La peste escarlata
Por Jack London
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Jack London
Jack London was born in San Francisco in 1876, and was a prolific and successful writer until his death in 1916. During his lifetime he wrote novels, short stories and essays, and is best known for ‘The Call of the Wild’ and ‘White Fang’.
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La peste escarlata - Jack London
Jack London
La peste escarlata
Jack London
LA PESTE ESCARLATA
editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-138-7
Edición Digital
Junio 2017
www.greenbooks-editore.com
ISBN: 978-88-3295-138-7
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Indice
LA PESTE ESCARLATA
LA PESTE ESCARLATA
Jack London
El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes.
Aquí y allí se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había seguido al riel, y seguía unida a él por medio de una tuerca. Debajo se veían las piedras del balasto, medio recubiertas de hojas muertas. El riel y la traviesa, enlazadas de aquel modo extraño, apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única.
Un anciano y un muchacho iban por el camino. Avanzaban con lentitud, ya que el viejo estaba doblado bajo el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en su bastón.
Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de este gorro pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados. Una especie de visera, ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos de un exceso de luz. Banjo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajada hacia el suelo, seguía atentamente el movimiento de sus propios pies en el sendero.
Su barba caía en greñas torrenciales hasta su cintura, y hubiera debido ser, igual que los cabellos, blanca como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una miseria extremas.
Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba sobre el pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya piel marchita- testimoniaban una edad muy avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, así como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba expuesto al choque-directo con la naturaleza y los elementos.
El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus piernas a los pasos lentos del viejo que le seguía. También él tenía por única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con un agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza.
Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetonamente colocada encima de una oreja, una cola de cerdo recién cortada.
Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de un azul intenso, eran vivos y penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaba extrañamente con la piel quemada por el sol que los enmarcaba.
Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogían ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba atenuado en un débil murmullo, el imperceptible rascar de las patas de un pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida...
De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión y el olor lo habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo tocó, y ambos permanecieron inmóviles y silenciosos.
Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia su cima. Y la veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya parte superior se movía. Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y también él se detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos.
Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente, dispuesto a afrontar lo que viniera, el muchacho colocó la flecha en el arco y tensó la cuerda, sin dejar de mirar a la bestia. El viejo, por debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, tan quieto como su acompañante.
Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en vista de que la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente irritación, el muchacho hizo un signo al viejo, con un leve movimiento de cabeza, de que era conveniente dejar libre el sendero y bajar la pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el muchacho, que-le seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto a tirar.
Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que un fuerte ruido de hojas y de ramas movidas, al otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se había alejado.
Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita prudentemente atenuada:
-¡Ése era grande, abuelo!
El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y contestó, con una voz de falsete parecida a la de un niño:
-Cada día hay más. ¡Quién hubiera pensado que viviría lo bastante para ver unos tiempos en que se corre peligro de muerte por el mero hecho de circular por el territorio del balneario de Cliff-House! En la época de la que te hablo, Edwin, cuando