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RODINIA
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Libro electrónico262 páginas2 horas

RODINIA

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Información de este libro electrónico

Emmanuel Bianchini, científico reconocido por los avances de energías ilimitadas, se ve involucrado en un atentado terrorista donde murieron dos seres extraterrestres de la raza Phixa. En medio del caos político y social, es interrogado en una instalación secreta donde revela que vendió información a los terroristas a cambio de un boleto de entrada
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2020
ISBN9789585481541
RODINIA
Autor

D. G. Perez

Daniel G Pérez. Nació en Bogotá un 16 de febrero en una familia unida y numerosa. Desde muy pequeño descubrió el amor por el cine, la fotografía, la ciencia ficción y por contar historias, por lo que se convirtió en realizador audiovisual. Mientras trabajaba en cine y televisión, empleó los ratos libres para escribir historias y crear personajes, que más adelante se convirtieron en parte de un guión y una novela. Su último trabajo como guionista fue en la serie ROMA ganadora del premio India Catalina a mejor serie de ficción web 2019. Su pasión por la ciencia ficción, la mitología y espiritualidad lo llevaron a escribir Rodinia, primera novela de la trilogía que se desarrolla en el futuro cuando la raza humana experimenta el primer contacto con una civilización extraterrestre.

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    RODINIA - D. G. Perez

    imposible.

    Capítulo 1

    Sábado en la tarde. El cielo estaba cubierto por nubes grises que junto a los destellos de luz, anunciaban la llegada de una tormenta. Ráfagas de viento golpeaban con fuerza las copas de los árboles que adornaban la acera a lo largo de la calle 116 y llevaban consigo pequeños grupos de hojas secas que se apilaban por debajo de una hilera de automóviles estacionados. No se divisaba ni un alma, todas las familias se habían refugiado en sus casas a disfrutar del tradicional chocolate con pan de las cinco de la tarde. La temperatura había descendido drásticamente y las ventanas estaban empañadas.

    Siguiendo el camino que indicaba un andén hecho en ladrillo y adornado con flores blancas en los costados, se encontraba la casa de la familia Bianchini. Una construcción moderna, como la mayoría de las casas de ese barrio, de altura imponente, con grandes ventanales, pasillos, habitaciones y balcones. Era el ejemplo perfecto de la empatía del metal con el hormigón y el buen gusto de un joven arquitecto. La casa estaba rodeada por un jardín de claveles blancos, árboles de durazno que hasta ahora empezaban a dar fruto y uno que otro estanque al mejor estilo oriental.

    Dentro gobernaba la domótica. Tenía todo tipo de comodidades tecnológicas de las que hacen fácil la vida de las familias pudientes: iluminación inteligente, seguridad electrónica, control de temperatura y pequeños monitores en casi todas las paredes que permitían la interacción con el sistema operativo que lo controlaba casi todo. Una que otra planta adornaba las esquinas del hall, la sala y los extremos de los pasillos que daban a las habitaciones y casi todos los muebles eran de color wengué a excepción de los sillones de la sala que eran color marfil.

    Allí, tumbado sobre el sofá, estaba Isaac Bianchini, un joven de complexión atlética, alto y apuesto al que a duras penas le había comenzado a salir barba. Acababa de cumplir la mayoría de edad y como todavía no había decidido qué estudiar en la universidad, parecía no importarle gastar su tiempo frente al televisor. Llevaba horas chasqueando los dedos para cambiar canales subía y bajaba el volumen con un movimiento del dedo índice. Tenía los pies sobre la mesita de centro, rayar el mobiliario o tumbar el florero eran situaciones que, para él, no tenían relevancia. Parecía que solo le importara seguir en el eterno ritual: encontrar algo bueno para ver antes de quedarse dormido.

    Sara, su hermana menor de catorce años, estaba sentada en la mesa del comedor de la cocina, leía un capítulo sobre los inventos de Nicola Tesla en su libro de tecnología; esperaba encontrar allí inspiración para lucirse en la semana de la tecnología, evento que estaba pronto a celebrarse en su colegio. Estaba muy concentrada y solo alternaba la mirada entre el libro y su pequeña libreta de animalitos, a pesar del molesto ruido del televisor.

