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La evolución, de Darwin al genoma
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Libro electrónico350 páginas3 horas

La evolución, de Darwin al genoma

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Hace 150 años, Charles Darwin comenzó una revolución científica, social e intelectual al publicar El origen de las especies. Nunca una teoría científica no ha ejercido una influencia tan fuerte en ámbitos tan diferentes de la actividad humana como la teoría de la evolución. Pero, lejos de ser una teoría conocida, rebuscada y apreciada, la situación actual en muchos países es todavía de abierta oposición. ¿Qué hace tan peligrosa la teoría evolutiva? ¿Tiene todavía vigencia la propuesta de Darwin? ¿Cómo encajan los últimos descubrimientos de la biología en la teoría evolutiva? ¿Necesitamos una nueva teoría para explicar la biodiversidad y las adaptaciones' Estas y otras cuestiones, son las que se plantean en este libro, que pretende poner al alcance de todo el mundo los postulados de la teoría de la evolución y las incógnitas todavía no resueltas por esta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 nov 2011
ISBN9788437084947
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    La evolución, de Darwin al genoma - Fernando González Candelas

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    Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,

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    en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,

    electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

    © Del texto: Fernando González Candelas, 2009

    © De la presente edición:

    Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2009

    www.valencia.edu/cdciencia

    cdciencia@uv.es

    Publicacions de la Universitat de València, 2009

    www.uv.es/publicacions

    publicacions@uv.es

    Producción editorial: Maite Simón

    Corrección: Communico, C. B.

    Cubierta:

    Diseño original: Enric Solbes

    Grafismo: Celso Hernández de la Figuera

    Realización de ePub: produccioneditorial.com

    ISBN: xxxx xxx xxxx

    A Carmina, por iniciar juntos un nuevo linaje.

    A Mar y Ferran por empezar a perpetuarlo.

    AGRADECIMIENTOS

    Son muchas las personas a las que debo más de un «¡gracias!» tras concluir la escritura de este libro. Estoy seguro de que, cuando lo oigan de mis labios, muchas no sabrán a cuenta de qué les muestro ese agradecimiento, pero creo que es de justicia reconocer a aquellos que, directa o indirectamente, me han permitido reflexionar sobre el tema que se expone en las siguientes páginas. Aun a riesgo de olvidarme de alguien, las siguientes personas ocupan un lugar destacado entre quienes me han ayudado.

    Fernando Sapiña y Soledad Rubio me plantearon el desafío de escribir un libro de divulgación de la teoría evolutiva, a pesar de la existencia de excelentes textos que cubren este objetivo. Espero haber cumplido su encargo de hacer algo diferente.

    En todo escrito, por atención y cuidado que se ponga, quedan errores, algunos graves, otros apenas perceptibles. Juli Peretó, Ester Desfilis, Iñaki Comas y, especialmente, Mar González han ayudado con sus correcciones y sugerencias a minimizar los que yo había introducido inicialmente. Los que aún puedan aparecer son, naturalmente, achacables sólo a mí. Además, los cuatro anteriores y Fernando Sapiña me hicieron numerosas observaciones, y me forzaron a ser más claro en la expresión de mis ideas y a utilizar de forma más clara el lenguaje, muchas veces críptico, con el que solemos dialogar los científicos. Aun así, en ocasiones me he aferrado a utilizar términos y expresiones que compensan con su claridad conceptual su falta de inteligibilidad para los no entrenados. El glosario de términos incluido al final del libro proporciona una explicación, espero que más comprensible, de estos conceptos y términos.

    Tras veinte años de dedicación a la enseñanza de la evolución, son muchas las promociones de estudiantes a las que debo un estímulo casi continuo para hacerme entender. Sin destacar a nadie en particular, todos ellos me han ayudado a aclarar mis ideas y a exponerlas de manera comprensible. Con todo, son mis estudiantes de doctorado (Iñaki Comas, Mireia Coscollá, Vicente Sentandreu, Alicia Amadoz, Carmen Palacios, Manuela Torres, Marisa Palop y Adoración Hernández) los que con más intensidad me han retado en la tarea de transmitir mis conocimientos. A la par, también ellos me han aportado y facilitado el acceso a nuevas ideas y desafíos con los que, además de aprender, hemos disfrutado en el proceso.

