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Destino Amor
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Libro electrónico289 páginas3 horas

Destino Amor

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Información de este libro electrónico

En una sociedad donde todavía se critica el amor libre y al que es diferente, Nicolás, un universitario peruano, intenta abrirse paso en búsqueda de una sociedad distinta. Con el objetivo de aprender a aceptarse y conocer el amor, realiza un intercambio universitario en España por cinco meses. Ahí conoce a João, un estudiante proveniente de Brasil, quien pone su mundo de cabeza. Mientras trata de entender sus sentimientos y ser honesto consigo mismo, busca la manera de acercarse y conocer mejor a João, a pesar de las señales confusas que le envía. Para lograrlo, deberá descifrar si João es gay, si lo ve como un amigo o si son algo más que eso. Todo esto mientras vive a cientos de kilómetros de su hogar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2021
ISBN9786120063033
Destino Amor
Autor

Danny Hinojosa

Danny Hinojosa Menendez, estudiante de Comunicación nacido en Lima-Perú, inició su travesía en el mundo de la escritura a través de la plataforma Wattpad. Ahí publicó sus dos primeras novelas Amor en Cuarentena y Love Hate. Luego del éxito de su primera obra, decidió publicar su primer ebook de manera profesional, fuera de la plataforma y acompañada de una campaña de Marketing. En este contexto, y como parte de su proyecto de tesis universitario, Danny escribió, editó y publicó Destino Amor. Sus tres obras narran historias de amor LGBT+ contadas desde perspectivas distintas, mostrando la pluralidad de formas de vivir, amar y sentir. Más que reforzar estereotipos, Danny buscó que cada uno de sus personajes sea auténtico y real para lograr empatizar con los lectores.

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    Destino Amor - Danny Hinojosa

    Siempre me he preguntado si soy distinto a los demás.

    Quizá todos somos diferentes.

    O, tal vez, todos son tan similares, que yo soy el diferente.

    Toda mi vida sentí que no encajaba en la sociedad. Creí que al crecer y madurar eso cambiaría. Pero, por el contrario, me di cuenta de que mis sentimientos y emociones eran distintos a los de los demás. Debido a esto, siempre tuve el sueño de vivir en el extranjero.

    Cuando cumplí veintiún años tuve la oportunidad de hacerlo realidad. Sin pedirle permiso a mis padres, postulé a un intercambio estudiantil a España. Aunque era consciente de que tendría que vivir solo al otro lado del mundo por cinco meses, reuní el valor suficiente para hacerlo. Sabía que era mi única oportunidad de experimentar una sociedad distinta a la mía.

    En Perú, no importaba hacia dónde mirase, siempre podía sentir el rechazo. Crecí escuchando a las personas decir mariquita y cabro como insulto. Incluso en la televisión lo hacían. Debido a eso, nadie quería ser tildado de gay. Era humillante y denigrante.

    Desde pequeños, la sociedad nos enseñó cómo debían ser los hombres. Ese espectro incluía ser el macho alfa, el encargado de mantener económicamente a la familia, amante del fútbol, voz gruesa, postura firme y siempre líder. Además, no podían llorar, hablar de sus sentimientos ni tener miedos. Y, sobre todo, debían ser la pareja y, eventual esposo, de una mujer. No existía otra opción. El amor solo podía existir entre dos personas del sexo opuesto. Era una obligación tanto moral como legal. Toda conducta fuera de esa fórmula era inconcebible.

    Un adolescente como yo, que creció en ese ambiente, solo podía pensar que estaba mal ser uno mismo. Lograba entender que las mujeres podían quedar embarazadas y los hombres podían tener mayor vello facial, pero, no entendía por qué no podían gustarme los chicos. No le hacía daño a nadie con eso.

    Durante mucho tiempo creí que algo dentro de mí estaba mal. Los príncipes siempre se casaban con las princesas. Los chicos siempre invitaban a salir a las chicas. Los caballeros siempre rescataban a las damiselas. Pero ¿qué pasaba si yo quería estar con un chico? ¿Eso significaba que no era digno de ser un príncipe? ¿Un caballero no podría rescatar a otro caballero?

