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El silencio de los siglos
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Libro electrónico472 páginas7 horas

El silencio de los siglos

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Dimas Valverde es un profesor de historia que da clases en el instituto de una ciudad de provincias española; tras diez años de matrimonio con Maricruz, asiste con resignación a la transformación de sus viejos sueños de plenitud en la grisalla que rige la actual rutina de su vida. La herencia de un tío lejano cambia su existencia de forma radical. En la biblioteca de su tío, entre las páginas de un antiguo libro, encuentra un misterioso documento firmado por Constantin Phaulkon, un griego que llegó a convertirse en primer ministro del Reino de Siam en el siglo XVII. Las investigaciones sobre el origen del documento llevarán a Dimas hasta la lejana Tailandia, donde se enfrentará a la compleja realidad política de este país, una realidad que discurre por cauces desconocidos para la mayoría de los turistas que viajan allí en busca de sus playas, su exotismo o su sórdida oferta sexual. En Bangkok, Dimas conocerá a Milena Monreal, una bibliotecaria española involucrada en una oscura trama de espionaje y conjura política, a cuyo lado se verá azarosamente convertido en el héroe que siempre soñó ser.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2014
ISBN9786070304958
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    El silencio de los siglos - Elena Alonso Frayle

    fin!"

    PRIMERA PARTE: BUSCADORES DE PERLAS

    A hunger seized my heart; I read

    Of that glad year which once had been,

    In those fallen leaves which kept their green,

    The noble letters of the dead.

    ALFRED TENNYSON, In memoriam

    I

    Había sido un día como otro cualquiera. Un día borrascoso, de vientos esquinados y cielos sucios; un día de finales de invierno en una ciudad de provincias. Dimas Valverde sacó las llaves del portal sintiendo el rumor de sus vísceras, que protestaban reclamando el almuerzo. Las clases en el colegio terminaban a las dos de la tarde, y él todavía debía esperar el autobús al menos diez minutos —los días que llegaba puntual—, recorrer un trayecto de cinco paradas antes de alcanzar su barrio en la ribera baja del río y después cubrir a pie las dos manzanas que lo separaban de su hogar. En total, y en el mejor de los casos, tres cuartos de hora. Y eso si no había algún alumno esperándole a la puerta de su despacho para plantearle sus quejas por un trabajo mal valorado o un suspenso inmerecido. Aunque, la verdad sea dicha, él suspendía a sus alumnos en muy raras ocasiones. Su mano vacilaba sobre el boletín de calificaciones antes de emitir el fatal veredicto, y casi siempre encontraba razones para evitarlo. A veces se debía a la lástima; otras veces era una tentativa de evitarse esa engorrosa procesión de estudiantes quejosos a la puerta de su despacho al acabar la jornada. Daba clases de Historia. Desde que Dimas era un niño había mostrado una inclinación desmesurada hacia el pasado y una curiosidad insaciable por cómo se vivieron otras vidas, y a menudo se entretenía durante horas en el desván de la casa de su infancia, husmeando en los arcones de herrumbres doradas en los que su madre guardaba mantas viejas, vestidos y gabanes pasados de moda, restos de vajillas desportilladas y cajas repletas de documentos caducos y desmenuzados, recortes de periódico amarillentos y fotografías en blanco y negro de gentes desconocidas. No sabía lo que esperaba encontrar, pero le gustaba percibir el tacto de los enseres que habían pertenecido a personas ya muertas —sus abuelos, sus bisabuelos, lejanísimos tíos—, sentir en ellos el rastro de una presencia viva, la relevancia imperecedera de lo trivial, la majestuosa supervivencia de lo doméstico. La sensación de vértigo al sujetar objetos incapaces de silenciar enteramente su pasado. El cosquilleo de las hipótesis y conjeturas al reconstruir los pasados ajenos, y devolverles la vida. Bajaba cuando oía a su madre llamarlo para la cena, las manos y el rostro tiznados por un polvo pastoso que lavaba de mala manera bajo el chorro de agua fría antes de sentarse a la mesa. Le gustaba preguntar a sus padres por los dueños de los objetos con que se había topado en el desván, sabiendo de antemano que ellos, invariablemente, se lanzarían a narrarle una y otra vez los mismos episodios familiares, que él escucharía con ojos estallantes, embelesados.

    Su padre era funcionario en el Ayuntamiento, un hombre instruido y aficionado a la literatura que leía la prensa a diario, e incluso hablaba algo de inglés, porque en su juventud había viajado por el mundo; tenía una manera peculiar de contar una historia, con un aura que recordaba a los personajes de las novelas coloniales que Dimas leía por las noches, antes de dormir. Hablaba con su voz áspera y profunda, con una mano en el bolsillo, acompasando las exclamaciones con la otra, en la que sostenía un vaso que normalmente sería de agua —pero que Dimas transformaba a través del crisol de la literatura en una ventruda copa de brandy—, columpiándose en la silla y balanceando el torso. Imitaba las voces de las personas y reproducía sus acentos, sus dejes, su entonación particular. Su madre, por su parte, apuntalaba los relatos inventando comparaciones que eran retratos fulgurantes de sus protagonistas: el tío Arsenio tenía cara de apagavelas, la hija de los Torres era una Maríasingustos, a la novia de mi primo Andrés, que era alemana, la llamábamos Brunilda, porque era rubia, grande y se peinaba con dos trenzas.