    Repicó el teléfono. Isaac miró hacia un costado de la pantalla donde había aparecido, en un pequeño recuadro, la foto de un hombre de apariencia delgada, ojos verdes y cabello abundante. Debajo del recuadro se podía leer el nombre de Ian Miller. El muchacho ignoró la llamada, con un movimiento de los dedos hizo desaparecer la foto y luego subió el volumen del canal musical.

    —Isaac, ¿puedes bajar el volumen por favor? —pidió Sara con voz apacible.

    —¡La música se debe disfrutar con buen volumen! —contestó él— De lo contrario no podrías apreciar todos los instrumentos, no puedes sentirla.

    —¿Entonces por qué no usas audífonos?

    —Porque no sé dónde los dejé y estoy muy cómodo para levantarme.

    —Por favor —insistió la niña, ahora con un tono más dulce.

    —Está bien —contestó Isaac, enseguida bajó el volumen y cambió de canal.

    —¡Sara! —exclamó el joven.

    —¿Dime? —preguntó la niña sin despegar la mirada del libro.

    Un silencio sepulcral invadió el recinto.

    —¿Qué pasó? —preguntó una vez más la niña, pero no recibió respuesta.

    Luego de unos instantes de silencio, insistió mientras dejaba el libro sobre la mesa:

    —¿Qué pasa, Isaac?.

    El muchacho tenía la boca abierta y la mirada fija en la pantalla que abarcaba casi toda la pared de la sala. Un banner de color rojo y con letras blancas anunciaba la noticia: Explosión en la sede principal del ICA.

    La niña dejó caer su labio inferior y se quedó congelada.

    En la pantalla se veía un edificio envuelto en llamas. De las ventanas superiores salían grandes columnas de humo y cenizas encendidas. Había una pila de escombros en la base del edificio y se podía ver docenas de policías que alejaban a las personas del lugar mientras los camiones de bomberos disparaban chorros de agua en un intento por extinguir las llamas.

    Sara se llevó las manos a la cara y luego se cubrió la boca. Una sensación de miedo la invadió, acompañada de un sudor frio que comenzó a bajar por su espalda. Ya había visto con anterioridad ese edificio, pero se negaba a aceptar la imagen que veía.

    Isaac se levantó del sofá y se tomó la cabeza con ambas manos.

    —¡Atención! —exclamó con voz imponente un periodista que apareció dentro de un recuadro al costado izquierdo de la pantalla— Hace unos minutos ocurrió una explosión en la sede principal del Instituto de Ciencias Aplicadas. Según el informe policial, un grupo de encapuchados ingresó al lugar fuertemente armados y dispararon contra todas las personas que encontraron a su paso. Minutos después, los hombres se dirigieron al último piso del edificio de física avanzada y asesinaron a dos miembros de la raza Phixa. Las cámaras de seguridad captaron el momento cuando los encapuchados irrumpieron en el lugar y usando varios kilos de explosivos que llevaban en un maletín, destruyeron el cuarto de seguridad para acceder al último nivel…

    —¡Llámalo! —exclamó Sara.

    Isaac levantó el brazo derecho y oprimió el borde de una pulsera azul metalizada de donde se proyectó un haz de luz con la información de sus contactos sobre la superficie del antebrazo. La niña se acercó y se ubicó en un costado. Los dos estaban tan asustados que a duras penas podían hablar, ambos compartían la misma sensación de miedo e incertidumbre.

    —¿Tú crees que…?

    —No —aseguró el muchacho mirándola a los ojos—. No creo que le haya pasado algo malo —Sin embargo, por su cabeza pasaban cientos de ideas trágicas.

    En el noticiero comenzaron a transmitir los videos de las cámaras de seguridad. Los encapuchados subieron rápido por las escaleras de servicio e irrumpieron por la puerta de emergencia del segundo piso. Allí comenzaron a disparar contra docenas de personas que corrían para salvar sus vidas y sin compasión remataban a los que quedaban heridos en el suelo. Luego ingresaron de golpe en una oficina, asesinaron a varios guardias de seguridad y lanzaron un maletín que explotó a los pocos segundos.