    Hace mucho tiempo que la Ciencia abandonó las torres de cristal, no sólo respecto a la sociedad en general, sino también en el círculo más estrecho en el que desarrollan su tarea los que la practican. En mi caso, el círculo es fácilmente identificable: el grupo de Genética Evolutiva, primero en el Departamento de Genética y luego en el Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universitat de València. Entre sus miembros, tanto los permanentes como los que han permanecido entre nosotros períodos más o menos prolongados, se encuentran la mayoría de pares con los que el diálogo y la discusión, la confrontación de ideas y la búsqueda de soluciones a problemas de todo tipo, hacen de la práctica de la ciencia una tarea cotidiana inigualable como fuente de satisfacción. Desde la vieja guardia, como Andrés Moya, Amparo Latorre, Francisco Silva, Juli Peretó, hasta los más jóvenes, Rafael Sanjuán, José Manuel Cuevas, Xavier López-Labrador, María Alma Bracho, entre otros muchos becarios, postdoctorales y visitantes, a todos les agradezco su paciencia y estímulo.

    Capítulo 1

    INTRODUCCIÓN

    El año 2009 marca dos aniversarios importantes para la teoría de la evolución: se cumplen doscientos años del nacimiento de Charles Darwin, el principal científico responsable de su formulación y difusión, y ciento cincuenta años desde que Darwin publicó el libro en el que plasmaba esta teoría: El origen de las especies. Tenemos una querencia especial por las cifras más o menos redondas, y este doble aniversario nos brinda una oportunidad para conmemorar ambos acontecimientos con la publicación de un texto en el que se divulgan los principales postulados de esta teoría, actualizados con los avances de la ciencia desde su primera publicación, y mostrar la relevancia de la teoría evolutiva no sólo para la biología, sino para muchas actividades humanas en campos tan diversos como la medicina, la agricultura, la conservación de la biodiversidad, la filosofía e, incluso, el derecho, por mencionar algunos. La difusión de las teorías planteadas por Darwin, y desarrolladas por numerosos científicos desde entonces, cumple otro importante papel: mostrar a la sociedad la importancia del desarrollo científico en general, y de la biología en particular, en numerosos ámbitos que no parecen estar relacionados entre sí. Éstos no suelen ser considerados cuando sectores amplios de nuestra sociedad, y de otras, se oponen a la enseñanza y difusión de la teoría evolucionista porque colisiona con creencias religiosas, por mucho que los puntos de fricción se disfracen de controversias científicas.

    En Europa, todavía no hemos llegado a tratar estos conflictos en sedes judiciales, como ha sucedido en Estados Unidos en varias ocasiones, pero los avances de grupos antievolucionistas en este sentido han sido tan llamativos que han provocado que el Parlamento Europeo realice una declaración de apoyo a la enseñanza de la teoría de la evolución. Con ella, ha condenado las pretensiones de algu-nos gobiernos, como el derrotado en las elecciones de 2006 en Polonia, de introducir la enseñanza de teorías alternativas a la evolución, como la del diseño inteligente y otras versiones del creacionismo. La jerarquía de la Iglesia católica tiene un papel de calculada ambigüedad, con declaraciones y manifestaciones contrarias a las afirmaciones previas del papa Juan Pablo II, en las que aceptaba la teoría de la evolución, si bien dejaba un papel para el Divino Creador en la inspiración de la naturaleza humana. Otras religiones de amplia implantación en nuestro continente también dan signos de apoyo a posiciones antievolucionistas, como la Iglesia ortodoxa o muchos imanes islámicos.

