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Lejos de Roma
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Libro electrónico134 páginas2 horas

Lejos de Roma

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Lejos de Roma me ha hecho pensar en Esperando a los bárbaros, la notable obra de Coetzee. Las dos son austeras, poéticas, y poseen una condición simbólica que el lector no tarda en adivinar. Se mueven en la frágil frontera entre lo concreto, susceptible de ser contado, y otra cosa, que jamás es enteramente dicha. Además, Pablo Montoya tiene la valentía de escribir, en una época desdeñosa de todo humanismo, sobre un mundo aparentemente ajeno a este de masacres, capos, sicarios y secuestros. Creo que los riesgos que tomó han dado excelentes frutos.

Piedad Bonnett

Lejos de Roma es una de las más bellas novelas que se han escrito en nuestro país. Se trata de una obra que se la juega toda por la literatura; es decir que no cede a complacer modas espurias, ni se inmuta ante las efímeras y urgentes efervescencias del mercado… Inteligente, sobria, sugerente, ejecutada con oficio y talento, en una prosa tersa y elegante…

Felipe Agudelo Tenorio

El logrado tono de Lejos de Roma, su madura sobriedad, lleva a preguntarse por qué algunas de las más certeras y despojadas obras de la nueva narrativa colombiana abjuran de un presente sórdido y reflexionan sobre el hoy a partir de la lectura del ayer.

Juan Gustavo Cobo Borda
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 dic 2020
ISBN9789588794822
Lejos de Roma
Autor

Pablo Montoya

(Barrancabermeja, 1963) Escritor y profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Realizó estudios de maestría y doctorado en literatura latinoamericana en París (Universidad Sorbonne Nouvelle Paris 3). Ha publicado los libros de cuentos: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999, 2003), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010) y Adiós a los próceres (2010); los libros de prosas poéticas: Viajeros (1999, 2011), Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Hombre en ruinas (2018); los libros de ensayos: Música de pájaros (2005), Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (2009), Un Robinson cercano (2013) y La música en la obra de Alejo Carpentier (2013); y las novelas: La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014) y La escuela de música (2018); las antologías y recopilaciones: Terceto (2016), Español, lengua mía y otros discursos (2017), Adagio para cuerdas (2012), Mi mano busca en el vacío (2019). Pablo Montoya es Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento “Germán Vargas” (1993). En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. El libro Habitantes ganó en el 2000 el premio Autores Antioqueños. Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005. En el 2007 ganó la Beca de creación artística de la Alcaldía de Medellín. En el 2008 obtuvo la beca de investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura. En 2012 recibió la Beca de creación Alcaldía de Medellín en novela, en 2015 ganó el Premio Rómulo Gallegos por Tríptico de la infamia, 2016, Premio José Donoso el cual reconoció toda su obra y se convirtió en el primero colombiano en ganar el galardón literario chileno. Premio de Narrativa José María Arguedas, 2017 por Tríptico de la infamia. Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus ensayos sobre música, literatura y pintura han aparecido en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.

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    Lejos de Roma - Pablo Montoya