    Contaban las vidas de las personas o las anécdotas que les ocurrían en la calle como si fueran historias que hubieran leído en algún libro, pero, quizá por eso mismo, en el curso de esas narraciones dispersas e intrincadas, a menudo sus padres terminaban por perderse en el laberinto de sus propias quimeras, y a Dimas le daba la impresión de que la historia de su familia, su propia historia, estaba hecha de fragmentos que no encajaban entre sí, y que cualquier intento por buscar un orden en la existencia estaba condenado a depender del venturoso azar con que sus padres rememoraban incidentes, personajes y percances. Tal vez por eso no le quedó otra alternativa, años más tarde, que licenciarse en Historia, para intentar un remedo de explicación que iluminara la vastedad del abismo, la oscuridad en la que quedan sumidas las vidas de quienes fueron y ya no son.

    Estudió la carrera con el entusiasmo insensato de quien se cree llamado a grandes tareas. A veces se soñaba como pionero de una revolución historiográfica, y se imaginaba escribiendo deslumbrantes tesis, sesudísimos ensayos, dictando cátedras y presentando ponencias en congresos internacionales sobre temas insólitos. O se entregaba a fantasías en las que protagonizaba el sueño —tal vez la pesadilla, aunque eso él aún lo ignorara— de cualquier historiador: un descubrimiento revolucionario, una evidencia oculta durante siglos como una bomba de efecto retardado, con capacidad para redefinir el curso de la Historia, con mayúsculas, o cuando menos, la interpretación que de ella han hecho los vivos, los hombres del presente, pero también los muertos del pasado, esos otros que un día fueron los vivos de su propio presente. Evocaba honores y rangos, una existencia dichosa, una efervescencia feliz, y con frecuencia se quedaba mirando a lo lejos, como si su vida discurriera ya un poco más allá del lugar donde se encontraba. Pero todo eso fue antes, antes de Maricruz.

    Había conocido a Maricruz en una reunión de alumnos en el último curso de carrera; ella estudiaba Psicología y aún le faltaban tres años para licenciarse. Maricruz procedía de la soledad del llano, de un pueblo del interior de la provincia en el que vivían sus padres y al que se desplazaba en las vacaciones y los fines de semana largos. En la ciudad, en cambio, compartía un piso con otras estudiantes a las que había encontrado mediante un anuncio colgado en el tablón universitario, y con las que nunca terminó de congeniar. Su breve romance empezó con cafés en el bar de la facultad, siguió con cañas de cerveza nocturnas en las terrazas del Paseo y terminó con escapadas de fin de semana para visitar monasterios y colegiatas románicas. Cada uno veía en el otro la respuesta oportuna a sus propias necesidades personales y a ambos les pareció que, juntos, tal vez podrían resarcirse de dos adolescencias solitarias. Maricruz era una mujer escrupulosa, concienzuda y pulcra. Llevaba el pelo, vagamente rubio, recogido en una coleta que afianzaba con recias horquillas; se empolvaba con talco de limón las axilas, siempre frescas, y a menudo frotaba una barra de manteca de cacao por los labios, resecos por el clima de la meseta. Los ojos, color té, destacaban como punzones agudos en un rostro por lo demás liso, anodino, sin accidentes. Tenía un cuerpo menudo, pero bien proporcionado; vestía sin estridencias y con ánimo de pasar inadvertida: faldas lisas de tergal y castas rebecas. Dimas se fijó en ella, más que por su aspecto, por esa sensación de rigor y exactitud que proyectaba, por su imperturbable serenidad y su sosiego de abadesa, y no le importaron demasiado sus manías, que pronto descubrió: Maricruz era incapaz de dejar una frase formulada a medias o un bote de champú sin cerrar. Nunca se saltaba una coma ni un punto y era de las pocas personas que, al escribir, conocían la diferencia que existe entre usar guiones o paréntesis. Llevaba un registro de todos los libros que había leído desde su adolescencia, con sus fechas, autores y lugar de adquisición del ejemplar, aunque nunca dejaba un comentario de la impresión que le había causado la lectura; también guardaba, en una caja de latón, una colección de entradas de cine, en las que anotaba al dorso el título de la película y sus protagonistas. A todas partes llevaba una agenda de tapas coloradas en la que apuntaba a diario el reparto milimétrico del tiempo, como si fuera un ministro. Prácticamente cada hora del día quedaba específicamente asignada a una tarea, y al final de cada página llevaba un listado de los objetivos concretos que debían quedar alcanzados al término de la jornada. En su agenda apenas había espacio para lo imprevisible y aquellos días en que uno o más objetivos quedaban sin cumplir se convertían para ella en días aciagos, dignos de ser borrados de su calendario. Pero en su agenda había también un apartado donde anotaba mediante un par de palabras clave lo más relevante que hubiera aprendido cada día; noticias escuchadas en la radio, titulares de artículos científicos, informaciones obtenidas en conversaciones casuales. Le interesaba todo lo que pudiera tener algún tipo de reflejo práctico en su vida, aunque fuera remotamente (científicos estadunidenses descubren una nueva…, la leche deja grumos en el café cuando…, la piel de las yemas de los dedos se arruga en el agua debido a…). Por eso le gustó Dimas, enaltecido a sus ojos por su capacidad para procurarle aluviones de nuevas enseñanzas, y desde que lo conoció en aquella reunión de estudiantes para la que había programado cincuenta minutos de su tiempo, prácticamente todos los días escribió algo sorprendente en su agenda (los samuráis del Japón se despojaban de su espada únicamente cuando…, la expresión ‘irse de picos pardos’ tiene su origen en…, cuenta la leyenda de los Abencerrajes que…). Aunque tardó varios años en percatarse de que Dimas, en realidad, únicamente le enseñaba cosas que tuvieran que ver con la historia.

