Navidades radiactivas
Por Norma Boe
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Este volumen lo componen los siguientes relatos mutantes:
1. El elfo de la repisa
2.Papá Noel go home
3.El árbol de navidad
4.Pánico en la disco
5.Fatberg attacks!
6.Donde crecen las rosas silvestres
7.El fantasma de las navidades paralelas
8.Last Christmas (matándome suavemente con tu canción)
Todo eran alegres cascabeles hasta que llegó llegó Norma Boe.
Aun así, el espíritu de la navidad vivió para contarlo.
Norma Boe
Norma es nuestra dama del misterio y una mujer de frontera. Tex-mex de corazón y de palabra. Un buen día decidió ponerse a escribir porque, según nos cuenta, no quería acabar seca y apolillada como la madre de Norman Bates sin dejar al mundo algún legado. Estaba entre eso y las colchas de patchwork. Afortunadamente para iPulp, decidió dedicarse a la literatura. Con nosotros ya ha publicado varios títulos. Este es uno de ellos, todos colecciones de relatos paranormales. Esto es así porque es un poco macabra. Le tiene puesto un altarcito a Ambrose Bierce. Se presenta como una dama sureña de espíritu beatnik que llena su soledad con Bourbon de Kentucky, canciones de Paquita la del Barrio y gatos. "En el fondo soy de hábitos sencillos: me gusta sentarme por las tardes en el porche y beber limonada, mientras la mecedora de la abuela se mueve sola a mi lado."
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Navidades radiactivas - Norma Boe
Navidades radiactivas
La navidad es la mejor época para las historias de fantasmas.
Ambrose Spellman en Embrujada
Colección iPulp
© Norma Boe – Todos los derechos reservados
El elfo de la repisa
Mucha gente aborrece los muñecos. Es una fobia que les supera; les parecen terroríficos. Conozco personas que no pueden dormir en una habitación de invitados si en ella hay una muñeca observándoles fijamente desde una mecedora o una cómoda; no pueden pegar ojo, se sienten intranquilos todo el tiempo. Ven en ellos una cualidad maligna, por no decir diabólica.
No seré yo quien les contradiga. Después de alguna desagradable experiencia personal con uno de estos engendros, no dejo de entender sus recelos. La mía es de ese tipo de historias que no se olvidan en la vida. Yo entonces era un niño, aunque estaba a punto de dejar de serlo: tenía doce para trece años, lo recuerdo bien. Era diciembre, anochecía enseguida y hacía mucho frío. Lo único que me animaba era saber que quedaban pocos días para que en el colegio nos dieran vacaciones. Por aquel entonces solía entretenerme jugando con mi vaho en los cristales: los empañaba con mi aliento y luego dibujaba caras, corazones, palabras o mensajes a la chica que me gustaba en la ventana de clase, de mi cuarto, del autobús... A veces dibujaba también paisajes con palmeras.
Fue una tarde de uno de esos primeros días de diciembre. Mamá apareció por la puerta cargada de bolsas; venía de hacer unas compras de navidad. Entre las cosas que traía, había una que le hacía especial ilusión: sacó una caja de cartón de una bolsa, la puso sobre la mesa y la abrió. Mi hermana pequeña, Linda, y yo nos asomamos: era un muñeco. Un elfo navideño. Mamá lo había traído como regalo para la casa, para que formara parte de la decoración. Nos lo enseñó emocionada:
—¿No os encanta? Qué carita tiene tan simpática, ¿verdad? Será nuestra mascota estas fiestas.
—¿De dónde lo has sacado?, preguntó Linda.
Mi madre le sacudió el pelo con la mano y le dijo cariñosa:
—Lo he comprado en una tienda, donde los reciben cada año por estas fechas. Vienen directamente del Polo Norte —mi hermana abrió boca y ojos, impresionada—. ¿Y sabes para qué se les lleva a las casas donde hay niños?
Linda negó con la cabeza.
—Para que vigilen si se portan bien —explicó mamá, sosteniéndolo en el aire—. Esa es su principal labor, ser los ojos de Santa Claus y reportar si los niños se merecen sus regalos o no, según su comportamiento.
