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Los pájaros y otros relatos
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Libro electrónico247 páginas4 horas

Los pájaros y otros relatos

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Este libro contiene cinco grandes relatos de Daphne du Maurier: "Los pájaros", "El manzano", "El joven fotógrafo", "Bésame otra vez, forastero" y "El viejo". En todos ellos se nos presentan tramas con obstáculos misteriosos y fatalistas, en las que la realidad se construye en torno a acontecimientos intrusos y fantasmagóricos: el ataque kamikaze y masivo de aves en una tranquila comunidad costera, la obsesión de una culpa transfigurada en las ramas de un árbol, un extraño y humillante romance durante unas vacaciones, el beso fugaz y letal de un chica misteriosa en medio de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, o el "aislamiento psicótico" de una pareja contado con un realismo macabro. En todas estas narraciones, a decir de Slavoj Žižek, "la intromisión de una dimensión inesperada perturba la marcha "normal" de las cosas" y hace aún más palpable la miseria oculta bajo el manto de un tranquilo acontecer cotidiano.
Este volumen incluye el gran relato que inspiró una de las obras maestras de Alfred Hitchcock, Los pájaros (1963), y reúne una colección de historias que nos introduce en el lado más excitante de la literatura de Du Maurier, autora de una excepcional obra corta y de grandes novelas como La posada de Jaimaica, Rebeca o Mi prima Raquel.
Con el prólogo de Slavoj Žižek titulado "¿Se nos permite disfrutar todavía de Daphne du Maurier?", un texto que revaloriza la obra corta de esta autora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2018
ISBN9788494898457
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    Los pájaros y otros relatos - Daphne du Maurier

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    Los pájaros

    La noche del tres de diciembre el viento cambió y llegó el invierno. Hasta entonces el otoño había sido tranquilo, suave. Las hojas resistían en los árboles, rojas y brillantes, y los setos seguían siendo verdes. Allá donde el arado la había levantado, la tierra era fértil.

    Debido a una herida de guerra, Nat Hocken recibía una pensión y no trabajaba en la granja a tiempo completo. Trabajaba sólo tres días en semana y le encargaban los trabajos menos pesados: cubrir con paja los tejados, arreglar los cercados, reparar los distintos edificios de la granja.

    Aunque estaba casado y tenía dos hijos, era una persona solitaria; prefería trabajar solo. Lo que más le gustaba era cuando le mandaban levantar un muro o arreglar una cancela en la parte más alejada de la península, donde el mar rodeaba las propiedades de la granja por ambos lados. En esas ocasiones le gustaba parar a mediodía para comerse la empanada que le cocinaba su mujer y, sentado al borde del acantilado, observaba los pájaros. La mejor época era el otoño, mejor incluso que la primavera. Durante la primavera los pájaros volaban tierra adentro, conscientemente, con un objetivo; sabían bien cuál era su destino y que el ritmo y el ritual de sus vidas no aceptaban ningún retraso. En otoño, aquellos pájaros que no habían emigrado mar adentro, y que se quedaban allí para pasar el invierno, sentían un impulso por volar, pero como migrar ya era algo imposible para ellos, se dejaban llevar. Grandes bandadas de pájaros llegaban a la península, inquietos, revoltosos, siempre en movimiento, sin detenerse; daban vueltas, volaban en círculos en el cielo y se detenían al rato para buscar alimento en la tierra recientemente removida. Pero incluso cuando paraban para alimentarse parecía como si lo hicieran sin hambre, sin deseo. La misma inquietud les empujaba poco después, otra vez, hacia el cielo.

    Blancos y negros, grajillas, gaviotas, los más extraños compañeros de viaje, todos buscaban cierto sentimiento de liberación. Nunca se quedaban quietos. Los estorninos volaban en grandes bandadas, provocando sonidos sedosos al rozarse con el viento, sobre los pastos frescos, empujados por la misma necesidad de movimiento; y los pájaros más pequeños, los pinzones y las alondras, se repartían entre los árboles y los setos como por obligación.

