El tesoro del indiano
Por Mikel Atz
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En la mitología asturiana, los ayalgues son tesoros escondidos. Y ayalgueiro, quien se dedica a buscarlos. El verano de 1978 discurre tranquilo en Nava de Hevia hasta que, justo antes de una monumental tormenta que dejará al descubierto pozos con planchas grabadas y calaveras, aparece Sombrero Negro, paseando con un detector de metales. La abuela de Víctor y Sara, dos hermanos que veranean allí con una pandilla de amigos, asegura que es el Nuberu en persona.
Los niños, intrigados, deciden vigilar al forastero, acompañados siempre de Candy, una perra muy lista que les salvará de más de un aprieto. Para desentrañar el misterio contarán también con la ayuda de Mister Magoo, un anciano erudito y miope.
Las pistas les conducirán hasta una vieja quinta de indiano y una estatua espeluznante que se yergue allí, en lo que serán las vacaciones de verano más emocionantes de sus vidas.
Mikel Atz
Este escritor de nuestra colección es, ante todo, un chicarrón del norte que envuelve su ficción en la bruma y las leyendas de ese mítico territorio. Igual nos traslada a Euskadi que a Asturias que a Galicia que al norte más remoto de Castilla. Su nombre, de hecho, viene de Mikelatz, uno de los dos hijos de los dioses vascos Sugaar y Mari. Su nombre es de por sí evocador, pero no hay nada más evocador que su prosa.
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El tesoro del indiano - Mikel Atz
El valle del Hevia
Las historias de tesoros suelen desenvolverse en territorios de leyenda , y este estaba tan repleto de ellas como un bollu preñau . Así es normal que confundieran al señor misterioso que apareció de un día para otro en el pueblo llevando un sombrero negro con el Nuberu, y más cuando su aparición repentina coincidió con aquella tormenta espeluznante que abrió surcos profundos y provocó desprendimientos de tierra. La tormenta estalló a media tarde y duró toda la noche, un aquelarre de relámpagos deslumbrantes y truenos pavorosos. Los cristales retemblaban.
−Ye’l diañu, que está sueltu haciendo de las suyas..., decía la abuela de Víctor, que no llegaba a los cien años pero parecía milenaria. Hablaba una fala antigua que era más bable que castellano. Era tan vieja y tan fuerte como uno de los muchos robles de la comarca, tan de la tierra como el orbayu.
Víctor, su nieto –‘más listo que la fame’, decía ella orgullosa− era uno de los niños de ciudad que veraneaban allí; los del pueblo los llamaban ‘los señoritos’. Muchos de ellos tenían raíces familiares en Nava de Hevia y por eso regresaban todos los veranos; otros, simplemente, se habían enamorado del pueblo y se habían construido o comprado una casa allí.
Este era el caso de los padres de Kevin, sin ser ellos una excepción: todos los visitantes caían rendidos a los muchos encantos de este enclave bucólico entre montañas, hayedos frondosos, campos de maíz y praos con montones de heno donde pastaban las vacas. Fue en este escenario donde trascurrieron los hechos que se van a relatar, en una fecha ya tan lejana como el verano de 1978.
Los protagonistas de nuestra historia son cinco, tres chicos y dos chicas. Formaban una piña compacta durante sus veraneos en el pueblo. Sus nombres: Víctor, Edu, Kevin, Sara y Ana. Todos ellos de fuera, aunque la mayoría con raíces allí. Como Edu y Ana, que venían desde Oviedo a veranear porque su familia era oriunda del valle. Como también la de Víctor y su hermana Sara, que venían de Madrid a pasar el verano en la casona familiar, donde el resto del año vivía sola su abuela.
Entre ellos no había mucha diferencia de edad: Víctor y Edu, los mayores, tenían ambos trece años. Les seguía Kevin, con doce. Las más pequeñas eran las niñas: Sara tenía once años y Ana estaba a punto de cumplirlos: le quedaban un par de meses y, de lo ilusionada que estaba, no veía el momento; como todos los niños, estaba deseando hacerse mayor.
En cuanto a físicos, formaban un grupo variopinto. Víctor era desgarbado y miope, siempre con sus gafas: era el intelectual del grupo. Edu, frente a él, era el deportista, el atleta, la encarnación de la energía y el vigor, siempre dispuesto a trepar, escalar, correr y lo que hiciera falta. Era un guaje muy guapo, rubio y de ojos verdes; con el pelo cortado a tazón −era la moda− parecía uno de los hijos de Michael Landon en La casa de la pradera... Sobre todo cuando llevaba uno de sus petos vaqueros.
Ana era su hermana pequeña. Físicamente tenía poco que ver con Edu: ella era menudita y flaca; también la benjamina del grupo. Su amiga íntima dentro de él era Sara, la hermana pequeña de Víctor, que contrastaba a su lado porque era gordita y tenía la cara redonda como una borona. Las dos llevaban a menudo vestiditos con canesú de nido de abeja y estampados de flores, según la moda de la época.
Aunque como más cómodas se sentían −ellas y todos en realidad− era con unos vaqueros −a menudo recortados por las rodillas− y una camiseta. Juntos pasaban veranos inolvidables en Nava de Hevia, ese punto inconcreto de la geografía donde lo pasiego se fundía con lo asturiano. En una sucesión de imágenes felices, asociaban sus vacaciones en el pueblo con carreras y trompazos con la bici, los cuentos pirujos de la güela de Víctor, los desayunos con leche cremosa, recién ordeñada, en la que se deshacían los mantecados, las ahogadillas en la piscina municipal y, sobre todo, las excursiones al monte, donde jugaban al escondite en lo más espeso del bosque, hacían cabañas y se ponían morados de moras.
Aunque entre ellos no existía una jerarquía reconocida, Víctor era el líder natural del grupo. Los demás le reconocían un ascendiente especial, por su inteligencia. Su influencia sobre los demás se dejaba notar en detalles simpáticos como la forma que tenían de insultar, que Víctor había copiado del Capitán Haddock −era muy fan de los tebeos de Tintín− y que había pegado a sus amigos.
Así, cuando se enfadaban, soltaban una ristra de improperios bizarros:
−¡Ornitorrinco, bebe−sin−sed, bachibuzuc, vándalo, coloquinto!
A alguno de los padres les parecía una forma muy rebuscada de insultar, a lo que la madre de Víctor decía:
−Qué quieres que te diga, sonará redicho, pero prefiero que digan eso a palabrotas de verdad.
Candy
Era la perrita de Kevin , el único de la pandilla sin vínculos con el pueblo. Kevin