    No sé si todos pasaron por esa situación, pero yo lo hice. A pesar de que en el fondo sabía que me gustaban los chicos, tuve que cerrar esa puerta con llave y tratar de actuar como los demás. Durante un tiempo funcionó, pude jugar a ser un chico heterosexual, pero luego se volvió duro y difícil. Llegó un momento en el que ya no sabía quién era realmente. Aunque me costó mucho aceptar la realidad, intenté hacerlo. Sin embargo, no podía terminar de ser yo mismo en Perú, debía encontrar una escapatoria.

    Cuando se presentó la oportunidad de viajar a Murcia, postulé sin pensarlo dos veces. Sabía que sería duro. Nunca había vivido solo, pero debía intentarlo. No estaba seguro si España era realmente una sociedad con mentalidad abierta, pero, al menos no podía ser peor que Perú.

    Recuerdo que lo que más me emocionaba antes del viaje era la posibilidad de salir con chicos. Podríamos caminar de la mano por la calle, sin que nadie nos reclame, ni nos mire feo o llame al serenazgo. Durante cinco meses podría experimentar lo que era enamorarse realmente de un hombre, sin preocuparme por lo que piensen los demás.

    Creo que, cuando subí a ese avión, mi objetivo era encontrar el amor.

    1

    ¿Existirá algún país donde las personas vean más allá de los estereotipos, prejuicios y construcciones sociales?

    Aunque parecía que la respuesta era no, en mi corazón quería creer que algunos lugares eran menos duros que otros.

    Quizá España no era el paraíso gay, pero al menos me ofrecía distintas oportunidades para ser yo mismo. Algo que hasta el inicio del intercambio no había podido ser.

    Desde el primer momento, Murcia cautivó mi atención. Según lo que había leído en internet, tenía buen clima. Eso, aunque banal, era muy importante. Si iba a vivir cinco meses al otro lado del mundo, al menos debía escoger un lugar con sol. No me imaginaba viviendo en un lugar frío, con temperaturas bajo cero, como Salamanca. También me agradó que la ciudad no era muy grande, pero tenía todo lo necesario: centros comerciales, discotecas, supermercados, entre otras atracciones.

    Vivir en una ciudad sin sobrepoblación sería un buen cambio. Lima estaba llena de delincuencia, carros, tráfico, contaminación y, sobre todo, odio y frialdad. Siempre escuché decir que las personas que vivían en ciudades pequeñas y con buen clima eran más amables. Realmente esperaba que eso fuera cierto. Sería un buen cambio. Lima era muy gris.

    La universidad que escogí se veía bastante grande y bonita en las fotos. La descripción de la carrera y sus cursos sonaban bastante interesantes. Eso era muy importante ya que, a pesar de mi fantasía por encontrar el amor, mi prioridad debía ser el estudio. O al menos eso le prometí a mi papá. También leí que contaban con un programa para alumnos extranjeros bastante completo, lo que incluía actividades, paseos y visitas guiadas. Eso me ayudaría a conocer mejor la cultura española. Además de permitirme conocer chicos europeos.

    Lo mejor de todo fue que, a menos de una hora de distancia, vivía la hermana de mi mamá. Aunque ella se mudó a España cuando yo aún era un bebé, habíamos tenido la oportunidad de hablar por teléfono en distintas ocasiones, por lo que no éramos completos extraños.

    Cuando por fin llegó el día del viaje, mi papá decidió llevarme al aeropuerto casi seis horas antes. Según él, al salir temprano, evitábamos quedar atrapados en medio de la congestión vehicular. Se veía más ansioso que yo. Debía ser difícil ver a un hijo partir. Sobre todo si se estaba yendo al otro lado del mundo.

    El viaje de Lima a Madrid duró aproximadamente once horas. De Madrid a Murcia tuve que ir en tren, ya que no conseguí ningún vuelo directo.

