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La noche
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Libro electrónico551 páginas14 horas

La noche

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Mientras un asesino en serie aterroriza a la población de Madrid y la amenaza de una sangrienta guerra entre clanes mafiosos se cierne sobre todos, en la concurrida discoteca Sala Inferno, el implacable enfrentamiento entre dos hombres está a punto de cambiar el destino de todo un país:

Álex es un joven español que acude a la Sala Inferno buscando trabajo, pero acaba atrapado en un mundo de violencia y extorsiones en el que su cuerpo y su mente ya no le pertenecen. Cuando se enamora de Joseph, un inmigrante nigeriano sin papeles, Álex se encontrará en un complicado dilema entre lo que está obligado a hacer y lo que él desea realmente.

Yarik es un mafioso ruso con un pasado tormentoso, el cual lo ha vuelto totalmente insensible hacia el sufrimiento de los demás. Pero tras la repentina visita de Evan, su hermano menor, Yarik verá resurgir todas las pesadillas de su infancia junto a la misma atracción prohibida de la que ya salió huyendo diez años atrás. Y, llegado el momento, tendrá que decidir si se mantiene leal a su organización o lucha contra ella para proteger a Evan.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9788412286342
La noche
Autor

Ana Prego

Ana Prego es una pontevedresa locamente enamorada de su tierra. Sanitaria de profesión y escritora por vocación. Lectora compulsiva y amante del buen cine. Empezó a escribir de niña para volcar en alguna parte su exceso de imaginación y ya no pudo dejar de hacerlo. Las tramas de misterio la han fascinado desde muy joven y cuando descubrió la erótica gay encontró su combinación perfecta para contar historias. La novela negra es el género con el que se siente más cómoda, pues disfruta analizando el mundo que la rodea a través de personajes torturados y ambientes marginales. Lleva cerca de una década compartiendo su trabajo en internet y por fin se ha decidido a dar el paso de publicar.

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    Es maravilloso como Ana Prego escribe novela negra entramada con romance. Me parecieron muy fuertes los personajes de Yarik y Alex. El de Mihela, estupendo. El personaje que me encanto es el del Carnicero de Madrid, creo que comulgo con el pensamiento del Carnicero. Me hubiera gustado más historia de Pablo y Daniel. A pesar de la extensión la leí en 2 días, me tenía como se dice al borde del asiento. Felicidades por publicar obras de autora tan maravillosa. El tema de la trata de personas siempre es escabroso y lo trata muy bien, con crudeza que tiene un tema como ese. El tema del incesto no es tan frecuente encontrarlo, me gusto mucho como lo plantea. La primera obra que leí de Ana Prego fue Quince mil razones, también se las recomiendo mucho.

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La noche - Ana Prego

Primera parte

1

La noche tiene muchos matices diferentes. Algunas caras amables y otras terribles. Puede ser el escenario perfecto para la diversión sin fin, las ardientes pasiones o los crímenes más atroces. A menudo, las personas que la habitan también resultan oscuras, engañosas, contradictorias, capaces de las peores y las mejores cosas. Porque el ser humano es el monstruo más cruel y maravilloso que existe.

Cuando la noche cae sobre la ciudad, con su inmensa capa negra cubierta de estrellas, salimos los monstruos. No sé por qué he usado esa palabra. En realidad, no me gusta nada. Prefiero pensar que solo soy otro de los muchos cazadores nocturnos que deambulamos por la implacable selva de asfalto, ocultándonos entre las sombras, haciendo de la oscuridad nuestra mejor aliada, acechando entre las penumbras y preparándonos para saltar sobre nuestra siguiente presa. Y, sin embargo, eso no es del todo cierto. Sé que no soy uno más, incluso tú que apenas has comenzado a leerme ya lo intuyes. Lo que me diferencia del resto es que yo estoy en lo más alto de la cadena alimentaria: soy un depredador que caza depredadores, un monstruo que solamente disfruta cuando se alimenta de otros monstruos.

¡Oh, ni siquiera puedes llegar a imaginar ni remotamente la magnitud y la intensidad que alcanza mi placer! Mejor para ti, créeme. No te gustaría ver el mundo a través de mis ojos. No quieres descubrir que aun cuando estás cómodo y caliente en tu cama sigues siendo una presa para las bestias de ahí fuera, que cualquiera de ellas podría entrar en tu casa y borrar tu existencia sin que le supusiese ningún esfuerzo. Porque si lo supieses, jamás recuperarías la tranquilidad ni podrías volver a conciliar el sueño.

Pero no te equivoques conmigo, ten muy presente que no hago esto porque quiera. La pura verdad es que nunca tuve otra opción, no se me permitió elegir. Soy lo que soy porque la naturaleza o la sociedad, o ambas, así lo han querido. Sé que tú no me entiendes. ¿Cómo podrías? No eres un habitante de la noche. Como mucho, un visitante, un turista, que a veces se pasea por nuestro mundo para poder satisfacer su curiosidad o su absurdo apetito de diversión, ajeno al peligro que corre, feliz con su ignorancia. Tú no verás llegar a los monstruos hasta que ya sea demasiado tarde, y por eso te envidio y compadezco a la vez.

Esta noche por fin pude salir de caza. Hacía semanas que había elegido a mi siguiente presa. Siempre soy muy meticuloso a la hora de seleccionarlos; prefiero tomarme mi tiempo para seguirlos y asegurarme de que he encontrado a la persona adecuada. La espera es una dulce tortura que convierte ese momento cumbre, en el que el filo de mi cuchillo les desgarra la garganta y su cálida sangre empapa mis manos, en una intensa explosión de placer para todos mis sentidos.

