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Omegaverso: Compañeros de viaje
Omegaverso: Compañeros de viaje
Omegaverso: Compañeros de viaje
Libro electrónico489 páginas7 horas

Omegaverso: Compañeros de viaje

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Información de este libro electrónico

España, 2019. El lugar que se ocupa en la sociedad está determinado por el segundo género que se desarrolla durante la adolescencia: Las personas alfa son la clase dominante, territorial y agresiva. Los miembros de género omega, el género débil y sumiso, conforman la parte de la sociedad destinada a engendrar vástagos de alfas y apenas cuentan con voz o derechos. Los beta, por su parte, al no haber desarrollado un segundo género, no cuentan para nada, son prácticamente invisibles. Este orden social, sin embargo, se tambalea. Grupos universitarios defensores de los derechos de los omegas y un partido omeguista internacional y clandestino luchan para cambiar las cosas.

Las vidas de Bruno y Adri, amigos de toda la vida, experimentarán una crisis que estará íntimamente ligada a esta revolución social. Lo tenían todo pensado: ambos despertarían como alfas y, juntos, cambiarían el mundo. Sin embargo, el día que Bruno despierta como omega y los médicos les revelan el origen del extraño vínculo que comparten, se dan cuenta de que uno de esos planes no se va a cumplir. Ahora, metidos de lleno en la lucha por los derechos de los omega, empezarán a entender, a la fuerza, que el mundo en el que viven no es como creían, y que para cambiarlo y sobrevivir tendrán que mantenerse unidos y luchar.

Omegaverso: Compañeros de viaje, es el primer volumen de una trilogía del subgénero de fanfiction Omegaverse. En este primer volumen se recoge el despertar sexual y revolucionario de una serie de personas disconformes con la categorización de género que se les ha asignado o con el papel que deben jugar en la sociedad, y ofrece una realidad distópica con la que muchas personas podrán sentirse identificadas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 sept 2022
ISBN9788412575118
Omegaverso: Compañeros de viaje

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    Vista previa del libro

    Omegaverso - Elena G Párraga

    Elena G. Párraga

    LIBRO 1: COMPAÑEROS DE VIAJE

    Editorial

    Logo de la editorial Universo Alternativo

    Omegaverso: Compañeros de viaje

    ©Elena G. Párraga

    El alma de este volumen ha sido moldeada por:

    Corrección: Estefanía Carmona Sánchez

    Debemos el cuerpo de este volumen a:

    ©Ilustración de cubierta: Carlos Rodriguez Casado

    Diseño de cubierta, maquetación y diseño de la colección Vidas Alternativas: Desirée Vásques Sánchez

    Impresión: Impreso en España en Podiprint

    Editado por:

    Qoyari Álvarez Miriel y Arturo R. Trapote Moreno, 

    ©Universo Alternativo, Enemies To Lovers S.L.L

    ISBN: 978-84-125751-4-9

    Índice de contenido

    PREFACIO

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    EPÍLOGO

    A la primera persona que me puso un libro en las manos.

    A Ela y Mer, compañeras de viaje en la escritura de esta historia,

    y a Iris, que quizá algún día la leerá.

    ¡Feliz lectura, fan!

    En honor a Kira, la perrita más lectora

    PREFACIO

    Algún día no muy lejano, alguien le preguntará por qué.

    Será en aquel lugar de mala muerte, prácticamente hundido bajo tierra, todo sótano y olor a humedad, oscuridad y la sensación de que les han dejado allí, enterrados en vida, para que nadie más los vea.

    —¿Por qué?

    —Por qué, ¿qué?

    Un hombre entrado en años, embutido en una bata blanca más bien sucia, observándolo con aire aburrido. Paredes descascarilladas y un halógeno que proyecta una luz amarillenta e insuficiente.

    —¿Por qué desafías el orden natural de las cosas?

    —Yo no he desafiado nada.

    Será la respuesta incorrecta.

    Para entonces su ropa aún tendrá buen aspecto, su cuerpo todavía conservará la mayor parte de su peso; su organismo, si bien maltratado tras meses de adicción severa a los supresores, aún no habrá empezado a mostrar los preocupantes síntomas que, más adelante, lo llevarán a las puertas de la locura.

    Y aún no temerá los castigos. Oh, todavía asistirá con cierto escepticismo a sus intentos de adoctrinarle, de devolverle al buen camino; «el orden correcto de las cosas», se dirá a sí mismo con una media sonrisa, mientras espera a que un proyector portátil haga surgir de una pared enorme y blanca las imágenes que acabará aprendiéndose de memoria.

    Un vídeo, corto y directo, que recordará haber visto en el colegio de pequeño. Un vídeo en el que una voz en off se superpone a breves escenas de una familia perfecta en su vida diaria.

