¿Soy solo un cerebro?
Por Sharon Dirckx
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Pero, ¿cuál es la relación entre nuestro cerebro y nuestra mente, y en última instancia, nuestro sentido de identidad como persona? ¿Somos más que máquinas? ¿Es el libre albedrío una ilusión? ¿Tenemos un alma?
La investigadora de imágenes cerebrales Sharon Dirckx expone la comprensión actual de quiénes somos de biólogos, filósofos, teólogos y psicólogos, y señala una imagen más amplia que sugiere respuestas a las preguntas fundamentales de nuestra existencia. No solo "¿qué soy?", sino "¿quién soy?" y "¿por qué soy?"
Lea este libro para obtener información valiosa sobre lo que la investigación moderna nos dice acerca de nosotros mismos, o para desafiar a un amigo escéptico con la idea de que somos meramente seres materiales que viven en un mundo material.
Sharon Dirckx
Dr Sharon Dirckx is an Adjunct Tutor at the OCCA The Oxford Centre for Christian Apologetics. Originally from a scientific background, she has a Ph.D. in brain imaging from the University of Cambridge and has held research positions at the University of Oxford, UK and the Medical College of Wisconsin, USA. She is invited to speak and lecture in a variety of contexts across the UK, including BBC Songs of Praise, Unbelievable, BBC Radio 2 Good Morning Sunday with Clare Balding and BBC Radio 4 Beyond Belief. She is also the author of Why?: Looking at God, Evil and Personal Suffering. Sharon lives in Oxford with her husband and children.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Este libro desafía a todos aquellos que afirman que somos solo un cerebro a utilizar ese mismo cerebro para ir más allá de pensamientos preconcebidos y mirar otras alternativas más “razonables”.
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¿Soy solo un cerebro? - Sharon Dirckx
1
¿De verdad soy
solo un cerebro?
Nunca olvidaré el día en que vi cómo extraían un cerebro humano a un cadáver. En aquel momento ya estaba muy familiarizada con el cerebro humano, después de pasar años realizando imágenes de él y estudiándolo. Aun así, aquella experiencia fue algo distinto.
Un grupo de nosotros, vestidos todos con batas verdes y calzados con zapatos de plástico azul, estábamos en una sala de disección de una escuela de medicina. La gélida formalidad se adecuaba al aire frío de aquel entorno. El penetrante olor del formaldehído, usado para conservar tejidos humanos, llenaba nuestras fosas nasales. En la mesa, delante de nosotros, yacía el cuerpo de una anciana.
Aquella no era la primera vez que veía un cadáver, pero aquellas circunstancias tenían algo de peculiar. La mujer había donado su cuerpo para la investigación científica. Estábamos allí para estudiar la anatomía del cerebro humano, y la primera fase consistía en ver cómo lo extraían del cuerpo. Nuestro profesor e instructor de anatomía comenzó el proceso. No hubo derramamiento de sangre, porque aquella persona había fallecido hacía algún tiempo, pero sí tuvo que aserrar bastante y, en algún que otro momento, aplicar la fuerza bruta para perforar el cráneo y poner a la vista el cerebro. A pesar de la técnica poco sofisticada, fue una experiencia profundamente aleccionadora y reverente, que manifestaba el respeto más intenso por aquella mujer anónima que había ofrecido su cuerpo para que otros pudieran aprender.
Pocos minutos después ya teníamos el espécimen en su totalidad. Era una masa de agua y grasa, que pesaba solo 1,5 kg. Me puse en modo de estudio
, dejando de pensar tanto en la persona y más en la anatomía del cerebro. Aun así, era innegable que en la mesa, delante de nosotros, teníamos al mediador de los pensamientos, los anhelos y las experiencias de aquella mujer anónima.
Al tacto, el cerebro humano tiene la consistencia de los champiñones. Sin embargo, misericordiosamente, entre las orejas no cultivas champiñones. No, más bien lo contrario. Este increíble órgano supone solo el 2 % del peso corporal, pero utiliza el 20 % de su energía, a pesar de que está formado por agua en un 75 %. El cerebro humano contiene en torno a 86.000 millones de células cerebrales, llamadas neuronas. Cada una de esas neuronas puede emitir hasta mil impulsos nerviosos por segundo a otras decenas de miles de células, a velocidades de hasta 430 km/h.² Mientras lees estas palabras, tu cerebro genera suficiente electricidad como para encender una bombilla LED, y a cada minuto que pasa, por tu cabeza circula suficiente sangre como para llenar una botella de vino. El cerebro humano está más desarrollado que el de cualquier otra criatura, aunque el premio al cerebro más grande se lo lleva el cachalote, cuyo cerebro pesa 7,5 kg.
Todo pensamiento, recuerdo, emoción que sientes y toda decisión que tomas pasa por el filtro de eso que llamamos cerebro. Las alteraciones en la química y en la fisiología de nuestro cerebro afectan a nuestra capacidad de pensar. Por ejemplo, solo un pequeño grado de deshidratación puede afectar tremendamente a nuestra capacidad de mantener la atención, a nuestra memoria y a nuestra capacidad de pensar con claridad. Y muchos de nosotros sabemos que la ingesta matutina de cafeína es vital para poner en marcha nuestros procesos intelectuales al principio de cada nuevo día.