Como de costumbre, me sentía muy impaciente e inquieto mientras lo acechaba a una distancia prudencial para no ser descubierto antes de tiempo. Deseaba con toda mi alma que intentase escapar. ¡De verdad que me gusta perseguirlos!, hacerles creer que pueden huir de mí, dejar que se confíen. Y, al fin, aparecer de entre las sombras, acorralarlos y contemplar sus ojos llenos de terror mientras les arrebato la vida. Eso me hace sentir bien. Pienso en sus víctimas, en toda la sangre que manchaba las manos de aquel monstruo, y se me abre el apetito. Los asesinos tienen una fragancia especial, casi obscena, eso me excita y me pone duro sin remedio.

Me resultaba gracioso que pareciese tan feliz. No sabía que su alegría desaparecería muy pronto, iba a arrancársela en cuanto entrase en aquel oscuro y aislado callejón. Era la noche en la que él perecería y ni siquiera podía imaginárselo aún. Cuando nos quedamos los dos solos, llegó mi momento. Dejé de ser sigiloso porque quería que escuchase mis pasos al acercarme a él por detrás, que sintiese el miedo al saber que iba a morir y un sudor frío recorriese su espalda. El hombre me miró con recelo. Desconocía quién era yo o a qué había ido allí y sin embargo ya me temía. Algo en mi aspecto lo inquietaba, y no lo culpo. Antes de que pudiese reaccionar, ya me había abalanzado sobre él para hundir mi acero en sus entrañas. Al principio intentó oponer resistencia, pero fue inútil. Su cuerpo quedó tan vacío como lo estaba su conciencia.

Nadie podría culparme si supiesen todo lo que yo sé, las atrocidades que le vi cometer con mis propios ojos. Todavía llevaba el olor de sus víctimas impregnado en la ropa cuando lo encontré; esas pobres niñas inocentes a las que violó y asesinó… ¡Oh, él sí que era un monstruo!, uno más degenerado y cruel que yo.

Odio mi naturaleza, ser lo que soy, hacer lo que hago, pero no tengo otra opción. Necesito cazar y matar para acallar las voces. Jamás me siento saciado y siempre quiero más. Intento convencerme a mí mismo de que ellos merecen morir: esos seres despreciables que asesinan sin ninguna necesidad… ¡Los odio! Ellos sí que pueden elegir y han escogido terminar con la vida de personas inocentes. Aun así, no puedo evitar sentirme culpable y triste. Nunca podré parar, siempre estaré solo.

La Policía Nacional, la Policía Local y la Guardia Civil buscan a un terrible criminal que caza y degüella a sus víctimas cuando cae la noche. «Asesino en serie», me llaman. Si supiesen que estoy haciéndoles un favor al limpiar las calles de los verdaderos monstruos: aquellos que matan, torturan y cometen todo tipo de atrocidades contra los de su propia especie… Creo que si comprendiesen lo que hago realmente, me darían las gracias. Pero no importa. No es reconocimiento lo que busco. Yo solo quiero que las voces se detengan.

2

Situado en el sureste de la Comunidad de Madrid, en un valle circundado por tres cerros rocosos que formaban una angosta garganta, se encontraba el pequeño municipio de Pelayos de la Presa, con apenas siete coma sesenta y dos kilómetros cuadrados de extensión y poco más de dos mil quinientos habitantes. Al otro lado del cerro del Cubo, en el este, una cuenca más profunda daba cabida al embalse de San Juan, el único pantano de la comunidad en el que se permitían el baño y los deportes náuticos. Por eso este municipio era popularmente conocido como la «playa de Madrid». Y, durante los meses de verano, la gran afluencia turística llegaba a duplicar su población.

En pleno polígono de Pelayos, se erguía la emblemática Sala Inferno, una antigua nave industrial reconvertida en discoteca desde hacía ya más de dos décadas que abría sus puertas de jueves a domingo durante los meses de julio, agosto y septiembre, y solo una noche a la semana el resto del año. Tras la última remodelación, apenas un par de años atrás, su exterior austero y de líneas rectas, con la apariencia de un tosco y rectangular bloque de hormigón, contrastaba en gran medida con la moderna y desenfadada decoración interior.

En el exterior, la enorme construcción hacía esquina con dos calles transversales. La calle horizontal transcurría paralela a la fachada, donde se encontraban un amplio aparcamiento para los clientes y la entrada principal. Sobre esta última, había atornillado un gigantesco cartel con el nombre de la sala de fiestas, escrito con letras gruesas de color negro sobre un fondo púrpura metalizado. Lo más llamativo de todo era que la «o» de «Inferno» se representaba con un pentagrama invertido, símbolo de magia pagana y satanismo, en una evidente alusión al propio nombre del local.

La calle vertical pasaba junto al lateral derecho de la nave, y por ella se accedía a una pequeña parcela de terreno situada detrás del edificio. Esta hacía a la vez de entrada de servicio para descargar mercancías y de aparcamiento reservado únicamente para algunos miembros del personal de la discoteca. Por esa razón habían cerrado ese espacio con una alambrada y un robusto portal, los cuales fueron luego recubiertos con finas láminas de seto artificial para guardarse de miradas indiscretas.

El interior de la discoteca contaba con dos plantas en las que imperaban el púrpura metalizado y el negro, así como diversos espejos, láseres de colores y lámparas que simulaban serpenteantes lenguas de fuego. En el piso inferior había dos zonas, diferenciadas por distintos niveles de profundidad. Por un lado, la pista de baile, que estaba situada en el centro, y por otro, el espacio que la rodeaba. Para acceder a la pista era necesario descender un escalón. En ella se erguían cinco tarimas de un metro cuadrado de ancho por uno y medio de alto, con sendas jaulas encima y unas escalerillas adosadas por las que accedían los gogós. Las habían colocado de tal manera que al unir sus puntos se podía formar otro pentagrama invertido. No era muy difícil darse cuenta, ya que también lo habían dibujado en el suelo y ocupaba toda la pista de baile.