    «Todos los seres humanos tenemos dos géneros. El primer género es el que determina nuestra apariencia externa: hombre o mujer —en la pantalla, una pareja sonriente—. Y el segundo género afecta a nuestro comportamiento, nuestra manera de ser y la forma en la que podemos formar una familia y reproducirnos: nos referimos a los géneros alfa, omega o beta».

    Es un vídeo aburridísimo, y se encontrará perdiendo rápidamente la concentración para volver a pensar en lo que ha dejado atrás. En lo que espera conseguir. En la ración de supresores que, al menos, le sirven con puntualidad en desayunos y cenas.

    —¿Por qué?

    De nuevo la pregunta. Como si él lo supiera.

    —¿Por qué no me dice cuál es la respuesta y acabamos antes?

    —Porque no es así como funcionan las cosas.

    Y de nuevo el vídeo, pero esta vez acompañado de una aguja intravenosa, de una noche en la que un ruido insoportable y unas luces cegadoras le impiden dormir.

    De nuevo la voz, y la familia canónica: un hombre y una mujer que miran hacia la pantalla, rubísimos y sonrientes.

    «El alfa es el más fuerte de los segundos géneros; ha nacido con habilidades naturales para ejercer el liderazgo, no solo sobre omegas sino sobre betas. Se sabe que ya en la prehistoria eran los alfas quienes llevaban comida a la tribu: el alfa cuida a la familia, los provee de alimento y de protección. Por esa razón, los alfas son agresivos y territoriales por naturaleza. No es aconsejable provocarles, y los omegas deberían actuar de forma que no den lugar a que dos alfas se peleen entre ellos».

    Un hombre musculoso y atractivo mira con agresividad a otro individuo de las mismas hechuras, enorme y malencarado.

    —¿Por qué?

    —Porque me enamoré.

    El hombre de la bata, más aburrido que nunca, mueve la cabeza. En la pared blanca y vacía dos personas de aspecto frágil, una hombre y otra mujer, miran con cierta ansiedad al mismo alfa de la escena anterior.

    «El omega es débil de nacimiento y necesita de la presencia de un alfa para guiarlo, protegerlo y darle hijos. Los omegas son los que cuidan de la prole; tienen un carácter dulce y mucha paciencia, por eso también son capaces de aplacar la agresividad natural del alfa. Lejos de ambicionar un rol que no le corresponde, el omega es el auténtico pilar sobre el que se sustenta cualquier familia. No es cierto que la sociedad no otorgue ningún poder a los omegas: de hecho, un omega inteligente que juegue bien sus armas es capaz de cambiar incluso al alfa más violento».

    —¿Por qué?

    —Porque estaba mal. Llevaba meses, meses sin conseguir dormir bien. Sintiendo asco por mí mismo, por lo que represento. Por… el papel que se nos asigna. ¿Y si no quiero emparejarme con un omega, aparearme con él, darle hijos? ¿Y si me enamoro del género equivocado?

    Esa vez la pregunta irá acompañada de una contundente bofetada. Y él responderá en tono nasal, porque hará unos días que le habrán roto la nariz de un golpe.

    Y el vídeo. El puto vídeo.

    «Los betas son el tercer género, aunque algunas teorías afirman que no se trata de un género en sí, sino de individuos cuyo desarrollo en la pubertad, por algún motivo, no llegó a finalizar, y por tanto no despertaron como alfas u omegas. Los betas solamente pueden emparejarse entre sí, ya que no están preparados para soportar las tensiones que alfas y omegas aguantan durante el celo. Su vida es mucho más sencilla y son de naturaleza inteligente, aunque carecen de la fuerza innata del alfa y del buen carácter del omega».

    —¿Por qué?

    Una vez más. La última.

    —Porque soy un traidor al género. Porque me he degradado a mí mismo y a los míos. Porque no merezco ser un alfa.

    Y al fin cesará la tortura interminable, el ciclo de drogas, palizas y privación de sueño. Al fin lo llevarán a la parte alta, lejos del sótano inmundo, del subterráneo de los horrores, y le darán su primera comida caliente en semanas. Pero, antes, como una broma del destino: el zumbido del proyector. Una vez más. El alfa grande y fuerte. La omega frágil. Y un beta de aspecto perspicaz que se mantiene un paso por detrás de los dos primeros.

    La voz, ominosa, machacona, ya grabada en lo más hondo de su cerebro.

    «Todos los géneros y segundos géneros tienen su lugar establecido en nuestro mundo. Y es por eso por lo que podemos seguir adelante. El celo de los omegas, la agresividad de los alfas, no son más que pura supervivencia. Comportarnos de manera adecuada respecto a nuestro segundo género no es solo una cuestión de civismo: es la única forma de asegurar el porvenir de la raza humana».

