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Para extender las alas
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Libro electrónico469 páginas15 horas

Para extender las alas

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Hace mucho tiempo, tres hermanos recibieron una merced de los cielos. La promesa de un premio aún mayor, destinado a un único ganador, los impulsó a elegir heraldos que se batiesen por ellos. Noche tras noche han recorrido las calles, espiando desde las sombras y elaborando estrategias para derrotar a las otras facciones, con la esperanza de compartir el triunfo de sus señores. Y la confrontación ha continuado, ciclo tras ciclo, hasta ahora.

Munro, uno de los afortunados, es un joven al que muchos envidiarían: tiene talento, tiempo libre, un protector que satisface sus necesidades... Su vida parece transcurrir sin complicaciones, dedicada a intensas veladas de baile en el club y a ese otro placer, más íntimo, que solo la música es capaz de despertar en él.

Cienfuegos posee un temperamento y un cabello que hacen honor a su apellido, además de una tenacidad sin límites. Sabe muy bien lo que quiere, y a quién... y hará cuanto sea preciso para conseguir ambos objetivos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 nov 2019
ISBN9788494283352
Para extender las alas
Autor

Corintia

Corintia es el seudónimo de una andaluza entre cuyos grandes amores se encuentran la música, el arte, la literatura y, por supuesto, el homoerotismo. Dado que admite que no se entiende muy bien con las partituras ni con los pinceles, se propuso tratar de combinarlos todos y empezar a escribir relatos que fueran reflejo de tales intereses. Esa decisión tardía se ha visto plasmada en varios relatos publicados en su blog personal y otras páginas de Internet, todos ellos con contenido fantástico o sobrenatural.«La otra versión del Trío» es su primera novela de corte realista y una especie de reto personal para alguien que se mueve con más comodidad en escenarios irreales, pero que considera que, en lo esencial, las personas y los sentimientos son los mismos en un universo o en otro.

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    Para extender las alas - Corintia

    I. Un pájaro en una jaula

    A las siete de la mañana comenzaba el típico y constante fluir de personas que salían de casa y tomaban sus vehículos o corrían a la boca de metro más cercana para acudir al trabajo. Eran apenas doscientos metros, pero una carrera a tiempo te podía librar de los vagones abarrotados que llegaban de la zona noroeste. Salvo en aquellas horas en las que todos colonizaban de manera tácita las calles, era un vecindario tranquilo: árboles y setos bajos a lo largo de la carretera, un parque con área infantil al girar la esquina, un supermercado, un banco, media docena de tiendas de móviles… Abundante, notorio y glorioso aburrimiento.

    Estaba situado al norte, a un número indecente de paradas del centro, en un área que difícilmente se podía considerar la más elegante de la ciudad. Bloques de apartamentos se mezclaban con algunos edificios que no pasaban de las tres plantas. Los arquitectos parecían haberse puesto de acuerdo en que los frentes de balcones corridos separados con mamparas darían carácter a aquella calle, Dios sabría por qué. En cierta ocasión alguien concibió la feliz idea de desprender los números de toda una fila de aquellas construcciones, y la confusión reinó entre los visitantes durante el tiempo que se tomaron en reemplazarlos. Diferenciarlas no planteaba ningún problema para los residentes; el truco era guiarse por los colores de las mamparas.

    El verano estaba próximo y las temperaturas eran suaves. Quizá por eso cierta figura estaba asomada a uno de aquellos balcones encajados entre marcos de acero con cristales armados, disfrutando de la mañana al aire libre. La figura era masculina, como atestiguaba la única prenda que llevaba, sus boxers ajustados negros. Se reclinaba contra la barandilla de piedra y se entretenía en contemplar a los madrugadores mientras apretaban el paso calle abajo o salían pitando con sus motocicletas.

    El joven sacó un cigarrillo del paquete que había colocado en precario equilibrio junto a él, le propinó un par de golpecitos contra la piedra y lo encendió, saboreando con ansiedad las primeras caladas del día. Corría una ligera brisa que movía las cortinas al otro lado de la puerta corredera, y las baldosas de piedra aún estaban heladas bajo sus pies desnudos. Se estremeció, pero su cerebro ni siquiera registró esa incomodidad, ocupado como estaba en observar a la gente allá abajo. Se le antojaban una gigantesca colonia de hormigas atareadas, una fila de oscuras obreras que hallaban su camino a base de seguir el rastro de quienes las precedían. Él, en cambio, tenía todo el tiempo que quisiera para sí mismo. Podía tomar un desayuno de varios platos —al mejor estilo hobbit— y salir a dar un paseo, o volverse a la cama, si le venía en gana, y dormir unas pocas horas más. Rio para sus adentros; rio con el poco convencimiento que fue capaz de reunir, tratando de ignorar la pequeña y habitual punzada de amargura.

