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La conmoción de los encuentros
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La conmoción de los encuentros
Libro electrónico103 páginas1 hora

La conmoción de los encuentros

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Una mujer observa cómo una invasión de pavos reales se apodera del jardín de su nueva casa, y luego del barrio entero, en un país que no es el suyo. Recuerda su llegada al lugar que es ahora su hogar y cuenta cómo, mientras trata de instalarse, descubre por casualidad un taller de escritura en el que acabará encontrando a un personaje memorable. Poco a poco va entendiendo lo que significa ser extranjera, la verdadera cara que se esconde detrás de sus simpáticos vecinos, o lo que implica lidiar con una enfermedad compleja lejos de su tierra natal. Aunque pueden leerse de manera autónoma, los cuentos que componen este libro de relatos están ligados por una serie de temas que residen, silenciosos, en el trasfondo de cada historia: la pregunta por la identidad, lo complejo que resulta tantas veces vivir en otro país, la diversidad racial o la melancolía que a veces aflora por el lugar que se ha dejado atrás.

Estos relatos de Marcela Villegas —quien con su primera novela, Camposanto, ganó el Premio Nacional de Novela Corta de la Universidad Javeriana—, tienen la rara capacidad de dibujar personajes entrañables en pocas líneas, y dejar flotando en el lector situaciones que, aunque corrientes en apariencia, en su tejido minucioso nos revelan profundas verdades sobre la condición humana. Lo que hace, precisamente, la buena literatura.

Martín Franco Vélez
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2021
ISBN9789585516632
La conmoción de los encuentros
Autor

Marcela Villegas

(Manizales, Colombia 1973) Estudió Agronomía y una maestría en Estudios ambientales. Durante un tiempo trabajó como investigadora en temas de desarrollo sostenible. Es egresada de la maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional. Autora de Camposanto, obra ganadora Premio Nacional de Novela Corta (2016) de la Universidad Javeriana y publicada por Sílaba y Editorial Universidad Javeriana en 2018. Vive en Miami, donde se dedica a leer, traducir y escribir.

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    La conmoción de los encuentros - Marcela Villegas

    Woolf

    Grupo de juego

    Los niños esperaban en fila su turno para batear. Una de las mujeres los ayudaba a poner la pelota en un soporte plástico y los instruía sobre cómo golpearla. Las otras se turnaban para animarlos, darles agua y resolver las disputas que surgían entre ellos por empujones o pisotones, a veces intencionales. Martín y yo mirábamos desde una especie de orilla imaginaria en las márgenes del juego.

    –¿Quieres jugar?

    Asintió con la cabeza, y yo respiré hondo y me preparé para ir a donde las mujeres y pedirles que dejaran jugar a mi hijo.

    Una rubia que parecía ser la líder nos dio la bienvenida con tanta calidez que por un momento temí que se tratara de un grupo religioso y que nos estuvieran reclutando para el culto.

    Cuando el juego de béisbol se disolvió y los niños jugaban en los toboganes y los columpios, la rubia, que se llamaba Jill, me presentó a las demás. Sin-Yun, Lieke, Neela, Preeti, Misaki, Tran, Marlene, Dana, Yamna y Antonella. La mayoría se conocía de una clase de estimulación para bebés y el resto había llegado como yo, acercándose al grupo en el parque.

    Las presentaciones se interrumpieron porque Martín les tiró arena en la cara a varios de sus nuevos amigos y se formó un pandemónium, con niños dando alaridos y mamás tratando de lavarles los ojos con chorritos de agua embotellada. Senté a Martín al borde de la arenera y lo regañé. Luego intenté razonar con él y me miró como si yo estuviera muy lejos de comprender sus motivos, con una expresión de cansada decepción. Lo mandé a sentarse solo a la sombra de un álamo, para tener que ir a rescatarlo del ataque de unas hormigas coloradas minutos después. Derrotada, me despedí y prometí volver la semana siguiente.

    Fue a finales de 1999. Hacía un año que vivíamos en Silicon Valley. Mi marido trabajaba para una compañía de software y yo tomaba clases de inglés en una universidad local. Nuestro apartamento olía todo el tiempo a verduras fermentadas, ajo y salsa de pescado, cortesía de los coreanos del primer piso que cocinaban sin cesar. Hasta entonces, nunca me imaginé que se pudiera odiar a alguien por sus tradiciones culinarias.

    Como el cuidado de mi hijo hacía casi imposible cualquier actividad que requiriera concentrarse, volqué mi energía en las labores domésticas. Limpiaba como una obsesa. Iba con Martín al parque y a la biblioteca, buscando insertarnos en ese mundo que funcionaba en un idioma que comprendíamos a medias. Además de las clases nocturnas tres veces por semana, los acontecimientos más importantes de mi día a día eran las pataletas de Martín (unas explosiones pavorosas que nos dejaban exhaustos a ambos, y a mí preguntándome si estaba en capacidad de criar un humano medianamente adaptado al mundo) y la llegada de mi marido al final de la tarde, con la posibilidad de tener una conversación con un adulto.

    Seguí viendo a las mujeres del parque todos los jueves. Podía oírlas hablar durante horas, fascinada con la forma en que el lenguaje se iba haciendo más y más comprensible, por cómo captaba los modismos y las bromas en sus conversaciones. Como yo, esas mujeres habían sido algo más que mamás en un pasado no muy lejano. Compartíamos una especie de exilio en ese suburbio al que llegamos siguiendo a nuestros maridos en pos de la nueva fiebre del oro que recorría California, y ese rincón en el parque, ese edredón descolorido en el que nos sentábamos, era el único lugar en el que podíamos ser un poco nosotras de nuevo.

    No se puede decir que nos conociéramos bien. Casi todas nuestras conversaciones eran interrumpidas porque había una emergencia que atender: hambre o sed, una caída, la pérdida de un juguete en la arenera o alguien que bajaba a tumbos por el tobogán empujado por alguien más (casi siempre Martín). Nos descubríamos en detalles. Algunos eran divertidos, como que Yamna, siempre cubierta por su hiyab, usaba ropa interior digna de una stripper, o que la holandesa, Lieke, adoraba las baladas de Julio Iglesias, aunque no entendiera nada de español. Otros dolían o incomodaban: las humillaciones sufridas por Preeti, nacida en una casta de intocables en la India, antes de salir de su pueblo a estudiar en un internado de misioneros católicos; la pistola, regalo de su papá, que Jill llevaba en su bolso desde que tenía veintiún años.

    Casi todas estábamos deslumbradas con Jill. No solo eran su belleza poco común y su amabilidad sin fisuras (antes de casarse fue miss Ohio), sino que todo lo que la rodeaba era bello y saludable: su marido, Tom, a quien era difícil dejar de mirar cuando venía a servir de pitcher a los niños; sus hijos, Brandon y Madison, dos rubiecitos de piel dorada que siempre decían por favor y gracias y compartían sus juguetes. Jill mostraba una educada curiosidad hacia nosotras las inmigrantes. ¿Hay agua potable en Hanoi?. ¿Pueden conducir las mujeres en la India?. Pero… ¿es seguro visitar Colombia?. Dana y Marlene, que eran gringas y habían vivido por largas temporadas fuera de los Estados Unidos, se burlaban con disimulo de sus preguntas, por considerarlas de un provincianismo insoportable. Las tercermundistas, como nos nombró Preeti, procurábamos responderle, aunque nos teníamos que embarcar en explicaciones complicadas sobre la realidad de nuestros países. Coincidíamos en que la movían el deseo de aprender sobre el mundo y un claro ánimo cristiano de conocer al

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