    Y el final.

    Por unas estrechas escaleras lo llevarán a la planta superior, donde le esperará la segunda parte del tratamiento que ha de curarlo definitivamente. Los vídeos serán sustituidos por horas encerrado en una habitación compartida. Las noches en blanco, por una cama para él solo. Y las palizas, por inyección tras inyección de eso que en teoría debe arreglar los pedazos rotos que bailan en su interior.

    Ya no volverá a ser él mismo.

    Embotado por las drogas, sumido en un letargo donde los días se suceden sin que nada marque el inicio de uno y el final de otro, echando de menos a la persona a la que dejó atrás, puede que sea él quien se mire al espejo y se pregunte por qué.

    CAPÍTULO 1

    Ocurre —como suele ser habitual— en el momento más inesperado.

    Tampoco es que haya un momento ideal para que a uno le venga su primer celo. Ni siquiera en las familias con un alto porcentaje de omegas suele ser fácil, a pesar de que el conocimiento previo permite una preparación mayor —aunque no mucha—. En el resto, el súbito florecimiento de un nuevo omega equivale poco menos que a desatar el caos sobre la tierra.

    Es imprevisible. Científicos de todas las épocas y disciplinas han intentado, sin éxito, encontrar el método definitivo que permita clasificar a los niños por su segundo género, predecir sus celos o —en su defecto— prevenir al menos que acaben destapándose en mitad de una sala atiborrada de alfas.

    Todo en vano.

    Existen indicios, por supuesto. Hay porcentajes de probabilidades, test previos, protocolos y hasta apps que prometen monitorizar los datos vitales y avisarle a uno antes del gran día.

    Algunos de esos inventos funcionan. Otros no lo hacen casi nunca.

    En el caso de Bruno, el fallo resulta ser de un estrepitoso cien por cien.

    Y ocurre —como siempre— en el momento y el lugar más inoportuno.

    Ya habría sido lo bastante malo descubrirse como omega un domingo cualquiera en su casa, con todas las comodidades existentes a su alcance, el apoyo de su familia y una pesada puerta con cerrojo que lo salvaguardara de cualquier alfa que percibiese su olor. En esas circunstancias, sin lugar a dudas, entrar en su primer celo habría supuesto para Bruno una decepción a la par que una humillación; cuando tu familia es predominantemente alfa y tu hermano mayor es un ejemplar modélico y felizmente emparejado, es inevitable que uno quiera estar a la altura. Y que se sienta mal si la biología no se pone de su parte.

    Pero Bruno, para su desgracia, ni siquiera tiene tiempo de sentirse humillado. Porque las circunstancias en las que recibe su primer celo no pueden describirse de otra forma que absolutamente terroríficas.

    Empieza como un tenue malestar:

    —¿Estás bien, Bruno?

    Un profesor se dirige a él cuando están apenas a unos pasos del hotel donde toda la clase se aloja. El latigazo de dolor que le ha recorrido el bajo vientre veinte segundos antes debe de haber provocado un más que elocuente gesto de dolor en su rostro. Bruno se sujeta la barriga con la mano, sacudiendo la cabeza como si negara lo que está a punto de suceder.

    —Sí, sí. —Hace una mueca. El lacerante dolor se ha aplacado y ha dejado tan solo la sombra de una sensación. Algo que ni siquiera merece el esfuerzo de buscar un analgésico—. Creo.

    El profesor asiente en silencio y le da una suave palmada en el hombro antes de continuar.

    Horas después, ya descubierto el origen de su dolencia, a Bruno le extrañará que el profesor no se diera cuenta. Supondrá que toma inhibidores, por supuesto; la mayoría de adultos en contacto directo con jóvenes lo hacen. Demasiada feromona juvenil para mantener la cordura.

    Está rodeado de compañeros, pero ellos tampoco notan nada en ese momento. Eso sí que no le extrañará; la gran mayoría aún no tiene todo el sentido olfativo desarrollado. De hecho, no se desarrollará plenamente hasta que entren en su primer celo. Así que nadie nota lo que está ocurriendo. Ni siquiera el propio Bruno, que avanza con una mueca hacia su habitación, intentando ignorar ese extraño malestar cuyo origen prefiere no averiguar.

    Prosigue con el resto de síntomas habituales.

    Sofocos, sudoraciones, calambres cuya frecuencia se va intensificando y —«oh, joder»— la señal inequívoca y definitiva.

    Lo nota durante la cena en el comedor del hotel. En una mesa alargada, rodeado de compañeros que hacen bromas, juguetean con la comida, se dan voces de un lado a otro y se comportan de la forma más estúpidamente masculina posible.