    Apuró el cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y encendió otro. No, el plan del desayuno grandioso quedaba descartado, el frigorífico estaba vacío. Lo más sensato era bajar al café y hacer una visita al supermercado antes de ir al gimnasio, aunque lo que la pereza le inspiraba era quedarse en casa, pedir comida por teléfono, saltarse la clase de esgrima… y sumar, así, tres faltas seguidas. O mucho se equivocaba, o alguien vendría pronto y lo obligaría a acudir a punta de espada. Interesante metáfora, se dijo el chico, tanto en el sentido literal como en el sexual. Salvo que en ninguno de los dos casos era una metáfora.

    Se dio la vuelta y sus ojos pasaron revista a la porción de salón que se veía a través de la puerta. Estaba bastante desordenado, ya que tampoco se había dignado a abrirle al servicio de limpieza. En consideración a su próximo visitante, más le valía quitar de en medio las cajas vacías de pizza, las latas de refresco, la ropa de las sillas, la guitarra y, sobre todo, los ceniceros llenos de colillas. Esperaba que las ventanas abiertas se encargaran de ventilar la habitación.

    La guitarra… Los tres últimos días habían sido intensos, probando la nueva Carvin que él le había regalado. No entendía mucho de instrumentos musicales, pero sonaba mejor que cualquier otra que hubiese tocado. Su única pega era el color, un azul demasiado llamativo. Aún se mordía el labio al recordar su confesión de que lo había elegido «porque le recordaba a sus ojos». Con esto has agotado tu cupo de cursilería para los próximos veinte años, pensó. Aunque estuvo tentado de cambiarla, la impresión al cotillear en Internet y descubrir cuánto había pagado por ella lo hizo cambiar de idea. Cualquier protesta habría sido mezquina, así que la conservó y la disfrutó. Llevaba aquellas tres magníficas jornadas encerrado en casa, escuchando en directo el sonido que salía del amplificador, con tal grado de concentración que hasta había dormido en el sofá.

    —Buenos días, Mìcheal. Así da gusto levantarse temprano y salir a ver las vistas.

    El chico se giró y descubrió a su vecino, Evan, asomado al balcón contiguo. Con su facilidad para abstraerse, no lo había oído salir. Evan Torres vivía al lado desde que los anteriores ocupantes del apartamento se marcharan, haciendo veladas alusiones a los molestos ruidos que les llegaban desde el otro lado de la pared. Era un diseñador gráfico de unos veinticinco años, delgado, moreno, de piel oscura, con un par de grandes ojos castaños tras los cristales de sus modernas gafas de pasta… y gay. Se lo había confesado tras oírlo enzarzado en el catre o, más bien, en el sofá del salón. Evan bebía los vientos por él, de eso no cabía duda. Era evidente que su cabeza, asomada tras la mampara de cristal, pasaba revista a las abundantes partes expuestas de su anatomía, supliendo con imaginación las que estaban cubiertas por la ajustada prenda negra. En aquel momento no podía distinguir si estaba inspeccionando su entrepierna o el pequeño bordado de un tigre que decoraba la cintura elástica de su ropa interior. Tampoco le importaba, en realidad; la admiración resultaba halagadora, y Evan era una joya de vecino que soportaba con estoicismo sus molestos ruidos, incluyendo sus aporreos a la guitarra. De hecho, a veces venía a verlo tocar con una bolsa de hamburguesas y un pack de cervezas de importación. Siempre flirteaba con él, por más que Mìcheal le hubiese dejado a las claras, desde el primer momento, que tenía pareja. Pero Torres no se amedrentaba; probablemente era un devoto adepto a la creencia de que la esperanza era lo último que se perdía.

    Por su parte, el joven moreno sacaba el máximo partido de ver de aquella guisa al regalo del cielo que era su vecino. Mìcheal Munro medía alrededor de un metro ochenta y tenía un cuerpo esbelto, bajo cuya piel clara y sin vello se marcaban los músculos desarrollados por el ejercicio. Su cabello era rubio y desordenado, largo hasta más allá de los hombros, y sus facciones regulares habrían inspirado sobradamente los pinceles de Da Vinci. Podría haber llamado la atención en cualquier sitio… de no ser porque solía llevar gorro y gafas oscuras para privar al mundo de tal maravilla. Paradojas de la vida.

    Pero en su casa, al menos, siempre se mostraba desenvuelto, y valía la pena salir al balcón a espiar a través del cristal transparente, o estirar el cuello —aun con peligro de descoyuntarse—, solo para tener una mejor panorámica de aquel placer para los ojos. Cuando le lanzaba esa matadora mirada aguamarina, bendecía su suerte por haber alquilado aquel piso en el quinto pino. Daba gracias a que su casero no se olía lo que pensaba; si le hubiese subido el alquiler al doble, con toda probabilidad lo habría pagado para no tener que marcharse.

    —Ah, hola, Evan —saludó el joven rubio, con una de sus sonrisas—. ¿Hice mucho ruido ayer? Creo que se me fue la mano con el volumen.