En el espacio que rodeaba la pista se encontraban el guardarropa, cerca de la puerta principal, una barra grande, en el extremo opuesto a la entrada, y dos barras laterales más pequeñas. Al fondo estaban las dos escaleras para acceder al piso superior, los aseos y la puerta del almacén, que aún conservaba el cartel de «prohibido el paso» a pesar de que siempre estaba cerrada con llave. A su vez, habían dividido aquella estancia en un espacio para guardar la mercancía, un cuarto minúsculo que servía como vestuario a los gogós y otra habitación un poco más amplia, donde se encontraba la oficina del gerente. Ninguna tenía ventanas.

Dentro del almacén, junto a la puerta de servicio que daba al aparcamiento del personal, había unas escaleras estrechas que constituían el único acceso existente a un pequeño apartamento, situado en la planta superior e independiente del resto de la discoteca, el cual abarcaba las mismas dimensiones que el almacén y los aseos del primer piso.

En la planta superior había un gran balcón que rodeaba la pista de baile y desde el que se podía observar todo lo que ocurría debajo. En los dos laterales, se ubicaban las zonas de descanso, con pufs y pequeñas mesas redondas. Al fondo estaba la cabina del disc-jockey, que sobresalía un poco sobre la pista. Y justo enfrente, sobre la entrada principal, había un reservado con un enorme ventanal en lugar de balcón, donde el propietario de la discoteca acostumbraba a realizar sus reuniones.

Era martes y estaban a principios de septiembre de aquel convulso 2015. Álex había respondido a un anuncio de trabajo que solicitaba camareros para la Sala Inferno y ahora se encontraba sentado en una austera oficina sin ventanas, frente a un hombre que le hablaba con un marcado acento ruso. En contraste con el resto de la discoteca, las paredes de aquella estancia parecían desnudas, ya que las habían pintado de blanco y no tenían cuadros ni otros elementos decorativos colgados. El despacho estaba escasamente amueblado con nada más que un escritorio, dos sillas, un archivador y un sillón reclinable, todo ello de color negro.

El gerente, quien se había presentado como Yarik, le estaba explicando que los puestos de camarero ya habían sido ocupados, pero que iba a hacerle la entrevista de todos modos por si quedaba algún lugar vacante en los próximos días. Álex asintió, conforme, y comenzó a detallarle su escaso currículo. Después de un rato de charla intranscendente, Yarik se interesó mucho por la situación personal de Álex. Este terminó contándole que atravesaban un momento muy delicado en casa porque su padre acababa de morir y, para colmo, le habían denegado la beca de estudios. También le dijo que necesitaba el dinero con urgencia para pagar los gastos de la universidad del próximo curso, pero que le estaba costando mucho encontrar trabajo.

—Ya estoy aburrido de enviar currículos y acudir a entrevistas para que luego nunca me llamen —le explicó el español.

—Sí, la verdad es que las cosas se están poniendo muy negras en este país —dijo el ruso—. Cuando yo me vine, esto no era así.

—Pues ojalá me equivoque, pero creo que solamente va a ir a peor.

—Pienso igual. —Hizo un gesto de resignación y continuó hablando—: Escucha, Álex, tenemos una plaza vacante como gogó. Sé que no es lo que buscabas, pero si no tienes reparos en bailar casi desnudo dentro de una jaula, podrías trabajar menos y cobrar más que de camarero. ¿Qué me dices?

—No soy una persona vergonzosa, pero ¿tú crees que yo doy el tipo para eso?

Yarik curvó levemente las comisuras de sus labios en una cínica sonrisa. El chico poseía el atractivo casi pueril del adolescente que acaba de cruzar a la etapa adulta, con un rostro aniñado y un cuerpo delgado, pero tonificado por el ejercicio diario. Le había dicho que tenía veintidós años; sin embargo, no aparentaba más de dieciocho. No era muy alto, apenas rozaría el metro setenta. Su pelo rubio ceniza, lleno de bucles perfectos, enmarcaba una cara ovalada con ojos almendrados de color miel, nariz pequeña y unos labios finos. A todo lo anterior, se sumaba su sonrisa tímida y dulce que ayudaba a otorgarle un aspecto delicado y angelical, solo mancillado por el piercing negro que atravesaba su ceja derecha.

—A simple vista parece que sí —respondió Yarik—, pero necesito verte sin ropa para confirmarlo.

—¿Ahora?

A pesar de que Álex le había asegurado que no era nada recatado, al ruso le pareció que estaba totalmente cohibido en ese momento ante la idea de tener que desnudarse frente a un desconocido. No pudo reprimir una pequeña carcajada, que acompañó con una mirada llena de malicia. «Este crío es delicioso. A Viktor le va a encantar», pensó, cada vez más satisfecho con su elección.

—¡Pues claro! Si te acobardas por desnudarte delante de mí, ¿cómo esperas hacerlo frente a cientos de personas cada fin de semana? —apuntó, irónico.

—Vale.