    Nat los contemplaba. También le gustaba mirar a las aves marinas. Abajo, en la bahía, éstas esperaban a que creciera la marea. Eran más pacientes. Ostreros, archibebes, correlimos y zarapitos vigilaban encaramados a los acantilados; esperaban a que el lento mar cubriera el litoral y, cuando las olas se retiraban, descubriendo tras de sí tiras de algas desnudas y guijarros revueltos, las aves marinas se abalanzaban a toda prisa sobre la playa. Después las poseía el mismo ímpetu por volar. Con una algarabía de graznidos y silbidos, planeaban sobre el mar sereno y se alejaban de la costa. A toda prisa, a toda velocidad, llegaban y ya se habían ido. Pero ¿a dónde, con qué objetivo? La inquieta urgencia del otoño, nada satisfactoria, triste, los había hechizado y sentían la necesidad de arremolinarse, de revolotear en círculos y graznar; sentían que debían moverse todo lo posible antes de que llegara el invierno.

    Tal vez, pensaba Nat, mientras masticaba su empanada al borde del acantilado, los pájaros reciben un mensaje en otoño, una advertencia. Se acerca el invierno. Muchos de ellos morirán. Y, como esas personas que temen morir antes de su hora y se vuelcan en el trabajo o son arrastradas por la locura, así también se comportaban los pájaros.

    Pero aquel otoño los pájaros habían estado más inquietos que nunca; su agitación, en contraste con aquellos días tan tranquilos, era más evidente. Conforme el tractor iba abriéndose camino arriba y abajo en las colinas de la parte occidental de la isla, la figura del granjero se perfilaba en el asiento del piloto y tanto el conductor como la máquina entera se perdían por momentos envueltos en una enorme nube de pájaros que revoloteaban y graznaban a su alrededor. Había muchos más de lo habitual, Nat estaba seguro de que era así. Era normal que en otoño los pájaros acecharan los surcos que iba abriendo el arado, siempre lo habían hecho; pero no en bandadas tan grandes como aquéllas, no armando tanto alboroto.

    Ese mismo día, tras terminar con la cobertura de la cosecha, Nat comentó aquello en voz alta.

    —Sí —le respondió el granjero—, hay más pájaros que otras veces, yo también me he dado cuenta. Y son mucho más temerarios. Algunos de ellos ni se inmutan cuando se les acerca el tractor. ¡Esta tarde una o dos gaviotas me pasaron tan cerca de la cabeza que temí que fueran a llevarse mi gorra por delante! Eran tantos que apenas veía qué estaba haciendo, sobre todo cuando los tenía encima, con el sol de frente. Me da que el tiempo va a cambiar. Va a ser un invierno duro. Por eso los pájaros están así de nerviosos.

    Nat, de regreso a casa del campo, mientras bajaba caminando el sendero que llevaba hasta su morada, vio que los pájaros aún seguían revoloteando y arremolinándose por encima de las colinas occidentales, iluminados por los últimos rayos del sol. Sin viento, el gris océano estaba tranquilo, pleamar. Las collejas y las jaboneras blancas florecidas aún resistían en las coberturas y en los setos, y el aire era templado. Sin embargo, el granjero tenía razón y el tiempo cambió aquella misma noche. El dormitorio de Nat miraba al este. Se despertó justo antes de las dos y oyó el viento silbar en la chimenea. No era una tormenta ni el rugido de un vendaval de poniente, sino viento del este, frío y seco. La chimenea sonaba hueca y una teja suelta repiqueteaba en el tejado. Nat se puso a escuchar, podía oír el mar rugiendo en la bahía. Hasta el aire del pequeño dormitorio se había vuelto frío; una ráfaga de viento entró por debajo de la puerta, alcanzando la cama. Nat se envolvió en la manta, se acurrucó junto a la espalda de su mujer, que dormía, y permaneció despierto, vigilante, inquieto sin motivo.

    Entonces oyó un golpeteo en la ventana. En los muros de la casa no había ninguna enredadera que, animada por el viento, pudiera estar arañando el cristal. Nat agudizó el oído, el golpeteo seguía sonando. Al fin, molesto por el ruido, salió de la cama y se acercó a la ventana y la abrió, pero al hacerlo algo le golpeó en la mano, rasgándole los nudillos, lacerando la piel. Sólo pudo ver el revuelo de unas alas antes de que desaparecieran, por encima del tejado, por detrás de la casa.