    —Qué va —mintió con descaro el aludido—. Además, me encanta oírte tocar. ¿Cómo va tu composición?

    —Composición… —Ocultó su turbación tras una profunda calada—. Yo no me atrevería a llamarla así. Oye, no vayas a decirle a nadie que toco, me moriría de vergüenza. Tú eres el único que lo escucha, y eso porque no tengo compasión y no enchufo los auriculares.

    —Tranquilo, soy una tumba. Además, qué diablos, me siento halagado por el privilegio.

    —Tendrías que sentirte halagado si fuese bueno, que no es el caso.

    —Pues yo creo que sí que…

    —Muchas gracias por lo del mural —lo cortó el joven, antes de que empezara a lanzarle cumplidos—. Ha quedado genial.

    —No es nada, en serio. Llámame cuando quieras algo más.

    —Ni hablar, ya te debo muchos favores y es mi turno de ofrecerte algo a cambio.

    —Gracias a ti, siempre bebo de balde cuando voy al club, y allí las copas no son baratas. Apuesto a que ya me has pagado mi peso en whisky de doce años.

    Claro que, si insistes, y si fuese posible, me conformaría con una invitación a tu cama, se dijo Torres. El más joven sonrió ampliamente, como si alcanzase a leer sus pensamientos, lanzó al suelo la segunda colilla y se dio la vuelta en busca de un tercer cigarrillo, momento que el diseñador aprovechó para comerse su trasero con los ojos. Al hacerlo, reparó en el único detalle de su cuerpo que rompía la armonía: dos cicatrices simétricas, apenas dos discretas líneas blanquecinas, situadas a ambos lados de sus omóplatos. Ya las había visto antes, no era la primera vez que el rubio salía al balcón sin camisa. Aunque no eran más que dos manchas blancas sobre un fondo blanco, despertaban su curiosidad.

    —¿Cómo te hiciste eso? —preguntó mientras Mìcheal hacía chasquear el encendedor.

    —¿El qué?

    —Las cicatrices de la espalda.

    La pregunta pilló desprevenido al chico e hizo que se pusiera rígido. Por el tiempo que se tomaba para responder y la furia con la que aspiraba el pitillo, Torres dedujo que había tocado un tema delicado. Entonces alguien cruzó la puerta corredera, salvándolo del apuro.

    El recién llegado era, a su modo, igual de impactante que el joven Munro: alto, imponente, de los que agotaban el espacio de cualquier habitación a la que entrasen; uno de esos hombres que aguijoneaban los instintos primarios de las mujeres e implantaban en su cerebro la idea de que era el momento de ponerse a procrear, con la certeza de que no encontrarían mejor materia prima que la suya. Si Evan Torres hubiese tenido que decidir cuál era su tipo, no habría vacilado en elegirlo. En alguna ocasión se había atrevido a fantasear cómo sería quedarse sin aliento por estar atrapado bajo aquel cuerpo increíble. Sin embargo, las miradas que el tiarrón solía lanzarle eran tan asesinas que ahuyentaban cualquier pensamiento impuro, y el mero recuerdo le agarrotaba los dedos de la mano derecha en mitad de las faenas que emprendía a su salud. Era mejor mantener una distancia prudencial, pues aquel era el poseedor de los derechos exclusivos para hacer gritar a su delicioso vecino.

    A sus veintiocho años, Owen Faulkner era un producto de gimnasio de casi dos metros, cuyos anchos hombros hacían juego con su notoria altura. Su frente era amplia y sus cejas daban aún más carácter a unos ojos grises como el acero, tan cortantes como las esquinas de su poderosa mandíbula. Llevaba el cabello castaño pulcramente peinado hacia atrás y hacía poco que se había puesto en manos de un estilista, a juzgar por su manicura. Por lo demás, vestía un impecable y moderno traje gris que se ajustaba a su cuerpo a la perfección, corbata de seda y zapatos de piel gris marengo algo extravagantes, aunque dentro de los límites de la elegancia. Todo él proclamaba que debía ejercer una profesión fuera de lo corriente, ya fuese modelo, actor o esposo florero de millonaria cincuentona bien conservada. A decir verdad, Faulkner era abogado; para justificar su apariencia ostentosa, se habría podido especificar que era un abogado de artistas.

    En aquel momento clavaba la reprobatoria mirada en la silueta ligera de ropa de su pareja. No tardó en desviarla hacia Evan, cuya figura se recortaba tras la mampara de cristal, y lanzar un gruñido. Seguía siendo un misterio cómo se las había arreglado Mìcheal para romper uno de los cristales armados. Con todo, el necio de la historia había sido él, por dejarlo ocuparse de la reparación en lugar de hacerse cargo en persona. Lejos de sustituirlo por una de las gruesas placas esmeriladas que se alineaban en la fachada, el chico había dejado que colocaran aquel vidrio transparente que ofrecía poca seguridad y ninguna intimidad. Era muy dejado en lo que se refería a los aspectos prácticos de la vida.