Tras ponerse de pie, Álex se sacó la camiseta y la dejó caer de forma descuidada sobre la silla. Tuvo que reprimir el fuerte impulso que sentía de doblarla antes, puesto que no soportaba el desorden, pero dudaba mucho de que Yarik compartiese su preocupación por las arrugas en la ropa. Después se agachó para desatarse los cordones de las zapatillas y quitárselas, dejándolas abandonadas en un rincón de la pequeña oficina. Volvió a incorporarse y siguió con la pretina de sus ajustados vaqueros. Levantó la cabeza para dedicarle una fugaz mirada al gerente de la Sala Inferno, quien lo observaba con atención desde su asiento detrás del escritorio, pero sin expresión alguna en el rostro. Y, tras unos segundos en los que pareció dudar, se los bajó hasta los tobillos y terminó de quitárselos con los pies. Mientras tanto, Yarik estudiaba su cuerpo desnudo con ojos fríos e ilegibles, como si estuviese valorando la calidad de la carne expuesta y no mirando a otro ser humano.

—¿Los calzoncillos también? —preguntó Álex con timidez.

—No, eso no es necesario.

El español asintió, aliviado. Aquella no era la primera vez que estaba desnudo frente a un desconocido. Si lo pensaba con frialdad, había hecho cosas mucho peores, en parques o baños públicos, con hombres con los que apenas si llegó a intercambiar un breve y escueto saludo. Pero nunca había tenido que quitarse la ropa en una entrevista de trabajo hasta aquel día. Ese era un terreno nuevo e inexplorado para él.

Mientras tanto, Yarik no dejaba de felicitarse a sí mismo por el buen ojo que había tenido. Estaba seguro de que Viktor iba a sentirse muy complacido con él por su nueva adquisición. El chico era por completo del gusto de su jefe y había llegado como caído del cielo tras el prematuro suicidio de su última mascota. Aunque esperaba que este les durase más que el anterior, no apostaba nada por ello. En su opinión, los españoles eran demasiado blandos, como patéticos animales domésticos que habían perdido el instinto de supervivencia ante los depredadores más feroces.

—Bien. Nos vales. Puedes vestirte —anunció Yarik, satisfecho. Y Álex soltó el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta—. ¿Te supone algún inconveniente empezar este jueves? —El otro negó con la cabeza—. Entonces, preséntate aquí a las once y media. Nosotros os proporcionamos la ropa y un vestuario para cambiaros. Es la puerta que está al lado de mi oficina, no tiene pérdida. Si encuentras el almacén cerrado y todavía no han llegado los demás, pídele la llave a alguna de las camareras de la barra central.

—Muchas gracias, de verdad —murmuró el chico, irradiando felicidad, mientras se ponía la ropa.

«¡No me des las gracias, idiota! Te estoy enviando al matadero. ¿Por qué tenéis que ser todos tan estúpidos?», pensó Yarik. Por un segundo fugaz, le vino a la cabeza el trágico final que había sufrido el antecesor de Álex, pero el ruso lo empujó fuera y el recuerdo se fue tan rápido como había llegado. Yarik llevaba años sin preocuparse por nadie y tenía muy claro que no iba a empezar aquel día. Se despidió del que ya había apodado interiormente como «el ingenuo estudiante», tratando de forzar una sonrisa, pero se quedó a medio camino en una mueca torcida. Cuando este hubo abandonado su despacho, consultó su reloj de pulsera, resoplando con fastidio porque ya se le había hecho un poco tarde y todavía tenía que entrevistar al resto de candidatos para contratar a dos camareros.

Álex salió del almacén y cruzó la desierta pista de baile de la Sala Inferno. En un par de días, aquel lugar estaría lleno a rebosar, repleto de cuerpos sudorosos tropezando y frotándose entre sí mientras se movían al ritmo de la música enlatada que pinchaba el disc-jockey. Sin embargo, en ese momento no era más que un amplio espacio vacío.

Localizó a Joseph, el hombre de color que lo había conducido al despacho de Yarik a su llegada, apoyado en una barra lateral, con la mirada perdida y un vaso en la mano lleno de un líquido indescifrable. Álex no podía apartar la vista de aquel dios negro. Le parecía un hombre imponente, con su metro ochenta de estatura, el cuerpo ancho y musculoso, una piel tan negra como el ébano, ojos oscuros e intensos, labios carnosos y apetecibles, nariz grande y la cabeza totalmente afeitada. Por su aspecto, cualquiera supondría que era uno de los porteros de la discoteca, y Álex pensó que no le importaría nada armar un altercado si era ese monumento a la masculinidad quien venía a reducirlo y clavaba su pollón negro en él por accidente. Sonrió por su ocurrencia y se dijo a sí mismo que era un jodido vicioso sin remedio. Entonces, una pequeña punzada de tristeza lo golpeó en la boca del estómago. Quizá Julio, su expareja, tenía razón cuando rompió con él y le dijo: «Todos deberíamos tener algún límite, una línea que no estemos dispuestos a cruzar…, y tú, Álex, ni siquiera sabes lo que es eso».

Los ojos del africano se clavaron en los suyos e interrumpieron su hilo de pensamientos. Álex le sonrió con picardía, dejándole muy claro lo que pensaba de él. Joseph le devolvió el gesto un segundo para luego dedicarle una mirada de preocupación que, acompañada de su tenso lenguaje corporal, casi parecía una seria advertencia de peligro. Durante un instante, el tiempo se congeló a su alrededor y todo el universo dejó de girar mientras los dos hombres se observaban el uno al otro en silencio, manteniendo una íntima conversación sin necesidad de palabras. Álex y Joseph todavía no lo sabían, pero aquel excepcional y fugaz momento que acababan de compartir ya había entrelazado y sellado sus destinos para siempre.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó el nigeriano, poniendo fin a esa comunicación silenciosa que comenzaba a confundirlo e incomodarlo.

—Bien, me ha contratado.

—Felicidades —dijo, tratando de mantener un tono de voz neutro, pero sin lograrlo del todo.

—Gracias. Nos vemos el jueves —se despidió, alegre.