    Como todo joven viajando solo por primera vez, cometí algunos errores. El primero fue creer que debía dejar las maletas antes de subir al tren. En Perú, cuando viajabas en bus, entregabas tu equipaje para que la persona encargada lo guarde en la bodega; en cambio, en los trenes europeos, debías acomodarlo tú mismo en las parrillas dentro del vagón. Aunque pudo haber sido un error de principiantes, quise pasar desapercibido. Por suerte encontré esa explicación en un foro de internet. Necesitaba mezclarme con los españoles y parecer uno de ellos. No quería ser visto como el chico extranjero. En Perú siempre era visto como el chico gay.

    Cuando se abrieron las puertas del andén, entré en búsqueda de mi vagón. Para mi mala suerte, el mío era uno de los últimos, por lo que tuve que cruzar prácticamente todo el andén caminando. Cuando salí de Lima todavía era invierno por lo me vestí con ropa gruesa y manga larga; sin embargo, en Madrid era verano y estaban a más de treinta grados. No suficiente con sofocarme por el calor, debía cruzar el andén cargando con todo el equipaje. Cuando por fin encontré mi vagón, ya estaba empapado de sudor.

    A pesar de mi esfuerzo por caminar rápido, llegué último. Ese fue mi segundo error. Todos los espacios para equipajes estaban ocupados. El único disponible se encontraba en la parte superior. Por más que medía un metro y ochenta centímetros, no tenía ni la altura ni la fuerza suficiente para cargar las maletas de más de veinte kilos. Como no tuve otra opción, me sequé el sudor, respiré hondo y traté de levantarla con ambos brazos. Tuve que ayudarme empujando con la cabeza para que mis brazos no se queden sin fuerza. Mientras sentía todo el peso de la maleta sobre mí, pensaba en como todos los pasajeros se estaban riendo de mí.

    Cuando por fin logré acomodar la primera, el tren empezó a avanzar. Ahí estuvo mi tercer error, aunque técnicamente ese fue culpa del conductor. El movimiento hizo que pierda el equilibrio y caiga. Por suerte, la maleta quedó sobre la parrilla. Un chico que estaba sentado en la primera fila me preguntó si necesitaba ayuda. Por su forma de hablar, concluí que era español. Tenía la piel blanca e iba muy bien vestido. Para estar usando ropa de verano, se veía como un modelo. Llevaba ese tipo de vestimenta que le ponen a los maniquís en los centros comerciales y te hace preguntar si alguien realmente combina su ropa tan bien cada mañana.

    – No te preocupes, yo puedo. Gracias – dije tratando de hacerme el fuerte –.

    El chico sonrió y se levantó de su asiento.

    – Venga, tío, que no es problema – contestó y, sin esperar respuesta, cogió la otra maleta y la acomodó en la parte superior de la parrilla.

    No me había percatado de lo alto que era. Y fuerte. Por más que era de contextura delgada, acomodó mi maleta sin problema alguno. Desde el momento en que aterricé en España, dejé de sentirme particularmente alto. Ahí mi altura era bastante promedio.

    Terminé de agradecerle y, nervioso, caminé hasta el final del vagón para buscar mi asiento. Creo que no se dio cuenta de que, mientras acomodaba mi equipaje, quedé perdido en sus bíceps. Recé para que mi asiento esté junto al chico que parecía modelo. Aunque eso me preocupaba un poco. No hubiera sabido cómo iniciar una conversación.

    – Hola, me llamo Nicolás, vengo de Perú y me gustan tus ojos – pensé, pero inmediatamente descarté la idea. Eso hubiera sonado muy extraño.

    Sin embargo, casi todos los pasajeros eran adultos mayores, por lo que no hubiera estado mal sentarse con la única persona que no parecía estar camino al más allá.

    Ese pudo haber sido el inicio de una bella historia de amor. Aunque quizá me estaba apresurando un poco. A fin de cuentas, la idea del intercambio estudiantil no nació únicamente con el objetivo de conocer otras culturas, sino también de conocerme a mí mismo.

    En mi segundo año de universidad, acepté que me gustaban los chicos. Y digo acepté porque es algo que siempre supe, pero que me costó afrontar. Aun cuando ya había salido del closet, todavía no era capaz de llamarme a mí mismo gay. Tampoco podía decirlo en voz alta. Hasta antes de partir de Lima, solo había sido capaz de contárselo a cuatro amigas. De las cuales tres se enteraron recién una semana antes del viaje.

