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Hospital Posadas
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Libro electrónico260 páginas4 horas

Hospital Posadas

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Entretejiendo el presente con el pasado, Jorge Consiglio construye una novela que se detiene en eso que evidencia las marcas que dejó la dictadura militar de los años setenta.
El narrador, sumido en una especie de abulia, fluctúa entre la literatura y su trabajo como vendedor de instrumental médico, atento a todo lo que puede ser narrado en un cuento −las historias pueden llegar de los lugares más insólitos−. Su presente transcurre al ritmo de la inexplicable demolición del petit hotel de fines del siglo XIX que tiene frente a su ventana. Y el pasado, a la luz de la toma del Hospital Posadas por los militares en el 76 para convertirlo en un centro de violencia y horror. Las esquirlas de ese pasado todavía punzan a principios de los ochenta, donde están Ángela, la primera novia del narrador, y Cardozo, el por entonces marido de la hermana de Ángela, un tipo misterioso, ex policía o ex militar, que luego de años desocupado, terminará involucrado en la dudosa investigación del secuestro de un importante empresario.
Una novela profunda y brillante, de uno de los escritores más premiados de la literatura argentina contemporánea, donde se conjugan el placer de la mirada, la imaginación y la inevitable deconstrucción del pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jun 2015
ISBN9789877120806
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    Hospital Posadas - Jorge Consiglio

    FRANCO

    I

    A la hora de tomar una decisión, lo arbitrario es lo que más pesa. A los dieciocho años estudiaba Derecho. Duré unos pocos meses. Largué la carrera una madrugada de julio. Ese invierno fue durísimo. Estaba frente a la primera tanda de parciales. Me levantaba a estudiar a la madrugada. La noche anterior dejaba todo preparado. Mi rutina era estricta: sonaba el despertador y saltaba de la cama. Mientras calentaba agua para el mate, miraba los camiones que pasaban por Nazca. Iban a destinos inciertos o entraban a Buenos Aires llenos de polvo. El resplandor de las luces de mercurio y la hora se apretaban contra ellos. Rodaban por la avenida como símbolos de distancia. Eran dinosaurios de la ruta. Esa imagen se me clavaba en la cabeza.

    Aquella madrugada, tenía que leer un librito sobre Derecho Político. Avanzaba rápido, pero el tema me desbordaba. Cada tanto, levantaba la vista. Aguanté una hora. Fui al baño. Cuando volví, la decisión estaba tomada. El peso de los ritos es crucial, incluso para los que no creen en ellos. Tiré el libro a la basura. Así, sin romperlo. Levanté la tapa del tacho y lo dejé caer. Quedó abierto entre la yerba usada y unas cáscaras de manzana. Se va al carajo esta carrera. Esperé que se levantara mi viejo para contarle. Apareció unos minutos antes de las siete. Tendría la edad que yo tengo ahora. Preparó café. Escuchó lo que quería decirle. Arqueó las cejas y puso cara de circunstancia. Algo vas a tener que hacer: al pedo no te quiero. Improvisé. Voy a repartir fideos en una camioneta. Hizo un gesto con los hombros. Vos sabrás. Le puso manteca a una tostada. Atrás, mi vieja calentaba leche en un hervidor.

    Mi viejo tenía una relación compleja con el mundo. Por momentos, todo lo aburría. Cuando entraba en esos estados, le cambiaban los ojos. Se le hinchaban, como si el rencor de ver lo mismo fuera demasiado para él. Lo frustraba la repetición de las cosas. Eran períodos largos. Cuando ocurrían, cerraba las persianas. Se iba a dormir a las siete de la tarde. También había períodos ventana. En esos momentos la reiteración de la materia no lo afectaba. Miraba todo con cierta sorpresa. Estaba en esta faceta cuando yo largué Derecho. Por eso la languidez de su reacción no me asombró. Aquella mañana, antes de irse, hizo un gesto como si fuera a decir algo pero no le salió nada. Se quedó agitando el dedo en el aire. Y yo me quedé con esa danza. Cuando lo vi de perfil, noté que las entradas le llegaban hasta la mitad de la cabeza.