    Es, sin lugar a dudas, el mejor momento para que Bruno sienta un pinchazo de dolor más fuerte que todos los anteriores juntos.

    Pero eso no es lo peor, lo que le hace quedarse paralizado, mudo, congelado, sencillamente aterrorizado ante la perspectiva de lo que se le viene encima.

    Es una tenue humedad, sutil pero perceptible, que empieza a insinuarse entre sus nalgas y que hace que esté a punto de echarse a llorar de puro pánico.

    —¿Bruno? ¿Qué te pasa?

    La voz —marcada por un fuerte acento andaluz— le hace alzar la cabeza.

    Uno de sus compañeros le mira de cerca.

    Adrián.

    Adrián Alonso —Adri, para los colegas— es su mejor amigo. También es uno de los chavales más populares del instituto y el alumno más aventajado de su bachillerato. Sus excelentes notas no casan con su carácter fuerte y un poco pendenciero, siempre dispuesto a meterse en problemas.

    Aunque aún no ha despertado, Adri es de esas personas que exuda «alfa» por los cuatro costados. Por eso resulta un poco irónico que él sea quien primero se interese por su salud, agarrándolo de un hombro y mirándole a los ojos.

    —¿Bruno?

    Bruno no contesta. Y no contesta porque está paralizado por el miedo. Porque está rodeado de aproximadamente un centenar de compañeros en pleno regreso de su viaje de estudios y a la fuerza alguno de ellos tiene que ser un alfa ya en plena posesión de sus facultades alfas. Y en cualquier momento alguno percibirá su olor y, «oh, joder, joder», está a punto de meterse en problemas.

    —Tengo que subir a la habitación.

    Cuando por fin consigue reaccionar lo hace farfullando, sin mirar siquiera a Adrián, levantándose con brusquedad de la silla y casi corriendo fuera del comedor. Al ponerse de pie, siente la desagradable humedad extenderse hasta su ropa interior. Aprieta los dientes, rezando por no encontrarse con nadie en su camino a las escaleras. No piensa coger el ascensor. Coincidir con un alfa dentro sería una catástrofe.

    Por fortuna su habitación compartida está en un segundo piso, y en el corto trayecto hacia allí solo se cruza con un empleado del hotel que apenas le mira. Agradecido por ese pequeño chispazo de buena suerte, intenta recordar desesperadamente lo que aconsejan hacer en estos casos.

    Siempre ha pensado que sería alfa; pero, como nadie está libre de acabar despertando como omega, todos los adolescentes son adoctrinados al respecto en el instituto. Tras enseñarles a reconocer los síntomas de un primer celo —algo en lo que Bruno ha demostrado ser un alumno atento—, las indicaciones son claras: huir, refugiarse en una habitación cuya puerta se pueda cerrar con llave y llamar por teléfono a un adulto responsable mientras uno reza todo lo que sepa para que el olor no atraiga la atención de un alfa demasiado joven para contener sus instintos.

    Eso es lo que tiene pensado hacer Bruno, y ya está marcando el teléfono de uno de sus profesores cuando, al buscar con la mano en el otro bolsillo, se le hiela la sangre en las venas.

    La tarjeta.

    La puta tarjeta de la habitación.

    No la ha traído. De hecho, es que ni siquiera tiene una. En su cuarto, como en todos, se alojan cuatro chicos. Y la tarjeta la tiene, precisamente…

    —¡Bruno!

    —¿Adri?

    Adrián viene corriendo por el pasillo, con la tarjetita de marras en la mano. A Bruno no le da tiempo a pensar en por qué ha aparecido de la nada, por qué corre; es su amigo desde hace años, confía en él con su vida. No se le ocurre que pueda hacerle daño. Aunque todo en él indique que es un futuro alfa, aún no ha pasado por su primer celo. Adri no representa ningún peligro para él.

    —Aparta, vienen por… —lo quita de en medio de un empujón para pasar la tarjeta por el lector— el ascensor.

    Y en ese momento ocurren dos cosas a la vez.

    Una: la puerta del ascensor se abre y allí, al fondo del pasillo, cual película de terror, aparecen cuatro chicos que olfatean el aire como animales.

    Dos: el lector de la tarjeta emite un pitido al tiempo que se enciende una luz verde y la puerta cede, abriéndose mansamente.

    Adrián le empuja dentro a la vez que los cuatro chicos emiten un terrorífico gruñido y empiezan a correr hacia él con intenciones más que evidentes.

    —¡Vamos! —Bruno se ve precipitado dentro de la habitación y se sujeta a tiempo al borde de la cama para evitar estamparse contra la moqueta—. ¡Mierda, joder!