    Para cuando Maricruz constató la monotonía temática con la que se iban colmando los renglones de sus sucesivas agendas, ambos habían terminado de pagar un tercio de la hipoteca de su piso frente al río, y hacía ya varios años que sus nombres y apellidos compartían las páginas satinadas de un Libro de Familia, aunque no tenían hijos. Dimas, para asegurarse un sueldo, se colocó como profesor de Historia en un colegio concertado, y ya nunca volvió a imaginarse insigne, erudito o magistralmente coronado al final de su vida por una venerable veteranía académica. Arrinconó aquellos sueños, como muebles ensabanados, y llegó a considerarlos lejanos y caducos caprichos de juventud en los que acaso hubiera empeñado la vida y las capacidades, sin sospechar que las fantasías cumplen la función de apaciguar los deseos, y que los suyos, sus deseos, habían quedado vigentes, insatisfechos, en carne viva, a duras penas sepultados por el endeble vendaje de la resignación.

    Su trabajo de profesor, al menos, no requería grandes esfuerzos. Se limitaba a acudir puntual a las nueve de la mañana a las instalaciones del colegio; si no tenía clase inmediatamente, se dejaba caer por la sala de profesores, una habitación lúgubre y mohína, presidida por la gran mole de una fotocopiadora que casi nunca funcionaba, entre carpetas de expedientes escolares en inestable equilibrio, trapos de cocina y una cafetera eléctrica con churretes de abandono. Allí fingía ultimar la preparación de la próxima lección, lanzando ocasionales y desatentas ojeadas a sus papeles. Se alegraba cuando veía aparecer a Alfredo, tal vez su mejor amigo; Alfredo era alto y desgarbado, con gafas de montura dorada y sedosas guedejas de pelo que le llegaban hasta los hombros. Enseñaba Literatura y tenía fama de enamorar a las jovencitas, que acudían a su despacho para dejarse aconsejar en privado sobre la elección de sus lecturas extraescolares. A Dimas le gustaba charlar un rato con él cuando llegaba por la mañana, aunque fuera sobre el tiempo o sobre los resultados del fútbol del domingo; si estaban solos aludían a asuntos más íntimos, Alfredo le relataba su última aventura sexual y Dimas, a falta de sus propias gestas de seducción o de lance alguno remotamente picante, le correspondía con la confesión de alguna insípida fantasía erótica. Cuando oía sonar el timbre en el patio, salía a los pasillos y se diluía en el flujo de estudiantes que se dirigían a las aulas. Sus alumnos eran en su mayoría adolescentes granujientos que presenciaban sus explicaciones como sonámbulos, con la mirada estancada en el vacío, bostezando sin mesura, sobresaltados a veces por el vértigo de cabezadas que Dimas fingía no ver. Él dictaba la clase ateniéndose con exactitud a las exigencias del programa, que, con frecuencia, y debido a reajustes inexplicables ocurridos en oscuros pasillos ministeriales en las vacaciones de verano, obligaba a los alumnos a despedirse, a finales de junio, de filósofos peripatéticos, emperadores lunáticos y demás pobladores de la antigüedad clásica para retomar el devenir de la historia cuando comenzaba el nuevo curso escolar, apenas tres meses después, enfrentados a los avatares inciertos de reinas decapitadas, sanscoulottes enfebrecidos y doctrinas revolucionarias que imponían un Nuevo Régimen sobre lo que a ellos se les antojaba un agujero negro; un agujero negro que se había tragado por ensalmo siglos y siglos de oscurantismo medieval y renacer florentino, de los que nadie les había hablado. Y así entendían los estudiantes de ahora, pensaba Dimas, la historia: a fragmentos. Exactamente igual que su propia existencia. Pero se encogía de hombros, exhausto de antemano ante el esfuerzo de intentar cambiar un mundo que se le antojaba demasiado imperfecto como para que él, desde su humilde púlpito en las aulas de un colegio de clase media provinciana, pudiera acceder a intervenir un ápice en su conversión. Eso era: exactamente igual que su propia existencia.

