Luis
Por G.J. Robbins
4.5/5
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Información de este libro electrónico
Eduardo Gálvez es un chico de dieciséis años que es acosado por Miguel Villalobos, un bravucón de cuarto grado que hace de su vida un infierno. Eduardo deberá superar sus miedos e inseguridades para enfrentar a su agresor, pero al conocer a Luis, conseguirá mucho más que eso.
Historia basada en hechos reales.
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Luis - G.J. Robbins
Prefacio
Para muchos jóvenes , los días de estudiante suelen ser una eterna lucha de supervivencia.
Luis
busca meterse en la piel de un estudiante de secundaria que trata encontrarse a sí mismo en medio de un caos de inseguridades y miedos. En el trayecto pretende mostrar la crueldad de los jóvenes, y hasta dónde es capaz de llegar el acoso estudiantil.
En algún momento de nuestras vidas, todos los que sufrimos bullying necesitamos de alguien que nos de la fuerza suficiente para superar esa dura etapa, que muchas veces nos marca para toda la vida, por eso, más allá de los tintes románticos y la ficción, esta novela pretende mostrar que todos deberíamos tener un impulso en nuestras vidas; algo o alguien que nos dé la fortaleza suficiente para enfrentar todos los problemas que se nos presenten; que nos ayude a salir adelante y nos enseñe que nosotros tenemos valor, que somos capaces de defendernos de cualquier bravucón que quiera derrumbarnos, tanto moral como físicamente.
Esta historia tendrá recuerdos reales de mi infancia y adolescencia, situaciones difíciles que debí superar para poder avanzar y ser quien soy ahora. Es porque viví en carne propia el acoso estudiantil, que me atreví a escribir esta historia para todos aquellos que necesiten un poco de apoyo.
Hay un Luis
dentro de nosotros, pero debemos explorar a fondo nuestro interior para descubrirlo.
Capítulo I: Villalobos
—¡P ero miren quién llegó : la marica!
Me tocaba vivir un día más de aquel infierno de adolescentes espectadores, que al grito de ese diablo que me atormentaba, dirigían todas sus miradas hacia mí. A esa altura de mi vida ya había perdido la cuenta de las veces que escuché ese mismo insulto, que aunque era viejo y gastado, aún levantaba risotadas en los pasillos del colegio. Trataba de ignorarlos, pero los comentarios me seguían a todas partes, y conseguían meterse en mi cabeza para martillar mis pensamientos hasta el final del día.
Me aferré a las correas de la mochila, como si fueran mi único sostén, y seguí caminando, hasta que él se puso en mi camino de frente, como un muro: un metro setenta y cinco de puro peso pesado. Levanté la cabeza para toparme con sus ojos marrones, que parecían estar a punto de salirse de sus órbitas cada vez que me gritaba con esa voz que sonaba como el chillido de un gato cuando le pisaban la cola. Se trataba de Miguel Villalobos, un chico de cuarto que llevaba dos años hostigándome.
—¡Me chocaste a propósito! —chilló pegándome un empujón.
Retrocedí varios pasos, con la mirada clavada en el suelo de baldosas blancas, gastado por tanto uso. Recuerdo que vi las zapatillas deportivas de Villalobos, manchadas con lodo y pasto, con los cordones desatados. La mano regordeta volvió a golpearme en el hombro cuando vio que, una vez más, no respondería a sus insultos.
—¡Mírame cuando te hablo, maricón! —dijo en voz alta, mirando a los lados para asegurarse de tener suficiente atención—. ¿Estás buscando pelear conmigo, Gálvez?
—No, no te vi... —murmuré levantando el rostro—. Discúlpame.
—¿Qué dijiste? —Se acercó colocando la mano detrás de su oreja, como si tratara de escuchar.
—Que no te vi —repetí fastidiado, en un tono más alto.
No iba a negar que le tenía miedo. Miguel Villalobos no solo superaba mi metro sesenta y ocho, sino que también me ganaba en volúmen. Estaba harto del acoso insistente y de no poder defenderme cada vez que a él se le ocurría divertirse conmigo. Era el hazme reír de toda la secundaria por culpa de eso. Detestaba pelear, y además no sabía hacerlo, pero Villalobos insistía en joderme la vida cada vez que me cruzaba en el pasillo.
—Sí me viste, pero seguramente quisiste toquetearme, puto...
