Calaveras County
Por Norma Boe
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Calaveras County es un lugar imaginario donde las leyes y las normas del mundo convencional han quedado en suspenso, donde lo más insospechado puede suceder. Es el reino de lo mágico y lo desconcertante, un territorio de ensueño donde todo es posible, de la broma macabra al escalofrío profundo, de la risa nerviosa al más puro horror.
El escenario ideal para los ocho perturbadores relatos que componen este volumen.
Welcome to fabulous Calaveras County.
Y disfruta de una estadía... de miedo.
Norma Boe
Norma es nuestra dama del misterio y una mujer de frontera. Tex-mex de corazón y de palabra. Un buen día decidió ponerse a escribir porque, según nos cuenta, no quería acabar seca y apolillada como la madre de Norman Bates sin dejar al mundo algún legado. Estaba entre eso y las colchas de patchwork. Afortunadamente para iPulp, decidió dedicarse a la literatura. Con nosotros ya ha publicado varios títulos. Este es uno de ellos, todos colecciones de relatos paranormales. Esto es así porque es un poco macabra. Le tiene puesto un altarcito a Ambrose Bierce. Se presenta como una dama sureña de espíritu beatnik que llena su soledad con Bourbon de Kentucky, canciones de Paquita la del Barrio y gatos. "En el fondo soy de hábitos sencillos: me gusta sentarme por las tardes en el porche y beber limonada, mientras la mecedora de la abuela se mueve sola a mi lado."
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Calaveras County - Norma Boe
Calaveras County es un lugar imaginario donde se han suspendido cautelarmente las reglas del mundo convencional, pudiendo suceder en él lo más insospechado. Una geografía ficticia donde la realidad tiene más capas de lo que se aprecia a simple vista, chantajeándote entre la repulsión y el horror. Es el reino de lo mágico y lo desconcertante, un territorio de ensueño donde todo es posible, de lo más inaudito a lo directamente insólito, de lo imprevisible a lo inverosímil. El escenario ideal para los ocho perturbadores relatos que vas a leer a continuación.
Welcome to fabulous Calaveras County.
La autora.
Colección iPulp
© Norma Boe, todos los derechos reservados.
Recuerdo de Halloween
Recuerdo lo mucho que de niña me gustaba la noche de difuntos. En mi barrio mi pandilla y yo la celebrábamos a lo grande: nos disfrazábamos con más o menos gracia de brujitas o momias y recorríamos luego las casas del barrio, en manada, tocando las puertas para hacerles la pregunta de rigor: ¿Truco o trato?
El nuestro era un revuelo de risas, ansia de golosinas y sustos fingidos por los adultos que nos abrían la puerta de su casa. La mayoría eran vecinos conocidos o directamente familiares, y todos, prevenidos de nuestra visita en grupo, nos terminaban atiborrando de dulces. Pero para dulces especiales, los de doña Elvira. Por eso siempre dejábamos su casa para el final del recorrido.
Doña Elvira era una señora mayor con fama de excéntrica en el barrio. Era una viuda rica que vivía en una mansión que ya llevaba muchos años construida antes de verse rodeada por nuestra urbanización. Al contrario que nuestras casas de diseño monótono, la de doña Elvira era espectacular, una mansión de estilo colonial con su pórtico de columnas y frontón. Solía pasar el día sentada en una mecedora, en el porche, mientras fumaba en una pipa tallada de espuma de mar. En contraste con la majestuosidad de la casa, el jardín era un terreno silvestre, sin cultivar, invadido por la maleza. De los árboles colgaban lianas sedosas que parecían los mechones arrancados por las ramas a las hadas y ninfas del bosque: era el musgo español, o barba del viejo, con su aspecto de telaraña vegetal.
Doña Elvira, las pocas veces que salía de su casa, se portaba de forma altiva y arisca con los otros vecinos del barrio, pero la noche de Halloween se transformaba: parecía poseída por la niña que un día fue. Esa noche, que para ella era noche de fiesta, se vestía para la ocasión. Siempre nos recibía igual: pintarrajeada como una muñeca victoriana, con vestido de cóctel negro y collar de perlas de varias vueltas. Ahora que la recuerdo, se parecía mucho a la Bette Davis terminal. O a una Coco Chanel decrépita. Fumaba en larguísima boquilla y cogía las pastas con guantes. Era una viuda solitaria y extravagante. Todos la conocíamos en el barrio, algunos se burlaban en voz baja, pero los niños teníamos debilidad por ella. Doña Elvira también nos agasajaba la noche de Halloween con dulces, cómo no, que nos encantaban por su originalidad: tortas−calavera, pastelitos−murciélago y galletas con forma de fantasmita, que además sabían de rechupete. También nos invitaba a un vaso de zumo de zarzaparrilla. Y, sobre todo, nos contaba historias que cautivaban nuestra imaginación.
El ambiente dentro de su casa era como el escenario de un sueño, con su mobiliario barroco, sus pesados cortinones de terciopelo y la colección de schnauzers disecados que había por todas partes. Este dato tan chocante tenía una explicación: doña Elvira tenía mucha afición por esa raza nerviosa de perros. Siempre tenía una pareja de schnauzers miniatura, impecablemente pelados y con unos mostachos dignos de káiser. A todos les ponía también los mismos nombres: Martini Seco y Perlas, que eran las cosas que más le gustaban en el mundo.
Doña Elvira tenía con ellos una relación peculiar. Para ella, por un lado, eran perfectamente remplazables: cuando uno moría lo sustituía rápidamente por otro. Pero también irremplazables, en su corazón. Aunque les pusiera los mismos nombres, no dejaba de establecer con todos y cada uno de ellos un estrecho vínculo sentimental. Por eso, cuando fallecían, se negaba a enterrarlos en la amplia parcela del jardín: prefería conservarlos junto a ella, después de mandarlos disecar. La casa, por tanto, estaba llena de schnauzers petrificados con ojitos de cristal. A muchos de nosotros nos daba a veces la impresión de que se movían. El ambiente dentro de la mansión de doña Elvira era un poco fantasmagórico.
Aun así, ninguna noche de Halloween renunciábamos a visitarla. Esa noche doña Elvira decoraba la fachada de su casa con una exhibición impúdica de Jack−o’−lanterns. Colgaban de clavos y cuerdas o se esparcían por el suelo de madera y nos daban la bienvenida con sus muecas espeluznantes a contraluz. Ninguno de nosotros en principio se atrevía a tocar el timbre; no es que doña Elvira nos diera miedo exactamente, pero sí es cierto que nos intimidaba. No era una mujer agradable que digamos. Pero esa noche, la de Halloween, era cuando se mostraba menos antipática. Disfrutaba tanto o más con ella que cualquiera de nosotros y, en las visitas que le hacíamos, nunca defraudaba: siempre nos daba no solo lo que esperábamos sino mucho más. Por eso nos encantaba rematar la ronda en su casa señorial, tan apartada, en el límite de nuestra urbanización. Incluso en el mismo límite de la realidad.
Dentro de su casa, al menos, parecía en suspenso.
Esa era la impresión que mayoritariamente nos daba. Era un lugar tan excéntrico como ella, un mausoleo mórbido de