Del día y de la noche
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Este es el territorio que explora Del día y de la noche. En un relato, una mujer llega a las ruinas de Pompeya y comprende bruscamente que ese mundo desaparecido es el suyo. En otro, alguien viaja al pueblo de sus antepasados y busca el eco de sus voces en las calles vacías.
Personajes de ficción se entreveran con hombres y mujeres reales. El extraño Brunnet recorre los pueblos para demostrar a la gente que todos somos asesinos. Un marino apodado Capitán Ventarrón lleva el mal tiempo allá donde va. El bullicio se aquieta, como por magia, alrededor de un hombre dueño de su tiempo que resulta ser el poeta beat Lawrence Ferlinghetti. El excéntrico Macdonald Kárlovich tiene una frase que emplea en dos ocasiones: cuando conviene, y en todas las demás.
La cantante Madonna acepta por error un impermeable escocés, creyendo que es un regalo. El reverendo Reginald Pirinius observa azorado cómo los marineros se solazan con las nativas, mientras él es turbado por los encantos de los jovencitos del Nuevo Mundo. Una escritora, que puede o no ser la autora de este libro, mira a los perros en una plaza y siente un fogonazo de felicidad. ¿Cuáles son reales, cuáles inventados? ¿Importa?
Todos son criaturas nacidas de esa noche que sirve de contrapeso a las historias oficiales, los personajes de Sylvia Iparraguirre son tan conmovedores como inquietantes. En este, quizá el más personal de sus libros, una de las escritoras argentinas más celebradas en el mundo despliega con libertad inédita su talento para capturar fantasías delicadas y fugaces, su sentido del juego y su veta de humorista.
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Del día y de la noche - Sylvia Iparraguirre
[LIBROS]CONTEMPORÁNEOS
[LIBROS]CONTEMPORÁNEOS
SYLVIA IPARRAGUIRRE
Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
PASAJES
POMPEYA
EL LIBRO
EL CORAZÓN DEL BOSQUE
GANIMEDES
BLOWIN’IN THE WIND
ESCENA HEREDADA
UN POETA EN PALERMO HACIA 1969
DOS MUJERES
Y NO HALLÉ COSA EN QUÉ POSAR LOS OJOS
POR EJEMPLO, UN LUNES
BERLÍN
DESTINO
EL OTRO LADO
VECINOS
BESTIARIO
CIUDAD DESCONOCIDA
LLUEVE EN UN PUEBLO
LEALTADES
ÚLTIMO TREN
LA CASA
BAR BRITÁNICO
EL MONJE
VERANO
LUGARES
PUEBLA DE LILLO, ESPAÑA
CHICAGO Y LARRY
POSICIÓN DE LOS ESCRITORES
RECLINADO FRENTE A UN RÍO
ACURRUCADA FRENTE A LA ESTUFA
SURCANDO EL AIRE
EN LA COCINA, PROMEDIANDO EL VELORIO
A LA LUZ DE UN PATIO CERRADO
INCLINADO SOBRE LA HOZ, SEGANDO EL TRIGO
ECHANDO UNA MONEDA EN LA RANURA
SENTADO A SU ESCRITORIO, MIRANDO LA VENTANA
BAJO EL TOLDITO DE POPA
CAMINANDO CON PIEDRAS EN LOS BOLSILLOS
EN UN BAR, CON SOMBRERO TIROLÉS
CABALLEROS ANTIGUOS
ROUSSEAU O SOMOS TODOS ASESINOS
R. C.
LINAJE INOPINADO DE LORD BYRON
LA URNA DEL DESTINO
MACDONALD KÁRLOVICH Y SU DECIR
ENCUENTRO
CLAUDIO O DEL CONOCIMIENTO
MALEFICIOS MENORES
El DOCTOR W. C. MINOR Y LAS PALABRAS
EDWARD DE VERE alias WILLIAM SHAKESPEARE O LA DEVELACIÓN DE UNA INCÓGNITA
MUNCH Y JAEGER
PERFORMANCE DE ACUÑA
EL LLAMADO DE GRECIA
EFECTOS LATERALES DE LOS TRÓPICOS
Y DOS DAMAS MODERNAS
MI TÍA Y MADONNA
MI MADRE VS. HOMERO
2020
ABRIL: EPISODIO UNO
JUNIO: EPISODIO DOS
JULIO/AGOSTO: EPISODIO TRES
SEPTIEMBRE/OCTUBRE: EPISODIO CUATRO
FUENTES
© 2023, Sylvia Iparaguirre
© 2023, RCP S.A.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.