    Varios años más tarde, largué Letras. Esta vez fue en primavera. Tomé la decisión sin darme cuenta, como si una parte de mí lo hubiera resuelto en la intimidad y le costara informárselo a la otra. Esta vez no cumplí con ningún rito. A mi viejo se lo dije en un bar. Las cosas habían cambiado: mi madre había muerto hacía varios años y a él ya no le quedaba un solo pelo en la cabeza. Quizás más adelante la retomes. Se mostró optimista. ¿Te parece? Siempre que dudo, toso. Me encogí de hombros. Para esa época, ya había empezado a trabajar como vendedor de insumos oftalmológicos, cosa de la que todavía vivo. Pedimos una fugazza grande y una cerveza.

    Cuando llegó la pizza dijo: Yo también tengo algo que decirte.

    Se iba a vivir a Entre Ríos, a Diamante. Aprovechaba que la mujer con la que salía tenía una casa en ese pueblo. Vas a empezar la mejor parte de tu vida. Lo felicité y sin querer lo avergoncé. Aunque no suele reaccionar así, se puso a hablar para salvar la situación. Dijo que en los pueblos se vive mejor que en las ciudades. Era su opinión. Yo tengo otra.

    II

    Nunca imaginé que el tipo iba a interpretar semejante historia. No era de esas personas que pasan desapercibidas, pero tampoco tenía pasta de protagonista. Se movía bien en la confusión, en lo indeterminado. Era un enigma. Gordo y con un olor fuerte en el que se mezclaba el desodorante y la traspiración. Fumaba con un gesto despectivo, como amenazando. Su habilidad era mover el cigarrillo en el aire sin que se le cayera la ceniza. Lo conocí hace treinta años. Fue en la casa de Ángela, mi novia de aquel entonces. Todos, incluso su mujer, lo llamábamos por el apellido. Cardozo le decíamos. No tenía nombre. Ahora, a propósito de la más pura casualidad, me reencuentro con su historia. Siento que el pasado se me viene encima. Entonces, casi sin darme cuenta, empiezo a reconstruirlo. Hago de Cardozo un personaje, mi personaje. Uso la imaginación. También los aportes de la memoria.

    III

    A veces se establecen relaciones entre ciertos hechos que parecen fruto de un orden más o menos riguroso. Este orden no es lineal. Copia las formas al capricho. Por esa razón, justamente, pasa desapercibido. Hay muchas alternativas para cargar de significado estos vínculos. Se puede consultar el I Ching, por ejemplo. Yo me limito a capturar el relato excepcional y trato de disfrutarlo. Esta trama ilógica deja rastros con los que se puede dibujar un mapa –un contra mapa, podría decirse– distinto del que se organiza en base a lo cotidiano. Uno se convierte en un detective alucinado, un poco al estilo de Mickey Rourke en Corazón satánico. Sintoniza historias ajenas que contienen la clave de la propia. De pronto, la vida individual hace sistema con algo mayor.

    Hace poco fui al dentista. Tenía que hacerme un tratamiento de conducto. El tipo, un pelado de unos setenta años, me atiende desde que era un chico. Nora, su secretaria de siempre, se sienta frente a un escritorio de metal. Ordena fichas. A su espalda, está el banco de la sala de espera. El dentista tiene un apellido que siempre me sonó a grandeza: Panzeri. Es alto. Los ojos los tiene claros y no los mueve nunca. A pesar de la distancia que impone, aprendí a quererlo. Sé algunas cosas de su vida: es viudo, metódico hasta la exasperación. Tiene un hijo kinesiólogo. Además, Panzeri es un hombre con ideas propias. Le gusta la historia. Me comentó que tiene una buena biblioteca. Le debe costar prestar los libros. En el revistero hay publicaciones extrañas para una sala de espera. En la última visita, encontré una revista que publica el Instituto Nacional de Historia. Me enganché con un artículo que se llamaba el Caso Silvia.