    Había sido un pájaro, pero no sabría decir de qué tipo. El viento le habría obligado a buscar refugio en el alféizar.

    Cerró la ventana y volvió a la cama. Se notó los nudillos húmedos y se llevó la mano herida a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Asustado y desorientado, supuso Nat, al intentar buscar un lugar seguro en la oscuridad, le había picoteado. Hizo todo lo posible por volver a quedarse dormido.

    Al instante volvió a escuchar el golpeteo, esta vez con más fuerza, más insistentemente, y esta vez el ruido también despertó a su mujer, que se dio la vuelta en la cama y le dijo a su marido:

    —Nat, echa un vistazo en la ventana, está repiqueteando.

    —Ya he mirado —le dijo él—; es un pájaro que está intentando entrar. ¿No oyes el viento? Sopla del este, los pájaros buscan dónde resguardarse.

    —Échalo —le dijo ella—, con tanto ruido no puedo dormir.

    Nat volvió a la ventana y esta vez, cuando la abrió, no se encontró con un pájaro en el alféizar, sino con una docena: se abalanzaron directamente hacia su cara.

    Nat gritó mientras intentaba espantarlos, agitando los brazos; al igual que el primero, los pájaros salieron volando por encima del tejado y desaparecieron. Rápidamente, Nat bajó la ventana y echó el pasador.

    —¿Has visto eso? —dijo—. Se han lanzado contra mí. Querían sacarme los ojos.

    Se quedó de pie junto a la ventana, intentando ver algo en la oscuridad, sin conseguirlo. Su mujer, adormilada, le murmuró algo desde la cama.

    —No me lo estoy inventando —le respondió él, molesto por lo que ella insinuaba—. Te digo que había pájaros en el alféizar intentando entrar en el dormitorio.

    De repente, se escuchó un grito de terror desde el otro lado del pasillo, en la habitación en la que dormían los niños.

    —Es Jill —dijo la mujer de Nat, que se había incorporado en la cama al oír el grito—. Ve a ver qué pasa.

    Nat encendió el candil, pero al abrir la puerta y encaminarse hacia el pasillo, una ráfaga de viento apagó la vela.

    Entonces se escuchó un segundo grito de pánico. Esta vez eran los dos niños. Cuando Nat entró a trompicones en la habitación de sus hijos sintió que le envolvía un revuelo de alas en la oscuridad. La ventana estaba abierta de par en par. Por allí entraban los pájaros, que primero chocaban contra el techo y las paredes, y se abalanzaban después contra las camas de los niños.

    —No pasa nada, estoy aquí —gritó Nat, y los niños saltaron, gritando, a sus brazos, mientras en la oscuridad los pájaros se elevaban y volvían a la carga contra él.

    —¿Qué pasa, Nat? ¿Qué está pasando? —exclamaba su mujer desde la otra habitación. Rápidamente, Nat empujó a los niños hasta el pasillo y cerró la puerta tras ellos, quedándose solo en la habitación de sus hijos; él solo con los pájaros.

    Cogió una colcha de la cama que tenía más a mano y la blandió de izquierda a derecha en el aire, como un arma. Sintió los golpes de los cuerpos de los pájaros al caer, oyó el batir de sus alas, pero aún no los había derrotado: volvían una y otra vez al ataque, clavando sus garras en sus manos, en su cabeza, apuñalándole con sus picos pequeños y afilados como horcas puntiagudas. Se sirvió de la colcha como un arma defensiva; se la enrolló en la cabeza y, en completa oscuridad, se enfrentó a los pájaros con sus manos desnudas. No se atrevía a correr hacia la puerta y abrirla, no fuera que los pájaros le siguieran.

    No sabía cuánto tiempo estuvo luchando con ellos en la oscuridad, pero los aleteos a su alrededor fueron bajando de intensidad y finalmente los pájaros se retiraron; y a través de la tela de la colcha pudo vislumbrar algo de luz. Nat esperó, escuchando; no sonaba nada más que el llanto nervioso de uno de los niños, que llegaba desde el otro dormitorio. El zumbido de las alas al batir había cesado.

