A una molécula de la locura: Relatos del cerebro secuestrado
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A una molécula de la locura - Sara Manning Peskin
PRIMERA PARTE
MUTANTES DE ADN
El ADN tuvo un debut deslucido en el mundo científico. Su historia comienza con el doctor Friedrich Miescher, un médico suizo casi sordo que se recluyó en su laboratorio a mediados del siglo XIX, después de darse cuenta de que no podía oír bien a sus pacientes. Miescher se convirtió en un investigador extasiado por su trabajo, conocido por usar la vajilla de su casa cuando se quedaba sin material de laboratorio y por dejar a su prometida esperando en el altar mientras terminaba un experimento (aun así, se casó con él). Cautivado por la química del pus, Miescher recogía vendajes usados de un hospital cercano y raspaba su contenido amarillento para volcarlo al interior de matraces que almacenaba a lo largo y ancho de su laboratorio (Veigl, Harman y Lamm, 2020). Relatos contemporáneos sugerían que se mostraba imperturbable ante los orígenes de su sustrato de investigación; solo se quejaba cuando, a pesar de sus esfuerzos, no era capaz de conseguir cantidades mayores y más frescas de pus.
Al examinar estas muestras de olor acre, Miescher encontró algo inesperado: además de las moléculas sobre las que algunos científicos y científicas habían escrito anteriormente, las células del pus también contenían un material filamentoso que era rico en átomos de fósforo. Meischer no había leído nada acerca de algo parecido. No estaba seguro de qué estaba haciendo aquello en sus células. Hasta donde él sabía –e iba a estar en lo cierto– había descubierto algo nuevo.
Meischer publicó ese mismo año una descripción de la curiosa sustancia en una revista científica. El artículo era árido y pomposo; tenía veinte páginas que rápidamente provocaban más desdén que admiración (Miescher, 1871). Algunos miembros de la comunidad científica pensaron que la misteriosa molécula era simplemente un contaminante que Meischer había introducido accidentalmente en sus experimentos. Otros, sospechando que estaba ocurriendo algo más oscuro, cuestionaron su integridad científica. Incluso la gente que pensaba que sus protocolos eran impecables no creía que hubiese descubierto la molécula que era capaz de transmitir características de una generación a la siguiente. Por aquel tiempo, incluso el propio Meischer creía que la molécula era químicamente demasiado simple para contener las instrucciones necesarias para construir y hacer funcionar la diversidad de seres vivos que existen sobre el planeta.
El producto con forma de fibra aislado por Meischer pronto se conoció como ácido desoxirribonucleico, o ADN en su forma abreviada, aunque muy poca gente concebía que tuviese relevancia alguna para la herencia,¹ así que, durante los siguientes ochenta años, el ADN fue prácticamente olvidado. La comunidad científica se centró en las proteínas, las diversas y sorprendentemente eficientes moléculas que llevan a cabo el duro trabajo de mantener la vida de las células. Era lógico, creían los investigadores entonces, que unas moléculas tan sorprendentemente capaces como las proteínas pudieran ser también la sustancia que permitiese a nuestros rasgos tejer su destino a través de los linajes. El mundo de la ciencia pensó que el resto de las moléculas no tenían relevancia a este respecto.
Esta concepción cambió en 1944 gracias a Oswald Avery. Avery era un bacteriólogo canadiense cercano a la jubilación con un mentón estrecho y una frente amplia que hacían pensar que la parte superior de su cráneo se hubiera expandido para acomodar un enorme cerebro (Dubos, 1976). Era una criatura de hábitos inalterables, sobriamente vestida, que trabajaba en una cocina sin decorar que habían convertido en laboratorio de investigación en el Instituto Rockefeller de la ciudad de Nueva York.
Al igual que Meischer, Avery también se había formado como médico y había abandonado la práctica clínica –en su caso tras sentirse impotente para tratar a pacientes que se ahogaban a causa de enfermedades pulmonares–. Al redirigir su carrera hacia el banco de trabajo del laboratorio, pretendía ahondar en el conocimiento del extraño comportamiento de uno de los azotes de los pulmones, una bacteria llamada neumococo (Russell, 1988).