    Creo que parte de la culpa la tuvo mi ciudad natal, ya que era un poco complicada y tradicional. La mayoría de las personas todavía no aceptaban que existían personas con gustos e intereses distintos a los suyos.

    Pero, tampoco podía ponerme una venda en los ojos y decir que ellos eran el único problema. Yo también era responsable. Me importaba demasiado lo que los demás pensaban de mí, la forma cómo me miraban y trataban. No podía evitar sentirme intimidado por las personas que me rodeaban.

    Antes de viajar a España, no sabía quién era realmente. Como entendía lo que las personas esperaban de mí, terminé convirtiéndome en una mezcla de personalidades. Cuando me miraba al espejo, podía ver al Nicolás que todos conocían, pero no al que yo sentía.

    Decidí mudarme al otro lado del mundo para tener la oportunidad de descubrir quién era, en un lugar donde nadie me conocía ni esperaba nada de mí. Podía empezar desde cero. Vivir en el extranjero me pareció la mejor manera de probar un nuevo estilo de vida.

    Mi asiento del tren estaba ubicado en la fila opuesta a la del chico que parecía modelo, por lo que no me tocó sentarme con él. Me pareció lo mejor, ya que estaba seguro de que no hubiera podido iniciar una conversación decente. Era demasiado tímido e introvertido, la mayoría de las veces no sabía cómo reaccionar ante situaciones que escapaban de mi control, por lo que tendía a responder de manera fría y cortante.

    Uno de los principales retos de mudarme a Murcia fue tener que vivir con compañeros de piso. Resultaba muy caro alquilar un departamento para mí solo, por lo que tuve que rentar una habitación y convivir con dos extraños. Cuando entré por primera vez al edificio donde pasaría los siguientes cinco meses de mi vida, no tenía idea de con qué clases de personas me tocaría vivir. Como encontré la habitación por internet, solo había tenido la oportunidad de hablar con el dueño.

    El departamento era más grande de lo que esperaba, aunque la distribución era un poco extraña. La sala, o salón como le dicen en España, estaba ubicada dentro de una habitación cerrada al final del pasillo. Incluso tenía una puerta. En Lima, la sala siempre estaba en la entrada de la casa.

    Mi dormitorio era bastante espacioso. Aunque no tenía muchos cajones, podía acomodar mi ropa en el gran armario. Lo malo fue que era bastante fría y no tenía vista a la ciudad. Lo único que podía ver era el interior del edificio. Casi ni entraban rayos de luz. Eso me deprimió un poco. En la calle brillaba el sol, pero, dentro, todo era gris. Me recordó a la vida antes de salir del closet. Mientras todos eran felices, yo vivía una mentira en un mundo gris. Aunque, técnicamente, aun no sabía lo que era vivir fuera del closet completamente.

    La idea de conocer a mis compañeros me ponía nervioso. No sabía qué esperar de ellos. Mientras desempacaba, escuché el sonido de la puerta abriéndose. En ese momento, entré en pánico. Con miedo, me acerqué para escuchar mejor. Unos pasos comenzaron a avanzar por el pasillo. No sabía cómo iniciar una conversación. Considerando que no se me daba bien hablar con extraños, solo me quedaba rezar para que sean personas amables y extrovertidas que quieran conversar conmigo.

    Esperé unos minutos hasta reunir el valor necesario para salir a saludar. Mi primera compañera era mujer. Se veía un poco mayor que yo. Calculé que debía tener entre veintiséis y treinta años. Llevaba el cabello corto y ondulado y su piel era de tez clara, pero no muy blanca. Parecía latina.

    – Hola, acabo de mudarme a la habitación del fondo – dije señalando la puerta.

    Y esa fue mi gran presentación. Al menos terminé la oración con una sonrisa para tratar de parecer amigable y normal.

    Debe ser bastante extraño llegar a tu casa un día cualquiera y que un desconocido te diga que va a vivir contigo.

    – Hola, mucho gusto – respondió alegre. – ¿te apetece un poco de ensalada? –.

