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La Calamidad
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Libro electrónico264 páginas3 horas

La Calamidad

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La Calamidad son relatos cortos que transcurren en un poblado de la región montañosa nicaragüenses que le da título al libro. Aquí el autor pretende contar la vida de sus personajes, encadenados de una o de otra manera y donde el protagonista no es el médico recién llegado al caserío, sino el pueblo en sí, que como un gigantesco monstruo mantiene a sus habitantes cautivos de sus propios destinos.
Los relatos son de estilo costumbrista con algo de realismo mágico. Ante la dura realidad que los envuelve, la forma más fácil de escapar de ella es abriendo la válvula que, con un toque de magia, transforma la iniquidad en algo más tolerable.
El libro está compuesto de veinticinco relatos cuyas tramas se entrecruzan y forman una red que atrapa a los pobladores de La Calamidad. Al girar las historias en torno al poblado y al médico recién llegado, muchas de ellas se enfocan en torno a la lucha que este mantiene entre las enfermedades que los aqueja y el mejor tratamiento que se les pueda brindar. Por otra parte, está el dilema de colocar en el mismo plano los mitos con que han vivido y la ciencia que intenta mostrarles el mejor camino.
Están presentes en estas historias los abusos hacia las mujeres, los niños y los animales. El machismo impera en los relatos porque sus personajes no conocen otra forma de educación más que la que han heredado de sus progenitores. Las relaciones se mantienen tensas, ya que algunos de los personajes femeninos no dejan de luchar por salir adelante, colocando la imagen del hombre que intenta someterlas a un lado. Eso se ve reflejado en los cuentos como: Presa fácil, la historia de una joven mancillada por un hombre que solo buscaba saciar sus apetitos sexuales; La mujer usada, una mujer violada por insurrectos en los finales de la guerra y que a pesar de que sobrevive al trauma esta destruida por dentro; Deber de madre, donde una mujer toma decisiones radicales para poder seguir viviendo sin arrepentimientos.
También, por estar los cuentos ubicada dúrate el período de la guerra civil de los años ochenta, algunas historias hablan del flagelo que azotó la región. Tal es el caso de: «El año pasado», donde un joven que regresa de la guerra se enamora de la viuda de su hermano con el total desacuerdo de sus padres; «El parte», donde el mensajero del puesto de mando es asesinado por los enemigos en el afán por conocer el monto de efectivos en la región donde operaban los grupos contrarios; «El aullido», donde grupos armados atacaban el poblado al entrar la noche; «Casas Semejantes», donde los enemigos buscaban militares de alto rango para asesinarlos sin importar que se perdieran vidas inocentes como daño colateral. Ahí se intenta plasmar como ese acontecimiento ultrajó sus existencias aun después de que este terminara.
Finalmente, el médico no es quien resuelve todas las situaciones que se le presentan durante el ejercicio de su profesión. Son los habitantes de La Calamidad los que buscan una solución a cada situación, aunque no sea la más acertada.
En 1993 pasé a ser médico en servicio social y fui enviado al área rural, a un caserío conocido con el nombre de La Calamidad. En esa zona estuve por espacio de dos años y medio hasta que conseguí defender mi título que me acreditara como doctor en Medicina y Cirugía. La zona donde se ubica La Calamidad, en esa época, no lucía tan terrible como su nombre, pero aún quedaba presencia de grupos armados o rearmados que infundían temor a la población y que hacían de ese lugar y otros cercanos llenos de peligro.
En 1995 viaje a Estados Unidos con el propósito de residir en ese país. Comencé a escribir, mientras estudiaba inglés en la escuela de adultos, lo que concluyo en este libro que llamé La Calamidad.
No dejé de escribir cuentos, así que decidí agruparlos en un segundo libro que llamé Nuestra Señora de La Calamidad.
De esa manera quedaron constituidos los dos libros. Son cuentos reunidos en dos volúmenes que de una y de otra man

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 feb 2021
ISBN9781005530747
La Calamidad
Autor