Uno de los predecesores de Avery había descubierto que los neumococos tenían una habilidad significativa para aprender nuevos trucos. Había observado que algunas cepas inocuas de estas bacterias podían volverse infecciosas simplemente mezclándolas con los restos destruidos de otras cepas infecciosas. Era como aprender a tocar la guitarra como Jimi Hendrix simplemente colocándose al lado de la tumba del músico. También se dio cuenta de que el proceso era similar al de la transmisión de rasgos entre padres e hijos.
Avery quería entender cómo las bacterias podían adquirir nuevas características a partir de su entorno –cómo se podían transformar de inocuas en infecciosas–. Para encontrar la respuesta hizo crecer bacterias en dos frascos. En uno de ellos cultivó una población de neumococos infecciosa. En el otro hizo crecer una forma no infecciosa de la misma bacteria. Inicialmente replicó el trabajo de sus predecesores, matando a las bacterias infecciosas y probando de nuevo que algo que existía en el fluido de sus restos podía enseñar a las bacterias no infecciosas a ser virulentas. A partir de ahí, empezó un proceso de eliminación para averiguar qué molécula hacía que se produjera el fenómeno.
Para comprobar si las proteínas influían en este proceso, añadió un compuesto químico que destruía estas moléculas en las bacterias infecciosas. Para su sorpresa, ello tenía muy poco efecto sobre el resultado de su experimento. Las bacterias inocuas todavía aprendían a ser infecciosas. Contrariamente a la creencia científica imperante en la época, las proteínas no eran las moléculas necesarias para la herencia que todo el mundo había imaginado.
Entonces, Avery intentó destruir el ADN de los residuos de las bacterias infecciosas. Como ocurriría en una línea de montaje en cadena, la falta de este componente hizo que el experimento no funcionase. Las bacterias inocuas ya no podían aprender a ser peligrosas. Había sido siempre el ADN –y no las proteínas– el que había permitido que las bacterias adquirieran nuevas capacidades a partir del ambiente. El experimento demostraba por primera vez que el ADN era la molécula largo tiempo buscada que confería los rasgos heredables. Cerca de un siglo después de ser descubierta, la comunidad científica finalmente reconocería que el ADN es la molécula que hace que la descendencia sea similar a sus progenitores.
Ahora sabemos que prácticamente todas las células de tu organismo tienen una copia idéntica de tu ADN –con la notable excepción de los glóbulos rojos, que mueren sin haberse replicado, y los espermatozoides y óvulos, que solo tienen la mitad de la información genética habitual–. Sin embargo, dentro de casi todas las otras células de tu cuerpo el ADN está dividido en cuarenta y seis fragmentos llamados cromosomas, cada uno de ellos constituido por millones de nucleótidos.
Si consideráramos la secuencia completa del ADN humano como un libro, los cromosomas serían sus capítulos y los nucleótidos sus letras. En vez de tener veintisiete, como el alfabeto del español, el ADN está constituido solo por cuatro nucleótidos –convenientemente abreviados: A, T, C y G–. Con solo cuatro nucleótidos como bloques de construcción, no sorprende ahora que Miescher dudara de que el ADN fuera la molécula de la herencia. ¿Cómo podía una sustancia con tan pocas partes codificar información suficiente para ser responsable de la extraordinaria variabilidad de los humanos, las plantas y los animales que viven en la Tierra?
Lo que Miescher no sabía –y la ciencia tardaría un siglo en averiguar– era que la secuencia del ADN de cada una de nuestras células se compone de casi tres mil millones de nucleótidos. Si en lugar de estar estrechamente plegada, la hebra de ADN de tu cuerpo estuviese completamente extendida, podría llegar al Sol y volver varias veces. Los humanos no nos diferenciamos genéticamente unos de otros porque tengamos muchos nucleótidos distintos en nuestro ADN, sino más bien porque los nucleótidos están ensamblados en un código tan enorme que existen infinidad de lugares en los que la secuencia puede diferir de una persona a otra.
La mayoría de las veces, las variaciones que se encuentran en el ADN no producen efectos perjudiciales. Puedes tener un nucleótido A en una determinada posición de tu código de ADN y una persona de tu vecindario puede tener una T en esa localización, y ninguno de los dos experimentará consecuencias negativas a causa de esta diferencia. De esta manera, nuestro ADN es sorprendentemente resiliente. Podemos resistir un sorprendente número de mutaciones sin sufrir ningún daño.