    Se quitó la colcha de la cabeza y miró a su alrededor. La luz grisácea del alba iluminaba la habitación. El sol naciente y la ventana abierta habían convocado a los pájaros que quedaban vivos; los muertos alfombraban el suelo. Nat contempló los pequeños cadáveres, estupefacto y horrorizado. Todos eran pájaros pequeños, no había ninguno de gran tamaño; serían unos cincuenta los que había allí, caídos en el suelo. Había petirrojos, pinzones vulgares y reales, gorriones, herrerillos y alondras; pájaros que por naturaleza solían volar en bandadas de su misma especie y guardar su propio territorio y que ahora, unidos y mezclados entre sí por el fervor de la batalla, se habían matado golpeándose contra las paredes de la habitación, o, durante la lucha, habían perecido a manos de Nat. Algunos habían perdido las plumas, otros tenían los picos manchados de sangre, de la sangre de Nat.

    Nat sintió náuseas y se acercó a la ventana y miró más allá de su pequeño jardín, hacia las colinas y los campos.

    Hacía un frío cortante y la tierra estaba aterida por la escarcha. Pero no era escarcha blanca, de la que brilla con el sol de la mañana, sino escarcha negra, de la que trae el viento del este. El mar, mucho más embravecido ahora con el cambio de marea, levantaba olas altas, que lo coronaban de espuma y rompían con fuerza en la bahía. No se veía ningún pájaro. Ni siquiera un gorrión piando en un seto más allá de la cancela del jardín, ni un madrugador zorzal charlo o un mirlo picoteando la hierba en busca de lombrices. De hecho, lo único que se escuchaba era el viento del este y el mar.

    Nat cerró la ventana y la puerta del pequeño dormitorio y atravesó el pasillo hacia su propia habitación. Su mujer estaba sentada en la cama, la niña dormía junto a ella y el más pequeño, que dormía en sus brazos, tenía el rostro vendado. Las cortinas de la ventana estaban bien echadas, las velas encendidas. El rostro de su mujer se iluminaba estridentemente bajo aquella luz amarilla. Meneó la cabeza indicando silencio.

    —Ahora duerme —susurró—, pero me ha costado. Tenía un corte y sangre en los párpados. Jill dice que fueron los pájaros. Dice que se despertó y que había pájaros en la habitación.

    Su esposa miró a Nat, buscando un gesto de confirmación. Parecía estar aterrorizada, desconcertada; él no quiso que ella supiera que él también estaba apabullado, casi aturdido, por lo que había vivido en las últimas horas.

    —Hay pájaros —dijo él—, casi cincuenta, todos muertos. Son petirrojos, chochines, pajarillos de la región. Pero están como enloquecidos por el viento del este. —Se sentó en la cama junto a su mujer y le cogió las manos—. Es por el cambio de tiempo —le dijo—, tiene que ser eso: el mal tiempo. No creo que sean pájaros de aquí. Los habrá arrastrado el viento, empujándolos desde el interior.

    —Pero, Nat —susurró su mujer—, ha sido esta noche cuando ha cambiado el tiempo. Ni siquiera ha nevado como para que vinieran hasta aquí. Y no es posible que ya tengan hambre. Aún tienen comida ahí fuera, en los campos.

    —Es el viento —repitió Nat—, te digo que es por el viento.

    Su rostro también estaba ojeroso y cansado, como el de ella. Se miraron uno al otro durante un rato, sin hablar.

    —Voy abajo a hacer té —dijo él.

    Al ver la cocina se sintió mejor. Las tazas y los platos, bien ordenados en el aparador, la mesa y las sillas, la madeja de punto de su mujer en su silla de mimbre, los juguetes de los niños en una esquina de la alacena.

    Se agachó, atizó las ascuas apagadas y encendió el fuego. El crepitar de los troncos le devolvió la normalidad, el vapor al escapar de la hervidora y la tetera marrón, un sentimiento de alivio y seguridad. Se bebió su té y le subió una taza a su mujer. Luego se aseó en el fregadero y, tras calzarse las botas, abrió la puerta trasera.

    El color del cielo era de un gris plomizo y oscuro y las colinas pardas que habían brillado al contacto con el sol el día anterior ahora se veían negras y peladas. El viento del este, como una navaja, había rasurado los árboles, y sus hojas, quebradizas y secas, habían sido arrancadas y hechas añicos con el vendaval. Nat pisoteó la tierra con su bota. Estaba dura, helada. Nunca había visto un cambio tan repentino y violento como aquél. En una sola noche un invierno negro había caído sobre ellos.

