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El niño que perdió su bicicleta
El niño que perdió su bicicleta
El niño que perdió su bicicleta
Libro electrónico148 páginas1 hora

El niño que perdió su bicicleta

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El niño que perdió su bicicleta no es una novela para niños, aunque el protagonista lo sea. Muchas veces los adultos olvidan que los niños son seres independientes. No por ser niños son ciudadanos de segunda categoría o están carentes de sentimientos. Es una etapa donde todo lo bueno y lo malo de este mundo pude ser absorbido como una esponja.
Es un libro fácil de leer. Está expuesto en forma de viñetas y trata de como la niñez de su personaje principal se ve afectada por la carencia de elementos importantes como son la presencia de los padres y la falta de seguridad de que sus necesidades básicas serán cubiertas. Las alegrías y sin sabores que se recogen durante ese período de la vida pueden desviar o encauzar la vida de cualquier persona. Además, El niño que perdió su bicicleta nos habla de cómo las dificultades, a pesar de todo, pueden mostrar facetas positivas. Reconocerlas y aprovecharlas facilitan el poder ascender los peldaños de la vida adulta.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2021
ISBN9781005770730
El niño que perdió su bicicleta
Autor

Erick E. Perez

Erick E. Pérez nació en Nicaragua en 1965. Estudió la escuela primaria en el colegio de monjas Santa Luisa de Marillac. Fue el mejor estudiante de su promoción. Durante las Fiestas Patrias compitió contra los mejores alumnos a nivel nacional. No ganó, quedó en cuarto lugar, pero eso le sirvió para que los padres jesuitas del Colegio Centro América le ofrecieran una beca de estudio. Concluyó su bachillerato no sin antes haber pasado por dos años de servicio militar en la década de los 80. Al finalizar entró a la Escuela de Medicina, UNAN Managua. Recibió su título en 1995. Años después migró a los Estados Unidos. Actualmente reside en California y no volvió a ejercer su profesión.Comenzó a escribir pequeñas historias desde los doce años, atraído por los cuentos y novelas radiales de la época. En su adolescencia y juventud continuó escribiendo, pero dejó de hacerlo al ingresar a la universidad. Retomó el hábito como un pasatiempo una vez que se estableció en el nuevo país.Novelas, cuentos y aforismosLa CalamidadNuestra Señora de La CalamidadLa lluvia cae por donde quiereLos hilos torcidosAsesinato en la bibliotecaEl niño que perdió su bicicletaAforismos, apotegmas, adagios o como quieran llamarlosAphorisms, apothegms, adages or whatever you want to call them (inglés)Libros infantiles (español e inglés)Belda, la orugaBelda, the caterpillarEl jardín encantado de Belda, la orugaThe Enchanted Garden of Belda, the caterpillarPelusa, la princesa cautivaFuzz, the captive princessPelusa y los cachorrosFuzz and puppiesLos elefantes pueden olvidarElephants can forgetEl reloj que no marcaba las horasThe clock that does not tell the time

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    El niño que perdió su bicicleta - Erick E. Perez

    Yo tenía nueve años cuando mi mamá dijo que se iría al otro lado del mundo. Pensaba trabajar de empleada doméstica y dejarnos bajo el cuidado de mi abuela. Con esa idea en mente vendió todo aquello que tuviera algún valor para reunir el dinero del pasaje de avión. Se deshizo de la cama king size, el televisor de veinticuatro pulgadas, la máquina de coser Singer, el ropero y los muebles de sala que poseíamos. Al precio que le ofrecieran. La plancha no, ese era el instrumento de trabajo de mi abuela. El resto lo consiguió a base de préstamos y promesas de algunas amigas.

    En ese entonces yo no sabía que tan grande era el mundo y las distancias parecían cortas al decirlas, pero inmensas al pensarlas.

    Mi abuela aceptó con recelo la tarea confiada. Le pidió que no se olvidara de nosotros. Ella le aseguró que volvería pronto, que solo buscaría algún capital que le permitiera abrir un pequeño negocio y comprar una casita.

