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El universo interior
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El universo interior

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Mediante un viaje cosmogónico entre las complejas redes neuronales, así como las relaciones e instrucciones determinadas para cien mil millones de neuronas, el autor narra con prosa accesible y amena los encuentros y desencuentros que han inquietado a médicos, biólogos, psicólogos, físicos, químicos y otros expertos, y hasta diletantes, cuyas contribuciones no deben ser ignoradas, para explicar los confines de nuestro interior.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2014
ISBN9786071621825
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    El universo interior - Hugo Aréchiga

    siglo.

    I. Hacia la frontera de lo complejo

    Creen algunos que hoy estamos más cerca de tener

    una explicación racional del pensamiento

    que hace cincuenta años. Otros no piensan así.

    JOHN FULTON, 1941

    Tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu identidad y tu libre albedrío, no son sino el comportamiento de un vasto conglomerado de células nerviosas…

    FRANCIS CRICK, 1994

    LOS ORÍGENES

    HACE UNOS TRES MILLONES DE AÑOS, entre el grupo de los primates homínidos surgió en nuestro planeta un conjunto de individuos singulares. No destacaban por su corpulencia, ni por su agilidad. Tampoco eran particularmente fértiles o longevos. En cualquiera de estos atributos eran superados por otros animales con los que compartían las templadas planicies donde parecen haberse originado. Poseían, en cambio, algunos rasgos especiales que los distinguían de los demás primates. Caminaban sistemáticamente erectos, sus manos tenían movimientos más finos que los de cualquier otro animal, y sobre todo, eran los poseedores de una nueva forma de expresión de la vida: la conciencia. Eran —y sus descendientes seguimos siendo— los únicos seres en la Tierra capaces de reflexionar sobre nuestra propia existencia. La eclosión de la actividad mental es el último salto cualitativo de la evolución biológica. Gracias a ella, sus poseedores constituimos la especie biológica más exitosa en la historia del mundo. Poblamos todos los confines del planeta, que al paso del tiempo ha devenido en el señorío del hombre, de esa especie biológica que hoy se apresta a colonizar el cosmos.

    Pero esa misma mente que aspira al conocimiento, que concibe y crea belleza, o despliega generosidad y altruismo heroicos, también es capaz de destruir. Ninguna especie biológica ha aniquilado a tantos seres vivos como la nuestra, y ninguna tiene la misma potencialidad destructiva.

    Tan antiguas como la experiencia humana son las preguntas: ¿Quién soy yo? ¿Cómo es y de qué está hecho el mundo? ¿Cuáles son mis orígenes y cuál mi destino? Están en todas las filosofías y son motivo actual de indagación científica. Cada cultura ha creado su propia visión cosmológica y ha imaginado el origen del hombre y su papel en el mundo. El Universo ha sido un sueño de Brahma, el producto de seis jornadas de Jehová, o de un cónclave de dioses en Teotihuacan, entre tantas hermosas leyendas. En nuestro mundo científico es resultado de un estallido primeval, cuyos ecos aún se detectan a partir de un punto inicial de temperatura y densidad infinitas.

    La materia que lo forma ha sido también imaginada de muy diversas maneras, a partir del apeiron fundamental o los cuatro elementos de los presocráticos, a los átomos de Demócrito, entre los antiguos griegos. Actualmente, la materia es entendida como un mosaico de partículas subatómicas, que enlazadas por diversas formas de energía, constituyen los átomos y las moléculas, componentes unitarios de la sustancia del Universo, incluida la del cuerpo humano.

    La ciencia nos ha dado una visión más precisa, pero también más humilde de lo que somos y de nuestra relación con el mundo. En las antiguas culturas, los primeros hombres —sean Gilgamesh o Adán— fueron creados por la mano divina, a partir de materia inerte y destinados a regir el mundo en nombre de dios. La ciencia nos describe orígenes menos grandiosos; afirma que el hombre surgió como mero producto de la evolución biológica, sin ningún propósito especial. Ha sido al paso de los milenios que ha ido definiendo su papel en la naturaleza, y aún se encuentra en ese proceso. Cuenta con un poderoso instrumento, la ciencia, que le permite avanzar en el conocimiento del mundo y de sí mismo.

