Cada época tiene sus propios Prometeos. Cada salto que da una civilización tiene detrás el espíritu de un titán que roba un secreto a los dioses para cederlo a los hombres. El Prometeo encadenado clásico fue condenado por devolver el uso del fuego a los humanos, condenados por los jefes del Olimpo a olvidarlo y sufrir la oscuridad y el frío. El moderno Prometeo de Mary Shelley competía con los dioses para dar vida a un ser como Frankenstein y les quitaba la exclusiva, pero a un gran precio.
Entre la leyenda literaria y la religiosa, la ciencia ha ido rebañando parcelas a las divinidades y convirtiéndolas en fórmulas físicas, químicas, matemáticas, en órbitas... explicando la oscuridad.
El uso que el hombre ha dado en cada momento nunca ha sido el mejor; casi siempre ha servido para añadir poder destructivo a las armas y para imponer una civilización sobre otra. A veces, un descubrimiento ha cambiado el rumbo que llevaba la Humanidad. Y con el desarrollo de la ciencia y el aumento exponencial de científicos —a la vez que humanos—, la periodicidad de esas apariciones estelares, capaces de originar saltos evolutivos, es más corta.
Esta tercera década del siglo XXI parece ser uno de esos momentos de desafío en los que se plantea si debemos aplicar todo lo que la ciencia y la tecnología nos permiten. ¿Podríamos clonar humanos? Parece que sí, tras la experiencia adquirida desde Dolly en 1994. ¿Se podría reemplazar la inteligencia humana