    ¿Qué hay tan perverso en la teoría evolutiva para que confesiones tan dispares coincidan en mostrar su rechazo, más o menos frontal, a ésta? Si prestamos atención a sus oponentes, que no ocultan sus convicciones religiosas y que las emplean en su ataque al evolucionismo, el motivo es la asimilación entre evolucionismo y materialismo. Esta correspondencia tiene su base en la desacralización del fenómeno vital, que pasa a ser el resultado de procesos naturales, del mismo rango que las leyes de la física o de la astronomía, y en la falta de consideración de la especie humana como una especie especial entre las de otros animales, pues sus características diferenciadoras, especialmente todas las relacionadas con la aparición y el desarrollo de su inteligencia, son el resultado de un proceso que se inicia con otros primates y no tiene un origen súbito y de naturaleza sobrenatural.

    Al proponer la teoría de la evolución por selección natural, Darwin cierra la revolución copernicana iniciada con la demostración de la teoría heliocéntrica, que, desarrollada a lo largo de los siglos siguientes, acabó desmontando la necesidad de una intervención divina para explicar la estructura y el funcionamiento del universo que conocemos, desde la disposición y movimiento de las estrellas y planetas hasta las peculiaridades de la especie humana o las propiedades de los seres vivos que no encontramos en la materia inerte. Pero si esta deidad, sea cual sea su nombre o la forma con la que se la invoque, no tiene un papel a la hora de determinar el funcionamiento del universo, ¿por qué debe hacerlo respecto a las normas y leyes morales y éticas que rigen el comportamiento de los seres humanos?

    Este argumento es completamente falaz, pues la religión no aplica, ni tiene intención de hacerlo, los preceptos de la ciencia. Ésta tampoco postula ni favorece una interpretación de las reglas morales ni hace prescripciones sobre cómo debemos comportarnos respecto a nuestro prójimo o sobre el tipo de relación que podemos adoptar libremente con aquellos seres a los que buena parte de la humanidad sí otorga poderes especiales. La ciencia, en algún caso –y hay unos cuantos ensayos interesantes al respecto–,1 y la filosofía se ocupan, entre otras actividades, de plantear explicaciones contrastables sobre por qué aparece y triunfa, en diferentes sociedades humanas, lo que llamamos sentimiento religioso, la necesidad de creer en seres, materiales o inmateriales, dotados de capacidades que les permiten ser calificados de omnipresentes, omniscientes o todopoderosos.

    ¿Qué es lo que explica y cómo lo hace la teoría evolutiva? En esencia, la teoría de la evolución explica dos cosas: cómo han aparecido las diferentes especies que han habitado la Tierra desde el inicio de la vida sobre la misma, hace unos cuatro mil millones de años, y por qué observamos, en todos los seres vivos que estudiamos, características de su anatomía, de su fisiología y de su comportamiento que les permiten aprovechar de manera óptima los recursos disponibles a su alrededor. Es lo que llamamos adaptación. La genialidad de Darwin consistió en formular un mecanismo explicativo común a ambos fenómenos, la diversidad de la vida y la adaptación de los seres vivos. Este mecanismo es la selección natural y su formulación es engañosamente simple, pues se puede resumir en un sencillo razonamiento basado en dos premisas. En primer lugar, todos los seres vivos tienen una gran capacidad para reproducirse y pueden dejar en cada generación muchísimos más descendientes de los que puede soportar el medio en el que habitan. Por otra parte, los individuos de una especie, aunque son muy semejantes unos a otros, se diferencian por una serie de características. Muchas de estas características se transmiten de padres a hijos, de una generación a otra: son hereditarias.

    A partir de estas premisas, el razonamiento de Darwin fue el siguiente: dado que el número de descendientes producidos en una generación excede con mucho a los que puede soportar el medio, es inevitable que parte de ellos muera. Si el hecho de que un individuo sobreviva o no en esta lucha por la existencia tiene alguna relación con esas características que diferencian a unos de otros, entonces los supervivientes compartirán con mayor frecuencia esas características ventajosas. Como este proceso se repite generación tras generación, la proporción de individuos de la población que comparten esa característica aumentará gradualmente hasta que llegue un momento en el que todos los individuos de la población la tendrán y, en ese punto, ya no marcará la diferencia entre los que sobreviven y los que no. Este cambio gradual en las características de las poblaciones, acumulado a lo largo de generaciones, es lo que permite la aparición de nuevas especies y, simultáneamente, explica por qué las características que observamos en estos individuos parecen diseñadas a propósito para permitir su supervivencia y reproducción, es decir, son adaptativas. Este proceso de supervivencia y reproducción diferenciales en condiciones de crecimiento poblacional limitado, que depende de unas características hereditarias que diferencian a unos individuos de otros en la población, es lo que conocemos como selección natural.

