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Lucía Jeréz. Amistad funesta
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Lucía Jeréz o Amistad funesta es un texto de referencia en la literatura de Cuba del siglo XIX. Es la única novela que escribió José Martí.
Con el término despreciativo de «noveluca» se refirió Martí a su única novela, la que tituló originalmente Amistad funesta. Así lo afirmó en algunas declaraciones que el propio Martí escribió para una segunda edición de la novela:
«Quien ha escrito esta noveluca jamás había escrito otra antes, lo que de sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá probablemente otra después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base para la novela hispanoamericana que se deseaba…»
Gonzalo de Quesada, su discípulo predilecto y albacea, la encontró en unas páginas sueltas del archivo martiano. Este hallazgo hizo posible que la novela no se perdiese, pues Martí la había firmado con el seudónimo de Adelaida Ral.
La novela es, en síntesis, una trágica historia de amor situada en el contexto económico, político y social de América. En el texto no se encuentra una referencia explícita al lugar donde ocurre la acción del libro, aunque por las descripciones, pudiera situarse entre México, Guatemala y Cuba.
Lucía Jeréz o Amistad funesta es más un folletín que una novela psicológica. Tiene, sin embargo, una prosa delicada, propia de la tradición modernista. Un dominio sagaz de la psicología de los personajes y un trasfondo filosófico aleccionador.
Con el término despreciativo de «noveluca» se refirió Martí a su única novela, la que tituló originalmente Amistad funesta. Así lo afirmó en algunas declaraciones que el propio Martí escribió para una segunda edición de la novela:
«Quien ha escrito esta noveluca jamás había escrito otra antes, lo que de sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá probablemente otra después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base para la novela hispanoamericana que se deseaba…»
Gonzalo de Quesada, su discípulo predilecto y albacea, la encontró en unas páginas sueltas del archivo martiano. Este hallazgo hizo posible que la novela no se perdiese, pues Martí la había firmado con el seudónimo de Adelaida Ral.
La novela es, en síntesis, una trágica historia de amor situada en el contexto económico, político y social de América. En el texto no se encuentra una referencia explícita al lugar donde ocurre la acción del libro, aunque por las descripciones, pudiera situarse entre México, Guatemala y Cuba.
Lucía Jeréz o Amistad funesta es más un folletín que una novela psicológica. Tiene, sin embargo, una prosa delicada, propia de la tradición modernista. Un dominio sagaz de la psicología de los personajes y un trasfondo filosófico aleccionador.
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Lucía Jeréz. Amistad funesta - José Martí y Pérez
9788498971095.jpg
José Martí
Lucía Jeréz
Amistad funesta
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Amistad funesta.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-9629-039-6.
ISBN rústica: 978-84-96290-39-6.
ISBN ebook: 978-84-9897-109-5.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
La noveluca 8
A Adelaida Baralt 9
Proemio 9
Capítulo I 13
Capítulo II 43
Capítulo III 63
Libros a la carta 127
Brevísima presentación
La vida
José Martí (La Habana, 1853-Dos Ríos, 1898), Cuba.
Era hijo de Mariano Martí Navarro, valenciano, y Leonor Pérez Cabrera, de Santa Cruz de Tenerife.
Martí empezó su formación en El Colegio de San Anacleto, y luego estudió en la Escuela Municipal de Varones. En 1868 empezó a colaborar en un periódico independentista, lo que provocó su ingreso en prisión y más tarde su destierro a España. Vivió en Madrid y en 1871 publicó El presidio político en Cuba, su primer libro en prosa.
En 1873 se fue a Zaragoza y se licenció en derecho, y en filosofía y letras. Al año siguiente viajó a París, donde conoció a personajes como Víctor Hugo y Augusto Bacquerie.
Tras su estancia en Europa vivió dos años en México. Por esa época se casó con Carmen Zayas Bazán, aunque estaba enamorado de María García Granados, fuente de inspiración en sus poemas.
En 1878 regresó a La Habana y tuvo un hijo con Carmen. Un año después fue deportado otra vez a España (1879). Hacia 1880 vivió en Nueva York y organizó la Guerra de Independencia de su país. Fue cónsul de Argentina, Uruguay y Paraguay en esa ciudad norteamericana; dio discursos, escribió artículos y versos, conspiró, fundó el Partido Revolucionario Cubano y redactó sus Bases. En 1895, al iniciarse la Guerra de Independencia, se fue a Cuba y murió en combate.
La noveluca
Lucía Jerez o Amistad Funesta es la única novela que Martí escribió. Gonzalo de Quesada, su discípulo predilecto y albacea, la encontró en unas páginas sueltas del archivo martiano. Este hallazgo hizo posible que la novela no se perdiese, pues Martí la había firmado con el seudónimo de Adelaida Ral.
Lucía Jeréz fue hecha por encargo para el periódico de Nueva York El Latino Americano y fue escrita en siete días.
Martí consigue que su «noveluca» (así la llamaba en privado), dirigida a un público ávido de lecturas románticas, presente un conflicto y una reflexión ética que transgrede las normas del género.
A Adelaida Baralt
De una novela sin arte
La comisión ahí le envío:
¡Bien haya el pecado mío,
Ya que a usted le deja parte!
Cincuenta y cinco fue el precio:
La quinta es de usted: la quinta
de cincuenta y cinco, pinta
Once, si yo no soy necio.