ISBN: 978-950-556-934-2
Digitalización: Proyecto 451
Primera edición en formato digital: marzo de 2023
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Diseño de la colección: Pablo Alarcón | Cerúleo
Diagramación del interior y de tapa: Pablo Alarcón | Cerúleo
Foto de tapa: Gettyimages - Image Ildem / EyeEm
Fotografía de contratapa: Ernesto Monteavaro
Retoque fotográfico: Carlos Aguilar Uriarte
El sonido de la campana
se expande en la bruma
del alba.
BASHÕ
PASAJES
POMPEYA
Había viajado largamente en barco; había viajado una noche interminable en un tren ceniciento y, por fin, hacia la madrugada, había viajado en un vacilante coche de alquiler. Ahora estaba en Pompeya. Cuando pisó las gradas, su cuerpo tembló. Recorrió las calles donde el pasto y la maleza crecían entre las piedras abandonadas. El sol, implacable, arrancaba destellos níveos de los fragmentos de columnas y de los trozos de mármol dispersos en los senderos. Se quitó los zapatos y corrió hasta lastimarse los pies. Pegada al muro, sin aliento, esperó. El aire ardiente dibujó el llamado de las tórtolas. Al atardecer, cítaras y risas ondularon arriba, entre los cipreses. Sin abrir los ojos, la mujer elevó una arcaica plegaria de agradecimiento. Se soltó el pelo y dejó caer el vestido junto al muro. Se apresuró. Los comensales habían llegado y el banquete estaba por comenzar. En el círculo de peces y delfines que dibujaban los mosaicos, dos adolescentes desnudos esperaban la señal del dueño de casa para trabarse en una lucha que era juego. La mujer alzó la mirada radiante y se buscó tras las columnas, en la claridad de los muros, en la escena del fresco que cubría la pared larga de la galería, hasta encontrarse. Allí era donde pertenecía.
EL LIBRO
El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le mostró su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, descubrió el libro. Estaba en el suelo, de canto contra la pared. Al levantarlo lo sintió inexplicablemente pesado. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras y hojas de papel de arroz. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó, y pasó distraído las primeras páginas de una escritura apretada, que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se acomodó mejor y hojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coincidencias. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; a continuación, encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unas cien páginas más adelante —aunque era difícil calcularlas por el papel de arroz— leyó, sin error posible, el nombre completo de Gabriela. Cerró la tapa con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos vacíos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le muestra su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a mirarse asombrado en el espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Abrió en la página señalada con el dedo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las páginas, va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, levantó el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo desconcertado; faltaban tres minutos para la partida. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta donde lo había encontrado. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían a cielo abierto; cuando el conductor, invisible, elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.
EL CORAZÓN DEL BOSQUE
Las botas del guardabosque se hunden en el tapiz de hojas marchitas. Es el fin del otoño. En el aire se huele el humo acre de los fuegos de invierno que la madrugada ha sofocado con su aliento frío de huérfana. Un rayo de sol brilla sobre una hoja. Más en lo profundo, otros rayos disipan la oscuridad de las ramas entrelazadas: allá, en lo oculto, un claro del bosque se abre y se ilumina. En el centro, una niña, sentada sobre su amplio vestido, apoya una mano en la corteza de la encina. La otra mano sostiene sobre la falda al pequeño unicornio, delgado, trémulo, de delicados ojos grises. El cuerno es también gris y una veta, como una cinta de plata, sube en espiral de la base hasta el vértice. Cruje una rama.
Los cuatro ojos alarmados miran al guardabosque antes de desaparecer.