    Sin duda la gran ventaja de su trabajo en el colegio la representaba el que le dejara libre la mayoría de las tardes. Llegaba a casa con las primeras sintonías del telediario de las tres, almorzaba con Maricruz, sentados ambos a una mesa con mantel de cuadros y frente a un televisor panzudo en el que una locutora de flequillo lacio desgranaba con fluidez el rosario habitual de calamidades. Y esa presencia televisiva los redimía a los dos de su condición de huérfanos de los mismos silencios. Desde el principio se empeñaron en vestir su vida en común con la asepsia anestesiante de las costumbres inocuas y los colores luminosos. Decoraron su piso de dos habitaciones con entarimados de haya, enseres de madera clara, sillones de mimbre y muebles de funcionalidad nórdica; colocaron plantas exuberantes en todos los cuartos, colgaron en las paredes pósters de exposiciones en museos centroeuropeos y almanaques que les enviaba el banco, con paisajes de islas de arena blanca en remotos confines tropicales o sobrias estampas de la fauna nacional. Construyeron un nido pulcro y prolijo, a la medida de sus necesidades, y allí transcurrieron catorce años como un tiempo allanado por los hábitos, asistiendo a la sucesión de los días con la ingratitud de quien no aprecia en ellos más que el vacío que se los lleva. Maricruz dejó un trabajo mal pagado de asesora laboral y se dedicó en exclusiva a encerar los suelos de su hogar, a cuidar con dedicación de relojero las macetas del balcón y a ensayar tediosas recetas en la cocina. Los días se les fueron amontonando en esos almuerzos tardíos, en ese duermevela en zapatillas sobre el sofá de polipiel, en las siestas de amor cronometrado de los sábados —un amor saludable, prudente, higiénico; en contadas ocasiones, y en el mejor de los casos, gimnástico—, en ese perpetuo batir de tenedores en la loza que llegaba del patio interior, en las salidas al cine los domingos, las vacaciones en la costa y las navidades en el pueblo del llano donde aún sobrevivían algunos familiares de Maricruz.

    Dimas camuflaba sus cuarenta años cumplidos en su indumentaria juvenil, sus vaqueros gastados, sus camisetas descoloridas y sus botas camperas. Pero era consciente de ese haz de finas telarañas grises que le rodeaba los ojos y le velaba el mirar, y le parecía como si su campo de visión se fuera reduciendo cada año que pasaba. Miraba a Maricruz y veía sus dedos de roedor palpando el mantel de cuadros, desmigando el pan como si buscara en su interior una sorpresa con premio, sus manos lívidas disponiendo platos y vasos con disciplinada simetría, brindándole el arroz en su punto a la hora del almuerzo, las tortillas francesas bien cuajadas, las fuentes de natillas, mientras anunciaba con voz neutra: la comida, como si fueran las ofrendas de un culto sustentado en la repetición y la mansedumbre. Veía en su mujer las huellas visibles del sopor que los acunaba a ambos: la carne pendular de los brazos y de las nalgas; un adormecimiento de la piel, que mostraba permanentemente un lustre cansado, invernal; el pelo, que aún llevaba sujeto bajo las honestas horquillas, reflejaba los tenues vestigios de un rubio agostado. Hacía años que había desaparecido aquella agenda de tapas de hule, como si ahora Maricruz no tuviera tiempo que inventariar, o su tiempo hubiera dejado de ser un bien precioso que debiera gastar en dosis cuidadosamente planeadas. Cuando iban al cine, ella arrojaba la entrada a una papelera en cuanto abandonaban la sala, y ya apenas la veía hojear otra cosa que libros de cocina, revistas del corazón y el suplemento del periódico con la programación televisiva. A veces mantenían conversaciones sobre temas de actualidad o sobre asuntos domésticos, en las que ni siquiera discutían, ya que estaban de acuerdo en todo o eso pensaban ambos sin siquiera indagarlo. Le golpeaba la irremediable ignorancia con que la rutina termina por sustituir a la curiosidad.

