pelonas después de haberle bajado las pantaletas hasta las rodillas…, pero no de Otilia —como lo había supuesto—, sino de mi tía Rebeca, que se hizo la sorprendida y recibí la segunda cachetada de esa noche, seguida de la risa generalizada de toda la concurrencia.

    El energúmeno cerdo de mi tío Armando ahora sí venía sobre mí, pero intervino mi tía Salústia que desde su sillón individual le gritó a su esposo doce años menor que ella, pero que a estas alturas, después de nueve años de matrimonio, aquel joven de gimnasio, guapetón, bien formado, se había puesto como elefante en su estuche de 1.90, ya rebasaba los 140 kilos y engordaba día con día.

    —¡Armando!, deja a mi sobrino en paz, y tú Rebeca no finjas, te tenía casi en cueros y te haces la sorprendida, ¡mira qué cabrona!

    —Pero tía yo no, la oscuridad, yo creí que…

    —¿Que era tu marido?, ¡no me digas que ya cambió! Así déjalo ya, no lo compongas. Y tú Armando, pon algo de música, esto es una fiesta, y sirve de beber, ¡sirve de algo!, ¿o qué, no vienen a divertirse? El único que se ha divertido aquí es Rogelio mi sobrino, ven para acá recabrón, ven a felicitarme, vamos a brindar.

    Salústia cumplía ese día 55 años, según decía, pero mi jefe asegura que es cuatro años mayor que él, así que estaría cumpliendo 62, ya que mi jefe tiene 58, según dice… ¡En fin!, como sea, es la matriarca, que ni duda cabe; en esta familia se hace lo que ella dispone, porque además tiene un recio carácter que domina al más pintado, así que ni mi padre puede con ella, menos Armando.

    El robusto cerdo, como le digo, es un oportunista, bueno para nada, que casó con Salústia porque le vio solvencia económica y se acomodó para ser mantenido a cambio de la esclavitud en que vive bajo el yugo de mi querida tía Salú. ¡Ay no mames! Ya estoy como mi jefe ¡Salú!, le dije Salú(lo que se le pega a uno). Bueno, el caso es que me pasa la ruca porque se trae a todo mundo al pedo, aunque también está pendiente de todos y no hay ningún miembro de la familia que no haya recibido algún aliviane de la tía; a mí me consiente, a veces hasta me ha soltado buen varo: toma, cómprate ropita y zapatos, muchacho, y mándame a tu hermano. Y salgo con buen billete a ajuarearme, luego regreso estrenando, le enseño lo que me compré y le pregunto si le gusta para que vea que le hice caso y que me importa lo que ella me diga. Siempre nos quedamos platicando, me pregunta de lo que quiero, de lo que me pasa, si tengo algún problema; nunca le pido nada y yo también le pregunto si está bien, si yo puedo hacer algo que necesite, que puede contar conmigo para lo que se le ofrezca, le hablo por teléfono por lo menos cada semana, me nace; es la neta, quiero estar pendiente de ella.

    Bueno, pero en lo que reflexionaba sobre esto, ya estaba al lado de mi tía sentadote en el descansabrazo de su sillón individual, ahora causando

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