GANIMEDES
En la calle me golpea un afiche. La ilustración, en blanco y negro, de inspiración casera, no ha sido favorecida por el arte del imprentero. Pero enseguida, el texto desmiente esta apariencia superficial de modestia. Informa que la señora Valentina de Andrade presenta: La Verdad sobre Dios. No bien leída, la frase adquiere un relieve declamatorio, aplastante, del que se hace imposible huir: La Verdad Sobre Dios. Un globo de enorme admiración crece en mi mente. Esta mujer, la señora Valentina de Andrade, casi anónima, seguramente sencilla, viviendo en algún lugar insospechado de la ciudad, posee una verdad que nos incluye a todos y a cada uno de los que cruzamos las calles de Buenos Aires. Incluso concierne a otras calles y a otras ciudades; más todavía, atañe a continentes enteros: chinos, europeos, americanos, neozelandeses, esquimales, agregando flora y fauna del único planeta habitado del sistema solar. Y no solo Valentina de Andrade posee esta verdad sino que está dispuesta a compartirla. Con solo atender a la hora y el día indicados en el anuncio y concurrir, nuestras existencias darían un vuelco definitivo. Sabríamos, por fin, La Verdad Sobre Dios. Es decir, en principio, nos enteraríamos de lo más urgente: ¿existe Dios? y, en consecuencia, una cuestión práctica inmediata: ¿hay vida después de la muerte?, es decir: ¿hay premio y hay castigo? Frente a esta revelación, todos sufriríamos una instantánea metamorfosis gracias a la palabra reveladora de la señora de Andrade. Si es que la revelación de La Verdad Sobre Dios es positiva, cosa que descontamos, porque sería inaceptable, sería de una maldad inconcebible y del todo gratuita que la señora de Andrade ofreciera esta invitación en la calle incitando a los inocentes transeúntes a que concurran a escucharla solo para darles una respuesta negativa, para revelarles que Dios no existe, que lo sostenido hasta ahora es una engañifa burda y trivial, que no hay vida eterna ni nada de nada; que todo es caos, patada libre y sálvese quien pueda. Por el contrario, los dispuestos a asistir descontamos una respuesta afirmativa sobre Dios de parte de la señora de Andrade; si no, ¿a qué tomarnos el trabajo de llegar a nuestras casas, dar explicaciones de que no vamos a cenar ni a mirar televisión, ni siquiera a aceptar esas aceitunas, sino que tenemos que volver a salir de inmediato hacia el lugar que ha indicado la señora de Andrade para escuchar La Verdad Sobre Dios? ¿Es que nuestra pareja, mujer, marido, padres, niños, cuñados no entienden? ¿Es que tratan de minar nuestra determinación? ¿Es que no comprenden que iremos a imponernos de algo que atañe, concierne e involucra a todos? Una vez allí, argüimos, frente a las clarificadoras palabras de la señora de Andrade, que nos manifiestan la Verdad Sobre Dios, nos transformaríamos todos en gente buena. Porque como ya se sabe, la maldad se castiga y Dios, que definitivamente existe (apostamos a que esta sea la revelación de la convocatoria de la señora de Andrade), sería el primero en ejercer esta potestad de castigar. Por lo tanto, convencidos de la irrefutable conveniencia del cambio, todos, primero los asistentes al acto y luego, al esparcirse la noticia, todos en masa, de inmediato nos volcaríamos al bien y a la bondad; seríamos todos buenos. Se trataría de una conmoción radical, infinitamente más vasta que la revolución copernicana, que el descubrimiento de América, que la Revolución rusa, que la penicilina, que la clonación, que el psicoanálisis, que la ida a la Luna, que el genoma humano. ¡Todos buenos! ¡Todo el planeta! ¡No más traficantes, no más armas ni drogas ni destrucción de la Tierra! ¡No más guerras ni violencia sobre niños hambrientos! ¡Ni animales apaleados! ¡No más! La perspectiva me arrebata, me marea; es demasiado, y entro en un bar a tomar algo fuerte para reponerme.
La señora de Andrade me resulta más inofensiva en el afiche de la cuadra siguiente, donde promociona cómo fue raptada por una nave espacial y llevada a Ganimedes.
BLOWIN’IN THE WIND
Desde el acantilado y a esa distancia