    Así iban languideciendo los dos, sin sobresaltos ni pérdidas irreparables, sin grandes dificultades para llegar a fin de mes, pues llevaban una vida modesta, y sin más temor en el horizonte que ese que se le revelaba a Dimas a última hora de la tarde, cuando el crepúsculo teñía de escarlata los cristales del comedor: que la vida consistiera en eso, en esperar en silencio la llegada de las sombras. Acaso fuera ésa la materia última, la partícula cuántica que engendra las existencias de los hombres: la espera perpetua, atisbar brevemente las promesas, que siempre regresan de vacío, y soportar la añoranza de todo aquello que perdimos antes de que fuera nuestro. ¿Estás cansado?, le preguntaba Maricruz al acostarse, y Dimas contestaba que sí con voz ronca, resumiendo en un golpe de monosílabo los catorce años que se le habían escapado dormitando en la penumbra, y le ganaba una súbita nostalgia por aquel tiempo remoto en el que se soñó destinado a grandes logros, pero el propio peso de esa nostalgia desabrida e inoportuna anulaba el ímpetu de seguir soñando. Apagaban la luz y Dimas sentía el olor del cuerpo de Maricruz, tendida junto a él; un olor como de cenizas frías, de vida serena y gastada, el olor inconfundible de su propia vida: el olor de dos extraños acostados cada noche en la misma cama, sin otra pasión común que el tedio y la resignación. Con las manos crispadas sobre el rebozo de la sábana, rumiaba en silencio la abulia acumulada durante el día, y le venían entonces a la cabeza unas frases surgidas de no sabía dónde, leídas en alguna parte o germinadas en el firmamento oscuro de su soledad: envejecer y morir, pero nunca, por todos los cielos, nunca confundirse con los muertos. Y así se hundía en el limbo de la noche sin sueños.

    Sin embargo, Dimas tenía un secreto.

    II

    Un portero ataviado con atuendo de inspiración colonial abrió la portezuela del taxi y saludó a Milena, los ojos bajos y las palmas juntas a la altura de la barbilla. Otro empleado, vestido también con sarong de batik y casaca abotonada de seda color vino, le franqueó el paso al interior del lobby del hotel. Milena miró en derredor, por si Borja Clos la estaba esperando allí. Grandes ventiladores de aspas removían inútilmente el aire del vestíbulo, refrigerado hasta temperaturas polares por potentes aparatos de aire acondicionado, inaudibles bajo el ronroneo de las conversaciones. Algunos turistas, pertrechados de mochilas, viseras y botellines de agua, esperaban mansamente la llegada de su guía; hombres de negocios con distintas tonalidades de piel leían prensa internacional acomodados en divanes tapizados en seda floreada. Milena atravesó el vestíbulo y percibió las miradas masculinas siguiendo la estela de sus piernas recias, algo musculadas por el tenis. Llevaba el pelo suelto, derramándose en rizos desordenados y oscuros sobre su cutis terso y pálido, como modelado en pasta de almendra. Cuidaba su piel con esmero para preservarla de los estragos del sol tropical, y las mejillas aún conservaban esa textura de madona renacentista, que se contradecía con el cauce de sensualidad que se desbordaba en los labios, apabullantes, espumosos. Sin embargo, en los últimos tiempos se le habían formado en torno a la boca unas líneas muy finas, como las huellas tenues de un ave sobre la arena, y unos cercos oscuros habían comenzado a sombrear la piel bajo los ojos, verdes y brillantes como uvas recién cortadas. Se dirigió hacia el bar, bordeando el área de la piscina. El aire tórrido del exterior le golpeó la cara como una bocanada espesa, y al momento notó cómo se le humedecían la nuca, la frente, las raíces del cabello. Unos pocos clientes tomaban el sol o descansaban bajo sombrillas de lienzo blanco, parcialmente protegidos por una celosía de teca rojiza adornada con jazmines trepadores. Las flores despedían un aroma picante que impregnaba la ropa y la piel. Milena dejó atrás la piscina y empujó la puerta del bar. Parpadeó para aclimatar las pupilas a la penumbra. Se trataba de un local amplio y alfombrado, con una barra, que describía un trazo largo y sinuoso, y mesas y veladores considerablemente espaciados entre sí. En la pared del fondo, grandes ventanales ahumados se abrían al río. Allí, en un rincón apartado, distinguió a Borja Clos. Se dirigió hacia él.

    —Llevo casi tres años viviendo en Bangkok —dijo Borja a modo de saludo— y todavía no me he acostumbrado al calor infernal de esta ciudad. He preferido instalarme aquí dentro, con el aire acondicionado, y no en la terraza, espero que te parezca bien.

    Se había levantado cuando Milena se aproximó a la mesa. Se besaron en las mejillas, Borja apartó caballerosamente la silla y esperó a que Milena se sentara antes de volver a ocupar su lugar. Al otro lado del ventanal ahumado, las aguas terrosas del Chao Phraya arrastraban el caudal turbulento de las últimas lluvias, insólitas en esa época del año; el aire, incluso a través del cristal, reverberaba al sol punzante de esa hora, ya cercana al mediodía. Borja llamó con un gesto al camarero, que se acercó y se llevó las palmas juntas a la altura del pecho, inclinando la cabeza.

    Sawadeekrap. Bienvenido, Mr. Clos —saludó pronunciando Clóo, con una o aguda y cantarina, y amputando la ese final—. Bienvenida, Madam.

    —¿Qué quieres tomar, niña?