    Así formulado, el razonamiento es extremadamente sencillo, y el principio de la selección natural es una consecuencia lógica, casi inevitable, de éste. Sin embargo, como veremos a continuación, las cosas no son tan simples, y cada uno de los componentes del razonamiento, incluso las premisas de base, ha sido sometido a un escrutinio detallado desde hace siglo y medio: la teoría ha respondido satisfactoriamente a todos los desafíos a los que ha sido sometida. Esto no significa que pueda explicar todos los fenómenos y observaciones que se han acumulado hasta la fecha, pero proporciona el marco interpretativo y metodológico necesario para ello. Por esta razón es una teoría científica y no una creencia o una revelación.

    1. Pueden consultarse D. Dennett: Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon, Penguin Group, 2006, o F. J. Ayala: Darwin’s Gift to Science and Religion, Joseph Henry Press, 2007, traducido por Alianza Editorial como Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo, cristianismo y evolución.

    Capítulo 2

    LOS PRECURSORES DE DARWIN

    La historia de la biología evolutiva comienza realmente en 1859 con la publicación de El origen de las especies por Darwin, pero muchas de sus ideas tienen antecesores, si bien la ortodoxia de su tiempo sostenía la inmutabilidad de las especies. Entre los precursores de Darwin nos encontramos a filósofos como Maupertuis (1698-1759), a enciclopedistas como Diderot (1713-1784), o al propio abuelo de Darwin, el médico Erasmus Darwin (1731-1802). A todos ellos les interesó la idea de que una especie pudiera convertirse en otra, pero desde la antigua Grecia y en prácticamente la totalidad de mitologías, encontramos descripciones de cómo surgen los seres vivos y, en ocasiones, de cómo se transforman unos en otros. Sin embargo, su influencia sobre el desarrollo del pensamiento de Darwin y de otros evolucionistas es mínima en comparación con la de otros precursores más inmediatos.

    El descubrimiento de la evolución debe mucho a los naturalistas y anatomistas ilustrados del siglo XVIII, sin cuyo concienzudo trabajo no hubiera sido posible fundamentar científicamente el hecho evolutivo. Al estudiar la naturaleza con más detalle, continuamente aparecían especies nuevas, cuya ordenación en una escala natural se hacía cada vez más complicada. Sin embargo, naturalistas como Carolus Linneus (1707-1778) (Carl Linné, en lengua vernácula, Lineo en castellano) no podían abandonar la idea de que Dios debía haber creado la naturaleza según un orden. Este orden natural, por lo tanto, debía reflejarse en la clasificación sistemática de las especies, y a esto se aplicó Lineo con gran éxito. A él se debe la idea de establecer una clasificación sistemática en jerarquías inclusivas, que él estableció en cuatro niveles –clase, orden, género y especie– y que siguen empleándose en la actualidad. Pero, bajo el prisma evolutivo, lo más destacado del trabajo de Lineo es que utilizó técnicas de clasificación y conceptos biológicos totalmente innovadores para la época: definió el concepto de especie como la unidad de reproducción y fue el primero en emplear las partes florales de las plantas para la clasificación, sacando provecho del reciente descubrimiento del papel sexual de las flores. Aunque algunas de estas ideas, como el sexo de las flores, no eran bien recibidas en los círculos elegantes de la época, es evidente que Lineo no sólo sentó las bases de la moderna sistemática, sino que introdujo conceptos que arrojarían, en el futuro, una gran luz al problema del origen de las especies, como la unidad reproductiva de la especie. Sin embargo, Lineo interpretó todo su trabajo, publicado en su obra Systema Naturae, bajo un punto de vista fijista y nunca vislumbró la posibilidad de que su clasificación, basada en semejanzas anatómicas, pudiera ser el resultado de que unas especies procedieran de otras por cambios evolutivos.