Sin embargo, a veces, en algunas regiones particularmente importantes de nuestro ADN, incluso un cambio en un solo nucleótido puede ser letal. Para las familias que inconscientemente transmiten estas peligrosas mutaciones, el ADN puede ser la fuente de una tortura que se prolongue durante siglos, tejiendo los hilos de la catástrofe a través de vastas redes de familiares. El ADN, que frecuentemente es un manantial de inmenso poder, puede convertirse en una fuente de destrucción.
Las mutaciones nocivas del ADN pueden devastar cualquier parte del cuerpo, pero en ningún lugar sus efectos son más contundentes que en el cerebro. En otros órganos las mutaciones pueden producirnos dolor, desfigurarnos e incluso matarnos, pero no ponen patas arriba la personalidad que nos define como individuos. En el cerebro, las mutaciones del ADN pueden arrebatarnos la empatía, la memoria, el lenguaje y otros componentes fundamentales de nuestra identidad. Las mutaciones pueden crear una persona totalmente distinta a la que nuestra familia y amistades conocían.
Nuestro actual conocimiento de la genética es tan amplio que a veces podemos detectar a personas que sufrirán enfermedades del cerebro incluso antes de que muestren síntomas. Podemos predecir el futuro de una manera que no era posible en el pasado. En algunos casos, este conocimiento ha permitido a la comunidad científica intervenir suficientemente temprano para que las personas nunca sean víctimas de las maldiciones genéticas entretejidas en su ADN. Pacientes que una vez fueron intratables ahora se pueden curar.
Así que este es nuestro punto de partida: la molécula que nos define desde el nacimiento, y los científicos y científicas que están aprendiendo a proteger nuestros cerebros de nuestro propio ADN.
1. El término desoxirribosa se refiere a la estructura del ADN, que contiene una molécula de azúcar denominada ribosa, la cual ha perdido uno de sus átomos de oxígeno. El término nucleico alude a un compartimento de las células denominado núcleo, que es el lugar donde se localiza el ADN. La adición de la palabra ácido clarifica que el ADN es ligeramente ácido, lo cual significa que tiende a liberar hidrógenos cuando se sintetiza.
Capítulo 1
EN SUSPENSIÓN
En la sala de espera de una clínica especializada en la enfermedad de Huntington, las extremidades se retuercen. Los dedos se curvan como garfios. Las piernas que deberían descansar sobre la tapicería de las sillas se elevan, agitándose en el aire. Las sillas se zarandean contra el suelo.
Amelia Ellman está sentada y quieta, a excepción de sus pies, que vibran con ansiedad.¹ No ha venido a la clínica para que un especialista evalúe sus síntomas; sus músculos y su mente todavía funcionan tan bien como los de cualquier persona de veintiséis años. Amelia ha venido a la clínica a saber los resultados de su prueba genética, a que le lean la fortuna en un trozo de papel enviado por un laboratorio que ha analizado su ADN.
La madre de Amelia murió a causa de la enfermedad de Huntington el año pasado. Su ocaso fue lento y extremadamente doloroso; se prolongó más de una década. Durante ese tiempo se volvió irracional y demente, y acabó exhausta de los movimientos involuntarios que hacían que sus extremidades parecieran conectadas a una corriente eléctrica fluctuante. Sin embargo, en esa misma época los movimientos de Amelia se habían vuelto más precisos. Amelia se había convertido en una acróbata que dependía de la exactitud de sus movimientos para mantenerse en equilibrio en ángulos que desafiaban la gravedad. Podía actuar con la gracia de una bailarina mientras colgaba a tres metros del suelo, suspendida únicamente por dos tiras de seda que caían desde un alto techo. Podía columpiarse en un aro mientras este giraba sobre sí mismo velozmente en las alturas.
En la sala de espera, donde el techo era bajo y la mayor parte de los gestos de la gente eran espasmódicos e involuntarios, Amelia se preparaba para saber si su carrera como gimnasta de las alturas sería reemplazada por los grilletes de las sillas de ruedas o la cama de un hospital. Sabía desde hacía años que tenía un cincuenta por ciento de probabilidad de heredar el gen que causa la enfermedad de Huntington. Con los resultados de su prueba genética, la estadística cambiaría de inmediato. Las probabilidades de morir como su madre serían de todo o nada. En la desabrida consulta de detrás del mostrador de admisión iban a liberarla de su incertidumbre.