    —Pide por mí, que eres el experto.

    Borja encargó dos combinados de frutas sin alcohol que llevaban el nombre de un escritor legendario. Hablaba un tailandés escueto y de sintaxis poco elaborada, que sonaba áspero a los oídos de Milena, plagado de consonantes rotundas más propias del español. Pero se las arreglaba para manejar el idioma con soltura y sin vacilaciones, con un aire de enérgica finura.

    —Así que soy el experto. Será en bebidas, porque en otra cosa… —encaró a Milena con sus ojos carbonosos, de inteligencia penetrante, la mirada atravesada por un asomo de ironía.

    Milena ignoraba por qué Borja Clos la había citado en el bar del Oriental a aquella hora. Él ocupaba un difuso cargo de asesor cultural de la embajada de España, y a menudo coincidían en recepciones oficiales o reuniones de trabajo, pero nunca se habían visto a solas. Sabía que no se trataba de una cita galante, pues eran bien conocidas en Bangkok las inclinaciones homosexuales del agregado español. De hecho, y aunque trataba de no reconocérselo a sí misma, Milena sabía que ésa era precisamente una de las razones por las que se sentía a gusto con Borja Clos. No había tensión, no tenía que estar a la defensiva, calibrando el alcance de cada mirada, de cada comentario, la carga de sexualidad que encerraba cada palabra que salía de su boca, o la manera en que cruzaba las piernas al sentarse. No había malentendidos entre ellos, y eso la hacía sentirse relajada. Pensaba que aquélla era una de las consecuencias de la vida en Bangkok: el sexo estaba presente en cada partícula de aire que se respiraba, y cualquiera que no viviera allí sería incapaz de comprender hasta qué punto una mujer que no tenía pareja se sentía vulnerable en esa ciudad.

    —Y a qué se debe el honor de esta cita —preguntó Milena, tanteando con precaución.

    Borja Clos se recostó en el respaldo, sonrió mostrando una hilera resplandeciente de dientes de cetáceo y se estiró los puños almidonados de la camisa hasta que los sencillos gemelos de oro asomaron por debajo de su blazer color piedra de paño inglés. Era un hombre elegante, con ese buen gusto innato que heredan quienes pertenecen a una distinguida familia y que delata generaciones de fina crianza. Sus corbatas, a menudo estampadas con bridas, espuelas y otros motivos hípicos, parecían entonar no sólo con la camisa o el pañuelo que asomaba del bolsillo de su blazer, sino con el propio color del cielo. Sus zapatos siempre estaban impecablemente lustrados y el cutis del mentón, que olía a loción de afeitado, parecía pulido con diamante. Llevaba la raya del pelo perfectamente delineada y trataba de disimular su corta estatura peinando su cabellera, que ya viraba a gris en las sienes, con un tupé no demasiado estridente, que, sin embargo, regalaba un par de centímetros a su figura. En una ocasión, tuvieron que posar para una foto de grupo que inmortalizaría la apertura de una exhibición sobre arte gráfico. Milena, de pie junto a él en la segunda fila del grupo, pudo percibir con claridad cómo Borja se alzaba con disimulo sobre los talones en el momento en que el fotógrafo disparaba el flash, para parecer más alto. Aquello le había proporcionado una valiosa información sobre Borja Clos: él también se sentía vulnerable.

    —¿Cómo que a qué se debe el honor? Pues al placer de tu compañía, chata. Bueno, y a un asuntillo de trabajo, claro está —contestó Borja—. El camarero se acercó con las bebidas y un cuenco de plata con pistachos salados. Ambos guardaron silencio hasta que se marchó de nuevo. Borja dio un trago largo a su combinado de frutas, de un encendido color naranja, y se apresuró a enjugar la boca con una servilleta de papel, antes de que fuera visible el rastro de la espuma en los labios.

    —¿Y por qué no nos hemos visto en mi despacho, en la Siam Foundation? —preguntó Milena. Sabía que las oficinas de la Agregaduría Cultural quedaban mucho más cerca del viejo caserón de Sukhumvit en el que ella trabajaba. Le resultaba extraño que Borja la hubiera citado en ese hotel, a orillas del río, en el otro extremo de la ciudad. Como si quisiera exhibirse, pensó. Aunque no se le había pasado por alto que Borja había elegido una mesa estratégicamente apartada de las demás.

    —Pongamos que en la Siam Foundation me tienen ya muy visto. Además, a tu ayudante no le gusto nada.

    —¿A khun Chuttiporn? —preguntó Milena—. No sé de dónde sacas eso.

    —Cosas mías, no me hagas caso—. Mientras hablaba, Borja extrajo del bolsillo interior del blazer un teléfono móvil metálico, extremadamente pequeño y de cantos redondeados. Milena pensó que habría percibido la vibración del aparato en el pecho y se disponía a leer algún mensaje de texto recién entrado. Le irritaba la costumbre de la gente de sentirse con derecho a interrumpir cualquier conversación para correr a atender las llamadas o los mensajes que llegaban a los celulares. Le parecía de un pésimo gusto y le extrañaba que alguien tan refinado como Borja Clos también fuera víctima de ese hábito deleznable. Sin embargo, se equivocaba: Borja pulsó el botón de off y desconectó por completo su aparato.

