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La guarida del diablo
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Libro electrónico117 páginas1 hora

La guarida del diablo

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Un pueblo perdido con reputación de maldito.Unas ruinas negras que guardan un secreto terrible desde hace siglos.Y unos planes audaces para convertirlas en hotel y spa...A partir de aquí todo se desencadena: brujos, accidentes mortales, tormentas imponentes, creencias arcaicas y criaturas mitológicas que parecían olvidadas y, sin embargo, siguen estando muy vivas... Además de una misteriosa orden medieval también involucrada.Saioa y Andrés vivirán una aventura trepidante que no olvidarán en su vida.

IdiomaEspañol
EditorialDavid Pallol
Fecha de lanzamiento30 jul 2021
ISBN9798201690311
La guarida del diablo
Autor

Mikel Atz

Este escritor de nuestra colección es, ante todo, un chicarrón del norte que envuelve su ficción en la bruma y las leyendas de ese mítico territorio. Igual nos traslada a Euskadi que a Asturias que a Galicia que al norte más remoto de Castilla. Su nombre, de hecho, viene de Mikelatz, uno de los dos hijos de los dioses vascos Sugaar y Mari. Su nombre es de por sí evocador, pero no hay nada más evocador que su prosa.

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    La guarida del diablo - Mikel Atz

    LA GUARIDA DEL DIABLO

    © Colección iPulp

    Todos los derechos reservados

    1.

    LA PRIMERA IMPRESIÓN que recibió Andrés del lugar fue un golpe de calor intenso y violento, como una paletada de brasas en la cara. Por un instante se vio tentado a cerrar la puerta y permanecer en el asiento del Land Rover Defender, al abrigo de su potente aire acondicionado. El 4x4 era de su amigo Juan Carlos, el mismo que lo había conducido hasta allí. Andrés, noqueado de repente por un calor duro y seco como una pedrada, no se decidía a abrir la puerta del todo y saltar del vehículo, aquel tanque de color negro metalizado con ruedas de tráiler.

    −Bueno, qué, ¿sales?, le preguntó un animado Juan Carlos sentado al volante, dándole una afectuosa palmada en el muslo.

    −Sí −contestó Andrés como espabilando de una ensoñación−. Ya mismo.

    Se apeó del vehículo sin mucho entusiasmo. Nada más poner el pie en el polvo del suelo, Andrés se arrepintió: fuera no corría ni la más leve brisa; el ambiente era abrasivo. La vista tampoco era muy estimulante: aquel era un paraje remoto y antipático. Y hacía demasiado calor.

    Su amigo Juan Carlos ya había saltado del vehículo y, después de rodearlo por delante, se reunió con él.

    −Es ahí delante −le dijo entonces, extendiendo el brazo−. Ven, sígueme.

    Andrés echó a andar tras su amigo por una estrecha senda de tierra y polvo. Una lagartija se cruzó en su camino como un rayo de materia orgánica. A su alrededor, en un campo agostado, el canto simultáneo de lo que parecía un millón de cigarras. El calor aplastaba. Andrés se enjugó el sudor de la frente con la mano y resopló.

    La luz a aquella hora de la tarde, todavía temprana, caía sobre el paisaje como una cascada incandescente. El resol convertía líneas y perfiles en gelatina trémula.

    Juan Carlos, que caminaba adelantado, volvió un instante la cabeza y exclamó:

    −Menudo calor, ¿eh? Esto es lo que llaman por aquí un sol de justicia.

    Andrés asintió, con un amago de sonrisa. El panorama a su alrededor no podía ser más deprimente: un lugar cochambroso lejos de la civilización y bajo un calor sofocante que, dedujo, se convertiría en un frío pelón durante los meses de invierno. Le costaba encontrar la motivación para aquel encargo.

    −Conozco esa cara −le dijo Juan Carlos, como leyéndole el pensamiento−. Es la que pones cuando algo no te convence.

    −No sé... −respondió Andrés con desgana−. Este lugar está alejado de todo y aislado. Muy aislado.

    −Estás exagerando, ¿no crees? −le reprochó Juan Carlos cariñosamente−. De acuerdo, es posible que esté un poco apartado...

    Andrés le dirigió una mirada fulminante, como de no estar dispuesto a admitir este tipo de concesiones tramposas. Su amigo, avispado, se corrigió inmediatamente:

    −Vale, muy bien: lo está. Pero, aunque te pueda parecer el culo del mundo, en realidad está en una zona muy estratégica para el turismo. A pocos kilómetros de aquí se levantan las mejores bodegas de la Ribera Alta, entre ellas esa tan estrafalaria que diseñó Zaha Hadid.

    −Pues a mí me encanta, repuso Andrés.

    −Lo sé −concedió su amigo sonriendo−. Por eso quiero contar contigo para el proyecto, para que hagas algo igual de genial aquí.

    −¿En este sitio?

    Andrés sonaba del todo menos convencido.