Joseph observó la estrecha espalda del chico español mientras cruzaba la puerta principal y abandonaba la discoteca. «Es muy joven y atractivo —pensó—, este vivirá poco». No es que eso le importase. No era asunto suyo. Hacía años que había aprendido una enseñanza tan dura como necesaria para su propia supervivencia: «Los hombres pobres no pueden permitirse el lujo de tener remordimientos», y menos por un mocoso blanco. La suerte de Álex ya se había decidido y no sería él quien se interpusiese en los planes de sus jefes.

3

El núcleo urbano de Pelayos de la Presa ocupaba casi todo el valle circundado por los tres cerros del municipio, en el sur, norte y este, y se extendía en dirección oeste hacia el término vecino, San Martín de Valdeiglesias. La gran proliferación de urbanizaciones residenciales para turistas, junto con las minúsculas dimensiones del municipio, había ocasionado que todas estas edificaciones estuviesen muy concentradas en un espacio reducido, colmando así la mayor parte del terreno. La construcción masiva del valle contrastaba en gran medida con las amplias extensiones de vegetación de las colinas que lo rodeaban.

Eran las ocho de la tarde de un jueves. A pesar de que se encontraban a principios de septiembre, las temperaturas habían descendido de manera abrupta esa semana, y un incesante viento del norte soplaba entre los edificios de aquel sombrío barrio residencial, donde apenas daba el sol durante unas pocas horas. Evan caminaba medio encogido por el repentino frío y con las manos metidas en los bolsillos de su vieja y desgastada sudadera mientras miraba a su alrededor, tratando de localizar la dirección que buscaba.

Dos largas filas de edificios idénticos, con cinco plantas, fachadas blancas y tejados de barro natural, se erguían a ambos lados de la calle. La acera por la que avanzaba y el carril de un solo sentido para los vehículos eran muy estrechos. Todo el espacio de los arcenes había sido aprovechado en plazas de aparcamiento, y no existía ningún tipo de vegetación en esa zona porque el suelo estaba totalmente pavimentado con asfalto. En aquel momento, no había más peatones ni coches circulando por la oscura y constreñida calle de la urbanización, por lo que reinaba allí un silencio casi sepulcral, solo interrumpido por el zumbido del viento y el murmullo lejano del tráfico en el centro.

Con aire distraído, Evan comprobó la dirección que llevaba anotada en un trozo de papel arrugado y se aseguró de que estaba frente al lugar correcto. Nervioso e impaciente, llamó al telefonillo varias veces, pero nadie respondió. Insistió durante unos quince minutos más antes de darse por vencido y asumir que Yarik todavía no había vuelto a casa. No le quedaba más remedio que esperarlo en el portal. Suspiró con resignación, dejó caer la pesada mochila donde cargaba sus escasas pertenencias y se sentó en el escalón de la entrada, encogiéndose todo lo que pudo para conservar el calor corporal.

Entonces, un vecino salió del inmueble y, tras dedicarle una profunda mueca de asco, comenzó a increparle algo en un tono de voz muy brusco. Evan no necesitaba entender el español para comprender que ese hombre lo estaba «invitando» a largarse de allí porque, en su corta vida, ya lo habían echado de muchos lugares. No obstante, aquel también era el edificio de su hermano y él no estaba dispuesto a moverse hasta que lo viera, así que lo mandó a la mierda en ruso y se quedó donde estaba. Al sentirse ignorado, el hombre todavía se irritó más y su tono de voz se elevó de la queja enérgica al grito estridente. Como tampoco eso dio resultado y aquel vagabundo seguía ensuciando con sus mugrientas posaderas el impoluto mármol de la entrada, decidió llamar a la policía y que ellos se encargasen del problema, que para eso les pagaba con sus impuestos.

Yarik ya había reparado en el altercado a varios metros de distancia, pero hasta que estacionó el coche frente al portal de su bloque, no se dio cuenta de que el joven andrajoso que estaba enfureciendo al vecino del tercero se parecía mucho a su hermano pequeño, y ese descubrimiento lo dejó perplejo. Estaba más alto de lo que recordaba y el antiguo rostro adolescente se había endurecido con las facciones adultas y varoniles de un hombre. Aun así, la semejanza resultaba asombrosa, por no decir espeluznante. Pero Yarik se dijo que no podía ser. Era absurdo creer que Evan hubiese podido localizarlo después de tanto tiempo. Trató de convencerse a sí mismo de que solo estaba imaginando cosas, de que bastaría con salir del coche y verlo de cerca para darse cuenta de que había cometido un error ridículo.

—No puede ser él —murmuró con la voz quebrada.

Sin embargo, cuando los ojos del chico se clavaron en los suyos a través del parabrisas de su coche y leyó el reconocimiento en ese rostro tan familiar, comprendió con horror que no se había equivocado; ese joven de aspecto desaliñado era de verdad su hermano. Parecía algo completamente imposible, no lograba encontrarle ninguna explicación verosímil a tan repentina aparición, pero allí estaba. Y los ojos azules que lo escrutaban con un inconfundible brillo de furia ardiendo en sus pupilas no dejaban lugar a dudas de que su peor pesadilla acababa de convertirse en realidad.

—¡No, joder, no!