    —Owen… —se asombró el joven rubio—. Creí que llegarías más tarde.

    —Hola, Mick. Vengo directo del aeropuerto y pensé en darte una sorpresa de camino al despacho.

    Mìcheal apartó el cigarrillo y estiró el cuello para responder al beso que sabía que recibiría. No le apasionaba hacer alarde de su relación. Ante terceras personas siempre procuraba escapar con un roce rápido y discreto, pero Faulkner, que tenía sus propias ideas al respecto, le rodeó los costados, se inclinó sobre sus labios y lo forzó a separarlos para deslizar la legua entre ellos de manera bien patente, en un beso voraz y concienzudo. El chico lo dejó hacer, no sin experimentar embarazo por ser el objeto de una típica maniobra para marcar territorio. Intentó apartarlo poco a poco empujándole los hombros con suavidad. Cuando juzgó que ya había causado el efecto deseado, Faulkner se lo permitió.

    —Qué hay, Torres —dijo con desgana, sin entonación—. Si no te importa, volvemos adentro, tenemos cosas de las que hablar.

    Y dejando al chasqueado vecino al otro lado del vidrio, arrastró al joven rubio hasta el salón y cerró la puerta tras ellos. Una vez allí, Mìcheal se encaminó al pasillo que comunicaba con el baño y el dormitorio. Owen lo sujetó y preguntó:

    —¿A dónde vas?

    —A lavarme los dientes, he estado…

    Los labios del abogado se cerraron de nuevo sobre los suyos, impidiéndole que completara la frase; sus manos se hundieron en los rebeldes cabellos rubios. Ya no buscaba alardear de su propiedad, sino que mostraba un interés genuino en volver a saborear una boca que no había probado en días. Mìcheal nunca tocaba a nadie salvo a él, la única pareja que había conocido en su vida, y se dejó llevar, disfrutando de un contacto que había echado en falta desde su marcha. Sus brazos le enlazaron el torso bajo la chaqueta, pero la fina tela de la camisa le estorbaba, así que deslizó los dedos dentro de la cintura de sus pantalones y tiró con suavidad. Si el destino no iba a atribuirle más amantes… estaba dispuesto a aprovecharse de este.

    —Para —pidió Faulkner, desenredándose de su lengua con reluctancia—. Tengo que marcharme enseguida. ¿Quieres que llegue al despacho con el mástil enarbolando la bandera?

    —Dios salve a la Reina —canturreó Munro, echando mano de la hebilla de su cinturón.

    —No, para —ordenó, sujetándole los hombros con fuerza. Su voz era firme, aunque era evidente que no le habría desagradado permitirle que siguiera—. Esta noche tendremos tiempo para nosotros. Dios, Mick, ¿te has fumado dos paquetes de cigarrillos, o qué?

    —Te dije que debía lavarme los dientes —respondió este, frustrado.

    —Y has estado fumando en el piso sin parar, a pesar de que te he dicho mil veces que salgas al balcón. ¡Mierda, mira esos ceniceros! Ahora esto apesta a tabaco, por no hablar de ti… Sabes igual que si hundiera el morro en una montaña de cenizas.

    Ya que no iba a catar nada más, el joven se liberó de sus brazos, se recogió los mechones sueltos tras las orejas y tomó los sobrecargados ceniceros sin decir palabra, dejando caer algunas colillas. Owen lanzó una ojeada oblicua a su vestimenta.

    —¿Tienes que salir así al balcón? ¿Quedará alguien del barrio que no te haya visto en ropa interior? Parece que disfrutas poniendo cachondo al personal, con mención especial de ese vecino tuyo cuatro ojos.

    —Shhh, te puede oír…

    —Que me oiga. Siempre lo encuentro espiando al otro lado del cristal, lo que no pasaría tan a menudo si salieses vestido como es debido y no le dejaras tomarse tantas confianzas.

    —¿Qué más te da, Owen? No va a ponerme las manos encima. —Aquella era la respuesta para todo de Mìcheal—. Así le muestro al mundo la increíble colección de gayumbos exóticos que estoy reuniendo gracias a ti.

    El joven se metió en la cocina. Su compañero suspiró; aunque era difícil de confesar, sí que le divertía regalarle ropa interior. Dada la manía del chico de no usar cinturones, con el pretexto de que lo incomodaban, las cinturas de sus pantalones siempre acababan revelando más de lo que debían. Si aquel iba a ser el caso, prefería ocuparse de que vistiera con clase ahí abajo, y no con esos horrores baratos de mercadillo que llevaba con tanta indiferencia.

    Observó el desorden reinante. No esperaba menos, siempre hacía lo mismo cuando se quedaba solo: fumaba, comía cualquier cosa y escuchaba o tocaba música. Sus ojos se posaron entonces en la flamante guitarra nueva. Al menos, pensó, al tiempo que una sonrisa aleteaba en sus labios, eso sí le ha gustado. Cogió las grandes cajas vacías y apiló la basura sobre ellas.