Para alivio de desgracias
¡Sea!: de lo que yo no quiero
Aliviarme es del sincero
Deber de darle las gracias.
José Martí
Proemio
Quien ha escrito esta noveluca, jamás había escrito otra antes, lo que de sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá probablemente otra después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base para la novela hispanoamericana que se deseaba, puso mano a la pluma, evocó al correr de ella sus propias observaciones y recuerdos, y sin alarde de trama ni plan seguro, dejó rasguear la péñola, durante siete días, interrumpido a cada instante por otros quehaceres, tras de los cuales estaba lista con el nombre de «Amistad funesta» la que hoy con el nombre de Lucía Jerez, sale nuevamente al mundo. Ni es más, ni es menos. Se publica en libro, porque así lo desean los que sin duda no lo han leído. El autor, avergonzado, pide excusa. Ya él sabe bien por dónde va, profunda como un bisturí y útil como un médico, la novela moderna. El género no le place, sin embargo, porque hay mucho que fingir en él, y los goces de la creación artística no compensan el dolor de moverse en una ficción prolongada; con diálogos que nunca se han oído, entre personas que no han vivido jamás. Menos que todas, tienen derecho a la atención novelas como ésta, de puro cuento, en las que no es dado tender a nada serio, porque esto, a juicio de editores, aburre a la gente lectora; ni siquiera es lícito, por lo llano de los tiempos, levantar el espíritu del público con hazañas de caballeros y de héroes, que han venido a ser personas muy fuera de lo real y del buen gusto. Lean, pues, si quieren, los que lo culpen, este libro; que el autor ha procurado hacerse perdonar con algunos detalles; pero sepan que el autor piensa muy mal de él. Lo cree inútil; y lo lleva sobre sí como una grandísima culpa. Pequé, Señor, pequé, sean humanitarios, pero perdónenmelo. Señor: no lo haré más.
Yo quiero ver al valiente que saca de los [...] una novela buena.
En la novela había de haber mucho amor; alguna muerte; muchas muchachas, ninguna pasión pecaminosa; y nada que no fuese del mayor agrado de los padres de familia y de los señores sacerdotes. Y había de ser hispanoamericano.[...]
Juan empezó con mejores destinos que los que al fin tiene, pero es que en la novela cortó su carrera cierta prudente observación, y hubo que convertir en mero galán de amores al que nació en la mente del novelador dispuesto a mas y a más altas empresas (grandes) hazañas. Ana ha vivido, Adela también. Sol ha muerto [...].
Y Lucía, la ha matado. Pero ni a Sol ni a Lucía ha conocido de cerca el autor. A don Manuel, sí, y a Manuelillo y a doña Andrea así como a la propia directora.
Capítulo I
Una frondosa magnolia, podada por el jardinero de la casa con manos demasiado académicas, cubría aquel domingo por la mañana con su sombra a los familiares de la casa de Lucía Jerez. Las grandes flores blancas de la magnolia, plenamente abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas, no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio de aquella casa amable, las flores del árbol, sino las del día, ¡esas flores inmensas e inmaculadas, que se imaginan cuando se ama mucho! El alma humana tiene una gran necesidad de blancura. Desde que lo blanco se oscurece, la desdicha empieza. La práctica y conciencia de todas las virtudes, la posesión de las mejores cualidades, la arrogancia de los más nobles sacrificios, no bastan a consolar el alma de un solo extravío.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se conocía aún en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!»
Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de misa; de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y conocidos; de pasear por las calles limpias, esmaltadas de Sol, como flores desatadas sobre una bandeja de plata con dibujos de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes y antiguas, las habían saludado al pasar. No había mancebo elegante en la ciudad que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la calle de la Victoria. La ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una desposada. En las puertas, abiertas de par en par, como si en ese día no se temiesen enemigos, esperan a los dueños los criados, vestidos de limpio. Las familias, que apenas se han visto en la semana, se reúnen a la salida de la iglesia para ir a saludar a la madre ciega, a la hermana enferma, al padre achacoso. Los viejos ese día se remozan. Los veteranos andan con la cabeza más erguida, muy luciente el chaleco blanco, muy bruñido el puño del bastón. Los empleados parecen magistrados. A los artesanos, con su mejor chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy planchado y su sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad, descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen llagas. Pero la procesión lujosa de madres fragantes y niñas galanas continúa, sembrando sonrisas por las aceras de la calle animada; y los pobres indios, que la cruzan a veces, parecen gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados por caballos altivos, carruajes lucientes. Los carruajes mismos, parece que van contentos, y como de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud magna y una alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a la puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela tarda! Los maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres queridas, la luz de la mañana! La abuela, ¡cómo viene cargada de chucherías para los nietos, de los juguetes que fue reuniendo en la semana para traerlos a la gente menor hoy domingo, de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar en la dulcería francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando soltera, qué carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la casa de Lucía Jerez no se sabía si había más flores en la magnolia, o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus amigas puso sus enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la Casa de Expósitos, habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros de paja, con cintas semejantes a sus trajes, revueltas como cervatillos que retozan. ¡Dice mucho, y cosas muy traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una señorita! Se le puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún elegante caballero, y de más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una flor de un sombrero, o ha besado sus cintas largamente, con un beso entrañable y religioso! El sombrero de Adela era ligero y un tanto extravagante, como de niña que es capaz de enamorarse de un tenor de ópera: el de Lucía era un sombrero arrogante y amenazador: se
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