    Esa actividad mental que nos confiere un lugar tan especial es producto de la interacción de miles de millones de unidades celulares, las neuronas, agrupadas en un órgano de apenas 1 500 gramos, nuestro cerebro. Toda la creatividad y toda la destructividad de que somos capaces son resultado de operaciones de conjuntos neuronales que recién empezamos a descifrar.

    LAS FRONTERAS DE LA CIENCIA

    Se ha dicho que la ciencia reconoce tres grandes fronteras, que no son sino las respuestas finales a las preguntas planteadas en los párrafos anteriores. Por una parte, en el dominio de lo distante, en el tiempo y el espacio, está el gran problema del origen y el futuro del Universo; temas centrales de la actual cosmología, que nos describe un sistema en expansión desde hace unos quince mil millones de años, sin que aún sepamos si continuará ese curso eternamente, o llegará el momento en que empezará a retraerse, hasta llegar al punto del estallido inicial, para quizá volver a expandirse y luego retraerse, y continuar así, en una serie infinita de gigantescas pulsaciones. Conocer la estructura del Universo, así como los orígenes y el destino de los cuerpos celestes en el continuo modelado cósmico, nos dará la respuesta a la añeja pregunta sobre el principio y el fin de nuestro propio mundo.

    Apoyándose en la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, los cosmólogos, los físicos y los químicos modernos construyen un modelo del mundo, que nos lleva desde el estallido inicial de materia y luz, a la formación gradual de átomos de masa creciente, de agregados de materia de los que surgen de continuo estrellas y planetas. La actual cosmología difiere, pues, de las antiguas, en que, por una parte, es cuantitativa; con gran aproximación postula fenómenos en tiempos y en espacios definidos; parte de un modelo físico para explicar fenómenos cósmicos; además, es predictiva y está sujeta a demostración en todos sus postulados: por ello, está en proceso continuo de modificación, según se añaden nuevos datos, con la conciencia de que es producto del juicio falible de los humanos. Con estas limitaciones se ha logrado recrear, retrospectivamente, los tiempos y los mecanismos físicos que han configurado al Universo, y se ha llegado a anticipar su devenir con cierto grado de aproximación. Quizá algún día tendremos la imagen cabal del mundo. Como trataremos después, un límite natural es precisamente nuestra propia capacidad para conocer.

    La gran pregunta sobre la estructura de la materia, hasta llegar a sus manifestaciones más elementales, aquellas en las que se funde con la energía, es asunto de especial interés para la ciencia, como antes lo fue de la filosofía. La transmutación de las sustancias es tan fascinante para los físicos y químicos actuales como lo fue para los antiguos alquimistas, sólo que ahora contamos con las teorías y los instrumentos para lograrla. Comprender las interacciones de materia y energía en la conformación del mundo es otra de las grandes metas de la ciencia.

    Finalmente, no olvidemos que cuando tratamos de ciencia, de nuestra visión del cosmos y de su estructura, estamos aludiendo a una operación mental. Nuestra aptitud para comprender el mundo en que vivimos depende de la capacidad de nuestro cerebro para recabar y analizar la información necesaria. Decía Einstein (1879-1955) que lo más incomprensible del Universo es que sea inteligible. Desde luego, queda en pie la duda de qué tan fiel es esa representación del mundo, hasta dónde es accesible a nuestra inteligencia. Y ésta quizá sea la frontera final de la ciencia, comprendernos a nosotros mismos y a nuestro aparato cognoscitivo; la búsqueda se está dando en el dominio de las operaciones complejas, de los sistemas de interacciones múltiples, en los que las antiguas relaciones entre causas y efectos se definen en términos probabilísticos. Además se requiere de construcciones multidisciplinarias. Como veremos en los próximos capítulos, la filosofía, la lógica y las matemáticas confluyen con la física, la química, la biología y la medicina, así como con la cibernética y las ciencias de la ingeniería, en un amplio esfuerzo tendiente a crear los nuevos conceptos que serán necesarios para comprender el funcionamiento del cerebro y la génesis de la actividad mental; sólo así podemos aspirar a definir sus límites de operación y de expansión.