    El apoyar a su hija fue la decisión de mayor riesgo que tomó. En ese entonces no midió los efectos que acarrea el estar a cargo de los nietos. Mi padre y mi padrastro no fueron responsables ni evitaron que sus críos sufrieran las consecuencias de la indiferencia.

    El día de su partida iba toda vestida de blanco, hasta los zapatos de plataforma y la maleta. Su melena oscura había desaparecido y en su lugar exhibía un corte varonil.

    Sin titubear abordó el automóvil que la llevaría al aeropuerto. Todo sucedió tan rápido para evitar que nos desintegráramos en llanto. No recuerdo si nos besó al despedirse. No era así de cariñosa. Poseía la dureza de los adultos que no saben lidiar con niños, lo cual ante los ojos de un chiquillo luce tiránico.

    Ella cumplió su promesa, en parte. No estableció el negocio idealizado, le robaron el dinero del enganche de la casa y regresó veinte años después con trazos de locura en su mirada.

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    Mi nombre

    Nací a mediados de los años sesenta. Ocurrió el hecho al mediodía, durante el almuerzo del personal médico. La enfermera le dijo al doctor de turno que se fueran a comer, que esa madre primeriza no daría a luz sino hasta más tarde. Él dijo que no, estaba seguro que el bebé ya venía. Suerte la mía, de lo contrario no sé qué hubiera ocurrido. Llegué en el momento previsto.

    Del hospital salí con mi primera vacuna y el carnet que lo confirmaba. En él aparecía escrito mi primer nombre o el que mi mamá deseó que fuera: Claudio Martín. Ella era amante de las radionovelas y folletines sentimentales. Ese apelativo le resultó de lo más romántico. Mi papá no estuvo de acuerdo, le pareció blando y poco varonil.

    A la semana fue a inscribirme en el Registro Civil. Me dio su apellido, lo cual en esa época era un gran honor, ya que yo provenía de una madre soltera, y el nombre de un famoso vikingo que él vio en una película de acción. Sonaba masculino y belicoso para transitar por la vida. Fue lo único respetable que me dio.

    Algunos padres se dejan llevar por lo que está en boga. Obligan a sus hijos a cargar con apelativos que son exóticos para el entorno donde viven. Todos esperan que te llames Juan o Pedro o cualquier otro que emerja del último rincón de la Biblia. Luego resultas que posees un nombre en inglés, chino o francés que a muchos les resulta difícil de pronunciar. Al final se convive con la versión local por el resto de la vida. A pesar de todo, me gustó mi nombre.

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    Nómadas

    Nosotros no tuvimos una casa propia donde asentarnos. Éramos como los nómadas que recorren el desierto. No teníamos una tienda que anclara en tierra ni un rebaño de cabras que cuidar, pero éramos errantes. Debimos mudarnos de un barrio a otro en repetidas ocasiones.

    Las mujeres de mi familia migraron del área rural. Desde un principio rentaron cuartos de bajo costo y que no quedaran alejados del lugar de trabajo de mi abuela. A donde tuvieran que ir ellas cargaban con los pocos objetos que poseían. Para alguien más serían solo cachivaches, para ellas eran sus bienes más preciados. Uno de esos artículos era un viejo cofre de madera donde guardaba prendas de vestir y que pesaba más que un mal matrimonio. Además, un par de literas de lona y otros enseres de menor importancia.

    Con el tempo la familia creció y adquirieron otros artículos de uso cotidiano.

    El domicilio arrendado casi siempre era un espacio reducido con una puerta y una ventana. Mi abuela colocaba una sábana en el medio de la habitación a modo de cortina que creaba la ilusión de amplitud. Así teníamos un dormitorio y una cocina.