Y de nuevo estaba esa palabra, acompañada de risas bajas. Tenía más de cinco teléfonos en mi cara grabando lo que estaba ocurriendo, pero nadie hacía nada para ayudarme. Todo el mundo le tenía miedo a Villalobos, y era entendible. Tomar represalias contra él significaba tenerlo encima por el resto de tu vida estudiantil. Era preferible seguirle sus bromas absurdas antes de ganarse un enemigo de su talla. De nuevo decidí guardar silencio y no mantener contacto visual; ya que para él significaba una provocación directa, pero no sabía qué más hacer; responder no era una buena opción en ese momento.
—Hey, ¡contéstame cuando te hablo, maricón de mierda!
En ese momento sentí un fuerte golpe en el pecho y me estrellé de espaldas contra el suelo. La mochila amortiguó la caída, pero no evitó que mi cabeza se golpeara contra el suelo. Durante una fracción de segundo sólo pude escuchar las risas de Villalobos y sus compañeros, como si estuviera adentro de una cacerola. Luego oí algunos comentarios de los espectadores: se pasó
, ¿estará bien?
Pobre Gálvez...". Sentían lástima de mí, sin embargo, otra vez nadie se acercó a ayudarme. Logré levantarme por mi propia cuenta cuando el dolor de cabeza cesó un poco. Todavía veía borroso y me sentía un poco mareado. Algunos chicos continuaban riéndose, otros me miraban con seriedad, murmurando cosas que ni siquiera me esforcé por escuchar. Ya estaba harto de los malos comentarios, de la gente que me acusaba como si yo fuera el culpable de que Villalobos me agarrara de juguete. Me apresuré a llegar a la clase cuando el timbre retumbó en los pasillos, enojado con mi cobardía.
A la hora del recreo era lo mismo.
—¡Eh, Gálvez!
No necesité voltearme para saber quién me estaba llamando. Apretar las correas de mi mochila me ayudaba a no perder el control en momentos como ese. Apresuré el paso hacia la cantina, respirando profundo. Escuché las pisadas de Villalobos como si tuviera una estampida detrás de mí. Cuando estuve a punto de salir corriendo, la mano pesada me agarró de la mochila, jalándome hacia atrás.
—Te estoy llamando, puta, ¿estás sordo? En un movimiento brusco logré hacer que me soltara. Trastabillé al tratar de alejarme y en ese momento, él supo que había logrado intimidarme. Villalobos nunca estaba solo, siempre lo veía con dos o tres compañeros de su clase, quienes lo seguían y secundaban todo lo que hacía. Uno de ellos era tan delgado como yo, pero más alto. El otro apenas sobrepasaba mi altura, pero un brazo suyo era como una de mis piernas.
—Déjame en paz —me atreví a decir, arreglándome la mochila.
De inmediato escuché los abucheos de los otros dos, que animaban a Miguel a golpearme, porque según ellos, lo estaba provocando. En un abrir y cerrar de ojos, había más de diez estudiantes rodeándonos, todos con sus teléfonos listos para grabar la golpiza que iba a darme.
—¡A mí no me contestes!, ¿quién te crees que eres?
Cuando lanzó el primer puñetazo supe que si no huía, acabaría con algo más que un ojo morado. Sentí el ardor en la mejilla, pero no me detuve a mirar si estaba lastimado. Mis piernas me llevaron lejos de allí, hacia la salida. Por el rabillo del ojo pude ver el rostro regordete y furibundo de Villalobos corriendo detrás de mí. Todos los que se habían amontonado a mirar nos siguieron de cerca. Doblé la esquina y continué corriendo hasta una parada de autobuses, subí rápidamente al primero que vi pasar. Por la ventanilla vi a Miguel lanzando maldiciones al aire, empujando a sus propios amigos. La expresión en su rostro me decía que las cosas no iban a quedarse así; la venganza sería terrible.
—VAS A TENER QUE PONERLE hielo o se hinchará peor. —Mi madre abrió el freezer para sacar una cubetera y colocar los cubitos en un repasador—. ¿Qué fue lo que pasó, Eduardo?
—Me golpeé con la puerta del locker —mentí, desviando la mirada.
—Hijo, eso no parece... —Ella guardó silencio al ver mi mirada de reproche—. Si hay algo que quieras contarme, puedes confiar en mí. Si quieres puedo ir contigo mañana y hablo con el director..., no es