    ¿Por qué es necesaria esta gran conjunción de instrumentos cognoscitivos? Entender el funcionamiento del cerebro significa explicar un sistema en el que cerca de cien mil millones de unidades, las neuronas (número análogo al de estrellas en la Vía Láctea) se comunican entre sí de tal manera que cada una puede influir sobre muchos millares. Cada interacción neuronal es manifestación, a su vez, de esa propiedad fundamental que llamamos vida, que compartimos con muchos otros seres en el planeta y que es, en sí misma, un fenómeno de enorme complejidad, resultado también de interacciones múltiples entre moléculas, células e individuos.

    Para comprender lo que son tanto la vida como su manifestación más compleja, la actividad mental, carecemos de teorías generales; nos movemos en un espacio conceptual dominado por singularidades. Las herramientas matemáticas que bastaron a Newton (1642-1727) y a Einstein para explicar la dinámica del Universo son insuficientes para describir la actividad integrativa de una sola neurona. Por ello es que la ciencia actual puede anticipar con mucha mayor precisión la posición que tendrá un cuerpo celeste dentro de varios millones de años, que el comportamiento de un niño dentro de unas horas.

    La teoría de la evolución, basada en la selección natural de mutaciones, si bien carece de la precisión cuantitativa y de la capacidad predictiva de las teorías cosmológicas, ha sido un poderoso instrumento para entender el recambio de las especies biológicas y para darnos una imagen más completa del papel del hombre en la naturaleza. Pese a sus limitaciones, la biología también ha logrado construir un esquema que nos permite plantear científicamente los asuntos fundamentales sobre la naturaleza y el origen de la vida. Mediante el registro de fósiles y la determinación de antigüedades geológicas con isótopos radiactivos, ha logrado construir una imagen aceptable del pasado. Así se ha podido rastrear el origen de los seres vivos, desde las condiciones iniciales, físicas y químicas prevalentes hace unos cinco mil millones de años, cuando en la entraña incandescente del planeta se formaron moléculas de complejidad creciente. A partir de algunas de ellas, se creó en la superficie planetaria la sopa ancestral en la que surgieron luego agregados de materia que dieron origen a los primeros procariotes, similares a nuestras actuales bacterias, que ya comparten con todos los individuos vivientes una estructura molecular semejante y algunas funciones fundamentales. De hecho, la biología molecular ha revelado la gran semejanza en la estructura del genoma entre distintas especies biológicas, y permite hacer el seguimiento del calendario de aparición de las mutaciones en la composición de los ácidos nucleicos que determinan la diversidad de formas de vida en el planeta.

    Se ha logrado describir el avance filogenético de la diferenciación celular en los organismos multicelulares primitivos. Como se ilustra en la figura I.1, la evolución de las células nerviosas se ha podido rastrear, en una primera etapa, en metazoarios primitivos, en los que la misma célula responde a estímulos externos excitándose y moviéndose (figura I.1A). Luego, esta misma respuesta, en algunos celenterados, ya es producida por dos células interconectadas, una que recibe los estímulos (r), y otra muscular (m) con la influencia de la primera (figura I.1B). Más adelante aparece una tercera célula, distinta de la receptora y de la motora, conectada con ambas, y especializada en generar la acción integradora, que permite al animal (en este caso una anémona de mar) responder a los estímulos ambientales (figura I.1C). Estas células son, desde luego, las primeras antepasadas de nuestras actuales neuronas. En una etapa evolutiva ulterior, las neuronas se agruparon en conjuntos conocidos como ganglios. La figura I.1D muestra el aspecto de uno de estos órganos en una sanguijuela, cuyo sistema nervioso central es una cadena de ganglios, cada uno formado por cerca de 300 neuronas. Las letras que marcan algunas de estas células, indican su función. Las marcadas con T están conectadas con receptores del tacto en la piel del animal. La P indica la conexión con receptores de la presión, y la N, con receptores especializados en detectar estímulos nociceceptivos. En el centro (R), están indicadas las neuronas de Retzius, llamadas así en honor a su descubridor, el sueco Gustaf Retzius (1842-1919) y cuya estimulación provoca la conducta de nado en la sanguijuela. En casi todos los invertebrados superiores el sistema nervioso central está formado por una cadena ganglionar, como se muestra en la figura I.1E, que presenta la fotografía de la cadena ganglionar de un langostino. Como veremos luego, el sistema nervioso de los vertebrados adopta una configuración muy diferente.