Erick E. Perez

Erick E. Pérez nació en Nicaragua en 1965. Estudió la escuela primaria en el colegio de monjas Santa Luisa de Marillac. Fue el mejor estudiante de su promoción. Durante las Fiestas Patrias compitió contra los mejores alumnos a nivel nacional. No ganó, quedó en cuarto lugar, pero eso le sirvió para que los padres jesuitas del Colegio Centro América le ofrecieran una beca de estudio. Concluyó su bachillerato no sin antes haber pasado por dos años de servicio militar en la década de los 80. Al finalizar entró a la Escuela de Medicina, UNAN Managua. Recibió su título en 1995. Años después migró a los Estados Unidos. Actualmente reside en California y no volvió a ejercer su profesión.Comenzó a escribir pequeñas historias desde los doce años, atraído por los cuentos y novelas radiales de la época. En su adolescencia y juventud continuó escribiendo, pero dejó de hacerlo al ingresar a la universidad. Retomó el hábito como un pasatiempo una vez que se estableció en el nuevo país.Novelas, cuentos y aforismosLa CalamidadNuestra Señora de La CalamidadLa lluvia cae por donde quiereLos hilos torcidosAsesinato en la bibliotecaEl niño que perdió su bicicletaAforismos, apotegmas, adagios o como quieran llamarlosAphorisms, apothegms, adages or whatever you want to call them (inglés)Libros infantiles (español e inglés)Belda, la orugaBelda, the caterpillarEl jardín encantado de Belda, la orugaThe Enchanted Garden of Belda, the caterpillarPelusa, la princesa cautivaFuzz, the captive princessPelusa y los cachorrosFuzz and puppiesLos elefantes pueden olvidarElephants can forgetEl reloj que no marcaba las horasThe clock that does not tell the time

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    La Calamidad - Erick E. Perez

    No podía creer que existiera un lugar con ese nombre y menos que yo fuera poseedor de un futuro incierto. Irónicamente creemos que somos dueños del porvenir y que dictamos nuestras fantasías con soltura para que se hagan realidad, pero cuando la calamidad araña la puerta de nuestras vidas, con sus garras nudosas, nos tornamos frágiles e inseguros. Con humildad debemos aceptar en toda su inmensidad lo insignificantes que podemos llegar a ser.

    Este juicio fatalista acompañó mis pensamientos desde el momento en que supe que había sido asignado como médico en Servicio Social en una zona remota de la geografía nacional. La mezcla era extraña, un poco de angustia, un poco de miedo y un tanto de incertidumbre. La sensación final era como salir de un bache para caer en un abismo.

    La guerra impía que azotara nuestro universo a lo largo de diez años, en teoría, había terminado tres años atrás y había dado paso a una paz frágil y casi mítica. Todavía quedaban resabios de grupos armados en las regiones más intrincadas del territorio nacional. Estos se enfrentaban al ejército en escaramuzas audaces y esporádicas que los diarios locales no dudaban en tildar de inútiles y suicidas. Eran proyectados por los medios como seres belicosos que aguardaban a sus víctimas en los recodos de los caminos, a manera de fieras hambrientas o de víboras ponzoñosas. Secuestraban personas sin objetivos específicos y se negaban a admitir que el imperio de las armas estaba liquidado, que esa misma intransigencia los reducía a una banda de desalmados ante la opinión pública.

    Temprano en la mañana abordé el destartalado camión de Patricio Oca. Llegaba en la madrugada desde el poblado y se estacionaba frente al templo, en una esquina del mercado, a la espera de los habitantes de las comarcas y los comerciantes que pernoctaban en la ciudad antes de proseguir con su viaje.

    En mi mochila acomodé todos los objetos que presumí indispensable y que me acompañarían en ese fin del mundo. Aquel cacharro, luego de una agitada travesía, me conduciría a mi destino. Arribé a la estación con el tiempo justo. Este arrancó aún con la bruma matutina por delante.

    El camino de tierra mostraba el filo de las piedras que emergían a la superficie a modo de puntas de lanzas. Estas azuzaban los neumáticos y provocaban que el vehículo se sobresaltara a cada instante, con lo cual amenazaba con volcarse.

    Los pasajeros viajábamos apretujados tal manojo de cebollas, recostado unos sobre otros según el bamboleo de la nave. Las dos pequeñas bancas de madera, apoyadas contra el latón de la carrocería, no cumplían con el objetivo por el cual fueron ubicadas ahí. La cantidad de personas que abordaban el peligroso armatoste, a lo largo de veinte kilómetros, era impresionante. Asimismo, por arte de magia, cabían todos los bártulos transportados por sus dueños y animales de corral.