    —¿Puedo pedirte un favor, bonita? —le dijo a continuación—. ¿Llevas encima un móvil, te importaría apagarlo?

    Milena sonrió pensando lo temerariamente que las personas emiten juicios sobre los comportamientos ajenos sin siquiera conocerlos. Por lo visto, Borja compartía su aversión por la intromisión intempestiva de terceros en las charlas cara a cara. Sacó su viejo Nokia del bolso y lo desconectó.

    —Así estaremos mejor. Te vas a reír, pero la última moda de la inteligencia militar es escuchar conversaciones a través de los móviles encendidos.

    —¿De los móviles? —se extrañó Milena.

    —Sí, como lo oyes. Interceptan no sé qué frecuencia de las ondas asignadas a tu número, y, por supuesto, averiguar cuál es tu número es un juego de niños para profesionales bien entrenados, como puedes imaginar.

    —Ya, pero luego, ¿cómo hacen? No entiendo.

    —Bueno, yo tampoco soy ingeniero de telecomunicaciones, ya sabes que mi expertise, como acabas de afirmar hace un momento, se limita a saber escoger el combinado de frutas correcto a la hora adecuada.

    —Y las corbatas —dijo Milena, siguiéndole la broma—. Tu expertise, como tú dices, y mira que eres pedante, perdona que te diga… en fin, que tu talento también es innegable en el arte de escoger la corbata idónea para cada ocasión. La que llevas es preciosa, por cierto.

    —Gracias, querida —contestó Borja levantando el vaso como si brindara a su salud—. Volviendo a lo de los móviles, no sé muy bien cómo lo hacen, pero el caso es que en la embajada nos han recomendado que tengamos cuidado con eso. Nunca se sabe.

    Milena sintió a su espalda que alguien acababa de entrar en el local. Se dio la vuelta discretamente y vio a dos hombres instalarse en una mesa junto a la barra. Uno de ellos le sonaba de cara, creía recordar haberlo conocido en una conferencia de la Chulalongkorn University; el otro era un militar que vestía un uniforme muy apretado, de cuerpo enjuto y cutis picado. Desde hacía unos meses, resultaba más y más frecuente toparse con galones y charreteras castrenses en los salones de los hoteles a media mañana y en los restaurantes a mediodía. Como si algo estuviera bullendo en el estamento militar y quisieran hacer notar su presencia a la población civil. Se volvió de nuevo hacia Borja y vio que él también había registrado la llegada de los dos hombres.

    —Bueno —dijo Milena—, y cuál es ese asunto de trabajo del que me quieres hablar y que no debe ser interceptado a través de nuestros móviles.

    —Necesito que me proporciones alguna información.

    —Siempre lo hago, ya sabes que cada vez que me has pedido que te rastree algún dato histórico en la biblioteca de la Siam Foundation, lo he hecho de mil amores. Me gusta colaborar con la embajada, no hace falta que te lo diga. Por muchos años que lleve aquí, al fin y al cabo tengo pasaporte español, así que si necesitas algo no tienes más que llamarme y pedirlo.

    —Verás, preciosa, si hubiera necesitado que me comprobaras la fecha exacta de la llegada del primer misionero español a estos lares o que me proporcionaras una copia del primer acuerdo de comercio entre los reinos de España y Siam, como creo recordar que ya hice en una ocasión, efectivamente, habría agarrado el teléfono o me habría dejado caer por esa biblioteca de mala muerte que diriges.

    —¡Oye! Se supone que tenemos uno de los mejores archivos del mundo del periodo Ayutthaya, por no hablar de otras joyas de cuya existencia ni siquiera tú tienes noción, a pesar de toda tu pedantería —Milena sonreía para mantener el tono aparentemente jocoso de la conversación, pero notaba que algo se estaba tensando en su interior, y no se trataba de ese supuesto menosprecio hacia su biblioteca. Tal vez las advertencias de Borja sobre los móviles le habían contagiado una especie de alerta instintiva, y ahora era demasiado consciente de la presencia inquietante de ese militar de rostro torvo a su espalda.

    —Ya, no te me enfades —Borja apretó su muñeca con un gesto afectuoso y después dejó de sonreír—. Necesitamos que nos ayudes en la medida de tus posibilidades, princesa.

    —¿Necesitamos? ¿Quién, exactamente? ¿Y qué es lo que quieres que haga? Por Dios, te estás poniendo muy misterioso.

    Borja dirigió una aprensiva mirada hacia los dos hombres junto a la barra y después relajó ostensiblemente la expresión, como si estuviera actuando para un público.