    Otros encapuchados subieron las escaleras hacia el último nivel y corrieron por lo largo de un pasillo mientras regaban un líquido inflamable sobre la alfombra a la que prendieron fuego. Después ingresaron a un recinto donde había una mesa ovalada y en ella, dos humanoides sentados uno frente al otro.

    Un fogonazo, producto de un disparo, iluminó toda la sala. El primer humanoide cayó al suelo con todo y silla por la fuerza del impacto que recibió en la cabeza. El segundo recibió dos impactos en el pecho y cayó malherido recostado sobre la mesa. Uno de los verdugos, el que parecía ser el líder, lo rodeó y se acercó despacio.

    El Phixa trató de erguirse con sus manos: cuatro dedos largos y delgados con dos coyunturas por dedo y punta redondeada ausente de uñas, similares a los dedos de un anfibio. El hombre le retiró el casco que le recubría toda la cabeza y dejó expuesto un cráneo ovalado y alargado de rostro carente de nariz y orejas. Luego, inclinó la cabeza hacia un costado y se quedó mirándolo por un instante, levantó la mano con cuidado y le disparó en la frente, dejó una estela de líquido transparente en la superficie de la mesa que al cabo de un rato se tornó de color oscuro.

    —¡Llámalo! —insistió la niña a punto de llorar.

    Isaac aceptó, aunque sentía que estaba a punto de desmayarse. Sus rodillas temblaban como si ya no pudieran soportar el peso de su cuerpo y tenía toda la frente cubierta de sudor. Buscó como pudo el número de su padre y miro a la niña.

    En ese momento se escuchó un estruendo. Los hermanos miraron hacia el jardín, pero no vieron nada por la densa neblina y la fuerte lluvia. Enseguida se escuchó un golpe seco en la puerta y apareció la figura de un hombre alto y delgado que portaba una gabardina que le daba hasta las rodillas. El hombre escurría agua y tenía las botas llenas de barro.

    Los hermanos creyeron por un momento que se trataba de su padre ya que la alarma no se había activado. Pero entonces la luz de la pantalla del televisor iluminó su rostro.

    Se trataba de Ian Miller, el mejor amigo de su padre, al que consideraban parte de la familia. Paranoico, miraba hacia atrás como si lo siguieran. Cerró la puerta de un golpe, corrió hacia las ventanas, cerró las cortinas de un solo tirón y luego hizo una señal con la mano para silenciar el televisor.

    —¿Por qué no contestan el teléfono? —preguntó. Una vena en su frente parecía estar a punto de reventar.

    Isaac tomó aire para responder, pero el hombre lo interrumpió.

    —Alisten comida y lo que puedan de ropa. Tenemos menos de diez minutos para salir de la ciudad.

    —¿Viste lo que sucedió en el ICA? —preguntó el joven con voz temblorosa.

    El hombre no respondió, se volteó y caminó hacia la cocina directo a la alacena. Tomó todas las latas de conservas que encontró, escudriñó dentro del refrigerador y sacó botellas de agua, jugos en caja y alimentos no perecederos que luego apiló sobre los libros que estaban en el comedor.

    —¿Sabes algo de mi padre? —preguntó el muchacho.

    —¡Alisten ropa, no pierdan tiempo! —respondió de mala gana.

    —Pero… ¿Viste lo que pasó en las noticias?

    —¡Tu papá está bien! ¡Nosotros no lo vamos a estar si no salimos de éste lugar!

    —¿Cómo así?, ¿por qué?

    —No hay tiempo para explicaciones, por favor suban y alisten ropa —insistió mientras apilaba alimentos sobre la mesa.

    Sara se dio la vuelta y subió rápido por las escaleras.

    —¿Sigues aquí? —inquirió Ian— ¡Isaac tenemos poco tiempo!

    —Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que pasa?

    Ian se detuvo y tomó aire para responder.

    —Mira… en el camino te explico, necesito que subas y alistes tus cosas.

    Isaac se quedó mirándolo. Trataba de adivinar el motivo por el cual actuaba de esa manera. No hizo más preguntas, solo levantó el brazo y continuó con la búsqueda del contacto de su padre.