    La primera vez que vi La Calamidad pensé que era injusto tal apelativo y que quien así la nombró estaba decepcionado del mundo. Solo el tiempo y sus personajes me mostraron lo crédulo que a veces pueden llegar a lucir las cosas.

    La carretera principal emitía un ramal de poco menos de cien metros en dirección del poblado, pero antes cruzaba un puente de dimensiones vertiginosas, construido con planchas de cemento armado en lo más cruento de la lidia y que amenazaba con desplomarse un día de tantos. Bajo este corría un río de menor caudal con aguas revueltas y un poco prietas. La cinta acuosa bordeaba el caserío, indolente, y se incorporaba a uno de mayor anchura al final del tortuoso recorrido. Los árboles, que se nutrían en la orilla, entrelazaban sus ramas en lo alto y formaban una cúpula rústica. Ahí las aves buscaban protección para sus nidos.

    Las casas de pequeños corredores se levantaban en torno a una rústica glorieta, cuya forma recordaba a un triángulo isósceles. Esta fue construida por el uso cotidiano que le daban los lugareños, más que por un propósito definido. Troncos y rocas fueron apilados sin orden alguno como sitios de asiento durante las tertulias vespertinas. Los vértices apuntaban hacia las tres principales vías de acceso. Por el este se llegaba de Caña Brava. Al sur, menos transitado, la comarca El Mono. Yo llegué por el oeste, de Camoapa, la ciudad más cercana.

    En sí era un área de refrescamiento. La economía del sector giraba en función de la venta de alimentos elaborados y artículos de uso doméstico que eran traídos desde otros municipios. Los principales clientes acudían de las comarcas vecinas y de los pasajeros que viajaban en los camiones, provenientes de La Embajada, una de las últimas tierras camino a la civilización.

    El vehículo se estacionó en la plazoleta. Una densa nube de polvo amarillento acompañaba su recorrido. Llegaba cerca de las nueve de la mañana y antes del medio día emprendía el regreso. El ayudante del chofer se apresuraba a cobrar el pasaje antes de que la gente, poco escrupulosa, formara un remolino de bultos y se escurrieran por los diferentes senderos.

    Nadie salió a recibir al nuevo médico de la comunidad. Era probable que atisbaran con recelo desde los solares, mientras tendían la ropa, o desde las ventanas que permanecían semiabiertas para observar a los demás, sin que se sospechara que estaban espiando. Según las señas que me proporcionó Patricio Oca, caminé algunos metros al oriente y ahí encontré una pequeña iglesia, cerrada y olvidada desde el tiempo de la Conquista. Luego me enteré que era utilizada en contadas ocasiones. A partir de ese punto empezaba una cuesta. Más arriba se distinguía el Proyecto Lechero, la única mancha de progreso en la zona, y el pabellón escolar. Frente a esta, en los lindes del vecindario, el Puesto Médico.

    Danilo Orate era el auxiliar de enfermería y fue asignado a la villa poco antes de mi llegada. Esa mañana lo encontré sumergido en un mar de problemas por resolver y con el uniforme blanco salpicado de moco y caca, lo que era inevitable en una sala repleta de chiquillos aquejados. Lo noté tenso y cansado, producto de la disyuntiva entre querer ayudar y saber ayudar. El temor racional nos limita, y nos advierte que la diferencia, en este caso, es catalogada de negligencia y que acarrea funestas consecuencias.

    Se alegró de saber que yo asumiría la dirección del puesto y que batallaría con los enfermos y con la lista de medicamentos que él deseaba aprenderse en una faena. El muchacho estaba consciente de que toma años de universidad y mucha práctica el poder reconocer la clínica de las enfermedades y memorizar los nombres, dosis, usos, etc., de las drogas más comunes. Danilo era capaz y poseía mucha disposición.

    Durante el tiempo que ejercí ahí, mantuvimos una excelente relación de trabajo. No podía ser de otra manera, las jornadas en ocasiones llegaron a resultar agotadoras, si se tomaba en cuenta el volumen de pacientes que acudían desde territorios distantes y la prestación de los diversos servicios que el Ministerio de Salud ofertaba en el primer nivel de atención.