    Silvia era el alias de una integrante de las FAR. Su nombre real era Clara Vecchio. Un padrino anarquista la había iniciado en el manejo de las armas. También le había aclarado las cosas que no se negocian. Desde joven, Clara se relaciona con gente de la Federación Comunista Argentina. De allí pasa a las FAR. Hay dos hechos que la ubican por encima de sus compañeros. Uno ocurre en junio de 1969. Clara coordina la quema de trece supermercados Minimax en repudio de la visita de Rockefeller. El otro pasa en diciembre de ese mismo año: vuela un arsenal en Garín. Mueren siete militares y tres civiles. Clara es osada en la batalla, pero sabe que su vida depende de la discreción. Casi nadie conoce su nombre. Todos la llaman Silvia; algunos pocos, La rubia. En el 70, su cara y algunas de sus particularidades –su afección bronquial, por ejemplo– son bien conocidas por los servicios de inteligencia. A fines de ese año, le ordenan que se guarde en un departamento por Lanús. Después de una semana de encierro, Clara sufre una crisis de asma. Sabe que las nebulizaciones la calman. La organización le dio plata. Tranquilamente podría comprar un nebulizador, pero su moral se lo impide. Decide alquilarlo. En la farmacia da un nombre falso, pero la dirección verdadera del lugar que habita. La empleada es una mujer de su misma edad. Simpatizan. Quizás vean el mismo programa de televisión. Algunas noches, la empleada de la farmacia sale con un hombre casado. Después de la intimidad, no saben qué decirse. Siempre les pasa lo mismo. Entonces la empleada de la farmacia, convencida de que hablar es la única forma de comunicación, le cuenta al tipo lo que hizo durante su jornada. En su último encuentro, menciona a la chica del nebulizador. Mientras la escucha, al tipo se le cruza una intuición. De puro aburrido, decide seguirla. Le pide a su amante que describa a la mujer del nebulizador. A los pocos días, Clara y sus cuatro compañeros mueren durante el allanamiento a su domicilio. Se tirotean en la escalera, en los pasillos, en la calle. Fueron catorce las balas que entraron al cuerpo de Clara. El amante de la empleada de la farmacia era del batallón de Inteligencia 601. Unos años más tarde, junto con Almirón, sería uno de los pilares de la Alianza Anticomunista Argentina.

    76. TOMA 1

    Entraron al hospital con una multitud de soldados. Usaron tanquetas, helicópteros y unimogs. Desde el comienzo, el factor fue la desmesura. La desmesura y el apremio. Nada, dijo alguien. Apostaron a la confusión: ordenaron al personal que se formara en filas, aunque fueran civiles. El aire se cargó de órdenes. Tenían listados en las manos y los consultaban para que nada –nadie– se les pasara por alto. Habían anotado los nombres de los empleados administrativos y de los médicos. Estaban armados como para enfrentar una invasión bárbara. De hecho, algo del blindaje, de su coraza de armas, buscaba reducir el mundo, acotarlo a su mínima expresión. La síntesis es el primer movimiento de los ejércitos. Cerraron las puertas para evitar la confusión con la gente que venía a atenderse. Que no entre nadie, gritaron. El hospital era una ausencia de forma, algo inconcebible. Esa mañana, el general B observaba el edificio de cuatro cuerpos del Hospital Posadas. Detrás de sus anteojos, en el margen de la mirada, había una aprensión que, a primera vista, parecía desdén. Era una semilla de desconfianza. El general tenía su calzado limpio. Era su poética, la poética castrense. La humedad de la madrugada, que todavía porfiaba en el suelo del playón, impregnaba las suelas. Esa mañana, el general B encarnaba al centinela absoluto. Se sentía cómodo en su alto mando. Contaba con la trayectoria de su nombre y con la certeza de que la muerte es siempre ajena.

    IV

    Me despierto a las cinco de la mañana. Me quedo en la cama con la esperanza de que vuelva el sueño. El reloj suena a las siete. Sé que esas dos horas me van a pesar durante el día: un calor en los ojos, un hormigueo en los hombros. En ese tiempo pienso cosas. Pienso, por ejemplo, en la estúpida sensación que tengo de que mi entorno es inalterable. De repente, vuela un pájaro y todo cambia, aunque en apariencia siga igual.