    Se escuchan un fuerte portazo y el ruido metálico del pasador cuando Adrián lo corre de un tirón. Instantes después, un estruendo aún más fuerte cuando algo choca contra la puerta, haciéndola temblar. Bruno, que sabe que ese algo son cuatro alfas desquiciados, se estremece, se encoge en un ovillo.

    Adrián se yergue frente a la puerta, con su habitual pose agresiva. Apretando los puños, no cede un milímetro ante los empujones que hacen estremecer la puerta hasta los goznes.

    —Tranquilo, Bruno, aguantará —asegura sin girarse para mirarle. Bruno se encoge aún más, siguiendo su instinto de omega—. Avisa a un profesor.

    —¿Qué?

    —Avisa a un profesor, rápido.

    Bruno siente el inexplicable impulso de obedecer. Tiene el móvil en las manos antes de darse cuenta, pero, cuando intenta desbloquearlo, no puede. Los dedos le tiemblan demasiado, el miedo le paraliza. Intenta marcar el código, pero cada golpe en la puerta le distrae y le llena de angustia.

    —Adri —balbucea.

    Adri se gira. Bruno llega a pensar vagamente que nunca le ha parecido tan grande y tan fuerte como en ese momento, situado entre él y el peligro, dispuesto a defenderle hasta la última consecuencia. En su rostro se reflejan tantas emociones que resultaría difícil diferenciarlas e identificarlas; a Bruno le parece que sus ojos son dos pozos oscuros e insondables cuando se agacha frente a él.

    La voz le sale ronca.

    —Ven aquí, Bruno.

    Extiende los brazos hacia su amigo.

    Al igual que antes, Bruno se precipita hacia la llamada como un soldado maravillosamente entrenado. No acude a él, salta; choca contra su pecho, haciéndole soltar el aire de golpe. Se acurruca sin pudor hasta enterrar el rostro en su camiseta.

    Es como si todo su malestar se mitigara de repente. Como si el dolor y el miedo retrocedieran, espantados por la simple presencia de Adrián. Bruno no entiende qué está pasando, pero, por primera vez en todo el día, se siente bien cuando su amigo le devuelve el abrazo.

    Ambos aspiran con fuerza, como si quisieran llenarse los pulmones con el olor del otro.

    Y entonces, algo nuevo ocurre.

    El sentido olfativo de Bruno elige ese preciso instante para terminar de emerger, para añadirse al resto de cambios que su cuerpo ha experimentado a pasos agigantados. De repente, su nariz se abre a un nuevo abanico de olores distintos, olores que ahora despiertan parcelas de información guardadas en lo más profundo de su mente.

    Del otro lado de la puerta se eleva un fuerte olor, punzante y amenazador. Pero Bruno no tiene tiempo de pensar en ello, porque ese fuerte aroma queda inmediatamente eclipsado por otro, mucho más cercano, que procede del mismo interior de la habitación.

    —Tranquilo, Bruno —está diciendo Adrián en voz baja, un susurro tranquilizador—. Tranquilo, tío, no te asustes…

    Y Bruno se da cuenta.

    —Adri.

    Ese olor —fuerte pero menos agresivo; atractivo, penetrante, imposible de ignorar— procede de Adrián.

    —¿Qué?

    —¿Cómo lo has sabido?

    Le mira a los ojos y encuentra la confirmación a esa sospecha que acaba de irrumpir en su mente. Se separa de él de un salto, como si quemara, desembarazándose de esos brazos y de ese olor cuya ausencia devuelve el malestar a su cuerpo y le hace contener un escalofrío.

    —Ya… ¿Ya has despertado como alfa? ¿Y no me lo has dicho?

    Si tenía alguna duda, su propia reacción las despeja todas de un plumazo. Porque todo su instinto de omega —su recién despertado instinto de omega— le impulsa a volver a su refugio seguro entre los brazos de Adrián. Y le cuesta un mundo no obedecer, mantener la racionalidad por encima de su deseo más primario.

    —Bruno…

    Adrián extiende una mano hacia él sin llegar a tocarlo. Bruno se aleja otro paso, buscando ampliar la distancia. Su amigo frunce el ceño; por un momento, sus ojos solo reflejan tristeza.

    —Tú ya sabías que eras un alfa, y te has encerrado conmigo. Estoy encerrado con un alfa —murmura, reculando, intentando no hacer caso a esa voz interna que le impele a volver sobre sus pasos, a enterrarse de nuevo en ese olor; ese olor que, ahora lo sabe, es un olor de alfa—. Pensaba que querías protegerme…

    Adrián se levanta.