Yarik observó aterrorizado como Evan se levantaba del escalón donde estaba sentado, esquivaba ágilmente al impertinente vecino, quien no cesaba de increparle, y avanzaba hacia su coche con paso decidido. En aquel instante hubiese dado cualquier cosa por ser capaz de volatilizarse en el aire, desaparecer, ir a cualquier otro lugar en el mundo. No se sentía preparado para enfrentar a Evan, nunca podría estarlo. Deseaba con todas sus fuerzas poder girar la llave en el contacto, reincorporarse al carril y clavar el pie en el acelerador hasta perder la urbanización de vista para siempre; huir de nuevo y poner tanta distancia entre ellos como le fuese posible. Sin embargo, por alguna extraña razón, no era capaz de moverse. Su cabeza sabía lo que tenía que hacer, pero el resto del cuerpo se negaba a obedecer las órdenes que le enviaba. Estaba completamente paralizado por el pánico. Ni siquiera fue capaz de reaccionar cuando Evan se detuvo a su lado, atravesándolo con la mirada, y dio unos toquecitos con los nudillos en la ventanilla del conductor para llamar su atención.

Desde que salió de San Petersburgo, rumbo a aquel pequeño municipio oculto entre colinas, Evan no había cesado de preguntarse cómo reaccionaría su hermano cuando por fin se reencontrasen. Llevaba días soñando despierto con el instante en que los dos volviesen a estar juntos y pudiera estrecharlo entre sus brazos, borrando con el calor de sus cuerpos todas las miserias que habían acontecido en sus vidas durante la década en la que permanecieron separados. No se engañaba, sabía que no obtendría un gran recibimiento, su relación era demasiado complicada para eso, pero tampoco esperaba ser ignorado de aquel modo. Yarik ni siquiera lo miraba, permanecía sentado dentro de su automóvil, cabizbajo y con los ojos cerrados mientras se aferraba al volante con tanta fuerza que parecía querer aplastarlo con sus propias manos.

En un principio, Evan se había propuesto dejar las recriminaciones atrás para no hurgar en un pasado que prefería olvidar, pero el comportamiento cobarde de Yarik estaba reabriendo sin remedio las viejas heridas que nunca habían llegado a cicatrizar del todo. No pudo evitar que una punzante furia, la cual llevaba mucho tiempo latente y adormecida en su interior, sustituyese a esa frágil esperanza que tanto se había esforzado por cultivar y mantener a toda costa. Entonces, sin ser demasiado consciente de lo que estaba haciendo, abrió la puerta del conductor y lo agarró de un brazo, tirando de él violentamente con el propósito de forzarlo a salir del coche. Para su sorpresa, no halló ni la más leve resistencia en Yarik, quien se dejó manipular como si fuese un bulto sin voluntad hasta quedar de pie frente a su hermano, ante el atento escrutinio del vecino que no parecía muy predispuesto a irse.

Perplejo e incapaz de asimilar lo que estaba ocurriendo, Yarik se quedó mirando aquella cara que casi parecía un reflejo más joven y menos dañado de la suya: los mismos ojos azules, idénticas narices griegas y mandíbulas cuadradas, similares tonos de castaño en el cabello. Además, ambos tenían una constitución fuerte y una altura más que considerable, rozando el metro noventa, que les venían de herencia paterna. Se podría decir que las únicas diferencias significativas consistían en que Yarik llevaba el pelo más corto y no estaba tan pálido como su hermano. Mirar a aquel hombre adulto en el que Evan se había convertido, era para Yarik como verse a sí mismo en un espejo y, a la vez, contemplar la versión rejuvenecida de su infame padre. Sin duda, se trataba de una de las muchas razones por las que su hermano le provocaba aquel irracional rechazo, aunque ni de lejos era la peor.

—¿Evan? —logró articular con un débil hilo de voz, cuyo tono sonó más a un ruego que a una pregunta.

—Me sorprende que aún me recuerdes después de diez años sin saber nada de ti. —Cada palabra fue pronunciada lenta y contundentemente. Sin titubeos ni emoción alguna. Como dardos envenenados directos al adormecido corazón de Yarik, que, por primera vez en una década, volvió a experimentar el dolor.

—¿Qué… qué haces aquí? —masculló al tiempo que un escalofrío le recorría toda la espina dorsal, las náuseas ascendían peligrosamente por la boca del estómago y un despiadado puño invisible le oprimía el pecho.

—Tras tanto tiempo, ¿eso es todo lo que tienes que decirme? —le recriminó, sin poder disimular ni por un segundo más la profunda tristeza y decepción que le había causado su frío recibimiento.

—Yo…

—¿Lo conoces? —intervino el vecino con desconfianza, interrumpiendo el tenso intercambio de palabras.

—Es mi hermano —respondió Yarik sin apartar los ojos del aludido.

—Ah, ya, claro —murmuró, malhumorado, antes de proseguir su camino.

Al ruso le pareció que el hombre refunfuñaba algo por lo bajo sobre los malditos extranjeros que estaban invadiendo el país mientras se alejaba de ellos, pero no le prestó demasiada atención. Tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse en ese momento.

—¿Vas a invitarme a subir o quieres que nos quedemos aquí todo el día? —protestó Evan de mala manera, dispuesto a no concederle ni un segundo de tregua.

Yarik se limitó a asentir y, tras abrirle el portal, se apartó a un lado para dejarle paso. Hicieron el resto del camino en medio de un tenso silencio, el cual vivió como la calma fugaz que precedía a una inevitable tormenta. El ruso entró en su apartamento con la cabeza gacha y el paso vacilante, seguido muy de cerca por su hermano. Tras cruzar el umbral, Evan cerró la puerta de una patada y arrojó su mochila al suelo sin ningún cuidado. Al momento, Yarik se encogió en su sitio como el pobre niño aterrorizado que un día fue. Inspiró profundamente y, cuando por fin logró reunir las fuerzas necesarias, se giró para enfrentarlo. No pudo sostenerle la mirada más de un par de segundos antes de volver a clavar la vista en el suelo.