    FIGURA I.1. Sistema nervioso de invertebrados. A, representación de un efector independiente. Una célula de espongiario que responde directamente a estímulos externos. B, sistema de dos células, una receptora (r) y una muscular (m), en una anémona de mar, en la cual ya existe también el sistema de tres células (C), con una neurona intermediaria (g) entre el receptor y el efector. D, neuronas agrupadas en un ganglio de sanguijuela, identificadas algunas de ellas. E, cadena de ganglios que constituye el sistema nervioso central de un langostino. (A, B y C, tomadas de Parker, 1919; D, modificada de Nicholls y Baylor, 1968; E, de Aréchiga y cols., 1979.)

    Se ha logrado definir en qué época aparecieron las primeras neuronas, células especializadas en la generación y conducción de impulsos eléctricos. La evolución del sistema nervioso es un proceso continuo en el que mientras mayor es la complejidad del comportamiento de una especie, mayor es también la proporción del cuerpo ocupado por el cerebro. En los grandes reptiles del Jurásico o en los actuales, todo el sistema nervioso central ocupa menos de una milésima parte del cuerpo, en el ser humano comprende una proporción treinta veces mayor. El proceso de encefalización, además, ha aumentado considerablemente su ritmo en los últimos millones de años, al punto de que entre el cerebro de un chimpancé, que pesa 350 gramos, y el humano, con 1 500, han transcurrido unos cuantos millones de años de evolución, a diferencia de las decenas de millones que transcurrieron entre el origen del cerebro del pez y el reptil, que ocupan proporciones corporales similares. Como puede verse en la figura I.2, entre el reptil o el pez y el ser humano la diferencia de encefalización es enorme. Recordemos que están separados por menos de cien millones de años de evolución; en ese lapso la proporción del cuerpo ocupada por el cerebro ha aumentado más que en todos los cientos de millones de años transcurridos entre los espongiarios y los reptiles.

    Pero el aumento gradual de la masa cerebral nos revela sólo parte de la historia, ya que el crecimiento no ha sido uniforme. En algunas especies, hay áreas cerebrales proporcionalmente más desarrolladas que en el ser humano. Así, como se ilustra en la figura I.3, el bulbo olfatorio de un roedor, como el del conejo y el de un pez o una rana, ocupan proporcionalmente una masa mayor que su contraparte en el humano y algo similar ocurre con los núcleos de origen de los nervios que conducen la información de los quimiorreceptores de la piel (pares craneales IX y X), que en el pez ocupan buena parte de la superficie corporal, en tanto que en los animales de vida aérea están circunscritos a la cavidad bucal. Es la corteza cerebral la zona que mayor desarrollo ha tenido entre los mamíferos superiores, y, como veremos luego, este dato es uno de los que han llevado a inferir que es ahí donde reside la conciencia.

    FIGURA I.2. Relación entre el tamaño del cerebro y el resto de la cabeza en varios grupos de vertebrados. (Modificada de Hubel, 1988.)