    Faulkner era un abogado brillante, como lo había sido su padre antes de aquel accidente de coche que le había costado la vida. Fueron los hermanos mayores quienes tomaron el testigo de su ocupación principal, atender los asuntos legales de la empresa de inversiones de la familia. El dinero nunca les había faltado y si Owen hubiese querido, habría podido vivir una vida despreocupada a costa de la cartera de su fallecido padre. En cambio, el joven era ambicioso y había decidido seguir la tradición, si bien sus intereses se habían encaminado a un sector —el artístico— que rozaba lo bohemio, como sus conservadores parientes opinaban. A diferencia de ellos, él profesaba una actitud muy mercenaria al respecto: no era un delito que todos sus clientes se moviesen en la esfera de la música y el espectáculo, y el dinero era dinero, viniera de donde viniese. De todas formas, apenas se hablaba con su familia.

    Puede que Owen Faulkner no tuviera los años de experiencia de sus colegas, pero era inteligente, tenía un inmenso talento y una capacidad de persuasión sin límites. Probablemente era esto último lo que lo había ayudado a abrir su propio despacho con dos prestigiosos asociados, y estaba en vías de cazar a un tercero. Poseía un apartamento grande y lujoso en la zona centro, un Porsche que apenas salía del garaje y una cuenta corriente tan abultada como para echarse a dormir sobre ella. Y he aquí que tenía que recorrerse media ciudad, hasta este barrio perdido de la mano del Creador, para poder ver a un amante de diecinueve años que ni quería vivir con él, ni aceptaba un piso en un área más céntrica y más cara. Era para volverse loco. Y Owen, haciendo gala de esa locura recién adquirida, seguía accediendo a ello. ¿Por qué? Quizá fuese por esa pequeña voz interior que lo impelía a sentirse culpable por ciertos hechos del pasado referentes al muchacho. Era la quimera de su propia magnanimidad la encargada de hacerla enmudecer. Después de todo, se decía, nunca me pide nada, y comprendo que quiera una cierta independencia. Además, el club donde se pasa la mitad de las noches está a medio camino y… es muy cierto que no tengo que preocuparme, nadie le va a poner las manos encima. Le dejaré que juegue a ser adulto durante algún tiempo más. Al final, se cansará de vivir solo y vendrá conmigo a casa.

    El abogado acarreó los desperdicios hasta la cocina, donde Mìcheal, de espaldas e inclinado sobre el fregadero, lavaba los ceniceros. El lavavajillas era una de las muchas comodidades gratuitas que no aceptaba. En contraste con el resto del apartamento, aquella pieza estaba impoluta, quizás un tanto polvorienta por la falta de uso. El joven le preguntó, sin volverse:

    —¿Qué tal el viaje a Estocolmo?

    —Exasperante. A ese niñato drogata no le bastó meterse en las bragas de una chica a la que le faltaban unos pocos años para alcanzar la edad legal, no; tuvo que hacerlo, además, en Suecia. Joder, hace dos años que no toco la vía penal, y ya tiene una abogada local. Podrían haberme ahorrado la paliza.

    —¿Y por qué fuiste tú? Deberías habérselo pedido a uno de tus asociados.

    —Porque es uno de los artistas de Finisatron, la productora musical, y el presidente me pidió, con lágrimas en sus grandes ojos de pescado muerto, que le hiciera el favor en persona. —Faulkner se acercó a aquella espalda desnuda y desprotegida, acarició uno de los omóplatos y lo besó—. Querría que me asegurase de que el tipo no se iba a tirar también a su abogada sueca. Menos mal que esta es mayor de edad. —Su dedo índice trazó el surco de la cicatriz que lo rodeaba—. Lo más importante es que no coincidía con ningún Día Marcado o, de lo contrario, sí que los habría mandado a paseo. ¿Me has echado de menos? —El relevo de la lengua allá donde antes jugueteara el dedo hizo que Mìcheal temblara.

    —Si… si no vas a terminar lo que empieces, es mejor… que pares.

    —¿Por qué? Mientras no me empalme yo, no hay problema. Quiero dejarte un recuerdo mío hasta esta noche.

    La mano del abogado se deslizó hasta su ingle palpando lo que cubría el algodón negro. Sí, allí estaba el recuerdo, bien rígido sobre su bajo vientre. Toqueteó los alrededores con satisfacción.

    —Luego me encargaré a conciencia de pagarte todos los atrasos de los días que he estado fuera —le susurró al oído, los cabellos rubios cosquilleando en su nariz—. Vaya… Me temo que hoy, la espera se me va a hacer eterna. —Cerró los labios sobre el lóbulo de su oreja y lo mordisqueó—. No veo la hora de que anochezca.

    —Hoy voy al club —la boca de Faulkner se paralizó de sopetón—, uno de los bailarines se ha accidentado y yo he prometido que no faltaría. No querrás que decepcione a Toller.

