En un sentido básico, los fantasmas existen porque la gente no para de contar que los ha visto», resumió Roger Clarke en su ameno ensayo La historia de los fantasmas. Quinientos años buscando pruebas. La cuestión es por qué la gente los ve o cuenta que los ha visto, y, en ese debate, los científicos no se han quedado de brazos cruzados. Cuando un fenómeno esquiva su entendimiento tratan de asimilarlo con las herramientas a su alcance: la duda, el análisis, la síntesis y la verificación. La razón, en una palabra. En esa búsqueda de la verdad, todo un premio Nobel de Medicina como Charles Robert Richet (1850-1935) se metió de lleno en el Institut Métaphysique de París, que, en pleno siglo XXI, sigue auspiciando una «alternativa racional tanto a los excesos de credulidad como a los excesos de escepticismo». A su vez, el físico Oliver Lodge (1851-1940) presidió la Sociedad para la Investigación Psíquica de Londres, tan carente de prejuicios como el citado instituto francés. Y en los años veinte del pasado siglo, la revista de divulgación Scientific American ofrecía una recompensa de 15 000 dólares a quien aportara una prueba concluyente sobre la existencia de fantasmas.
Hace cien años, en fin, las mentes más preclaras discutían sobre casas encantadas, telepatía y telequinesis, participaban en las sesiones espiritistas de afamadas médiums, coleccionaban fotografías de espíritus y, en no pocos casos, creían en fantasmas. ¿Qué ha pasado para que la ciencia se haya distanciado de esas especulaciones? Pues que el racionalismo crítico se ha impuesto sobre las intuiciones indemostrables y que muchos de los fenómenos paranormales que acogotaron a nuestros antepasados son