    El descubrimiento de la naturaleza a través de las grandes expediciones científicas del siglo XVIII en todos los continentes estimuló el desarrollo del concepto de adaptación de cada especie a una determinada región geográfica. El propio Lineo formuló el concepto de la economía de la naturaleza según el cual, en cada región, las especies forman un entramado de relaciones complejas que les permiten utilizar los recursos de manera óptima. En este sentido, se estaban implantando las bases modernas de la ecología. El concepto de adaptación al medio y el aumento espectacular de nuevas especies descubiertas hacía difícil pensar que el arca de Noé hubiera podido albergar tantas especies y que éstas, una vez pasado el Diluvio, hubieran podido alcanzar desde el arca todos los confines de la Tierra, con una perfecta adaptación a cada ambiente. Este tipo de problemas, por muy pueriles que puedan parecer hoy en día, ocupaban gran parte de las discusiones ilustradas de la época, y reflejan la dificultad para acomodar los nuevos descubrimientos científicos al marco conceptual bíblico imperante que fundamentaba aquella sociedad. A finales del siglo XVIII, muchos naturalistas habían descrito las asociaciones entre las especies y su medio, lo que sirvió de base para la formulación de los conceptos modernos de fauna y flora regionales. Este conocimiento hacía imposible sostener que todas las especies se hubieran originado en el mismo lugar, lo que contradecía no sólo el mito del arca de Noé, sino también la idea de la isla primitiva de Lineo.

    Un contemporáneo de Lineo, George-Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, fue el principal defensor del punto de vista alternativo, según el cual, cada especie se había originado en el lugar en el que estaba adaptada. Sus estudios naturalistas sobre las floras y faunas regionales permitieron establecer el concepto de regiones biogeográficas. Buffon observó también que, algunas veces, especies que ocupaban el nuevo y el viejo mundo presentaban semejanzas a pesar de la formidable barrera oceánica que las separaba. Su explicación fue que todas estas especies, de las que un ejemplo eran los grandes felinos, tenían un origen común, y que las variaciones entre ellas eran debidas a la influencia de los diversos ambientes. Es difícil saber si Buffon tenía la idea general de la evolución en su mente cuando formuló esta hipótesis, aunque tuvo que corregir partes de su Historia Natural porque los censores de la Sorbona las consideraron heréticas. El caso es que Buffon reivindicó la idea de especie como una unidad reproductiva, pero nunca emitió un juicio explícito sobre el efecto del ambiente en la formación de nuevas especies, y limitó este efecto a pequeños cambios.

    En este ambiente de controversia, las pruebas definitivas de la direccionalidad en los cambios terrestres debían proceder del estudio de los fósiles mediante la naciente ciencia de la paleontología. El trabajo definitivo fue realizado por Georges Cuvier (1769-1832), profesor del Museo de Historia Natural de París y fundador de la anatomía comparada moderna. Sus minuciosos estudios basados en la disección de animales le llevaron a formular dos leyes fundamentales en anatomía. La primera, denominada ley de la correlación entre las partes, indica que un animal debe tener todas las partes de su cuerpo coordinadas para que su funcionamiento provoque una perfecta adaptación. Quizá exagerando, Cuvier sostenía que, debido a este principio, podía reconstruir la estructura de todo un animal a partir de un sólo hueso. Este principio ha sido utilizado repetidamente en el estudio de los restos fósiles para identificar el organismo al que pertenecen y proporcionar descripciones de las partes que faltan del mismo. La segunda ley, la de la subordinación de los caracteres, postula que las partes del cuerpo más importantes para la clasificación son aquellas que están menos afectadas por la adaptación a las diferentes condiciones de vida. En lenguaje moderno, diríamos que los caracteres de mayor valor para estudiar las relaciones evolutivas son los menos influidos por la selección natural. Esta ley, formulada hace doscientos años, sigue vigente.