    —Que le den a Toller, lo llamaré y le diré que se busque a otro.

    —No, tengo que ir. Ya sé lo que opinas de todo eso, pero es lo único a lo que me dedico y no quiero ser informal. Además, el sábado es un Día Marcado y no podré acercarme por allí.

    —De acuerdo —aceptó el abogado, enderezándose—. No te quedes hasta muy tarde ni me obligues a ir a sacarte a rastras, porque hoy lo haría. Y procura no agotarte —añadió, riendo entre dientes—. No creas que voy a ofrecerte compasión.

    —No espero ni quiero ninguna. —Mìcheal torció el gesto en una mueca altanera. Faulkner lo miró fijamente, con un matiz de preocupación en sus ojos grises.

    —En el salón he dejado una bolsa de comida casera —continuó al fin—. Desayunarás y después irás a clase de esgrima. Me han informado de tus ausencias y confío en que no se repitan, Mick, ya sabes que no se trata de ningún juego.

    Ah, pensó el joven, ya se ha enterado de mis escaqueos. Ya tardaba en dejármelo caer.

    —Sí, Owen.

    —Debo irme, o llegaré tarde. Si no vivieses en el culo del mundo, no tendría que correr tanto.

    También estaba tardando en echarme en cara eso. Mìcheal pescó un cigarrillo y un mechero y acompañó a su pareja hasta la entrada sin decir una palabra. El recibidor era amplio y estaba en penumbra. Una ancha pared blanca era lo primero con lo que los visitantes se topaban tras atravesar la puerta y la reja adicional que Faulkner se había empeñado en instalar. El abogado se inclinó para besar a su compañero antes de apretar el botón que abría la reja. Mick encendió entonces el cigarrillo; sus grandes ojos azules se iluminaron al recordar algo.

    —Hey, Owen, mira esto.

    Presionó el interruptor de la luz, haciendo visible la pared. Sobre ella había pintadas unas enormes alas negras, con tal realismo y lujo de detalles que daban ganas de acercarse a acariciar los estilizados contornos y las nervaduras de las plumas, oscuras y brillantes como la obsidiana.

    —Te he dicho que no quiero que fumes en… —le reprochó el abogado desde el otro lado de la reja. Al volverse y ver aquel fresco, el resto del sermón se le quedó trabado en la garganta. Sus ojos lo recorrieron, bajo un ceño muy fruncido—. ¿Quién ha hecho eso?

    —He sido yo, ¿te gusta? —respondió, tras pensárselo unos instantes.

    —No mientas, Mick.

    —Vale, ha sido Torres, en un gesto de buena vecindad.

    —No me hace gracia que lo dejes husmear por aquí, y menos para hacer… eso. Además, le das falsas esperanzas…

    Volvió a dejar la frase sin concluir, porque Mìcheal, tras arrojar el cigarrillo al suelo de granito, se reclinó sobre las impresionantes alas, flexionó la pierna izquierda y extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo. Los cabellos rubios le ocultaron parcialmente el bello rostro, pero no lo suficiente para disimular su amplia y desafiante sonrisa. Las líneas de su cuerpo, apenas cubierto por su ropa interior, resaltaron sobre aquel fondo de plumas negras.

    Faulkner contempló la insinuante pose a través de la reja de la puerta. Cómo lo deseaba… Con idéntica intensidad que cuando se conocieron, o incluso más. Aunque empujó de manera inconsciente los barrotes, el pestillo ya se había cerrado, separándolo de él. Se le antojó un hermoso pájaro, la misma visión sublime que lo sobrecogiera tras su primera vez, tres años atrás…

    Un hermoso pájaro en una jaula.

    El acero en sus ojos brilló al endurecerse su mirada. Apretó los labios y soltó las frías barras de metal.

    —Nos veremos luego, Mick. No tardes.

    El abogado cerró la puerta con gran estruendo.

    A las diez de la noche, Munro abandonó su apartamento y se dirigió a la estación de metro con una placidez que nada tenía que ver con las prisas matutinas ni con los grupos que regresaban del trabajo por la tarde. Él caminaba despacio, disfrutando el aire fresco y mostrando un discreto interés en los escasos vecinos que se cruzaba por la calle.

    La austera imagen que ofrecía en aquel momento no se correspondía con el evidente desenfado de sus salidas diarias al balcón: pelo recogido, gorra calada hasta los ojos, camiseta y sudadera de manga larga, vaqueros y deportivas de caña alta. Al principio solía llevar su mochila con la ropa para cada sesión; desde que Toller empezó a divertirse jugando a vestir a las muñecas con él, se permitió ir por la vida ligero de equipaje.