    Juan Carlos le habló en el mismo tono optimista:

    −La zona tiene más atractivos. En los alrededores del pueblo hay cuevas rupestres con pinturas, un castro celta, un yacimiento visigodo... Toda esta región es un inmenso parque arqueológico, más la fama de sus vinos. Y aunque ahora en verano esto parezca una sucursal del infierno, este paisaje en primavera y otoño se pone espectacular. Se puede practicar senderismo, montar en bici o a caballo. Hay muchas rutas que se pueden recorrer fácilmente. Y el Camino de Santiago pasa también muy cerca de aquí. Esto tiene mucho potencial, créeme.

    Andrés no pudo evitar un mohín de incredulidad:

    −¿De veras lo crees?

    −Una corazonada me dice que sí −contestó Juan Carlos, con una seguridad aplastante−. Confía en mi criterio. Esta es una zona con recursos. Solo está esperando a que una persona como yo se decida a explotarlos.

    2.

    HABÍA HECHO DURANTE todo el día un calor de mil demonios, inclemente, mesetario. El aire, de tan seco, crujía. Y Saioa lo había pasado conduciendo su destartalado coche, una vieja tartana de Volkswagen Polo, con el aire acondicionado estropeado, tratando de llegar hasta aquel punto perdido en algún lugar del norte de España. Conduciendo con la ventanilla bajada corría el aire, pero era una masa densa y cálida, casi inflamable: apenas la aliviaba.

    Ahora, para colmo, estaba perdida. Se había guiado por una vieja guía de carreteras Campsa que tenía −y que recogió un día de entre una pila de libros que alguien había tirado en la calle−. También por su teléfono, siguiendo la ruta recomendada por viamichelin.es, pero sin saber muy bien cómo se había visto de repente extraviada en medio de ninguna parte, sin tener ni puñetera idea de a dónde había ido a parar exactamente. Ni siquiera sabía en qué provincia estaba, si en Burgos o La Rioja. Decidió parar en un bar de carretera a preguntar. Además, le vendría bien salir un rato del coche y estirar las piernas.

    Saioa detuvo el auto junto al primer bar que vio, una casa baja cubierta de tejas con porche emparrado, el nombre pintado a brochazo vivo en la fachada y una puerta doble: de aluminio, abierta hacia dentro, y una cortina de cuentas de colores. Tenía un aparcamiento de gravilla a un lado, donde Saioa estacionó el Polo.

    Le llamó la atención no ver más coches aparcados fuera, pero no le dio mayor importancia. En el fondo lo agradeció: haber entrado de repente en un bar lleno de lugareños desconocidos, una chica sola, con todos los rostros curtidos por la intemperie volviéndose inquisitivos hacia ella, le habría intimidado bastante.

    Aun así, cuando asomó la cabeza dentro a través de la cortina de cuentas, lo hizo con cierta prevención.

    −¿Hola?, tanteó.

    La voz grave de un hombre adulto le contestó desde dentro:

    −Buenas tardes. Entre, no se quede fuera. Está abierto.

    Saioa, confiada tras escuchar estas palabras, entró por fin. El bar por dentro era sencillo por no decir aburrido: una barra desnuda −sin expositores de comida−, una hilera de taburetes y un puñado de mesas con sus sillas. Por toda decoración, en las paredes, unas cuantas láminas vulgares, un calendario descolorido de 1967 −Saioa alucinó− y en un rincón, en torno a la tele pequeña y panzuda que se elevaba sobre una peana, parafernalia futbolera muy kitsch: el póster de un equipo de tercera regional que todavía se tildaba a sí mismo de ‘club de balompié’, banderines descoloridos y una bufanda desplegada como si fuera una guirnalda.

    Detrás de la barra había un hombre. A Saioa le bastó un vistazo para hacerle la ficha: en torno a los 55 años, mirada torva, una piel castigada que parecía cuero viejo −la vida del campo es muy dura, se recordó− y unos antebrazos gruesos y peludos. El hombre la saludó:

    −Buenas tardes. ¿Va a tomar algo?

    Saioa vaciló:

    −Eh... Sí.

    Por un momento pensó en pedir un té verde o rojo, pero supo contener a tiempo su esnobismo urbanita.

    −Un café, por favor.

    −¿Con leche?

    −Manchado.

    −Al momento. Usted es forastera, ¿verdad?

    Saioa rio un poco nerviosa y dijo:

    −Se me nota, ¿no?

    −No −respondió él secamente−. Es solo que nunca la he visto por aquí. Para las caras tengo buena memoria.

    −Pues sí −admitió ella−. Soy de fuera.

    −¿De vacaciones? −interrogó él−. Ahora está muy de moda el turismo rural... Es lo que me está salvando el negocio.

    −No exactamente −matizó ella renuente−. Me dirijo a un pueblo... Me han contratado para un trabajo.

    −¿Vendimia? No es época.

    −No −contestó ella, sonriendo−. Es un trabajo de investigación... Por llamarlo de alguna manera.

    El hombre parpadeó. Saioa se preparó mentalmente para contestar de manera convincente a

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