    Físicamente, siempre ha sido un chico de los que atraen la atención. Rubio y de constitución atlética —en contraste con Bruno, moreno y más bien nervudo—, su estilo informal al vestir y su actitud gamberra y desenfadada siempre lo han envuelto en una atractiva aura de rebelde.

    Pero Bruno nunca se ha sentido intimidado por Adrián. Quizá porque lo conoció en la etapa más vulnerable de su vida, siempre ha sido capaz de ver lo que había debajo de su actitud bravucona. En el instituto, era de las pocas personas que se atrevía a retarlo y contestarle, midiéndose con él de tú a tú. Sin miedo. Hasta ese día.

    Por primera vez, cuando Adrián Alonso se pone en pie, Bruno siente la inmensa fuerza que emana del alfa.

    Y cuando la puerta vuelve a temblar, su amigo se gira, más agresivo y luchador que nunca.

    —Puedes pensar lo que te salga de los cojones, Bruno. Voy a protegerte. Yo nunca te haría daño. —Frunce el ceño con un poco disimulado gesto de asco—. Soy un alfa, no un animal como esos de ahí fuera.

    Entonces esos de ahí fuera vuelven a la carga, y, ante los ojos de Bruno, se completa la transformación.

    Adrián se gira y emite un gruñido que más bien es rugido. Empuja él la puerta por su lado, aullando una oleada de improperios y amenazas. Cuando le ve retraer los labios instintivamente para mostrar los dientes al enemigo invisible, se encoge sobre sí mismo y observa cómo su viejo amigo cede a los instintos de su segundo género y deja relucir su lado más animal.

    Funciona. Su olor a alfa es fuerte en ese momento —más fuerte incluso que antes, cuando estaba enterrado en su pecho— y aunque a él le atrae como si fuera un imán, parece tener justo el efecto contrario con los otros alfas del pasillo. Porque un instante después, varios pasos se dejan escuchar por la moqueta, alejándose progresivamente hasta que el exterior de la habitación se queda quieto y en silencio.

    Bruno apenas tiene tiempo de sentirse aliviado, porque cuando Adrián se gira de nuevo, su expresión animalesca se ha acentuado aún más. Tiene las pupilas dilatadas y los ojos enrojecidos, y respira con un sutil sonido ronco y vibrante. Y, bajo su olor alfa, el recién estrenado instinto del madrileño es capaz de percibir algo más. Un aroma penetrante, que deja en el fondo de su garganta el regusto a almizcle.

    Aunque es la primera vez que lo huele, le resulta inconfundible.

    —Joder, no.

    Parece que él no es el único que ha entrado en celo.

    Ω

    Para Bruno, la teoría estaba muy clara.

    —Antiguamente se decía, y os estoy hablando de hace tan solo unas décadas, que los alfas eran incapaces de controlarse durante el celo, y que no podían evitar violar —recalcó la palabra, lo que provocó que alguno de los alumnos hiciera una mueca— a todo el que se pusiera por delante durante el celo porque, ay, pobrecitos, es que piensan con la polla. ¡Uy, perdón! No sé si se puede decir polla en un instituto… Vaya, lo acabo de volver a decir.

    Él se había reído, como todos, porque por esa época no era más que otro chico de dieciséis años en plena edad del pavo. La profe Mamen siempre les hablaba sin tapujos, en lenguaje llano y de tú a tú; su particular acento y su carisma le otorgaban una gracia especial que la había convertido en una de las docentes más queridas del instituto. Aquel día se había ofrecido voluntaria para impartir el habitual taller precelo. Era una labor incómoda, y la mayoría de los profesores rehuían ese tipo de charlas; Mamen, en cambio, se exponía a ellas gustosa y abrazaba la oportunidad de seguir educando. Como un kamikaze.

    Le recordaba a alguien, pensó Bruno, mirando a su lado.

    Adrián no se reía. Hundido en el asiento del salón de actos, parecía incómodo. Bruno supuso que él también se sentiría así si su tía estuviera hablando de sexo delante de toda la clase.

    Mamen dejó que las risas se prolongaran un poco más; después, alzó la mano en un gesto que tuvo la capacidad de volver a centrar la atención de su auditorio.

    —Hoy sabemos que todo el mundo —volvió a enfatizar las palabras con un gesto de las manos— es capaz de controlarse. Obviamente a los jóvenes os suele costar más, sobre todo en vuestro primer celo, pero tenéis que saber que no hay excusa. La violación de un omega hoy en día es un delito que se castiga con penas muy severas. —A medida que hablaba, el silencio se hacía cada vez más espeso—. Recordad, podéis ser alfas, pero no animales. Y si os comportáis como animales, corréis el riesgo de que os administren inhibidores permanentes.