    Bajó las escaleras de acceso, validó la tarjeta y continuó el descenso hasta en andén, donde esperó en la zona más tranquila. Cuando llegó su tren, eligió el vagón más vacío y se quedó de pie en un rincón apartado, a pesar de los numerosos asientos desocupados. Aunque el metro lo hacía sentirse incómodo, era un mal necesario. En más de una ocasión había pensado en buscarse un trabajo con el que costearse un ciclomotor, para así adquirir cierta independencia, pero Owen ponía muchas pegas; él, por su parte, siempre rehusaba las ofertas de su adinerado amante de llevarlo en coche o pagarle los viajes, porque ya dependía en exceso de su buena voluntad y no quería soportar más heridas en su amor propio. Ante el continuo tira y afloja y la falta de otras opciones, viajaba en metro con mucho cuidado, siempre evitando las horas punta, siempre apartado de la gente, siempre procurando pasar desapercibido…, y todo, para evitar el contacto. Él era ese idiota que llevaba capucha y mangas largas en todas las épocas del año, incluidas las jornadas de verano en las que el calor apretaba tanto que los vagones se convertían en hornos rodantes. Una actitud poco práctica si no quería llamar la atención, pero que debería seguir manteniendo por el momento.

    Pasó revista a lo que había hecho desde la partida de Owen. Había acudido a esgrima, había asegurado al instructor que no faltaría a más clases, había tomado su primera comida decente en días, había ordenado la casa… Se había comportado como un adulto responsable y digno de confianza. Y ahora, cumplidas las pesadas obligaciones, iba de camino a su lugar favorito, al santuario que le permitía desnudar su cuerpo y su alma ante todos sin temor al roce ni al dolor, en el que podía sentir la admiración, y el deseo. Siempre estaría fuera del alcance de sus manos, pero sus ojos eran otra cuestión, y la intensidad de sus miradas casi era comparable al roce de una caricia. Casi.

    Veinticinco minutos y un transbordo más tarde, Mìcheal llegó a su destino. El club Under 111 era propiedad de C.C. Toller, uno de los clientes de Faulkner. Toller, que permitía a muy pocos llamarlo por sus iniciales[1] —de sobra sabía que lo hacían a sus espaldas—, y cuyo auténtico nombre era conocido por muchísimos menos, era un empresario de renombre en el mundo de la música. Poseía también intereses en la productora Finisatron —la firma cuya defensa legal estaba en manos del bufete de Owen—, en un conocido club gay y en una productora de películas de porno gay, pues Toller nunca había ocultado su falta de interés en los miembros del sexo opuesto. Había quienes murmuraban que seguía con interés las carreras de sus jóvenes actores, sobre todo fuera del plató.

    El club era la niña de sus ojos, el lugar que lo había ayudado a sumar los primeros ceros a su cuenta bancaria. Pasaba por él con asiduidad y se ocupaba en persona de su funcionamiento. El buen ojo del que hacía gala para elegir a los artistas consagrados y promocionar a los nuevos talentos no lo había abandonado.

    El nombre del local siempre había suscitado controversia entre sus conocidos. Había quienes afirmaban que hacía referencia a una temperatura en grados Fahrenheit, a un tridente o al número de amantes que Toller había coleccionado hasta el momento de abrirlo. Al ser interrogado, el empresario nunca soltaba prenda; si acaso, reía entre dientes y murmuraba que una cantidad tan pobre de escarceos era un insulto. Fue al descubrir la existencia del mismo cuando Faulkner comenzó a hacer todo lo posible por acercarse a él e investigarlo, dado que esa cifra tenía connotaciones muy explícitas para su gente. No logró descubrir nada sospechoso, pero sí consiguió que Toller reparase en su prometedora carrera y lo contratase. El empresario confiaba lo bastante en su propia experiencia como para no necesitar exigirla en los demás. Lo que buscaba en sus colaboradores eran talento, juventud, energía y atractivo…, y a Owen Faulkner, a sus veinticinco años, no le faltaban ninguna de esas cualidades. Por su parte, aquella fue una gran etapa para el abogado: obtuvo su primer cliente importante y a Mìcheal.

    Al encontrarse ante la amplia fachada, con el gran letrero blanco de metal y neón, el joven se fumó un cigarrillo con calma y caminó hacia el lateral. Solo usaba las puertas de la entrada principal cuando estaban desiertas, y entonces había un pequeño grupo de ociosos frente a ellas. El vigilante lo reconoció y lo dejó pasar, tras avisarle de que Toller quería verlo.

    El Under 111 era un club musical en el que convivían diferentes ambientes, con varios miles de metros cuadrados distribuidos en tres plantas. La planta baja, a la que daba acceso la entrada principal, era una enorme sala de conciertos con un gran escenario al fondo, tres barras, cabina de DJ, camerinos y una pequeña sala de prensa. Las noches en las que no había ningún concierto proyectado sonaban los últimos éxitos del momento, pop, rock, indies o cualquier cosa que hubiese captado la atención del propietario.