    Tengo métodos para volver a dormirme que a veces funcionan. Respiro profundo. Trato de relajarme. Busco hilvanar la trama de un cuento que probablemente nunca escriba. Las ideas me llegan de lugares insólitos. Hace poco fui al Hospital de Clínicas por cuestiones de trabajo. Me reuní con un cirujano plástico, un tipo alto. Muy soberbio. Hablaba como si estuviera revelando un secreto. A propósito de un instrumental de consulta que le ofrecí, la conversación derivó hacia los teratomas. Contó que acababan de mandar un caso complicado del Chaco. Un chico de tres años que nació con un tumor en la base del cuello. El mal fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de su cabeza. Lo notable, aseguraba el médico, era que el teratoma había copiado las facciones del huésped. Empezó con una elevación que terminó siendo idéntica a la nariz del chico; después una huella igual a los labios; por último, unas rayas horizontales cerraron el dibujo de los ojos. Sobre la piel del teratoma se grababa la topografía de una cara, una duplicación parecida a las mascarillas de los muertos célebres.

    V

    Son cinco obreros. Llegan a las siete y media. Se paran en la puerta de la obra con las manos en los bolsillos, muertos de frío. Los miro desde la ventanita de la cocina. Caliento agua para el café. Me entretengo con el tráfico, con la gente que va y viene.

    Mientras esperan que venga el capataz, hablan de cualquier cosa, se ríen, saltan para no congelarse. Parecen grandes amigos, como si se conocieran desde la infancia. Hay una especie de alegría que no puedo dejar de envidiarles. Casi siempre compran café y facturas en un puesto ambulante. Se sientan en una saliente de la pared. Desayunan. Agarran el vaso humeante con las dos manos. Hace poco, se les acercó un perro. Era un bicho negro. Flaco, de patas largas. Una especie de dóberman callejero. El más viejo de los obreros le dio un pedazo de medialuna. El bicho la tragó en un segundo. Ese mismo día, hicieron un asado. Comieron pasadas las dos. A media tarde se levantó un viento que persistió hasta el final del día. Todos andaban defendiéndose los ojos con las manos.

    A eso de las cuatro, vino el ingeniero a dar indicaciones. Se acomodó en una silla desvencijada como si fuera un trono y desplegó unas láminas –creo que eran planos– sobre un tablón sostenido por caballetes. Casi enseguida, una ráfaga de viento le arrebató los papeles, que terminaron desparramados sobre la tierra. En ese momento, volví a ver al perro. Estaba ovillado entre dos vigas. Muy cerca tenía un plato con sobras. Observaba el mundo con una mirada olvidada. Esa atención distante, propia de los animales, sumó absurdo al absurdo. Me gustó su figura apacible. Estaba con una pata encima de la otra, la boca medio abierta, la lengua afuera. Pensé que los perros, con su merodeo, con la forma que tienen de aparecer y desaparecer, les dan otro sentido a las situaciones, las sostienen con su presencia callada.

    VI

    Es una reflexión absurda que, en otro momento del día, durante el almuerzo por ejemplo, pasaría como un pensamiento sin importancia, una de esas ideas que uno encadena con otras y después con otras y terminan por ganar la invisibilidad de las raíces. Pero a las cinco de la mañana, todo se plantea con el dramatismo de las grandes cuestiones. Me pongo a imaginar las cosas a las que les resté importancia, pero que a la larga resultaron decisivas. Por lo general, lo que me arranca del sueño toma la forma de una pregunta. ¿Por qué no termino nada de lo que empiezo?

    VII

    Es bueno remontarse al principio. Todo empezó un martes, de eso estoy seguro. Tengo dos referencias. La primera es que yo coleccionaba una publicación –divulgación científica– que llegaba ese día a los kioscos. Cuando sucedió el hecho clave de mi historia, acababan de traerme la revista a la cama. Yo tenía dieciséis años. Me habían sacado la vesícula y estaba inmovilizado. Leía la mayor parte del día.

