Ray Bradbury (1920-2012) está considerado uno de los grandes genios de la ciencia ficción–más próximo al género de la fantasía–, aunque él prefería definirse como “un narrador de cuentos con propósitos morales”. Como él mismo confiesa, en su imprescindible “Zen en el arte de escribir” (1990): “No escribir, para muchos de nosotros, es morir”. Desde los doce años, Bradbury comenzó a escribir un mínimo de mil palabras por día: “Durante mucho tiempo, por encima de un hombro, tenía la mirada de Poe (MÁS ALLÁ, 410), mientras por encima del otro me observaban H. G. Wells, William Burroughs y casi todos los escritores de Astounding y Weird Tales”.
Aunque más conocido por títulos como “Crónicas Marcianas” (1950) y “Fahrenheit 451” (1953), Bradbury cultivó sobre todo las narraciones breves–de hecho, muchas novelas de ciencia ficción son fix-up, esto es, compilaciones de estos relatos–. Bradbury supo imprimir matices de nostalgia y poesía a estas historias que encontraban su mejor inspiración en las pequeñas historias que escuchaba de la gente: “Podemos aprender de todo hombre, mujer o niño de alrededor, cuando, conmovidos y emocionados, cuentan algo que hoy, ayer o algún otro día los despertó al amor o al odio”.
“El Hombre”, cuento publicado en “Thrilling Wonder Stories” (1949, febrero),–compilado posteriormente en “El hombre ilustrado” (1951)–, nos presenta a un homólogo de Jesucristo… ¡que habría llegado también a otro planeta! El relato comienza cuando una expedición aterriza su cohete en un planeta cuya civilización parece mucho menos avanzada que la de la Tierra (no conocen, por ejemplo, la técnica fotográfica). La decepción de los astronautas comienza cuando, creyendo que su llegada impactaría de tal modo a los nativos que les recibirían con todos los honores, esta pasa completamente desapercibida por la presencia de un misterioso hombre…