    Todos los días concluíamos las consultas alrededor de las dos de la tarde. Cerrábamos el recinto y bajábamos a almorzar donde doña Manuela Ortiz, la dueña del expendio de víveres del villorrio. Retornábamos al Puesto Médico bien entrada la noche, si no se presentaba alguna emergencia. Esto después de participar en las veladas que se originaban de forma espontánea en la placita, en torno a una fogata, al caer la tarde. Aquello se convirtió en parte de una rutina que nos permitió conocer la idiosincrasia de los habitantes y a la vecindad, medirnos los pasos sin que nos percatáramos.

    Volver al inicio

    Orquídeas en el tejado

    El sol de La Calamidad creaba sobre la tierra rojiza el efecto de un tenue manto castaño claro, brillante. También provocaba escozor en la piel, lo que obligaba a buscar sombra con presteza bajo los aleros de las casas y de algunos árboles caducifolios que se resistían a desnudarse durante la estación seca. Ni los perros se aventuraban a salir de sus rincones ante el temor de ser alcanzados por las saetas calcinantes.

    Los rayos solares no entraban directo a la casa de doña Manuela Ortiz, pero sí el resplandor avasallante. Un amplio tejado de zinc herrumbroso protegía el corredor de su propiedad y el interior de la pulpería. Desde el ventanal esquinero se contemplaba todo el poblado. Este dormitaba por el tedio después de las doce en punto, momento en que las beatas sintonizaban la radio católica y escuchaban el Ave María con el volumen alto.

    La hija de doña Manuela, Cándida Martínez, nos sirvió el almuerzo tan pronto nos vio llegar. Ella obtenía unos pesos con la venta de alimentos elaborados en su fonda improvisada. Había tres mesas rústicas dispersas por la habitación con cuatro sillas cada una, construidas por el carpintero de La Calamidad y cuyo costo aún no terminaba de cancelar. La competencia era difícil por aquellos andurriales, por lo que el local permanecía casi desierto el resto del tiempo, a la espera de que apareciera algún mercante de las comarcas. Se enorgullecía de tenernos entre su clientela más respetable, por lo que se esmeraba en la atención. Así que, con discreción, ahuyentaba a los cerdos y aves de corral que amenazaban con penetrar al sitio y revolverlo todo.

    El menú de ese día consistió en un tazón de sopa de res con verduras que a Danilo se le antojó con mucha agua y poca sustancia. Aparté la poca carne que mostraba grasa abundante en todos sus tejidos e intenté disfrutar del resto de los alimentos. A continuación, una buena oportunidad para saborear una taza de café de palo, casi amargo para espantar la modorra paralizante que se posesionaba del lugar y que era elaborado con granos resentidos que la doña cultivaba en un terrenito que poseía cerca del cerro Masiguito.

    Afuera nada osaba romper el silencio mortal que reinaba por doquier. De repente se escuchó un rumor lejano que se vino en ondas, a manera de zumbidos de abejorros, luego vino la ruptura del sosiego a pedazos, con la misma rudeza de quien desgarra una cortina. Por la ventana de la vivienda visualizamos la pelea a puño limpio de los hermanos García. El mayor de los dos le propinó a su contrincante un golpe en el maxilar inferior que lo hizo volar hacia atrás y caer en el medio de la plaza. Produjo el ruido seco de un cuerpo que se desploma sin ofrecer resistencia. A continuación, levantó una nube de aserrín pardusco. Quedó tendido e inmóvil, con la boca reventada por otros impactos. Su mujer corrió a auxiliarlo y cuando se pudo sentar empezó a escupir sangre. Un revoloteo de curiosos se aproximó al sitio del evento, con la misma prontitud de las gallinas que corren aprisa al arrojárseles maíz.

    El invicto asumía el nombre de Sebastián García, un mestizo alto y recio con pinta de minotauro. Llamaba la atención por el desarrollo de sus músculos y la forma «profesional» de pelear. Tiempo atrás cortaba leña en Camoapa para un aserradero periférico, lo que le permitió comprar su propia motosierra. Desde entonces vivía de la venta de madera sin intermediarios. En ese entonces a nadie le preocupaba el saber que el sujeto tenía en sus manos el poder de destruir lo poco hermoso y natural que existía por esos rincones, la bestia mecánica que empuñaba en sus manos.