    Ian se dio cuenta de lo que el muchacho intentaba hacer. Pegó un brinco, le arrancó el teléfono de un jalón y lo tiró contra el suelo.

    —¿Qué es lo que te pasa?, ¿te volviste loco? —le gritó el muchacho dándole un empujón.

    El hombre lo tomó de la camisa y lo estrelló contra la pared.

    —Si no dejamos este lugar en menos de cinco minutos, ¡tú hermana, tú y yo vamos a morir!

    Isaac lo miró aterrado. Estaba tan alterado que la vena de su frente parecía estar a punto de reventar.

    No tuvo más remedio que agachar la mirada y levantar las manos para tratar de apaciguarlo. Ian lo soltó despacio y se giró para continuar con su búsqueda.

    Isaac subió con rapidez las escaleras e ingresó a su habitación. Allí, empacó toda la ropa que pudo en su maleta junto con un reproductor de música, una fotografía de la familia, sus zapatos deportivos y la navaja suiza que le había regalado su mejor amigo el día de su cumpleaños. Luego salió por la puerta hacia el hall y bajó las escaleras al mismo tiempo que su hermana.

    Afuera, sobre lo que había quedado del bello jardín, estaba estacionado un automóvil modelo 2017, de los que todavía usaban gasolina. Dentro los esperaba Ian y les hacía señas con las manos para apresurarlos.

    Los jóvenes subieron al vehículo y antes de cerrar la puerta, sintieron el impulso de la aceleración. Ian giró el automóvil y terminó de destruir el jardín. En la carrera se llevó por delante un par de canecas de basura. Seguía muy alterado, aceleraba a fondo y en ocasiones se subía al andén con tal de evitar las congestiones. Miraba hacia todas partes y por los espejos retrovisores, chequeaba su reloj y se limpiaba el sudor de la frente con las mangas del gabán.

    Unas calles más adelante, llegaron a la autopista principal que rodeaba la ciudad. Allí, miles de vehículos estaban estancados debido a la congestión usual de los sábados en la tarde, recrudecida a causa del mal clima.

    El hombre no dudó un segundo y dirigió el vehículo hacia un costado adelantó los demás autos transitando por el arcén. Varios conductores le lanzaron insultos, pero él solo condujo como loco, arrasaba señalizaciones y arbustos.

    Isaac, en el asiento del copiloto, apretaba con fuerza su cinturón de seguridad y alternaba la mirada entre la carretera y el enloquecido conductor. Quería pedirle que se calmara, pero tenía miedo que reaccionara como hacía unos minutos en la cocina de su casa.

    Sara se había sentado en la parte trasera del automóvil y abrazaba con fuerza su maleta. Tenía los ojos cerrados y trataba de pensar en otra cosa que no fuera ni el edificio en llamas donde trabajaba su padre ni la manera de conducir de Ian.

    Dejó caer un par de lágrimas y se tapó la boca para evitar hacer ruido.

    —¿Qué pasa, Ian? —preguntó Isaac de la manera más amable que pudo— ¿Sabes algo de mi papá?

    Ian negó con la cabeza sin apartar la mirada del frente.

    —Tienen que confiar en mí —repuso.

    —¿Pero por qué no respondes mi pregunta?

    —¡Porque tienes que confiar en mí y punto! —contestó alzando la voz.

    Isaac se enojó y apretó con fuerza los labios para evitar insultarlo. Volteó a mirar hacia un costado y trató de pensar en algo que lo distrajera, pero el esfuerzo era inútil. La velocidad, el sollozar de Sara y la actitud altanera de Ian le hacían imposible pensar en otra cosa que no fuera la inminente posibilidad de matarse en un accidente. Sentía la inmensa necesidad de recibir así fuera una sola respuesta, pero sabía que ninguna de sus preguntas iba a responderse en ese momento. Por ahora solo podía esperar.

    En su mente rondaba el recuerdo del edificio envuelto en llamas. Sobre todo, porque en los pisos superiores era donde quedaba ubicada la oficina de su padre, lugar que él solo visitaba cuando tenía que pedirle dinero. Imaginó por un segundo que había quedado solo con su hermana y luego sacudió la cabeza en señal de negación, trataba de disipar la idea. Quizás no se encontraba en la oficina, quizás había salido del edificio por un café o quizás estaba dictando algún seminario como lo hacía cada semana.