    FIGURA I.3. Diferencia en el tamaño relativo de regiones del cerebro, en distintos grupos de vertebrados. Nótese que el bulbo olfatorio es más prominente en el pez, la rana y el conejo que en el humano, en tanto que los núcleos del IX y X pares craneales son muy notorios en el pez.

    Desde luego, la evolución no es un proceso lineal, y la aparición de un nuevo desarrollo no implica la desaparición de todo vestigio de la organización previa. Así, en los mamíferos subsisten neuronas que responden directamente a estímulos externos y aun los seres humanos, al lado de nuestro neuroeje, conservamos dos cadenas ganglionares. Con la evolución del sistema nervioso corre paralela la de la complejidad conductual. Entre las respuestas puramente reflejas de un espongiario, o un gusano, y la actividad consciente del ser humano, hay también gran número de etapas de avance filogenético hacia formas de comportamiento más variadas y precisas, que en nuestra especie culminan con la emergencia de la actividad consciente. Explicar cómo el cerebro produce lo que llamamos actividad mental es la siguiente y quizá la última frontera de la ciencia. Al igual que en lo anatómico, la evolución de nuestros patrones de comportamiento tampoco es lineal. Aun respondemos a algunos estímulos con movimientos reflejos similares a los de un invertebrado, integrados por circuitos de sólo dos neuronas, o bien manifestamos comportamientos automáticos, como dormir o respirar, integrados por pequeñas redes neuronales.

    Los actuales conceptos de la biología no bastan para comprender a cabalidad la naturaleza de las interacciones que ocurren en las intrincadas redes neuronales del cerebro y de la forma en que, entre uniones moleculares y señales eléctricas, generan el fenómeno que llamamos mente. Para explicarlo, requerimos de nuevos instrumentos, de nuevas teorías. La exploración ya multisecular de la fábrica de los pensamientos nos lleva a una nueva y fascinante frontera de la ciencia; al alcanzarla, podremos comprender hasta qué punto hayan sido correctas nuestras apreciaciones sobre las otras dos. Lograremos entonces establecer los límites de nuestra concepción del Universo y de la materia.

    Pero ¿cómo abordar el estudio de nuestra propia mente? Para los filósofos dualistas el funcionamiento del cuerpo —el cerebro incluido—, sujeto a las leyes de la naturaleza, es producto de fenómenos físicos y químicos, pero la mente, incorpórea, obedece a otras leyes, desconocidas e inaccesibles a la ciencia. De hecho, el estudio de los fenómenos mentales es tan antiguo como la filosofía, y durante siglos avanzó al margen del conocimiento la función cerebral. Sólo en tiempos recientes ha cobrado vigor la noción de que toda la actividad mental puede ser explicada en términos de operaciones realizadas por las células cerebrales.

    Y ciertamente resulta fascinante considerar que cuando hablamos de comprender las operaciones mentales como consecuencia del funcionamiento cerebral, estamos aludiendo a los esfuerzos de un órgano, el cerebro, para conocerse a sí mismo. ¿Tendrá la inteligencia necesaria para conocer su propia lógica? ¿Podrá el producto comprender al aparato productor? Es evidente que para conocerse a sí mismo, el cerebro ha tenido que conocer primero una porción importante del universo del que forma parte y de la vida que lo sustenta. Seguramente seguirá avanzando en el camino del conocimiento, haciendo uso del método científico, con la convicción de que cualquier modelo construido por la ciencia es sólo una aproximación al entendimiento de la realidad, y que en último término, hay un límite de la capacidad de análisis y de aproximación a ese conocimiento pleno.