    —Información es poder, amiga mía —dijo, bajando la voz, pero sin dejar de sonreír—. Por tus manos pasa mucha información debido a tu trabajo en la Siam Foundation. Estás muy bien situada, los tailandeses te respetan, eres apreciada en los círculos intelectuales, hablas el idioma a la perfección, y, al mismo tiempo, resultas inofensiva.

    —¿Me estás pidiendo que pase información a la embajada? —susurró Milena—. Mira, me va a dar la risa, porque no sé si me estás tomando el pelo o si hablas en serio.

    —Hablo en serio, Milena.

    Era la primera vez en toda la mañana que la llamaba por su nombre. Milena tragó saliva, notaba la garganta como esparto.

    —¿Me estás pidiendo que me convierta en vuestro enlace o agente o como quiera que se llame? ¿Puedes explicarme qué puñetero interés puede tener España en conocer secretos de Estado tailandeses? —se interrumpió bruscamente, y después, cambiando el tono, añadió—: porque supongo que trabajas para España, que no eres un agente ruso o coreano, un doble agente o cualquier otra mierda, y perdona el vocabulario pero me estás poniendo nerviosa.

    —A ver, nena, tranquila, no dramatices, estás sacando las cosas de quicio. Me parece que has leído muchas novelas de Graham Greene y se te desorbita la imaginación. Por cierto, hablando de Graham Greene, ¿te apetece otro de estos combinados? ¿Qué tal un Gore Vidal o un Somerset Maugham? Hay que reconocer que tiene cierto encanto esto de que pongan nombres de escritores a los zumos de frutas.

    —Preferiría un poco de agua, la verdad, noto la boca seca.

    Borja llamó al camarero y encargó agua mineral y un Somerset Maugham para él. Milena aprovechó para darse la vuelta de nuevo y comprobó que el militar y su acompañante ya no estaban a la vista. Las mesas junto a la puerta seguían ocupadas y nuevos clientes se habían instalado en otras más próximas a la suya. En su mayoría, parecían turistas de regreso de una visita a los templos, haciendo tiempo hasta la hora del almuerzo. Alguien había conectado el hilo musical y una suave melodía de jazz se oía bajo el telón de las voces. El camarero regresó con los vasos y una nueva fuente de pistachos.

    —Mira —dijo Borja cuando el camarero se retiró—, cualquier diplomático, y fíjate que te digo diplomático y no espía o agente confidencial o demás zarandajas a lo James Bond con las que se enreda tu preciosa cabecita… cualquier diplomático, digo, cuando llega a la embajada que le ha sido asignada, se apresura a recabar el mayor número de datos posible para forjar el retrato de la realidad de ese país e informar convenientemente a sus propias autoridades. Ése es el trabajo del diplomático: enterarse. ¿Para qué? Pongamos que para que su propio gobierno conozca todos los naipes cuando se sienta a jugar con el país en cuestión, que no haya cartas trucadas, ases en la manga, etcétera. Ahora bien, en esta era de la información, en estos tiempos en que todos tenemos acceso a las noticias en cualquier lugar del mundo en fracciones de segundo, ¿qué diablos pintamos nosotros?

    Milena juzgó que era una pregunta retórica, y no contestó. La verdad es que se había planteado eso mismo en muchas ocasiones, y, de hecho, pensaba que a la larga, y a medida que el intercambio de información a nivel mundial desarrollara nuevos modos de comunicar a las personas y de transmitir datos, las representaciones diplomáticas a la antigua usanza estaban llamadas a desaparecer, o, al menos, alguien debería replantearse sus modos de trabajo.

    —Todos sabemos que en este país están ocurriendo cosas —continuó Borja—, cosas que no aparecen en los periódicos, asuntos desagradables que se ventilan en las dependencias interiores de las jefaturas militares. Son muy pocos los privilegiados que tienen los contactos necesarios para meterse de cabeza en esas galerías, a veces tenebrosas. Se trata de saber, por ejemplo, cómo se ha zanjado en realidad la última crisis, cuál es el monto de las facturas que han pagado los implicados, cuáles eras las apuestas en juego, a qué se ha comprometido cada uno, qué cuotas de poder se han cedido en realidad en esas conversaciones a puerta cerrada, de cuya existencia ni siquiera informa la prensa.

    —Bueno, supongo que eso ocurre en todos lados, ¿no? Son los entresijos del poder.

    —Así es. Pero en este país ocurre de una manera muy particular. Ah, Milena… —Borja se llevó la mano al pecho—. No puedes imaginar el desafío profesional que supone este endiablado país. Nadie entiende la política en Tailandia, por eso genera dos tipos de reacciones en los extranjeros que llegan aquí: o bien se encogen de hombros, se desentienden con desgano, o bien se apasionan porque —hizo una pausa teatral y acercó el rostro al de Milena a través de la mesa—, porque nada genera más pasión en el ser humano que lo indescifrable.

    Milena se quedó callada, meditando lo que acababa de decirle el agregado. Ella no era una

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