    Montoya

    La llegada

    Mi mirada se proyecta hacia el horizonte. Desde él una gaviota se precipita. Bajo su vuelo el mar surge como una exhalación gris. Después aparece la nave. Más allá de sus velas un sol se oculta entre vagos resplandores. Los hombres van surgiendo y sus gritos pueblan el puerto de Tomos. En sus frases, vocablos de latín intentan despejar la confusión de las lenguas bárbaras. Empiezan a bajar los equipajes. Baúles con aceite de oliva y trigo, animales en jaulas –un pájaro carmesí, una culebra adormecida, roedores negros del tamaño de la liebre–, pequeños árboles de incienso protegidos por telas descienden también de brazo a brazo. Otra vez miro el mar y las olas son como el suspiro de un dios inmortal pero cansado. Desde hace días cae una llovizna espesa. Una llovizna de la que surge esta región adonde he sido relegado. Trato de ver a través de ella, como quien mira a través de las entrañas de una oveja, para comprender lo que es llegar a Tomos. Antes, durante la travesía, los días de mar fueron como meses y éstos parecieron años y éstos siglos. La nave, encomendada a Minerva, se adentró en un horizonte de nubes. Y era como si estuviera sumergiéndose en un paraje donde el Imperio es más una sombra evanescente que un cuerpo sólido. Llegar a Tomos es como llegar a la morada de los muertos. Estoy seguro, me repito, de que éste es el último confín del mundo. Y Brindis, Ilión, Samotracia, Bizancio quedaron atrás como lugares sórdidos que vieron mi sombra dirigiéndose al Infierno. Sé que estoy bajo el mismo techo donde Sísifo anhela el regreso a la tierra entre imploraciones inútiles. He llegado a Tomos, puerto del espanto. Y Calíope ha huido de aquí, si es que alguna vez vino. Reconozco, sin embargo, que su vestigio desmedrado es el único refugio que me queda. Más que al rastro de los otros, más que al eco de sus palabras, debo aferrarme a las huellas de Calíope que son como mis propias huellas. Roma ya no es posible para mis ojos, ni para mis manos, ni para mi olfato. Jamás volveré a recorrer sus vías populosas. Ni volveré a perder mis pasos por entre los bosques de castaños próximos al Circo. Ni tampoco veré el bullicioso trasiego de los pescadores en las orillas del Tíber. De nuevo busco la gaviota, pero su vuelo ha sido tragado por la bruma. Poseer una memoria es también llegar a Tomos, me digo. Una memoria que se despedaza mientras intenta su propio reconocimiento.

    La espera

    Me siento sobre uno de los baúles en tanto la lluvia sigue cayendo. Con el cuerpo mojado, y las gotas rodándome por el sombrero, trato de imaginar un aposento cálido que pudiera hacer mío. Una estancia mínima donde la sucesión de los días que ha tramado este viaje empiece a convertirse por fin en un recuerdo vaporoso. Una habitación en la que pueda situar los pocos volúmenes –Homero, Calímaco, Virgilio– que he traído de Roma. Y las tablillas de abeto, los punzones, algunos legajos de pergamino, la pequeña clepsidra que me obsequió Higinio, mis queridas togas y mis manes. He presentado en el puerto el documento imperial donde se ordena la relegación. Un mensajero, de quien no entiendo ni una de sus palabras, ha ido y venido intermitentemente del puerto a la casa en donde, eso parece, organizan mi hospedaje. Pero esta palabra, y toda aquella que se le asemeje, para mí es imposible de comprender en estos lugares. Lo que idean, más bien, son las condiciones futuras de mi condena. Le he pedido, y la última vez lo he hecho casi a gritos, que me conduzcan adonde el Regente de Tomos. Pero, sin hacer caso a mis reclamos, el mensajero me ha traído a esta cabaña. Está, por lo que deduzco, aunque las deducciones de un forastero siempre son torpes, cerca al muelle. Desde aquí el mar, si es que es el mar y no el aturdimiento dejado por los que he cruzado desde que salí de Roma, se oye quejumbroso. El mensajero, cada vez que aparece como expelido por la neblina, me hace señas con sus brazos. Intenta asir alguna palabra latina que en su boca de inmediato se desintegra. Quiere decirme algo que no descifro, y así pasamos un tiempo largo en silencio. Luego, cuando reinicio mis insultos, vuelve a desaparecer. Y yo continúo pateando contra el piso y golpeando mis piernas con mis manos en medio de la impotencia. Me pregunto, y nada respondo, si aquí puede haber un rastro de comunicación con los demás. Porque cuando hablo conmigo no hablo. No se habla con una sombra muda que, al arriesgarse a pronunciar alguna palabra, lo hace en medio de la confusión. Aquí, en realidad, soy nadie. Dejé de ser alguien desde el día en que me fue avisado el repudio de Augusto. He sido nadie en todos los puertos que he atravesado hasta llegar a Tomos. Mi lengua, que podría actuar a mi favor, que siempre me protegió antes de este exilio, se estrella contra la ignorancia de los bárbaros. Y si soy un fragmento de alguien, es evidente que la indiferencia de ellos hace trastabillar cualquier atisbo de identidad. De repente, surge una figura del interior de la cabaña. Es un viejo que arrastra los pies por el suelo de barro. Me mira con los ojos llenos de estrías moradas. Evito esa mirada que tiene un oculto resplandor incómodo. Me ofrece un vaso y sus manos se ven como desolladas por el rigor del invierno. Es una bebida caliente cuyo vapor salado se une al que brota de la boca y la nariz del viejo. Me pregunto cuánto tiempo llevo esperando a que me digan dónde debo dirigirme y voluntariamente lo ignoro. Él insiste por un tiempo, pero apenas ve que no recibo su ofrecimiento, me da la espalda y se sumerge en las sombras de la cabaña. Adentro hay otra persona. Lo supongo porque escucho dos voces que dialogan.

