SANGRE HELADA
I
El ser divino sucumbió. Ocurrió de repente, sin una gran festividad en su honor o una noche de desenfreno sexual. Se acabó ausente de alaridos y gritos, pues entre todas las guerras que se libraron para mantener el dominio de una civilización por siglos, fue el suave murmullo del rezo católico el que terminó por someter al sangriento dios. Había resistido batallas entre deidades primaverales, conspiraciones de regidores por el dominio de los sacrificios, o las conquistas aztecas, cada una arrastrando sus muertos y costumbres para imponer una visión astrológica divina. Incluso sobrevivió guerras civiles de emperadores buscando la potestad de lo sagrado que se creía un derecho de los humanos, no de aquellos a los que alababan. Viendo pasar todo ante sus ojos, como si los siglos fueran parpadeos, iban a ser los monjes de olores penetrantes y telas toscas color tabaco los que sojuzgaran a esa todopoderosa creatura. Como arma contra la que peleó, sólo fue esa cruz, un símbolo tan poderoso como las calaveras en templos o las figuras de cerámica de hombres desollados con rostros ensangrentados que él usaba. Fue rematado por el concepto simple de un Dios único y mártir ante ese universo de deidades caprichosas y vengativas.
Este gigante desollado era considerado la parte masculina del universo, la aurora de la mañana o el maíz tierno. Representaba la renovación, el nuevo principio de
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