Malebolge
Por Ruy Feben
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Malebolge - Ruy Feben
Entonces el monedero replicó:
—También tu boca se rasga por hablar mal, como acostumbra; si yo tengo sed
y si el humor me hincha, tú tienes fiebre y te duele la cabeza; no te harías mucho
de rogar para lamer el espejo de Narciso.
Yo estaba escuchándolos atentamente, cuando me dijo mi Maestro:
—Sigue, sigue contemplándolos aún,
que poco me falta para reírme de ti.
DANTE ALIGHIERI
Divina Comedia, Canto Trigésimo
(Octavo círculo, décimo foso:
los falsificadores, los calumniadores)
ASESORÍA A DOMICILIO
Empiezas a leer este cuento, querido lector, y pum, aparezco sentado frente a ti. En la mano izquierda llevo un portafolios y te extiendo la derecha; me presento como «el autor, a tus órdenes». Llevo corbatín de moño, traje mal cortado, zapatos espantosos pero limpios; soy escritor, y como tal, debo hacer mi mejor esfuerzo para que mi esmero no supere mi falta de garbo. Saltas del sillón, como es natural: cualquiera estaría aterrado al ver a un extraño aparecer de pronto, de la nada, por más que se trate de un empleado claramente inofensivo, sobre todo cuando lo que se espera es leer en absoluta soledad, del modo tradicional. Pero ya estoy aquí, y eres tan educado que no te queda más que atenderme.
—¿En qué puedo ayudarlo? —me dices, todavía con el aliento a medias.
—Más bien tú dime en qué puedo ayudarte, querido lector. ¿Cuál es el problema?
—¿El problema? —contestas bajando la cabeza, pero con los ojos saltando como insectos. Yo lo sé: la pregunta, tan directa, no es común; podría decirse que es como ir caminando por la avenida y sentir de pronto un árbol cayéndote en la cabeza. Desarrollo:
—El problema. La situación. El predicamento. Si estás leyendo es por algo. Y para eso estoy aquí.
Veo que no estás entendiendo mucho, así que a continuación te explico detalladamente de qué se trata. El resumen pormenorizado, para que no tengas que soportar la letanía entera, es este:
En un mundo tan moderno como este, la industria de la escritura, igual que todas las demás, ha tenido que irse especializando. La competencia es feroz, ya lo sabes, y si uno quiere sobrevivir, hay que mantenerse vigente, ser más agresivo, ir un paso adelante de los contrincantes. Hace ya mucho tiempo que los escritores nos dimos cuenta de que el mercado nos estaba comiendo: escribir el bestseller prometido, volvernos famosos o al menos obtener la gloria por los siglos de los siglos es, desde hace mucho, una ridiculez. Pero de algo hay que vivir, hay que pagar la renta. Al principio intentamos publicitar la idea de que leer enaltece el alma, y más tarde intentamos que nuestra línea de comunicación fuera que leer divierte, que leer enseña, que leer da estatus. Pero estos tiempos, querido lector, estos tiempos... Pronto la gente se dio cuenta de que para divertirse hay modos mucho más divertidos (valga la redundancia: ya le digo que la lírica no es crucial), aprender está sobrevalorado, el estatus tiene formas mucho más glamurosas y enaltecer el alma… bueno, del alma mejor ni hablemos. Sin embargo, la gente, como tú comprenderás, sigue leyendo, de eso no hay duda; solo que no sabíamos por qué. De modo que hicimos estudios de mercado, los cruzamos con el desempeño del benchmark, y el análisis de los datos arrojó que la gente lee para obtener cosas. ¿Qué cosas? Qué sé yo: la Verdad, la Paz, la Libertad, la Sensibilidad Primaria Que Nos Confronta Con La Naturaleza Humana, una frase para conquistar un amor imposible, qué sé yo. El tema es que cada cabeza es un mundo, y como en el marketing no hay peor pecado que la sinécdoque (usar una parte para expresar el todo, se entiende), en vez de dar palos de ciego buscando qué cosas son esas cosas que los lectores quieren (error que hemos cometido durante ya demasiados siglos), hicimos una reingeniería del gremio, integramos equipos de alta tecnología, y ahora damos servicios personalizados. Lo que quiero decir es que la interpretación, la metáfora, las lecturas personales, pertenecen al vergonzoso pasado. Ahora, todos los textos que lees tienen integrado un chip que le avisa al autor cuando comienzas a leerlo, y el autor está obligado, por la nueva ley de telecomunicaciones, a apersonarse de inmediato para ofrecerte una gama de productos mucho más especializados. Ahora, como ya verás, somos mucho más eficientes. Hemos llegado a entender la escritura como un servicio; el arte, la catarsis, lo sublime, en el fondo no son más que romanticismos anquilosados, y ahora hemos corregido el rumbo porque entendimos que no hay nada más importante que la satisfacción del cliente quien, por supuesto, siempre tiene la razón.