    UN ÓRGANO QUE ASPIRA A CONOCERSE

    En este libro revisaremos la forma en que se viene aplicando el método científico al conocimiento de cómo funciona el cerebro y en lo que podemos saber, por ahora, sobre cuál es el sustrato biológico de la actividad mental. Como también veremos, en épocas pasadas hubo grandes progresos en el conocimiento de la mente y del cerebro, hasta llegar al límite de lo explicable. Seguiremos el desarrollo de algunos de los conceptos fundamentales para nuestro actual modelo sobre el funcionamiento cerebral. En ocasiones habremos de remontarnos a la Antigüedad, pero es en las últimas décadas cuando han ocurrido los mayores desarrollos en nuestra comprensión de los mecanismos celulares y moleculares que lo rigen, así como se han dado también los pasos más firmes hacia la comprensión de la lógica de la comunicación interneuronal. Cada paso que avanzamos nos lleva a nuevos y fascinantes misterios. La sutileza de los fenómenos biológicos que dan lugar a la actividad mental es motivo continuo de asombro y admiración.

    Es propio de la naturaleza humana buscar el conocimiento, inquirir sobre el mundo y sobre sí misma. Se trata de una aventura que se ha prolongado por varios siglos y cada vez atrae más la atención del científico. Se han aplicado al estudio de la mente y del cerebro los conceptos y los métodos más variados. Se les ha investigado por separado, analizando las operaciones mentales o la conducta, independientemente del sustrato anatómico y funcional que las sustenta; por muchos años ése fue el espacio conceptual exclusivo de la psicología, y aún seguimos aprendiendo nuevos aspectos del funcionamiento de la mente analizando sus operaciones —independientemente de su sustrato físico— que para este tipo de estudios es considerado como una caja negra. Por otra parte, se estudia también al cerebro inerte, su forma y su estructura microscópica, o se analizan las funciones de las células del cerebro y las moléculas que las constituyen, independientemente de su posible participación en funciones mentales o conductuales. Pero también se avanza considerablemente en el establecimiento de interacciones que relacionan de manera coincidental o causal, la actividad neuronal con las operaciones propias de la mente o los actos de conducta, y se tiene fundada esperanza de ir logrando estrechar cada vez más los vínculos entre estos dos enfoques. Las ciencias cognoscitivas actuales tienden a forjar estos puentes conceptuales entre la neurobiología y la psicología.

    Un ejemplo de este optimismo es que hay museos en los que se conservan cerebros de hombres que en vida mostraron facultades intelectuales de excepción, con la esperanza de que, la inteligencia o los valores morales que alguna vez tuvieron asiento en esa masa cerebral, hayan dejado alguna huella, quizá visible al microscopio, o detectable al análisis químico. Por ahora, yacen apaciblemente en sus frascos de formol, en espera de que surjan las hipótesis apropiadas.

    La medicina, como veremos, también ha realizado valiosas contribuciones al localizar el sustrato neural de trastornos mentales y de la conducta. También es beneficiaria del conocimiento sobre el cerebro, que ha permitido avances de importancia en el control de los trastornos de la mente y del comportamiento.

    Actualmente es posible analizar el funcionamiento cerebral durante la ejecución de actos mentales y registrar la actividad eléctrica o metabólica de las diferentes regiones del cerebro, rastreando la huella viva del mensaje que discurrió entre los millones de neuronas que dieron lugar a un pensamiento. A principios de siglo, el fisiólogo inglés Charles Sherrington (1857-1952) aludía al cerebro como un telar encantado en el que millones de cintilantes lanzaderas entretejen un vago diseño, siempre significativo pero nunca permanente. Como veremos en los próximos capítulos, buena parte del esfuerzo del neurobiólogo actual se orienta a desentrañar la naturaleza de ese mensaje. Hoy se antoja más apropiado comparar al cerebro con una gigantesca computadora. La cibernética y las ciencias de la ingeniería, al crear modelos —rudimentarios aún— de operaciones intelectuales, están abriendo nuevas áreas al estudio de la mente, pero como veremos después, apenas estamos al comienzo del camino. Aun con las máquinas más poderosas, no se ha logrado reproducir íntegramente el funcionamiento de una sola neurona.

    Suponiendo que cada neurona sólo tenga dos posibles estados, activa o inactiva, apenas se ha logrado simular el comportamiento de una red de diez mil unidades. Con esa misma suposición, la capacidad de manejo de información de un cerebro formado por 15 mil millones de neuronas, cada una conectada

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