    Desde donde nos encontrábamos no atinamos a escuchar con claridad lo que le dijo al hermano menor. Lo sentenció con el dedo índice. Luego señaló la casa vieja ubicada sobre el camino que asciende al Puesto Médico.

    Doña Manuela, acostada en una hamaca de nylon durante la siesta, incorporó su voluminosa anatomía de Gracia criolla, lo suficiente para darse por enterada de lo que acontecía afuera

    —¡Ahhh! Siguen con el mismo asunto —dijo.

    Uno de sus brazos regordetes alcanzó la botella de cerveza que reposaba sobre un taburete. Apuró un trago y empezó a mecerse, empujándose con un pie. Por un instante tuve la impresión de que las cuerdas atadas a las vigas del techo iban a ceder bajo su peso y que la doña caería al piso estrepitosamente.

    —Esos dos van a matarse un día de estos, si nada los detiene —sentenció.

    Nubia, la mujer del menor de los García, le ayudó a incorporarse y a llevarlo hasta la casa a regañadientes. Sebastián dio la vuelta y entró a su vivienda, frente a la cual se encontraba el taller de carpintería, instalado desde la fecha en que escogió dejar de ser asalariado.

    —A mí el que me gusta es Sebastián —señaló Cándida sin reserva, al regresar con toda la información del caso—. Sobre todo, como pega. ¿Vieron? Aunque tiene una mujercita bien mojigata. Yo no sé por qué continúa con ella...—hizo un gesto de menosprecio.

    —Será porque le tuvo muchos hijos —replicó la madre—. O porque lo trabaja bien —añadió la voluminosa mujer. A continuación, lanzó una carcajada sonora.

    —¡Ve mi mama! ¡Respete al Doctor! ¿Qué va a decir? ¡Qué ya vieja le agarró por la morbosidad! — manifestó apenada.

    —Él entiende. Es la menopausia. ¿Verdad, Doctor?

    Esbocé una sonrisa. No, no era eso.

    —¿Por qué es que se pelean? —pregunté.

    La historia de los encontronazos de los hermanos García se remontaba a cinco años atrás. El padre de ambos murió de súbito sin dejar testamento y sus dos únicos hijos, por consiguiente, pasaron a ser dueños del terreno y de la casa, únicos valores que poseía el viejo. El domicilio era una construcción erguida con madera de pochote y techo con tejas de barro. Ante la falta de mantenimiento se mostraba deteriorada al paso inexorable del tiempo y de los agentes climáticos. Todo, por supuesto, era a medias y aunque poseían propiedades individuales, ninguno accedía a venderle al otro su parte. Más que una cuestión de necesidad, se trataba de un vulgar capricho que se tornó en odio y rencor.

    —Yo conocí a Primitivo García y a su mujer desde que nos venimos a asentar a este lugar, allá en el año del calzón chingo. Él compró unas tierras por allá arriba, donde todavía quedan algunos naranjales. Vendió cítricos varias temporadas y después se dedicó de lleno al ganado. Es lo que más rinde por acá. Catalina García le dio tres hijos. Ese par de diablos y la última criatura que nació muerta. Catalina murió durante el alumbramiento, se desangró. Le agarró una hemorragia que no se le contuvo con brebajes ni con nada. En ese entonces no vivía la Ignacia Figueroa por aquí, la partera. A lo mejor ella hubiera hecho algo por la puérpera o tal vez no, porque la Ignacia tiene sus locuras de vez en cuando y a esa mona también se le cae el zapote. Después de eso el viejo no se volvió a casar. Aquí venía a beber guaro y a llorar por la difunta. ¡Qué amor más perro! Yo le ponía una botella con sus boquitas a la mano. Se instalaba desde temprano en un sillón apolillado que teníamos y ahí le daba la noche. Tenía mucho aguante el condenado. Varias veces se quedó a dormir aquí sobre las mesas o en esta hamaca.

    —¿De qué murió? —indagué.

    —Pues, una madrugada se fue con el compadre Betanco a Camoapa. Cargaron el camión con unas tucas de guanacaste que Sebastián tenía listas para entregar en la ciudad. Parece ser que el eje del vehículo se quebró y ellos no pudieron hacer nada. Se fueron al abismo, allá por Zárrigo. De ahí nadie sale vivo, no obstante, Héctor Betanco corrió con mejor suerte —relató.

