No puedes evitarlo… Acabas de succionar la espora de un hongo. En cada metro cúbico de aire hay entre mil y diez mil. En cada respiración, inhalarás entre una y diez. Ubicuos, parecen los favoritos de Dios.
Eso si la habitación en la que te hallas está ventilada, en espacios cerrados podrían ser muchísimas más, y hasta peligroso: piensa en la maldición de Tutankamón, en la razón —sostienen algunos microbiólogos— de que murieran los arqueólogos que abrieron la tumba: acaso respiraran el aire viciado por las micotoxinas de un hongo llamado Aspergillus.
SOLO ASPIRAN A COLONIZAR EL MEDIO. Son como polizones del viento. Es el ser de las mil caras: te da el pan y la cerveza con la levadura; te mata en un hospital si te bajan las defensas; te ofrece la experiencia de la seta alucinógena; permite con sus metabolitos el trasplante de hígado; limpia un bidón lleno de hidrocarburos para transmutarlo en setas que atraerán con sus azúcares a insectos, pájaros, semillas… reiniciará la vida donde solo había muerte.
Los hongos inventaron el mundo: estuvieron aquí antes que nosotros, y seguirán cuando nos hayamos ido. Tienen el secreto de la vida: una espora que tienta a la suerte. Busca el lugar exacto (necesita alimento, un sustrato, una temperatura, por debajo de los 34 grados, y humedad). Esta estrategia los ha convertido en uno de los organismos más exitosos de este planeta y hasta del espacio exterior (hay colonias de mohos en las paredes de la Estación Espacial Internacional).
Besas a tu pareja y por ahí flotan. Están en todas partes. Pero no te alarmes. No colonizarán tu pulmón y te provocarán una neumonía. Si