—¿Me explico?
—Pues no lo sé. No entiendo muy bien los, eh, alcances de estos servicios que usted vende…
—Disculpa, no soy un simple vendedor. Soy un artista, así que me gusta verme más como un asesor. Y por favor, háblame de tú.
—Oquei. Dígame, eh, dime, ¿por dónde empezaríamos?
—Respondiendo este cuestionario sencillísimo, que nos dará tu perfil de necesidades y expectativas. Hacemos el cruce y listo. Primera pregunta: ¿Por qué fue que te sentaste a leer? Opciones: aburrimiento, lluvia, expectativa intelectual, pose intelectual, ideaciones románticas, todas las anteriores u otra (favor de especificar).
—Otra: cansancio.
—¡Oh! Cansancio, claro, una cosa muy común últimamente. ¿Algún motivo en particular?
—El trabajo. No me gusta trabajar. Quisiera, no sé, hacer otras cosas, tener tiempo...
—Muy bien, muy bien. Mira, quizá te interese este primer producto que tengo. Pon atención:
Mientras estamos sentados en tu sala, querido lector, me dices que nunca te ha gustado trabajar…
—¡Correcto!
—Espera...
Nunca te ha gustado trabajar, pero no quieres que por eso se te considere un idiota mediocre. La verdad, me confiesas, es que llevas mucho tiempo buscando una manera de dejarlo sin que por eso se afecte tu economía…
—Es complicado, ¿sabes? De algo hay que vivir, hay que pagar la renta…
—Claro, claro. A eso vamos:
Quisieras vivir los tiempos en los que bastaba ser despiadado para hacer lo que te viniera en gana: si te sentías inútil o intuías que estabas haciéndolo todo mal, bastaba con moler a palos a algún infeliz y listo: tu hacienda o tu reino o lo que fuera que tuvieras bajo las suelas empezaba a funcionar sin rechinar, tu billetera seguía engordando y, si te aburrías, podías dar un paseo o moler a palos a alguien más, para no entumirte. Pero la democracia, me dices, ¿a quién se le ocurrió eso de que todos somos iguales? Yo te observo extrañado, porque de pronto me he percatado de que eres mucho más brillante que yo. ¡Porque vaya cosa que se te ha ocurrido...!
—¿En serio?
—¡Por supuesto! Mira:
Mientras yo te veo aquí sentado, pasmado con tu genialidad silenciosa, repites: «Todos somos iguales… ¡claro, iguales!», y recuerdas que tu vecino siempre te dice que eres igualito a su primo, que es reportero de guerra, solo que tú le pareces una persona más feliz; dice que su primo siempre está muy triste y quiere cambiar de vida pero no sabe cómo. Así que tramas esto: irás con el primo del vecino y le ofrecerás un cambio de vida. Le contarás sobre tu trabajo, tan tedioso, y aceptará en un instante; con toda seguridad querrá aburrirse un tiempo, para variar. Así que él se pone a hacer tu trabajo todos los días, con felicidad maquinal, pero tú, que tienes un plan genial, no te paras ni por casualidad en Siria o en Tamaulipas o en donde sea que él tenga que estar esquivando a la muerte. En vez de eso, escribes una nota al periódico, diciendo que su reportero primo del vecino ha muerto. Él estará tan contento realizando tus labores, anodinas pero inofensivas, que no se enterará de que en su trabajo original le hicieron un homenaje solemne, y tú recibirás la pensión que el periódico le dará a su familia, porque cualquier periódico debe tener un mínimo de corazón, aunque no parezca. Mientras tanto, te dedicas a tener tiempo, qué sé yo, a leer, a rascarte indecibles partes, a moler gente a palos…
—¿Qué tal, querido lector? ¿Qué te parece?
—Esto es increíble. Me siento libre.
—Es la adrenalina del campo de batalla, sin duda. O la tranquilidad de saber que recibirás de por vida una muy merecida pensión. Bien, me da gusto que mis servicios hayan sido de utilidad.
Dicho esto, me levanto. Me sigues con la mirada, con los ojos como hogueras encendidas en medio de un bosque seco. Estoy a punto de salir por la puerta, pero me percato de que continúas leyendo. Y, como sigues leyendo, sé que no hemos terminado. Vuelvo al sillón.
—¿Puedo ayudarte con algo más, querido lector?
—No es nada…
—Vamos, todavía te queda medio cuento.
—Bueno, es que ahora que tengo tiempo para leer, no puedo pensar en otra cosa que no sea lavar los platos. ¿Procastinar, le llaman?
—Es un barbarismo, pero sí, ya lo hemos adoptado.
—Es una lástima que esos platos no vayan a lavarse solos…
Saco mi cuestionario:
—Segunda pregunta: Quiero seguir leyendo porque… Opciones: quiero adentrarme más en lo que sea que quede del alma humana, he encontrado una pregunta fundamental