    A partir de la comparación de organismos próximos y de la observación de la modificación de uno de sus órganos, Cuvier pudo constatar la correlación de estos cambios con la adaptación de cada organismo. Con esta formación básica, Cuvier desarrolló un gran interés por los fósiles. Sus estudios se iniciaron en 1796, cuando llegaron a París los restos fósiles de un vertebrado gigante procedentes de Paraguay. Cuvier lo denominó Megatherium (en latín, ‘gran bestia’) y lo clasificó en la misma familia que los actuales perezosos de Sudamérica. Dado que, actualmente, no existen perezosos de tamaño gigante, Cuvier dedujo que correspondían a una especie que se había extinguido. Posteriormente, utilizando su ley de las correlaciones entre las partes, Cuvier pudo reconstruir esqueletos completos de muchos otros organismos a partir de algunos huesos fósiles. Muchas de estas reconstrucciones eran de organismos gigantes, como grandes elefantes y mamuts; especialmente famosa resultó la reconstrucción del orga-nismo al que denominó mastodonte (género Mastodon) a partir de los huesos de las extremidades, colmillos y molares fosilizados.

    La abundancia de organismos fósiles gigantes, parecidos a los actuales pero que jamás habían sido encontrados en las expediciones científicas, consiguió convencer a los más escépticos de que estaban ante especies desaparecidas y que, por lo tanto, la extinción era un hecho real. Para Cuvier, esto también constituía una evidencia de la no existencia de discontinuidades en la escala de la naturaleza y que, además, si había extinciones era porque la supuesta economía de la naturaleza no era tan real. Así, Cuvier comprendió que la historia de la Tierra debía medirse en términos de miles de siglos y, sorprendido por la abundancia de las extinciones, formuló su teoría de las catástrofes, que le hizo famoso.

    Cuvier murió en 1832, en un momento en el que las ideas evolucionistas empezaban ya a tomar forma. Contemporáneo de Darwin, éste fue un gran admirador de su trabajo. En realidad, el desarrollo de las ideas evolutivas del siglo XIX no puede comprenderse sin los grandes avances científicos realizados en los dos siglos anteriores, por lo que Darwin escribió al final de su vida que Lineo y Cuvier habían sido sus dos dioses. Esta afirmación debería extenderse también a Buffon, a Werner, a Hutton y a tantos otros naturalistas, geólogos y paleontólogos que hicieron posible el descubrimiento de la evolución a pesar de que ellos no eran evolucionistas.

    Uno de los más influyentes fue el naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) quien, en su Philosophie Zoologique (1809), consideró que las especies se convierten en otras con el tiempo. Su idea se conoce actualmente como transformismo en vez de evolución porque, para él, los linajes no se dividían y diversificaban ni se extinguían, sino que alcanzaban un nuevo estadio en la escala evolutiva. El principal mecanismo de cambio en las especies propuesto por Lamarck eran las fuerzas internas: cierto tipo de mecanismo desconocido por el que un organismo producía una descendencia ligeramente diferente a sí mismo de modo que, cuando los cambios se acumulaban durante muchas generaciones, la línea se habría transformado y convertido, quizá, en una nueva especie.

    Otro mecanismo propuesto por Lamarck, menos importante en su concepción pero por el que suele ser recordado, es el de la herencia de los caracteres adquiridos. A medida que un organismo se desarrolla, adquiere nuevas características debido a su historia particular de accidentes, enfermedades o esfuerzos musculares. La sugerencia de Lamarck es que las especies podrían transformarse si estas modificaciones, adquiridas individualmente y en respuesta a los requisitos planteados por su supervivencia en un medio concreto, podían transmitirse a la descendencia, y así se iban incorporando nuevas modificaciones con el transcurso del tiempo. Uno de los ejemplos más famosos es el de la longitud del cuello de las jirafas, que era el resultado de la necesidad de alimentarse de ramas de acacias cada vez más altas en la sabana, las únicas en las que se encuentran

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