El día que el diablo pasó por Tlalnepantla: Leyendas de Tlalnepantla, #1
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Cuenta la leyenda qué, el atardecer del jueves 12 de septiembre del año de Nuestro Señor de 1720, arribó a la fundación franciscana de la bucólica villa de Tlalnepantla, un hombre proveniente de Ourense, arribó escapando de un obscuro pasado que nadie conocía en estas tierras, uno del que había huido durante largo tiempo y qué, sin embargo, lo reencontraría en las tierras de Xólotl con su destino ya escrito en la palma de la mano. Fray Jerónimo de Olazo, hombre de complexión enjuta, ojos grises y ligeramente encorvado, no era un hombre joven, pero tampoco había llegado a la ancianidad, tenía mucho tiempo en las Indias, pero nunca antes había estado en la Nueva España.
Era de tarde y el cielo rojizo con nubes grises del mes de septiembre, se extendía cubriendo las tierras de cultivo de la Hacienda de San Javier, las ruinas de las ciudades otomies y teochichimecas con sus pirámides y dioses eternos de piedra, las sombras de los árboles se proyectaban como enormes dedos de manos divinas por sobre el valle de Tequexquináhuac y el extraño enclave del cerro del Tenayo se iluminaba de color dorado con minúsculas motas de color verde esparcidas por sobre el agreste terreno de las cañadas que ocupaban el pueblo de Coautepec, la luz dorada del sol ,llegaba hasta las faldas del Cerro de la Palma y aún mas allá. En esa bucólica villa se habría de librar una épica batalla entre las fuerzas de lo sobrenatural, un demonio que puede doblar árboles, hace sonar trompetas en los cielos, lanzar rayos y cuyo poder de destrucción es ilimitado está por enfrentarse a Fray Jerónimo de Olazo, uno de los hombres de la sociedad secreta fundada por Sebastian de Aparicio, Beato Católico, para enfrentarse a las fuerzas de lo desconocido...
Las Leyendas de Tlalnepantla constituyen una visión sobre lo que el miedo humano puede hacer de la mente, pero como en todo el universo el equilibrio de las fuerzas, con héroes épicos y con una bucólica villa que se dedica a la contemplación de los bellos paisajes y las riquezas naturales de México. De la Serie Leyendas de Tlalnepantla. El revelador libro: El día que el díablo pasó por Tlalnepantla.
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El día que el diablo pasó por Tlalnepantla - Enrique García Guasco
El día que el diablo pasó por Tlalnepantla
Leyendas de Tlalnepantla, Volume 1
Enrique García Guasco
Published by Arcana Intellego, 2020.
While every precaution has been taken in the preparation of this book, the publisher assumes no responsibility for errors or omissions, or for damages resulting from the use of the information contained herein.
EL DÍA QUE EL DIABLO PASÓ POR TLALNEPANTLA
First edition. July 1, 2020.
Copyright © 2020 Enrique García Guasco.
ISBN: 978-1393324966
Written by Enrique García Guasco.
Tabla de Contenido
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Dedication
El día que el diablo pasó por Tlalnepantla (Leyendas de Tlalnepantla, #1)
Para Luca. Porque los iluminados están en todas partes.
Cuenta la leyenda qué, el atardecer del jueves 12 de septiembre del año de Nuestro Señor de 1720, arribó a la fundación franciscana de la bucólica villa de Tlalnepantla, un hombre proveniente de Ourense, arribó escapando de un obscuro pasado que nadie conocía en estas tierras, uno del que había huido durante largo tiempo y qué, sin embargo, lo reencontraría en las tierras de Xólotl. Fray Jerónimo de Olazo, hombre de complexión enjuta, ojos grises y ligeramente encorvado, no era un hombre joven, pero tampoco había llegado a la ancianidad, tenía mucho tiempo en las Indias, pero nunca antes había estado en la Nueva España.
Era de tarde y el cielo rojizo con nubes grises del mes de septiembre, se extendía cubriendo las tierras de cultivo de la Hacienda de San Javier, las ruinas de las ciudades otomies y teochichimecas con sus pirámides y dioses eternos de piedra, las sombras de los árboles se proyectaban como enormes dedos de manos divinas por sobre el valle de Tequexquináhuac y el extraño enclave del cerro del Tenayo se iluminaba de color dorado con minúsculas motas de color verde esparcidas por sobre el agreste terreno de las cañadas que ocupaban el pueblo de Coautepec, la luz dorada del sol llegaba hasta las faldas del Cerro de la Palma y aún mas allá.
Aquel hombre vestido con un largo hábito negro avanzaba en una carroza de cuarta al margen del Río Tlalnepantla, sobre un precario empedrado que hacía sacudirse al vehículo como una calabaza por un desfiladero, mientras avanzaba tirado por dos caballos a una velocidad constante pudo notar desde lejos el basamento de la pirámide de Tenayuca, aún sobrevivían expuestas las cabezas pétreas de gigantes dimensiones de monstruosas víboras que le parecían podrían devorar a un caballo, lo impresionaron de tal manera qué pensó en esos dioses terribles de los chichimecas e involuntariamente se persignó, en su mente los comparó con los dragones chinos, aunque se quedó en silencio imaginando la impresión de Marco Polo en su travesía por aquel mundo desconocido del Oriente Lejano, con él, viajaba un hombre de aspecto rústico, era tal su ancianidad, que le parecía demasiado frágil como para intercambiar sus impresiones, aún así de haber intentado hablar con su acompañante eso habría sido en vano, pues era sordo y desde hacía ya mucho tiempo atrás, así que no cruzó una sola palabra durante el trayecto desde la ciudad de Puebla, un camino que había durado tres días y tres noches. El cochero no hablaba castellano y solo se detenían para beber agua, comer y hacer sus necesidades.
Cuando finalmente estuvo suficientemente cerca de la fundación y se aproximó a Corpus Christi, nombre del asentamiento franciscano que sería el destino del viaje que había comenzado mucho antes, cuando salió de Santiago de Cuba con una carta entre las manos, firmada por uno de los miembros del Santo Oficio de México y que lo había embarcado en una nave, que de nueva cuenta, casi naufragaba, sin embargo, había podido llegar al Puerto de la Vera Cruz y con suerte los Dominicos del lugar lo habían llevado hasta Puebla, allí este cochero lo había buscado y lo trasladaría hasta el lugar al que arribaba. Las campanas de la torre principal repicaron estruendosamente y rompieron con el silencio impertérrito que reinaba en aquellas tierras, algunos pobladores se acercaron al atrio de la sencilla fachada de cantera gris y rosa, esperaban la llegada de un extraño, unos hicieron señales desde la distancia, quitándose los sombreros que agitaban en son de bienvenida, las niñas y niños, corrían tras