Por mucho que lo lamentase, no era capaz de mirar a su propio hermano a la cara sin ver también en ella al monstruo retorcido que los torturó a ambos durante toda su infancia y adolescencia. Odiaba admitirlo, pero ese bonito rostro se había convertido para él en un vivo recordatorio del horror. La prueba estaba en que no hacía ni cinco minutos que se tropezaron en el portal y su mente ya no acertaba a controlar el torrente de imágenes de pesadilla que, hasta ese día, había mantenido bien enterradas en lo más profundo de su memoria: podía ver los jóvenes ojos azules de Evan, tan similares a los suyos, llenos de lágrimas y una tensa mueca de dolor deformando su expresión, oír sus quejidos entrecortados y afónicos. E incluso le parecía escuchar su propia voz desesperada, repitiendo sin parar las palabras «perdóname, por favor», como si de un mantra sanador se tratase, mientras acariciaba su mejilla con dulzura en un torpe intento de ofrecerle algún consuelo.

Yarik resopló, consternado. Diez años huyendo de su horrible pasado, construyendo una vida nueva y reinventándose a sí mismo, empezaron a derrumbarse sin remedio, como un frágil castillo de naipes, en cuanto reconoció al desaliñado joven que lo esperaba en la calle. A pesar de todo, sabía que su hermano no tenía la culpa de evocar en él aquel profundo desasosiego. Ninguno de los dos la tenía, y ya no quedaba nadie a quien odiar, eso era lo peor de todo. Por ese motivo, hizo un gigantesco esfuerzo por suavizar un poco la expresión de su rostro y contener todos los reproches que le bullían en la cabeza, alimentados por el sentimiento de impotencia y el profundo miedo irracional que habían resurgido con la presencia de Evan.

—Evan, necesito saberlo, ¿cómo has dado conmigo? —preguntó sin aliento—. No es por ti, tengo enemigos y me preocupa que cualquiera pueda encontrarme con tanta facilidad —se apresuró a aclarar.

—Si es por eso, puedes estar tranquilo. Fue Viktor quien me trajo a España y me dio tu dirección. Ahora trabajo para él —respondió con una frialdad tal que le heló la sangre.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? ¡Ese hombre es muy peligroso!

—Resulta bastante curioso que seas precisamente tú el que me lo diga, teniendo en cuenta que llevas casi una década en su organización.

—Tú no tienes necesidad de… El dinero que os mando todos los meses debería bastar para…

—¿Dinero? No sé nada de ningún dinero —lo interrumpió—. Me fui de casa hace años porque mamá se volvió completamente loca después de que él muriese, y ya no aguantaba más. Lo sabrías si te hubieses molestado en ir a buscarme alguna vez. —El enfado y la decepción que impregnaban cada una de las palabras de su hermano le tensaron todavía más el nudo en la garganta.

—Evan, ¿qué estás haciendo aquí?

—He venido por ti. —Trató de acortar la distancia entre ellos, pero el otro retrocedió de forma brusca, como si su mera cercanía le resultase insoportable.

—No.

—Yarik, por favor.

—¡No! —gritó, horrorizado.

Una espantosa idea acababa de cruzar por su cabeza y amenazaba con quedarse allí, atascada para siempre. No, no podía permitirlo. Evan tenía que irse por el bien de su salud mental. Aún estaba a tiempo de fingir que nada había pasado, que la visita de su hermano no había sido más que una cruel pesadilla, la macabra broma de una imaginación desquiciada. No obstante, sabía que no resultaría tan sencillo. Aquel hombre, de pie frente a él, había venido para quedarse y no estaba dispuesto a desaparecer de su vida sin pelear. Podía leerlo en sus ojos, en su expresión, lo llevaba escrito por toda la cara. Siempre había temido que llegase ese momento más que cualquier otra cosa en el mundo. Podía lidiar con todas las armas, las extorsiones, los asesinatos e incluso con el insufrible Viktor Udinov, pero no con los sentimientos encontrados que Evan le despertaba.

—Tú no tuviste la culpa, ni yo tampoco. No éramos más que dos críos asustados en las manos de un maldito bastardo degenerado. Ya hice las paces con aquello, ¿por qué tú no puedes? —dijo como si fuese capaz de leer sus pensamientos.

—No quiero hablar de eso.

—De acuerdo —murmuró, resignado—. Necesito un lugar para quedarme un par de días hasta que Viktor me encuentre otra cosa. No me cruzaré en tu camino.

—Tampoco quiero que trabajes para él.

—Ese tema está fuera de cualquier discusión, Yarik. Perdiste el derecho a opinar sobre mi vida hace diez años, cuando te largaste de aquella casa sin mí.

—Bien. Hay una habitación libre al final del pasillo —se limitó a decir, con una incipiente furia bailando en su voz, antes de atravesar el umbral a toda velocidad de vuelta a la calle.

—Ojalá pudieses verte a ti mismo como… —Un violento portazo lo interrumpió y dejó la frase a medias.

«… Yo siempre te he visto: mi protector, mi ángel, lo único que tengo… —prosiguió en su cabeza—. Ojalá dejases de odiarte por algo que nunca fue culpa tuya. Ojalá pudieses verme realmente a mí y no a la pequeña víctima que recuerdas. Soy un adulto ahora, Yarik, igual que tú». Evan deseaba con todas sus fuerzas tener el poder de hacerle llegar ese pensamiento a su hermano, porque sabía que él nunca lo escucharía si trataba de decírselo en voz alta.

Dejó escapar un largo suspiro de resignación, recogió la mochila del suelo y se encaminó hacia su nuevo dormitorio. No iba a rendirse con él, todavía no. Se lo debía. Yarik era la única razón por la que seguía vivo. Si él no lo hubiese protegido tantos años atrás, lo más probable habría sido que ninguno de los dos lo estuviese. Le parecía muy injusto que continuase atormentándose de esa forma por algo que siempre escapó a su control.