    La segunda referencia es climática. A la tarde siguiente de aquel día fatal, se desató una tormenta atroz que inundó la ciudad. En esa época, yo vivía con una constante expectativa en el futuro. Usaba las catástrofes para imaginar la intensidad del porvenir. Compensaba la monotonía con imaginación. Soñaba con el frenesí que sobrevendría. Ya iba a tener la posibilidad del vértigo, pensaba. Por ahora, me preservaba con un sistema inquebrantable. Simplemente creía que, por el momento, aquel tipo de existencia era la mejor alternativa.

    Entonces, ahora en firme, ese martes, que –me acuerdo bien– amaneció fresco y destemplado, Ángela, una compañera de la secundaria, escucha el timbre de su casa. Sabe que es su amiga, la gorda Poli, con quien camina, todas las mañanas, las dos cuadras hasta la escuela. Son las 7:25. Se saludan y doblan por Helguera. Andan despacio, con tiempo. De sus bocas salen golpes regulares de vapor. Son dos mujeres jóvenes que ocupan el centro de la realidad. En ese momento, tienen dieciséis años igual que yo. Un paso. Otro. Sus miradas están siempre distraídas. Andan en sus cosas, en sus afectos. No notan que hay un tipo que las mira desde que se juntaron. Un tipo que tiene cara de bicho o de animal que parece un bicho. Va unos metros por delante de ellas. Se da vuelta y las observa. No hace ningún gesto, tampoco le preocupa pasar desapercibido; se limita a auditar sus movimientos. Antes de llegar a la esquina, les hace un gesto de entendimiento a dos tipos que están dentro de un Chevrolet estacionado. Y que, igual que él, tienen cara de bicho o de un animal que parece un bicho.

    Se detiene, el tipo se detiene. Quizás espera una orden de la gente del auto. No se sabe bien qué ocurre. Cuando las chicas pasan al costado del Chevrolet, algo se mueve en la boca de sus ocupantes. ¿Los dientes? ¿Las lenguas que chocan contra el paladar? De pronto, todo ocurre. Uno de los tipos se baja del auto. El otro, el que venía escoltando a las chicas desde la esquina, inmoviliza a Ángela. La agarra de atrás y la alza por el aire. La arrastra hacia el auto, que ahora tiene las cuatro puertas abiertas. Ella deja caer los útiles escolares. Un libro abierto va a parar a las aguas servidas.

    En ese momento, que es pura inercia, la gorda Poli, insólitamente, reacciona. Agarra a su amiga del brazo y tira con todas sus fuerzas. ¡Suelten, hijos de puta! Además, se pone a gritar como una loca. ¡Hijos de puta! ¡Degenerados! Pide auxilio. ¡Auxilio! ¡Socorro! Está desesperada. Los tipos no esperaban esa resistencia, sobrestimaron la parálisis del terror. Ahora la calle está llena de curiosos. La gente sube las persianas para ver qué pasa. Hay testigos. A veces, la realidad resulta inverosímil: los tipos se trepan al auto y cierran las puertas. Huyen. El Chevrolet hace chirriar las gomas. Dobla por Simbrón y se pierde.

    Ángela y la gorda Poli vuelven corriendo a la casa más próxima, que es la de Ángela. Están nerviosas: no encuentran las llaves. Golpean la ventana de adelante. Los padres tardan en abrir porque están durmiendo. Pasa un tiempo hasta que entienden el motivo de la desesperación de las chicas. Secuestro, dice la gorda. Tiene la cara ovalada y cierta. Aquel día, con esa palabra se inicia una trama que se irá nutriendo de certezas y conjeturas y que, de acuerdo a una primera impresión, no terminará jamás de expandirse y crecer.

    VIII

    Todas las órdenes llevan implícito el germen de su desobediencia. Si un idiota quiere imponer algo, por el solo hecho de su obligatoriedad, lo primero que establece es el margen de desafío. Mi viejo sabe en qué momento decir algo para que uno lo guarde para siempre. Una vez, hace muchos años, nos juntamos a comer en la cocina de Nazca. Era un rectángulo de dos metros por tres, por eso uno sentía que todo estaba a mano. Las cosas, que en otro contexto generan desconfianza, en ese lugar, contribuían a la certeza. Si se necesitaba una cuchara de madera, uno se daba vuelta y la encontraba. Y así con todo.

    La noche a la que me refiero, comimos puchero. El clima daba

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