    Bruno hizo una mueca. Sabía muy bien qué eran los inhibidores o supresores, porque su hermano Álvaro, deportista federado, había elegido tomarlos durante sus competiciones para estar más concentrado. En su caso, era tan solo una sustancia que atenuaba su sentido del olfato y le hacía percibir el aroma que emanaban los omegas con mucha menos intensidad. Su uso no era extraño en adultos, aunque no obligatorio, puesto que se suponía que la mayoría sabía controlarse. Tan solo para aquellos que estaban permanentemente en contacto con adolescentes —como sus profesores— era generalizado y hasta aconsejado.

    Pero había escuchado hablar de otro tipo de medicamentos, otros cuyos efectos duraban años o sencillamente no desaparecían jamás.

    —Pero eso sería castración química —protestó alguien en las últimas filas.

    Adrián se enderezó como si hubiera escuchado un disparo. Girándose en el asiento, lanzó una mirada de advertencia en dirección al compañero que había hablado.

    En condiciones normales, Adrián Alonso era del tipo de alumnos que se sentaban en las últimas filas, unía su voz a los murmullos y las risitas y procuraba poner en aprietos al conferenciante con preguntas incómodas. Pero no en las charlas precelo. Y menos aún si era su tía quien las impartía.

    —¿Castración química? —Mamen dio unos pasos al frente, internándose un poco en el pasillo que separaba ambas filas de asientos. Los alumnos estiraban el cuello, interesados en la confrontación—. Ese es el argumento que utilizan los alfas más conservadores.

    —O los alfas que quieren luchar por sus derechos —rebatió el alumno.

    Bruno también se giró esta vez. Quien hablaba era un compañero de su clase, uno de los habituales compinches de Adrián; aunque, por la expresión que ensombrecía la mirada de su amigo, estaba claro que no sería así por demasiado tiempo.

    —Los alfas que quieran luchar por sus derechos como alfas podrían empezar por asumir que estos jamás podrán interferir en los derechos de los demás. Vivimos en una sociedad donde los crímenes se castigan. —Ahora, Bruno percibió más fe que realidad en las palabras de la profesora—. Además, tampoco te vengas demasiado arriba, Rodri. Nadie sabe si acabarás siendo alfa, beta u omega.

    —¡Soy de familia alfa!

    —Ser de familia alfa no garantiza que despiertes como alfa. —Sonrió Mamen, con un punto de ironía del que Bruno se acordaría mucho tiempo después—. Así que tened cuidado con lo que defendéis: vaya a ser que resultéis ser del segundo género «incorrecto», y que de repente descubráis que no os gusta que os violen.

    Varios alumnos celebraron la respuesta con risillas y algún tímido aplauso; Adrián se rio más que ninguno, mirando por última vez a su compañero antes de volver a sentarse bien. Le dirigió una sonrisa a Bruno a la vez que movía la cabeza.

    —Menudo gilipollas —murmuró, y el madrileño ahogó una risa.

    Por aquel entonces, los dos amigos no tenían la menor duda de que acabarían siendo alfas. Habían hablado infinidad de veces de ello. Desde que a los catorce años una tímida conciencia social se fuera formando y arraigando en sus jóvenes mentes, las relaciones de poder entre alfas y omegas habían pasado a formar una parte importante de sus conversaciones. Los dos se habían prometido a sí mismos comportarse decentemente, como dos alfas educados en pleno siglo XXI. Y no solo había sido gracias a Mamen, quien era obvio que había ejercido una gran influencia en la educación de Adrián. Es que, además, estaba Álvaro.

    Álvaro había sido uno de los alumnos predilectos de Mamen cuando estaba en el instituto y ahora, en la universidad, se había convertido en un destacado activista por los derechos de los omegas. Su comportamiento siempre había sido intachable. Bruno le había visto aguantar, en pleno celo, la presencia cercana de omegas sin arquear una ceja lo más mínimo. Y desde que estaba emparejado, su compromiso con la causa no había hecho más que crecer, a la par que su absoluto desdén contra cualquier alfa que se pasara lo más mínimo de la raya.

    El mayor de los Valcárcel no solo era el héroe personal y modelo de su hermano pequeño; también de su mejor amigo, ese chaval con aires de macarra que trataba a Álvaro como a un dios.

    Con semejantes influencias, ninguno de los dos tuvo otra opción.

    Al salir de la charla, Adri se entretuvo excesivamente en colocarse la chaqueta y coger la mochila. Bruno le esperó; lo conocía lo suficiente para saber que tramaba algo. Sus temores se vieron confirmados en cuanto divisó la cabeza de Rodri, que caminaba por el pasillo central hacia la entrada del salón de actos. En ese momento, Adrián se lanzó hacia él. Su movimiento quedó camuflado por las decenas de alumnos que lo rodeaban. Solo los más cercanos —y Bruno— vieron cómo agarraba a su compañero del hombro y lo zarandeaba con fuerza, mirándole fijamente a los ojos.

