Cóndor rebobinado
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El despliegue narrativo preciso e inagotable de estos cuentos busca cortar las cadenas que los predestinan. El lenguaje será su único pero potente recurso de libertad.
Este libro obtuvo el Premio Mejor Obra Literaria 2020. en la catégoria cuento inédito, del Ministerio de las Culturas y las Artes.
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Nicolás Medina Cabrera (Santiago, 1988).
Abogado de la Universidad de Chile. Cursó estudios literatura creativa en la UPF de Barcelona. Su narrativa ha sido reconocida en diversas instancias, destacando los premios Roberto Bolaño (2013), Pedro de Oña de Novela (2013), J.L. Gabriela Mistral (2011 y 2018 por el primer cuento de este libro) y Mejores Obras Literarias categoría cuento inédito (2020) por este libro. Ha traducido a Jack London, Ambrose Bierce, J.M. Barrie y Frederick Douglass. En la actualidad traduce una antología de cuentos de Philip K. Dick y realiza una investigación doctoral sobre la obra de Juan Carlos Onetti.
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Cóndor rebobinado - Nicolás Medina Cabrera
No solo la muerte y el tiempo son una cárcel, también la percepción de la realidad está limitada por los desenlaces más esperados. Estas historias iluminan la nostalgia de un mundo que se fue o que no llegó a permanecer. Santiago, el centro, sus oficinas y oficinistas atrapados en una rutina sin sentido; la cordillera y la Isla Grande de Chiloé habitada por recuerdos que ya no corresponden; Plaza Italia, las micros amarillas que se pagaban con monedas y el tren al Cajón del Maipo.
El despliegue narrativo preciso e inagotable de estos cuentos busca cortar las cadenas que los predestinan. El lenguaje será su único pero potente recurso de libertad.
Nicolás Medina Cabrera
Cóndor rebobinado
La Pollera Ediciones
www.lapollera.cl
Índice
Cóndor rebobinado
Sueños de un sapo de micros
Fantasía de una corchetera
Renata
Por ese pan de comer
Baltra Aucó
El boceto
Vida de las piedras
Tú, yo, alguien, cualquiera
A Irene por sobre todos los seres y objetos.
A mi padre y mi madre.
A la memoria de Armando Uribe Arce, vidente oscuro de este país domado.
Cóndor rebobinado
«El río invierte el curso de su corriente
El agua de las cascadas sube
La gente empieza a caminar retrocediendo
Los caballos caminan hacia atrás».
La ciudad, Gonzalo Millán
La ola se detuvo a veinte metros de la playa, quizá tuvo miedo de desintegrarse en un fugaz latigazo de espuma, y comenzó a recular hacia el Oeste, hacia Isla de Pascua, hacia el anémico sismo submarino que la había parido en algún profundo útero de Oceanía. El mar no sólo consintió la pirueta regresiva de la ola, sino que imitó su ejemplo. De tal modo empezaron a resucitar, una por una, olas fallecidas contra las rocas negras y el musgo atónito. Y el sol, como un baboso caracol de fuego, reptó a hundirse en el oriente.
Mucho antes (¿o después?) del alba inaudita, una colilla de cigarro enmendó su deriva en la costa chilena, deshizo el chasquido de lumbre apagándose en el agua, se despegó de la superficie marina trazando una parábola y aterrizó encendida en los dedos callosos de un pescador. El otro tripulante del bote amarillo exclamó:
!oìrf ecah euq atuP¡—
Y la colilla agónica creció un quinto, un cuarto, medio centímetro, uno, dos más hasta ser un Viceroy o un Pall Mall o un Marlboro contrabandeado de Argentina, todo un pitillo colgando de la resignación y los labios resecos del pescador. Entonces el ala izquierda del cóndor rozó las estelas en retirada del bote amarillo, sin que las retinas de los hombres de mar repararan en ella, sin que los pescadores pudiesen ver nada más que la carcoma invernal que les invadía los huesos. El ala izquierda fue flotando, luctuosa, más o menos mareada, distanciándose de las redes negras de nylon. Omitiendo el cruel resplandor de los anzuelos. Desanudando la madeja de la segunda muerte, pues la primera, como varios o pocos acatan, es el intragable espacio tiempo que precede al nacimiento y se anuda hasta el primer hecho universal, la explosión originaria, el átomo indecible, lo que ciertos creyentes definen como Dios.
Pero lejos de los talismanes humanos de la física, es decir, en las aguas oscuras del mar austral, las merluzas regurgitaron pedazos de ojos habituados al cielo. Cangrejos restituyeron minúsculos fragmentos podridos. Doscientos vestigios de cresta majestuosa se lavaron de jugos gástricos. Esa masa confusa, reconfigurándose dentro de un lobo marino, transitó con mansedumbre los intestinos, el amplio estómago graso, y se hizo casi cresta en el esófago. Ya reconstituida, distinguible, la cresta escaló por la garganta hasta fugarse de los dientes perplejos del mamífero.
Y todavía flotando solitaria, el ala izquierda buscó la cresta. Esa solitaria cresta que, a su vez, boyaba como un triste barquito de carne arrugada para juntarse con su querida cabeza náufraga. También con las negras plumas que la recia brisa del Pacífico retraía. Y también con el torso sucio y desmembrado que las gaviotas, como monjas carroñeras, despicoteaban en la playa profanada de Llolleo, ahí en las cercanías de San Antonio, donde el océano lleva millones de años engullendo al Maipo y a sus pesadas aguas de greda.
Súbitamente el torso empezó a sacudirse, trasladado por una jauría de perros huachos que lo recompusieron sin quererlo, que lo emplumaron revertiendo mordiscos y lo depositaron, oh, pobre torso, en la ribera infecta, sembrada de sapos y pañales cagados y trozos verdes de botellas de vino.
El Maipo demoró unas horas en reclamar al torso para sus aguas turbias. Y el torso necesitó apenas dos meandros río arriba para restituirse de la primera pata y la cabeza enterita, tierna, con ojos claros y cresta y pico, aquel curvo pico hecho para rajar nubes. La pata faltante se soldó al cuerpo quinientos metros después (¿o antes?) que el ala izquierda. Y el ala diestra, todavía algo tiñosa en el curso inverso del agua dulce, se