    Miró de reojo a su hermana en el asiento trasero. Ella abrazaba su maleta como si se tratara de un tesoro. Sintió compasión al ver que la niña trataba de contener el llanto y no dudó en pasarse al asiento de atrás.

    —Papá está bien —le susurró al oído—. No te preocupes, no nos va a pasar nada malo estando juntos.

    La niña asintió con la cabeza y lo abrazó con fuerza mientras que él, con disimulo, le apretaba el cinturón de seguridad.

    En ese momento llegaron a la intersección de la avenida. Ian trató de esquivar un automóvil con un giro hacia la derecha, pero no pudo debido a la velocidad que llevaba. El golpe quebró las ventanas del costado izquierdo y lanzó a los muchachos contra el espaldar de la silla del piloto.

    —¿Están bien? —les preguntó mientras miraba sobre su hombro.

    —Sí —respondió Isaac mientras se tomaba de la cabeza— ¿Qué paso?

    —No lo vi venir—repuso el hombre acelerando una vez más hacia la avenida rumbo a la salida de la ciudad.

    —¡Detente por favor! —suplicó Sara apretando su rostro contra el pecho de Isaac.

    —No podemos —respondió Ian.

    —¡Nos vas a matar! —protestó el muchacho.

    —Eso es lo que estoy evitando —Aseguró mientras giraba para esquivar un camión.

    —Tengo miedo —dijo la niña.

    —Tranquila, no pasará nada —repuso Isaac—. Sé que debe haber una buena explicación. Mejor quédate agachada.

    La niña obedeció.

    —Nos siguen —advirtió Ian.

    —¿Qué?

    —Nos siguen —repitió.

    —¿Quién? ¿El del auto que estrellamos?

    —No.

    Isaac volteó la cabeza y miró a través de la ventana trasera. Dos camionetas L7 de color negro serpenteaban entre los automóviles de la autopista acercándose a toda velocidad. Los vehículos tenían un par de luces en la parte frontal; justo en medio de las farolas, que alternaban entre el color rojo y el azul. No tenían llantas y emitían una luz blanca por debajo, producto de la energía anti gravitacional que las impulsaba.

    —¡Nos van a alcanzar! —exclamó Isaac mientras se ponía de rodillas en la silla para ver mejor— ¡Son de la policía, deberíamos detenernos!

    —¡No son de la policía! —contestó Ian— Busca un maletín que tengo en la parte trasera y alcánzamelo.

    El joven se subió sobre la silla y estiró la mano para alcanzar el maletín de cuero negro que estaba puesto sobre la caja de herramientas.

    —¡Rápido! —gritó Ian.

    El muchacho tomó el maletín y se lo alcanzó por en medio de las sillas delanteras.

    —¡Ábrelo!

    Isaac giró dos chapas y el maletín se abrió de manera automática. Dentro había dos cápsulas metálicas del tamaño de una lata de refresco junto a una pistola con silenciador y un cargador lleno de balas.

    —¡Toma el arma y dispárales! —ordenó Ian.

    —¿Qué?, ¿acaso estás loco?, ¡no le voy a disparar a una camioneta de la policía!

    —¡Que dispares te he dicho!

    —¡No!, ¡no lo voy a hacer!, ¡No sé en qué lio te metiste, pero ni Sara ni yo vamos a hacer parte de esto!

    En ese momento, una bala ingresó por la ventana trasera. Miles de cristales cayeron sobre la silla trasera mientras Sara gritaba y se ocultaba en el espacio detrás de la silla del conductor. Isaac reaccionó de inmediato y se tiró sobre la niña para protegerla con su cuerpo.

    —¡No son de la policía, Isaac!, la policía no dispara contra civiles. ¡Toma el arma!

    El joven dudó por un momento. El ruido de los disparos, el motor que parecía estar a punto de fundirse y el llanto de su hermana no le permitían pensar con claridad. Le dio un fuerte dolor de cabeza y sintió una leve punzada en el corazón que ahora latía más fuerte que

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