Yarik solo tenía dos años más que Evan, pero desde que eran muy pequeños, ya se había responsabilizado de la tarea de cuidar de su hermanito mientras sus padres vivían inmersos en las brumas del alcohol y pasaban inconscientes la mayor parte del día. Los primeros recuerdos que Evan tenía de su madre eran los de un ser inanimado que dormitaba en el viejo sofá del salón o sobre la mugrienta alfombra, rodeada de botellas vacías y vasos sucios. Únicamente les dirigía la palabra a sus hijos para gritarles que cerrasen la maldita boca y no hiciesen tanto ruido.

Años más tarde, descubriría que había sido su propio padre quien la enganchó a la bebida para que no fuese consciente de lo que sucedía bajo aquel techo. Pues la verdadera pesadilla de los dos hermanos comenzaba cuando este se despertaba de sus etílicos sueños y arrastraba los pies por toda la casa en busca de sus hijos. «Niños, mis niños, ¿dónde estáis?», rugía con su asquerosa voz. Y no importaba lo bien que ellos se escondiesen, porque él siempre los encontraba.

4

Pasaban unos minutos de las doce de la noche, la Sala Inferno solamente llevaba una hora abierta y ya se encontraba abarrotada de gente. Los jueves acostumbraba a llenarse más temprano. Álex estaba terminando de cambiarse en el minúsculo vestuario; un cuarto sin ventanas cuyo único mobiliario consistía en un par de bancos largos de madera y un gran espejo de cuerpo entero, atornillado a la pared. Echó un último vistazo a su reflejo, ojeando con cierta incomodidad el que sería su nuevo uniforme de trabajo: unos diminutos shorts de color plateado y el resto del cuerpo cubierto de purpurina. Se dijo a sí mismo que si mantenía la vista fija en su objetivo final, aquello solo sería un poquito humillante para él. Después tomó aire y abandonó el pequeño vestuario, cruzó por delante de la barra principal y, con una seguridad más fingida que real, trepó por las escaleras de su tarima asignada en el lateral izquierdo de la pista de baile.

Aquello debería ser fácil. Únicamente tenía que moverse al ritmo de la ruidosa música durante casi toda la noche, con sus correspondientes descansos de quince minutos cada dos horas para ir al cuarto de baño o beber algo. No sería tan diferente a las otras veces que había acaparado la pista de baile en alguno de los clubes gay que solía frecuentar en el pasado, excepto quizá porque, en esas ocasiones, acostumbraba a llevar más ropa encima y solía captar la atención de otros hombres, no la de aquel grupo de chicas adolescentes, disfrazadas de mujeres adultas, que ahora estaban amontonándose a su alrededor como una jauría hambrienta.

En un momento dado notó un apretón en el tobillo derecho y, cuando bajó la vista, descubrió a una joven, poco más que una niña, que estiraba el brazo entre los barrotes de la jaula para poder tocarlo. Se quedó helado, nadie le había explicado cómo debía comportarse en una situación así. De hecho, ni siquiera se le había ocurrido que tal cosa pudiese suceder. ¿En qué demonios estaba pensando aquella cría tonta? Siguió bailando sin prestarle atención, pero de pronto ya no tenía una mano en su pierna, sino dos. Una amiga de la primera se había unido al asalto y las dos reían a carcajadas como si aquella fuese la broma más graciosa de toda la noche. Por un fugaz segundo, se sintió seriamente tentado de patearlas.

En ese preciso instante y como caído del cielo, apareció Joseph. Tan alto e imponente como lo recordaba. En lugar de la ropa de calle que llevaba la primera vez que lo vio, ahora lucía un uniforme de pantalón y camiseta negros muy ajustados, los cuales marcaban su cuerpo musculoso y casi parecían una prolongación de su piel de ébano. La mera presencia del portero hizo desistir a las chicas de la absurda travesura y huyeron a toda velocidad para mezclarse entre la multitud y de ese modo no ser expulsadas del local. Álex le dedicó una sonrisa de agradecimiento. El otro lo recorrió de arriba abajo con una sugerente mirada y sin molestarse ni un ápice en disimular su interés. El gogó se mordió el labio con nerviosismo. «¡Joder, si pudiese bajarme de esta cosa ahora, te daría las gracias de rodillas, cabrón!», pensó, excitado, mientras observaba la ancha espalda del africano alejarse de vuelta a la entrada.

Joseph regresaba a su puesto seriamente acalorado. Cuando conoció al mocoso blanco en su entrevista de trabajo, su evidente atractivo físico no le pasó inadvertido. Ese día pensó que tenía un rostro bonito, incluso dulce, así como un cuerpo que, aunque carecía de unos músculos tan desarrollados como los suyos, sí que resultaba armonioso y bien proporcionado. En realidad, Álex no se parecía en nada a su tipo habitual de hombre. Solían gustarle más maduros y voluminosos. No obstante, sabía apreciar esa belleza juvenil de la que el español estaba muy bien provisto.

Quizá por eso le había resultado tan impactante comprobar el efecto devastador que la imagen de la piel desnuda de Álex, apenas cubierta con un minúsculo y ceñido trozo de tela, había obrado en sus hormonas, revolucionándolo hasta tal punto que llegó a endurecerse con tan solo echar un breve vistazo. Y esa vívida imagen mental que se había colado en su cabeza sin permiso, en la cual se aferraba a los rizos rubios del gogó para clavarse entre sus labios, no le ayudaba en nada a bajar la tensión. «¡Mierda! Tengo que salir de aquí, necesito aire fresco», se dijo antes de apurar el paso para poder llegar lo más rápido

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