Pero ahora también sabemos que los cambios en nuestro pensamiento tienen un impacto sobre el propio cerebro. Los científicos solían pensar que el cerebro era algo fijo y rígido, pero ahora sabemos que es increíblemente plástico
, en el sentido de que cambia constantemente, formando nuevas conexiones y vías a lo largo de toda la vida de una persona. Los cambios en el cerebro afectan a nuestro pensamiento. Pero nuestro pensamiento, nuestro estilo de vida y nuestros hábitos también inciden en el modo en que crece y se desarrolla nuestro cerebro.
EL ESTUDIO DEL CEREBRO
Desde bien joven supe que quería ser científica. En la escuela me esforcé mucho (quizá demasiado), y al principio de la adolescencia ya soñaba con cursar un doctorado. La escuela en Durham dio paso a la universidad en Bristol en el Reino Unido, donde estudié bioquímica.
Me encantaban las clases, pero el trabajo en el laboratorio no tanto. En mi época, los laboratorios de bioquímica eran un entorno cálido, donde a menudo flotaba un intenso aroma parecido al de la levadura. Allí podían verse estudiantes vestidos con batas blancas que mezclaban, centrifugaban o agitaban exóticos mejunjes, trasvasando con la pipeta una pequeña cantidad de líquido de una probeta a otra, u observando expectantes cómo sus matraces de cristal disfrutaban de un largo baño caliente. Podían transcurrir semanas, y a veces incluso meses, antes de descubrir si un experimento había salido bien. Y si no había sido así, era cuestión de empezar de nuevo. Esto era a mediados de la década de 1990. Desde entonces las cosas han progresado.
Fue en Bristol donde oí hablar por primera vez de la imagenología cerebral. Tenía unos amigos que estudiaban Física y que procuraban extraer resultados de una máquina arcaica que se aguantaba más o menos en pie a base de precinto de embalar, y que estaba justo al otro extremo del pasillo donde se encontraba mi laboratorio de investigación. Usaban lo que en aquel entonces era una nueva tecnología que les permitía mirar dentro del cuerpo sin hacer una sola incisión: la máquina de imagen por resonancia magnética (IRM). Aquella técnica me atrajo, y dos años más tarde comencé un doctorado en la Universidad de Cambridge. Recuerdo claramente cuando la hija de cuatro años de uno de los investigadores nos recordó cuál era la única ventaja comercial de la IRM: Papi, cuando hacen rebanadas el cerebro de ese señor, ¿no le duele?
. La niña estaba mirando una pantalla donde aparecía la cabeza de un hombre de la que se iba desprendiendo una capa tras otra para mostrar zonas cada vez más internas del cerebro. ¿Duele? En absoluto. Gracias a la IRM las rebanadas que obtenemos del cerebro son electrónicas, no reales.
Una de las contribuciones más emocionantes de la imagenología cerebral es que permite a los científicos estudiar los cerebros de personas sanas. Cuando empezaba el siglo XX, la única manera de ver el interior del cerebro pasaba por tomar un escalpelo y comenzar a cortar, los únicos sujetos disponibles para la investigación eran aquellos que padecían enfermedades lo bastante desagradables o incurables como para estar dispuestos a probar cualquier cosa; o bien, aquellos en quienes la enfermedad ya había alcanzado su estadio final. La llegada de las técnicas de imagenología cerebral supuso que a partir de ese momento se pudieron comparar cerebros sanos con otros enfermos.
Avancemos rápidamente hasta la década de 1990, cuando la IRM funcional (IRMf) llevó la captación de imágenes a otro nivel, permitiéndonos observar no solo la estructura de una serie de imágenes estáticas sino también la actividad cerebral. Recuerda las veces que has subido a una torre, cuando el esfuerzo de ascender se ve recompensado por una vista espectacular. Cuando llegamos arriba, a menudo nuestra vista se centra primero en las estructuras más grandes, fijas y fácilmente reconocibles, como los edificios y las calles. Pero luego también detectamos el movimiento de los peatones, los coches y los autobuses. Hoy día la IRM se usa con mayor frecuencia para analizar la anatomía fija del cerebro o de otras partes del cuerpo, como las rodillas o las articulaciones de los hombros. En cambio, la IRMf mide el movimiento dentro del cerebro, concretamente el movimiento de la sangre. Cuando una parte del cerebro empieza a trabajar con más intensidad, aumenta el riego sanguíneo en la zona, aportando suministro de oxígeno y de azúcares. La IRM funcional mide ese riego sanguíneo y nos indica qué parte del cerebro funciona en cada momento. Su desarrollo, a finales de la década de 1980, dio forma al panorama de la neurociencia durante las próximas décadas; es un paisaje que actualmente seguimos