    No supe qué responder. Ni siquiera me había dicho su nombre y ya me estaba ofreciendo comida. No estaba acostumbrado a recibir ese tipo de hospitalidad. Por un momento pensé en no debes recibir comida de extraños, pero la verdad es que aún no había almorzado. Perdí la noción del tiempo desempacando. Con espíritu aventurero, decidí aceptar su ensalada. Ese fue el primer paso para salir de mi zona de confort.

    Durante treinta minutos, no dejó de hablar. La ensalada, para mi sorpresa, estaba bastante rica. No pude ver qué ingredientes tenía, ya que todo estaba mezclado y cubierto por una salsa amarillenta. La primera impresión que tuve al probarla fue que llevaba palta y manzana. Eso me resultó muy extraño, aunque no sabía nada mal. Al final de la comida, mientras acomodaba sus compras en la refrigeradora, me dijo su nombre. Violeta.

    Ni bien terminó de ordenar, sacó una bolsita roja llena de cosas verdes, como plantas secas. De una cajita, tomó un rectángulo de papel y encima puso las plantas secas. Luego lo enrolló, se lo llevó a la boca y con el encendedor que llevaba en el bolsillo, lo prendió. Al inicio creí que era marihuana. Sabía que las personas en España eran más liberales, pero no esperaba que tanto.

    – ¿Quieres uno? ¿Fumas? – me preguntó con el cigarro ya en la boca.

    Del repostero sacó un cenicero negro con forma de maseta y botó las cenizas.

    – No, gracias. Nunca he fumado…eso… – respondí sin saber cómo llamar a su cigarro.

    Violeta soltó una carcajada al escuchar mi respuesta.

    – Es tabaco. Es mejor fumarlo así porque es más natural – dijo al terminar de expulsar el humo.

    Solo había fumado un par de veces, pero fue en fiestas y con amigos. No me imaginaba fumando en la cocina de mi casa. Violeta ofreció armarme uno, pero, amablemente, le dije que no. Ya había probado comida nueva, con eso tenía suficientes estrenos por una tarde. Además, seguía pensando que eso era marihuana.

    Estuvimos conversando un rato hasta que dijo que estaba cansada por el trabajo. Se despidió y, en sus palabras finales, indicó que iba a tomar una siesta. Yo nunca le había dicho a alguien voy a tomar una siesta. Me pareció algo muy directo, e incluso frío, de decir. No tenía ni un día en España y ya había tenido diversos choques culturales.

    Además del resumen de su día laboral y vida romántica, Violeta tuvo la amabilidad de explicarme dónde estaba el supermercado. Luego, me mostró mi espacio en el estante y en la refrigeradora. Como ambos seguían vacíos, decidí realizar mi primera compra, aunque no estaba muy seguro de qué cosas debía comprar.

    Aunque para algunos eso podía ser algo banal, para mí fue un gran paso. Estaba solo al otro lado del planeta. Completamente solo. Podía actuar como el chico más gay del mundo y a nadie le importaría ¿o sí? Tenía fe en la infinidad de posibilidades que me ofrecía el intercambio. No obstante, era consciente de mis muchos miedo y temores. Tenía que borrar mi formación peruana y empezar de nuevo.

    La ciudad se veía bonita, pera era un poco antigua. Eso me preocupaba un poco. Si bien apreciaba la arquitectura de inicios de siglo, debido a que todos los edificios compartían el mismo estilo, tamaño y color, tenía miedo de desubicarme y perderme.

    Por otra parte, no había tráfico ni contaminación sonora. Las personas transitaban tranquilas por la calle. Ninguna mujer se asustaba cuando un hombre pasaba a su costado. Los niños corrían despreocupados sin la supervisión de un adulto. No pude evitar preguntarme ¿alguna vez los habrán asaltado? Estaba seguro de que, si hacía esa pregunta en Lima, todos me responderían que sí. En Murcia, no estaba tan seguro de esa respuesta.

    2

    Creí que mi segundo día en Murcia estaría lleno de aventuras, turismo y diversión. Lamentablemente, de lo único que estuvo lleno fue de lluvia.

    Aunque se suponía que ya era otoño, todavía podía sentirse bastante calor. Si salías a la calle, en lugar de ver personas vistiendo grandes

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