    Por la izquierda se accedía a una terraza interior. Unas escaleras de metal conducían a la primera planta y desembocaban en una sala que ocupaba dos terceras partes de la misma, con dos barras y también con su propia cabina de DJ y camerinos. Era el espacio del tecno y la electrónica, y la decoración, las pantallas de proyección y las luces podían volver epiléptico a cualquiera. En la otra estancia, más pequeña, se celebraban conciertos y actuaciones de diversos estilos.

    Entre ambas, unas nuevas escaleras metálicas llevaban hasta otra terraza situada en el ala derecha del nivel superior. Esta daba paso a una habitación para celebrar fiestas y eventos privados y, finalmente, a los dominios particulares de Toller, precedidos por un enorme ascensor de acceso restringido.

    Aún era temprano y había poca gente, y Munro se permitió el placer de subir al despacho de Toller por las escaleras, en lugar de utilizar el ascensor. Aun así, fue cuidadoso, porque no eran infrecuentes los encontronazos inesperados. El guardia frente a la puerta se imaginó enseguida quién sería aquel visitante que se acercaba bajándose la capucha. Al ver la coleta rubia confirmó su suposición, y lo dejó pasar con una ligera inclinación a modo de saludo.

    Toller estaba pegado a su iPhone, como de costumbre, pero sonrió y le indicó que se sentara en uno de los llamativos sillones de cuero morado que decoraban su despacho. Munro paseó la vista por la habitación. Coleccionar arte homoerótico era una de las aficiones del empresario, y a menudo descubría una pieza nueva expuesta en sus estantes y vitrinas. Sobre la pared de honor colgaba un nuevo cuadro de dos jóvenes marineros muy muy ligeros de ropa, tirando de una soga. Nada escandaloso en exceso; Owen le había confiado que atesoraba las piezas más pornográficas en la habitación privada del fondo, o bien en su casa. Por qué frecuentaba Owen la habitación privada del fondo era una cuestión que había cruzado la mente de Munro. El abogado, leyendo sus pensamientos, le había respondido que su relación era estrictamente profesional. Luego había añadido, con un suspiro, que Toller había dejado de apremiarlo para que se acostara con él al descubrir lo bueno que era en su trabajo. Su acoso había durado, más o menos, un año…

    C.C. Toller era un hombre de unos cincuenta años que llevaba varios cumpliendo los cuarenta y cinco. Dado que se conservaba en buena forma y su cabellera era abundante y de un brillante color negro —gracias al tinte—, la pretensión daba el pego sin problemas. Su padre, un soldado estadounidense afroamericano destinado a una base militar, le había legado unos rasgados y astutos ojos oscuros, un tono de piel envidiable y un carácter emprendedor que él se había esforzado en desarrollar por su cuenta, sin dormirse en los laureles de su atractiva herencia genética.

    Su padre había sido asimismo responsable de elegir el nombre del pequeño, Cassius Caesar. Era extravagante hasta para los círculos en los que se movía, motivo por el cual utilizaba sus iniciales y concedía a pocos la libertad de dirigirse a él pronunciándolas en voz alta. Faulkner era uno de los escasos afortunados. En cuanto a Munro, se limitaba con alivio a usar su apellido.

    Toller, orgulloso de la adquisición que había supuesto su joven y guapo abogado, estuvo más que satisfecho de tutelar y mimar a su aún más joven y guapo amante. Jamás hacía ascos a rodearse de bellezas del sexo masculino, y aquellos dos eran una pareja de lo más notable. A Faulkner le había costado dos años presentarle a Mìcheal a su cliente y grabarle en el cerebro que el chico estaba fuera de los límites, y jamás lo habría hecho si este no hubiera amenazado con cometer un disparate de persistir en mantenerlo encerrado entre su apartamento, el gimnasio y las clases de esgrima. El club se había convertido en su refugio para escuchar música, para bailar. Allí tenía la oportunidad de hacerlo a salvo de las multitudes.

    Aquella era una particularidad de Munro que sorprendía a Toller: su completo horror a que lo tocasen. Faulkner le había explicado que era un caso extremo de afenfosfobia, y que cualquier roce ajeno le provocaba genuino dolor físico. El empresario se preguntaba cómo era posible, pues, que su enamorado sí pudiese sobarlo con toda libertad, aunque no había hecho hincapié en la cuestión. Él había sido testigo de un episodio de contacto fortuito con un extraño, y el sufrimiento del chico le había parecido muy real. Era una lástima, porque tocar semejante maravilla, e ir mucho más allá del simple roce, habría sido delicioso… Pero los negocios eran los negocios, y debía aceptar ciertos sacrificios si aspiraba a tener una relación pacífica con el productivo —y posesivo— Owen. Se contentaba con observar de lejos a aquella buena pieza rubia, vestirla, darle libre acceso a todas las áreas del club, disfrutar de sus movimientos mientras bailaba y asegurarle que su dinero no valía allí, ni tampoco el de sus amigos. El de su amigo, para ser más exactos; solo tenía uno, aquel tipo moreno y con gafas que se ahogaba en su propia saliva cuando lo veía. A él, y al resto de los varones

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