    El brasero

    En la cabaña todo está tocado por la humedad. La madera expele un olor a podredumbre. Sobre el piso hay pieles de cabra que intentan amortiguar la pesadez del frío. Creo que estoy tratando de calentar mis huesos, no desde hace meses, sino desde hace años. Mis piernas, envueltas en fajas de lana, se niegan a cualquier tibieza. Me mantengo cerca de los maderos que arden. En varias ocasiones me he quedado dormido y he caído de bruces sobre los leños. Tengo quemaduras en la nariz, en la frente, en las manos. Sobre el camastro, aplastado por los cueros, en cuyo olor hay un eco asqueroso de sangre y vísceras de vaca, intento dormir. Para evitar las náuseas huelo uno de los velos que me dio Fabia en la despedida. En esa reminiscencia familiar, sin embargo, encuentro un motivo más de desdicha que de consuelo. Me he negado a ponerme el pantalón cosido por debajo que me han obsequiado el par de ancianos. La mujer, sobre todo, se ríe al verme con mis túnicas, mi gruesa toga de invierno y mi capuchón. En realidad, no se necesita perspicacia para darse cuenta de que soy el motivo de sus miradas burlonas. Cada vez que me cruzo con ellos, surge una estela de murmullos prolongados en risas. El Regente de Tomos, por otra parte, varias veces me ha invitado a su casa. Por medio del mensajero dice que, en principio, ésta será mi residencia. También ha escrito, sobre las tablillas que se me entregan, que si quiero recorrer la aldea y sus alrededores tengo a mi disposición un caballo y al propio mensajero como guía. A estos ofrecimientos, por supuesto, he contestado con un no rotundo. ¿Qué se puede hacer en medio de esta geografía si no combatir su frío universal? Caminar por la desembocadura congelada del Histro, o entrar en el mar y ver bajo la capa de hielo el gesto paralizado de los peces, como si estuviera viendo un reflejo de mi situación, me parece insensato. De tal modo que todo el tiempo lo paso en la cabaña, recibiendo a regañadientes lo que me dan los viejos. Generalmente son sopas de vegetales amargos y, de vez en cuando, carnes ahumadas de chivo. Cuando pruebo la comida manifiesto de inmediato un gesto de repugnancia. Es una sensación de asco que mi lengua no alcanza a expresar del todo. ¿Cómo se llaman esos tubérculos violáceos que flotan en las sopas? ¿Qué nombre tienen esas hojas llenas de escarcha que, al cocinarse, huelen a vómito de recién nacido? Y si mi boca reniega de esos sabores, el estómago es más radical en el rechazo. Defeco continuamente un líquido oscuro y espeso de un hedor que me avergüenza en lo más profundo. El vino, que podría ayudarme a pasar el sabor de los alimentos, me lo dan en bloques. Hay que ponerlo al lado del fuego para que se derrita, y su sabor ocasiona agrieras que inflaman mi pecho. Escupo ese sedimento ácido que ni toda el agua concentrada del Ponto lograría desalojar de mi garganta. En el dormitorio, entre el camastro y la mesa, hay un pequeño brasero de hierro que siempre permanece prendido. Y es la mujer quien se encarga de que su flama no desaparezca. Pasa horas y horas alentando el calor, ya sea con su boca o con la tapa de una marmita. Parece ser ésa su única función en el mundo. Calentar un fuego que evidentemente está destinado a apagarse. Me aterroriza, pero también siento una alegría secreta, pensar ¿qué pasaría si ella no estuviera aquí? ¿Qué pasaría conmigo si la mujer desapareciera y el calor de esta cabaña dependiera solo de

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