    Nos mudábamos con frecuencia porque A mí abuela no le gustaban los conflictos con los vecinos. Las diferencias surgían con la menor provocación. Hacer fila en un grifo comunitario, tender la ropa en el alambrado público y hasta el uso de los baños y lavanderos generaba discusiones. Estas podían terminar en jaloneos de pelo o riñas más violentos. A fin de evitar contrariedades, mi abuela prefería mudarse de lugar.

    Entonces realizábamos la mudanza. Ella alquilaba una carreta tirada por caballos, una camioneta de acarreo o un carretón halado por un hombre. Todo dependía de la distancia a recorrer. Aquello era una algarabía de quien levanta campamento y va a establecerse en otro territorio donde lidiar con gente nueva.

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    Creo en Santa Claus

    Conocí a Santa Claus días antes de que la capital fuera destruida por el terremoto. Caminaba con mi abuela cuando él salió de una tienda. Agitó una campanita manual y solícito le sostuvo la puerta a unos clientes que intentaban penetrar al lugar. Ellos le agradecieron el gesto con una sonrisa.

    Era él, con su barba blanca abundante, tez sonrosada y ojillos claros. Así mismo, el traje rojo de pies a cabeza y la barriga enorme como debe ser. Saludaba a todos con la frase: Feliz Navidad y luego lanzaba una carcajada. Nos invitó a pasar, pero nosotros no íbamos a ingresar ahí. No poseíamos suficiente dinero que nos permitiera comprar algo en ese sitio. Era una tienda muy elegante para gente rica.

    Me quedé extasiado con la aparición. Mi abuela regresó y me tomó del brazo mientras me decía que no me retrasara, que llevaba prisa. Así desapareció la visión que tuve por un instante.

    Yo creía que Santa le traía regalos solo a las personas con mucha plata y que por eso permanecía ahí. Nosotros debíamos espera por el Niño Dios o quizás los Reyes Magos. Hasta que despiertas a la realidad y reparas en que nadie te dará nada en un acto de magia.

    La noche del terremoto, mientras el sismo cimbreaba los edificios de la capital, me preguntaba dónde estaría Santa Claus. ¿Qué peligro enfrentaría? ¿En qué tejado se hallaría mientras las casas se desplomaban?

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    El esguince

    De niño nada nos detenía a la hora de correr lo mismo que una liebre o impulsarnos igual que un canguro. Todo era parte de la diversión. Saltábamos la cuerda sencilla o doble entre dos o más chiquillos. Corríamos a escondernos o trepábamos a los árboles con la agilidad de los monos. Dábamos brincos en un pie si jugábamos rayuela. La trazábamos sobre el piso de cemento o en el asfalto de la calle con un trozo de tiza o un pedazo de teja barro. Todo era juego, todo era alegría. No se medía el peligro hasta que terminábamos con raspones en las rodillas y una cura abrasiva a base de mertiolato.

    Mi abuela se molestaba cundo no prestábamos atención a sus recomendaciones. Luego debíamos escuchar sus sermones si algo no salía bien. A pesar de eso nada nos detenía de continuar traveseando. Más tarde le pedía que me diera masajes en las piernas con alguno de sus ungüentos que olían a alcanfor, menta y eucalipto. Aprovechaba esos momentos para contarme historias infantiles o episodios familiares.

    En una ocasión fue a lavar y a planchar ropa a una casa que tenía una acera de regular altura. Yo la acompañé en esa oportunidad. Mientras ella trabajaba, los niños de la patrona y yo jugábamos en la calle. Nos arrojábamos desde lo alto del borde hacia la cuneta. En uno de esos intentos aterricé mal. Doblé el tobillo y eso me produjo un esguince.

    Le relaté A mí abuela lo sucedido y se molestó. Dijo que tendríamos que caminar hasta el lugar donde vivíamos. Eran más de diez cuadras. Los autobuses no transitaban por ese sector. El costo de un taxi era elevado y no era mucho lo que devengaba por sus servicios. Ella no podía cargarme toda esa distancia. Venía de lavar y

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