Camposanto
Por Marcela Villegas
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Camposanto está escrita con cuidado, respeto e indignación, y con la conciencia de estar tratando con la muerte. No hay aquí ningún desliz grandilocuente, solo la mirada a veces serena, a veces desesperada y desesperanzada, de quien se sabe impotente ante lo inefable, pero irritada frente a una indolencia general, casi programática. De nuevo la peste del olvido.
Guido Tamayo
Marcela Villegas
(Manizales, Colombia 1973) Estudió Agronomía y una maestría en Estudios ambientales. Durante un tiempo trabajó como investigadora en temas de desarrollo sostenible. Es egresada de la maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional. Autora de Camposanto, obra ganadora Premio Nacional de Novela Corta (2016) de la Universidad Javeriana y publicada por Sílaba y Editorial Universidad Javeriana en 2018. Vive en Miami, donde se dedica a leer, traducir y escribir.
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Camposanto - Marcela Villegas
1968
I
Mientras me habla, el neurólogo se mira las uñas. Se nota que está satisfecho consigo mismo. Con eficacia profesional me hace entender que mi mamá es una más entre cientos de pacientes, que no hay nada de original o de importante en su padecimiento. El médico nunca se dirige a mi mamá. A ella, que en este momento está rodeada de una especie de cápsula, no podría importarle menos. Las palabras caen a sus pies, inocuas.
–Deterioro cognitivo es cualquier cosa, doctor. ¿No le parece un diagnóstico muy ambiguo?
–Es verdad. Todos los síntomas de Elena, además de las imágenes del cerebro, sugieren alzhéimer. Pero solo hay una instancia en la que puede hacerse un diagnóstico definitivo.
–¿Cuál?
–La autopsia. Solo con una biopsia del cerebro podemos comprobar la presencia de las placas de proteína que caracterizan la enfermedad. Por lo pronto, vamos a iniciar el tratamiento que le estaba explicando.
Es un cabrón. Lo dice con tanta soltura que quién sabe cuántos cientos de veces lo ha repetido. Estuve a punto de decirle que claro, que por qué no la sacrificábamos de una vez en aras de la ciencia y su exactitud. Salimos del consultorio sin siquiera dar las gracias. Mi mamá se deja llevar con docilidad, y no parece entender que tiene una enfermedad que después de miles de rodeos indignos la va a arrastrar a la demencia y a morirse ahogada en sus propios mocos, podrida por su propia mierda. Agradezco en silencio que no entienda o que por piedad finja no entender.
No quiero contarle a nadie. Me imagino lo que van a decir y me da rabia. Sé que es egoísta y me tiene sin cuidado. Tengo cosas más importantes en qué pensar. El médico nos dio un folleto de instrucciones para el cuidado del paciente con alzhéimer. Una de ellas, El paciente nunca debe quedarse solo
, nos resume en seis palabras el porvenir.
Llamo a Ligia y le explico que mi mamá está muy enferma. Que necesito que vuelva, pero que entiendo si no quiere hacerlo, porque va a ser muy difícil. Cuente conmigo, niña
, me dice, y yo siento el peso de su generosidad sin aspavientos.
También hago arreglos para que la enfermera que cuidaba a mi abuelo vaya a acompañarla por las noches y los fines de semana, por lo menos mientras estoy fuera. Camino al aeropuerto me largo a llorar y el taxista me ofrece detenerse para comprar una botella de agua. La compasión más auténtica es la de los desconocidos.
II
A veces pienso que me quedé con el pecado y sin el género. Puse todas mis fuerzas en Amalia, en hacerla feliz, independiente. A su imagen y semejanza, dice ella, y este es el pecado. Independiente, mucho. Cada vez quiere verme menos. Feliz, no creo. Es imposible que sea feliz, rodeada de muertos y de burócratas y de mujeres que perdieron a sus maridos o a sus hijos hace lustros. No se puede ser feliz asfixiado por montones de huesos en ese laboratorio que alguna vez fue un hospital mental. Ni en esos lugares en la mitad de la nada donde va a hacer las exhumaciones.
Otras veces, como ahora, la miro y siento orgullo. Habla con el médico de igual a igual, como deber ser. El tipo está acostumbrado a intimidar y ella le habla claro, marcando el ritmo de sus palabras con esas manos largas que heredó de Ignacio. Sacude la cabeza y se le vienen a la frente todos los crespos en desorden, como los de mi mamá en una foto de un paseo de campo con mi papá cuando todavía eran novios.
Hablan de mí. Es raro, pero no logro poner atención a lo que dicen. Parece que mis pensamientos resuenan y me distraen de las voces. Amalia mira al médico como mira a las personas cuando tiene ganas de mandarlas a la mierda, contenida, porque ella nunca manda a la mierda a nadie, pero si la conoces bien, te das cuenta. Se muerde el labio inferior con un diente y empieza a hablar despacio, muy despacio. El médico le está diciendo que solo puede dar un diagnóstico preciso si analiza cortes de mi cerebro muerto. Me imagino desnuda en una mesa de autopsias y al tipo ese sosteniendo mi cerebro con ambas manos. Solo quiero irme de aquí. Creo que si nos vamos rápido todo va a pasar como un mal sueño.
Amalia me coge de la mano y es agradable sentir su mano huesuda, aunque ya no cabe en la mía como cuando era chiquita. Me levanto del asiento y la sigo no sé a