Tras una pausa prosiguió:
—Así que ya sabes, ¿eh? —le dijo a Linda, dándole un toque con el dedo en la punta de la nariz—. Pórtate bien, que el elfo te estará vigilando. Bueno —añadió, mirándome también a mí—: os estará vigilando a los dos, así que a ver lo que hacéis.
Mamá me incluyó en la fantasía y yo le seguí el juego. Era divertido ver la cara de mi hermana, que se lo creía todo a pies juntillas. Yo, por supuesto, ya no era un niño iluso al que le parecía oír los cascabeles del trineo de Santa Claus la víspera de Navidad, pero me hice cómplice de la broma por no estropear el momento.
Mamá depositó el elfo en la repisa sobre la chimenea del salón.
—Aquí estará calentito, dijo.
A continuación, nos hizo prometer a los dos que no lo tocaríamos, o el gnomo navideño perdería sus propiedades mágicas. A mi hermana pequeña, toda candidez, le infundió un gran respeto. A mí, en cambio, había algo en ese monigote que me repelía. No sabía explicarlo, pero era una sensación muy fuerte. Me transmitía muy malas vibraciones. Un sexto sentido me previno contra él y me puso en guardia.
Y eso que el elfo, para ser sinceros, era muy lindo. Había muchas cosas puntiagudas en él: las grandes orejas, los graciosos borceguíes en los pies o la gorra cónica sobre la cabeza. Su cuerpo era mullido, de trapo, aunque brazos y piernas estaban reforzados con alambres. Su cara era de plástico brillante y policromado, con flequillo rubio, ojos enormes de color azul, nariz redondita, colorete en las mejillas y un gesto algo grotesco en la boca como de sonrisa forzada que tenía algo también de mueca sardónica.
Su ropa era de felpa, y combinaba los colores típicos de la navidad. Llevaba un traje rojo, con mallas a listas verdes y blancas y un cuello blanco recortado en picos, propio de los duendes. Alegre y encantador, a simple vista. De aspecto retozón... Y resultó que lo era. Mamá nos acabó confesando que, cuando se lo vendieron en la tienda, le dijeron que tuviera cuidado porque se trataba de un elfo joven que le gustaba jugar y hacer maldades. Lo que no sabíamos todavía era hasta qué punto... Aquel elfo navideño se reveló como un verdadero trasto. Pronto tuvieron lugar en la casa, por las noches, una serie de pequeños alborotos que parecían tener relación con él. Al principio, todo hay que decirlo, sus tropelías las encontrábamos simpáticas, especialmente mi hermana Linda. Por las mañanas se levantaba excitada y corría a descubrir la nueva trastada que había gastado el elfo. Su reacción, con esa cara de alborozo, dando palmitas, valía un millón de dólares. Linda reaccionaba así a las típicas travesuras de elfo, como encontrarse con el agua de los inodoros teñida de verde. O la ropa interior de todos los miembros de la familia sacada de sus cajones y esparcida por toda la casa. Una mañana encontramos al elfo en el lavabo: se había preparado un baño de espuma, acompañado de todas las Barbies de Linda... desnudas.
Papá se rio y dijo:
—Parece haberse montado una fiesta muy particular. Este elfo es un granuja.
Granuja era, desde luego. Al principio, ya digo, sus aventuras nocturnas no dejaban de hacernos gracia. Hasta que empezaron a tomar un cariz más alarmante. Más que duende travieso, era un gnomo endiablado.
Algunas mañanas, al bajar a desayunar, papá me regañaba un tanto molesto, indicándome que por las noches no moviera los muebles de la sala y no hiciera tanto ruido. Yo, sorprendido, le aclaraba que en ningún momento había salido de mi habitación. La reprimenda me la llevé igualmente, pero yo sabía quién había sido en realidad: el duende, que cada día me parecía más odioso. Mi intuición, que ya me había avisado, no andaba muy descaminada. Aquel elfo en la repisa era más díscolo que travieso. A pesar de su