    —Vuelve a hacerte el machito en una charla de mi tía —le amenazó en tono bajo— y te reviento la cabeza, tontopollas.

    Después se alejó en una zancada y le hizo una señal a Bruno para que lo siguiera. Tanto Rodri como los estudiantes cercanos se quedaron tan sorprendidos que, cuando reaccionaron, el granadino ya estaba en el pasillo, ajustándose las correas de la mochila sobre los hombros.

    Bruno lo alcanzó, resollando.

    —Adri, tío, ¿qué haces? Es tu colega.

    —Era mi colega. Yo con estos temas no admito ni media. —Le miró muy solemne mientras se pasaba una mano por el pelo rubio oscuro—. Ese tonto estaba bien para unas risas y para liarla, pero a la hora de la verdad, mi amigo eres tú. Y ¿sabes por qué, Bruno?

    —¿Por qué?

    El granadino le dio un puñetazo amistoso en el hombro. Bruno sabía que varios chicos y chicas les miraban de reojo, y habría mentido si dijera que no disfrutaba de ello. Que le encantaba el desconcierto de los demás ante el increíble hecho de que el tío más popular del insti tuviera de mejor amigo a un empollón gris como él.

    —Porque estás forrado, obviamente.

    Era una broma habitual entre ellos; Bruno le devolvió el puñetazo.

    —Yo no estoy forrado, gilipollas.

    —Tienes un baño para ti; si eso no es estar forrado, ya me dirás —replicó Adri con buen humor.

    Bruno soltó un bufido. Se abrieron paso entre la marea humana; Adrián con bastante poca delicadeza, su amigo siguiendo su estela. Estaban ya cerca de la puerta del centro cuando el rubio se giró para dirigirle una mirada cargada de solemnidad.

    —Y porque sé que vas a ser un alfa decente. Los dos vamos a serlo. Mi tía y tu hermano se van a sentir orgullosos de nosotros. —Extendió la mano abierta frente a él—. Vamos a cambiar las cosas, nene. Estamos dispuestos a todo, ¿verdad?

    Bruno le chocó la mano.

    —Dispuestos a todo, Adri.

    Los dos se sonrieron y salieron del instituto como solían hacerlo: cogidos del cuello, entre piques y bromas que solo ellos dos entendían.

    Más tarde, Bruno recordaría que, en ese momento, volvió a jurárselo: que, cuando tuviera su primer celo de alfa, se esforzaría al máximo por ser diferente, por ser como Álvaro, por ser como Adrián.

    Ignoraba lo que su biología, irónicamente, le deparaba.

    α

    Los protocolos de actuación ante un celo están aún más claros.

    Primer paso: avisar.

    —Adri.

    —Qué.

    Adrián se ha dejado resbalar al suelo, la espalda asentada contra la puerta y los brazos cruzados en un gesto que tiene mucho de autocontrol. Sigue respirando con pesadez, los ojos desorbitados, un colmillo apenas visible entre sus labios entreabiertos. La cabeza vuelta a la pared, evitando mirarle.

    Da un poco de miedo.

    Al escuchar su voz cierra un microinstante los ojos y Bruno aventura, imagina, supone, que quizá no ha sido buena idea hablar. Pero:

    —Tengo que coger mi móvil. Ahí.

    Está en el suelo a unos pasos. Rebotó sobre la moqueta cuando su amigo lo arrojó dentro de la habitación.

    No verbaliza la petición; Adrián la escucha igualmente. Gruñe bajo, quizá para sí, y le lanza una breve mirada furibunda mientras cruza los brazos con aún más ahínco.

    —No voy a saltarte encima, hostia. Puedes moverte.

    —Ya.

    Bruno no lo tiene muy claro. O sea, es su amigo, confía en él, no duda de sus buenas intenciones; pero ni toda la amistad del mundo borra el hecho de que son un alfa y un omega en incipiente celo encerrados en una puta habitación de hotel donde sus olores se mezclan hasta el límite de lo imposible.

    A él aún le resulta fácil resistir. Su olor le atrae, no lo niega, pero el malestar físico —asociado a los primeros celos— que va in crescendo de momento atenúa cualquier posible deseo sexual.

    Los alfas, en cambio, no tienen ese problema. Para ellos todo se reduce a un salvaje deseo de aparearse, por lo que Bruno aprecia mucho, muchísimo, el esfuerzo que está haciendo Adrián por negar su propio instinto.

    Pero no sabe cuánto tiempo podrá contenerse. O cuánto tiempo pasará hasta que

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