    —Parece ser que ya no van a seguir con el bochinche —señaló Danilo Orate, encendiendo un cigarrillo.

    —¡Eso no es nada! En una oportunidad Sebastián decidió instalarse en la casucha, pero Pedro José se le enfrentó al hermano y machete en mano lo hizo desalojar. Ese chiquitín es muy pendenciero también. No corrió la sangre al río, solo le dio un susto, pero mi temor es que un día de estos tengamos vela en el pueblo —explicó Cándida, mientras retiraba los trastos de la mesa—. Yo espero que la Virgen nos haga un milagro.

    Días más tarde encontré a una niña, de nueve a diez años, a la orilla del camino. Lanzaba pequeñas piedras al tejado de la vivienda en disputa.

    —Así solo vas a conseguir romper las tejas o maltratar las flores —le señalé—. Los dueños se van a poner molestos si te descubren.

    Para las personas que aprecian la naturaleza que brota ruda y espontánea hago notar que el clima en La Calamidad es agradable y generoso durante las alboradas. Proporciona gotas de rocío a centenares de bulbos que, por un encanto especial, desarrollan sus estructuras en medios tan adversos como son los troncos de los árboles y las láminas de barro de las viviendas. Era ya entonces temporada de floración. Minúsculas orquídeas color de fuego se agrupaban en racimos atractivos. Otras, blancas y solitarias, se intercalaban con timidez. Las más interesantes resultaban ser las de color púrpura con un centro lila, más grandes, más bellas.

    —Es la casa de mi papá —explicó a manera de disculpa. Soltó el próximo guijarro, un poco avergonzada.

    —¿Y quién es tu papá? ¿Alguno de los García?

    —Sebastián García —aclaró.

    —Bien. Debe de haber otra forma de llegar a ellas, ¿no? ¿Qué tal si usas una escalera? Si querés, mañana te puedo ayudar...

    —La profesora cumple años mañana. Dice que le gustan esas. Por eso yo quería...

    —Llevárselas de regalo —interrumpí.

    Pero ya la niña corría cuesta abajo. El pelo largo y negro se agitaba al viento tras de sí, lo mismo que una sombra que se arrastra furtiva.

    La tarde azarosa que marcó mi primera semana en el villorrio, Doña Manuela había ido al río a lavar un estómago de res que le llevó Paniagua por encargo, mismo que Cándida usaría para preparar la sopa de mondongo del viernes. La matrona admitía que la actividad era desagradable y que a su hija no le interesaba realizarla. Sabía que era toda una proeza conseguir que a la víscera se le desterrara el tufo a caca de vaca y prefería asegurarse de que la tarea estuviera bien realizada. Cándida sirvió el almuerzo de rutina y abrió las ventanas para espantar el bochorno ambiental que luchaba por dominar la pieza. Se encontró con el olor a bosta de vaca que vagaba por el poblado, cual una estela tóxica, que abandonaba los corrales cercanos y se introducía en la privacidad de los hogares.

    —¿No vino Danilo? —preguntó.

    —No, tenía cita en el hospital —expliqué.

    La mujer se detuvo en el corredor, apoyó su cuerpo a uno de los pilares que sostenían el techo y cruzó los brazos sobre el pecho. Por un rato permaneció oteando en la distancia, hacia el camino que va para la comarca Caña Brava. Una nube oscura, de tormenta repentina, se posó sobre el pueblo por un instante y desapareció con la misma rapidez. Supuse que llovería, pero ella afirmó que solo era una bandada de zanates que pasaba por el lugar, cagando los techos de las casas. Se me hizo extraño, pero se apoderaron de la arboleda que bordeaba la corriente antes de alzar vuelo con rumbo incierto.

    —¿Qué estará haciendo esa niña... arriba de la casa?

    Volví a mirar en dirección de la propiedad que perteneció a Primitivo García. La casa del conflicto, rancia y apolillada, sostenida por la terquedad de los hermanos. El tejado lucía repleto de plantas parásitas que florecían radiantes en aquel momento.

    —Si se cae de ahí...

    No terminó de completar la frase. En ese instante me incorporé, tiré los cubiertos y corrí. Vi el momento en que el techo cedía bajo el peso de la chiquilla y como agitaba sus brazos con desesperación, casi en un intento por aletear. Yo juraría que voló por unos segundos.

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