Amelia no estaba sola en su espera. Su abuela, que era enfermera, se encontraba sentada en la silla que había junto a ella. La abuela de Amelia era a la vez resiliente y nostálgica, una suerte de historiadora familiar dedicada a rellenar álbumes de fotos con instantáneas brillantes que frecuentemente ocultaban la realidad. Había sido ella la que había llamado desde la residencia cuando la madre de Amelia murió. Le comunicó la noticia apaciblemente, sabiendo que las dos mujeres sentían la misma combinación de pena y alivio.
Un año después, preparadas para recibir los resultados de la prueba genética de Amelia, las mujeres se dirigían a un edificio de ladrillo en la esquina de una pequeña calle comercial, enfrente de una tienda de antigüedades y un café de hípsteres. Cogieron el ascensor hasta la cuarta planta y entraron en la sala de espera del escenario de los peores casos. Amelia dio su nombre en el mostrador.
El médico la llamó pronto. Sin decir una palabra, ella y su abuela se levantaron y pasaron a la consulta por delante de la recepcionista.
* * *
Amelia llevaba mucho tiempo convencida de que el resultado del laboratorio le traería malas noticias. «Solo mira cómo de horriblemente mal me han ido las cosas hasta ahora», pensaba. Veía su vida como una serie de equivocaciones y pequeñas catástrofes. Sus padres se habían divorciado cuando solo tenía tres años. Al principio de su separación, su madre se había esforzado por mantener algunos trabajos mal pagados. Habían subsistido en gran medida gracias a las ofertas de la tienda de ultramarinos local y a menudo vestían ropa que les habían dado en instituciones benéficas.
En primaria Amelia había sobrevivido gracias a las visitas de sus abuelos. A su llegada, la calle se animaba gracias a los acelerones de la motocicleta de su abuelo. Su abuela atravesaba la puerta como un torbellino, armada con fotografías de familiares a los que Amelia nunca conocería. Eran su abuela y su abuelo los que inicialmente habían tapado los agujeros de las finanzas de su madre ayudando con sus escasos recursos, hasta que ellos mismos acabaron también desbordados por las deudas.
En la época en la que Amelia tenía doce años, el alquiler no se había pagado durante meses. El casero llamó a la puerta y, pidiendo disculpas, las invitó a mudarse. El siguiente hogar de Amelia fue un campamento de caravanas en el que entre semana se levantaba a las cuatro de la madrugada para coger tres autobuses hasta el colegio. Exhausta, repetía la ruta cada tarde, llegando a casa justo a tiempo de ir a dormir y hacer nuevamente el proceso al día siguiente.
Cuando una noche hubo robos en el campamento de caravanas, Amelia y su madre se mudaron una tercera vez, ahora a un apartamento. Amelia empezó a preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que tuvieran un nuevo hogar. Su curiosidad se vería pronto satisfecha: se mudaron rápidamente del apartamento a un motel.
En esa misma época, Amelia empezó a darse cuenta de que el cuerpo de su madre estaba cambiando. Sus brazos se retorcían y serpenteaban sin ningún patrón ni predictibilidad, como si estuviesen controlados por un titiritero borracho. Sus brazos se golpeaban contra mesas y sillas, moviendo un poco el mobiliario de la habitación. La secuencia de sonidos se volvió familiar: roce con los muebles, maldición, golpe, maldición, crujido, maldición. El cocinar se volvió una cacofonía de cacerolas y cubiertos resonando estridentemente. A veces, los movimientos eran tan exagerados que su madre caía al suelo y se quedaba mirando hacia el techo mientras Amelia se agachaba y tiernamente cogía sus manos para volverla a poner de pie.
Amelia estaba perpleja por aquellos movimientos, pero su madre tenía una sospecha acerca de lo que estaba pasando: había sido adoptada al nacer y tenía muy poca información sobre su madre biológica, salvo que padecía la enfermedad de Huntington. La madre de Amelia, al igual que le pasaría a ella después, había vivido gran parte de su existencia bajo la amenaza de una herencia devastadora.
A medida que la condición de su madre empeoró, Amelia tuvo que hacerse cargo de su propia vida. Encontró compañía en el alcohol y algunas pastillas de prescripción médica. Pasaba las noches en los sofás de algunas amigas o en las aceras, sumida en estimulantes subidones y bajones endemoniados. También dejó el instituto en esa