El hombre de arena
Por E.T.A. Hoffmann
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Nataniel ha sufrido en la infancia un episodio traumático con el Hombre de arena —en realidad, con un sujeto deforme llamado Coppelius— cuya aparición está asociada con la muerte de su padre. Este vínculo está tan arraigado núcleo de su psique que termina definiendo las atroces perversiones de su vida adulta.
Comprometido con una mujer adorable, llamada Clara, Nataniel manifiesta su obsesión por lo mecánico, lo antinatural, al enamorarse de una autómata, Olimpia, construida por el científico Spalanzani. Desde luego, Nataniel cree que la autómata es real, y el descubrimiento de su verdadera naturaleza finalmente destruye en él las últimas defensas psicológicas que lo separan de la total e irreversible alienación.
Publicado en 1817, "El hombre de arena" se ha convertido en el relato más célebre de E. T. A. Hoffmann. Se trata también del relato más representativo del máximo autor del género del romanticismo negro (Schwarze Romantik, conocido también como literatura de terror gótico) durante el siglo XIX.
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Comentarios para El hombre de arena
3 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Me parece que, en lo sustancial, el significado del cuento se refiere a los sentimientos más profundos del ser humano, y que sí éstos no son mediados por la conciencia (la mente), la persona podría alterar su comportamiento.
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El hombre de arena - E.T.A. Hoffmann
E. T. A. Hoffmann
El hombre de arena
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EL HOMBRE DE ARENA
El hombre de arena
EL HOMBRE DE ARENA
E. T. A. Hoffmann
El hombre de arena
Nataniel a Lotario
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar… ! ¡ya lo oigo!» Y,