    Los niños ya estaban despiertos. Arriba, Jill estaba de cháchara y el pequeño Johnny lloraba de nuevo. Nat oyó la voz de su mujer, tranquilizadora, reconfortante. Al poco, bajaron. Nat les había preparado el desayuno y se restableció la rutina del día a día.

    —¿Echaste a los pájaros? —preguntó Jill, calmada por el fuego de la cocina, por el nuevo día, por el desayuno.

    —Sí, ya se han ido —le respondió Nat—. El viento del este los trajo. Estaban asustados y perdidos, sólo buscaban un sitio donde refugiarse.

    —Querían picarnos —dijo Jill—. Le picaron a Johnny en los ojos.

    —Eso es porque estaban asustados —dijo Nat—. No sabían dónde estaban, la habitación estaba a oscuras.

    —No quiero que vuelvan —dijo Jill—. Tal vez si les dejamos un poco de pan fuera de la ventana se lo comerán y se irán volando.

    Jill se terminó el desayuno y fue a por su abrigo y su capucha, y a por sus libros de la escuela y su cartera. Nat no dijo nada, pero su mujer lo miraba desde el otro lado de la mesa. En silencio, se comunicaban un mensaje.

    —La acompañaré al autobús —dijo él—, hoy no tengo que trabajar.

    Y mientras su hija se aseaba en el lavabo, Nat le dijo a su mujer:

    —Mantén todas las ventanas cerradas, y las puertas. Sólo por seguridad. Luego me acercaré a la granja. A ver si me entero de si por allí han oído algo esta noche.

    Después, acompañó a su hija todo el camino del carril. Ella parecía que había olvidado lo ocurrido la noche anterior. Bailaba delante de él, perseguía las hojas empujadas por el viento; bajo la capucha, tenía el rostro sonrosado y aterido por el frío.

    —¿Nevará, papá? —preguntó—. Hace mucho frío.

    Él levantó los ojos hacia el cielo, sintió el viento en sus hombros.

    —No —dijo—, no va a nevar. Es un invierno negro, no uno blanco.

    Durante todo el camino buscaba pájaros en los setos, miraba por encima de ellos, hacia los campos que había más allá, buscando el pequeño bosque que había tras la granja, habitado por cuervos y grajos. No vio ninguno.

    Los demás niños esperaban en la parada del autobús, abrigados y con capucha, como Jill, con los rostros pálidos y contraídos por el frío.

    Jill corrió hacia a ellos mientras saludaba con la mano.

    —Mi papá dice que no va a nevar —gritó—, dice que va a ser un invierno negro.

    No dijo nada de los pájaros. Se puso a jugar con otra niña pequeña. El autobús llegó ascendiendo lentamente la colina. Nat esperó a que su hija se montara y luego se dio la vuelta y caminó hacia la granja. Aquel día no le tocaba trabajar, pero quería asegurarse de que todo estaba en orden. Jim, el encargado de las vacas, entró en el patio haciendo mucho ruido.

    —¿Está el jefe? —le preguntó Nat.

    —Se ha ido al mercado —le respondió Jim—. Es martes, ¿no?

    Jim siguió su camino y se perdió tras un cobertizo. No podía perder el tiempo con Nat. Se decía que Nat era mejor que él. Que leía libros y esas cosas. Pero Nat se había olvidado de que era martes. Esto indicaba que lo ocurrido la noche anterior le había dejado tocado. Nat se dirigió hacia la puerta trasera de la granja y escuchó a la señora Trigg cantando en la cocina, la radio sirviéndole como base para su canto.

    —¿Está usted ahí, señora? —gritó Nat.

    Ella salió a la puerta; era una mujer rolliza, rebosante de alegría, siempre animada.

    —Hola, señor Hocken —le dijo—. ¿De dónde sale este frío tan de repente? ¿Podría decírmelo? ¿De Rusia? Nunca se había visto nada igual, tan así de golpe. Y va a seguir, dice la radio. Tiene que ver con el

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