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Todas las flores son nuestras
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Libro electrónico132 páginas2 horas

Todas las flores son nuestras

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Información de este libro electrónico

Julio y Marcos llevan años compartiendo instituto: pupitres contiguos, mundos muy diferentes y una relación que no va más allá de coexistir en el complicado cosmos de los adolescentes. Una rutina marcada por las inseguridades de dos jóvenes que luchan por florecer mientras sus vidas atraviesan el último curso antes de la universidad.

Hasta el día en que Julio se harta de ser el centro de las burlas de sus compañeros y Marcos, popular jugador del equipo de fútbol, sufre las consecuencias. A partir de ese momento, su historia cambiará por completo al calor de un amor que ambos comparten: el amor por el arte de contar historias.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2021
ISBN9788412389456
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    Todas las flores son nuestras - William Peña

    Portada de 'Todas las flores son nuestras', de William Peña. Dos chicos sentados en un campo de hierba verde y flores blancas. Uno de ellos tiene un libro en la mano, es pelirrojo y lleva camisa y jersey. El otro tiene el pelo negro y lleva ropa de deporte. Se miran y sus dedos se están rozando

    TODAS LAS FLORES SON NUESTRAS

    TODAS LAS FLORES SON NUESTRAS

    William Peña

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del código penal).

    ©William Peña, 2021

    ©Ilustración y maquetación de cubierta: @Einic, 2021

    ©Ediciones Dorna, 2021

    www.edicionesdorna.com

    Impreso en España por Podiprint

    ISBN: 978-84-123894-4-9

    IBIC: FR

    Aviso de contenido sensible: ninguno destacable.

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    Para Rosa, por quererme tanto y tan bien.

    Para Fran, por creer en mí como

    nunca creí que fuera posible.

    Sin vosotres, esta historia no existiría.

    Imagen de claveles rosas y rojos

    CAPÍTULO 1. CLAVEL

    Tras los cristales, un viento feroz que nace y muere en octubre trataba de arrastrar al mundo en su arrebato de furia. Como un titiritero, agitaba los árboles, ya sin flores, grises y desangelados, empujándolos a una demencial batalla, trasmutando la calle en una danza macabra. Aquella irrealidad urbana casi fantástica chocaba frontalmente con la estampa tediosa del interior del aula.

    En aquel reducto de indiferencia habitaban unas siete horas diarias treinta alumnos que dejaban escapar su tiempo sobre incómodas y pequeñas sillas, contemplando una pizarra llenarse de fórmulas con la fascinación de quien mira una pecera. Algunos tomaban notas, fastidiados o agobiados, pero la apatía reinaba sobre la preocupación. Otros conversaban entre susurros risueños, o miraban por la ventana, curiosos ante aquel vendaval tan poco propio de un otoño murciano. El profesor, que ya contaba los días para su retiro, no conseguía captar a su público. Su voz rota era solo otra pequeña molestia, como las ramas azotando el cristal, o el ruido que hacían los segundos al caer gota a gota sobre los párpados de los presentes.

    Marcos tenía sueño, mucho sueño. Sin embargo, sus ojos oscuros se movían febriles de la pizarra, al cuaderno, al libro, al otro cuaderno y vuelta a empezar. Cada vez que hacía algo mal, tachaba como podía sus letras afiladas, procurando que los daños fueran discretos. Su cabello moreno, rapado muy corto, contrastaba con sus rasgos redondeados, suaves. Julio, por su parte, asentía y anotaba con la vista fija en la pizarra. Pese a no mirar la libreta, su mano pálida empuñaba el bolígrafo con firmeza y no se movía ni un milímetro de la trayectoria lógica del renglón. Ni un tachón profanaba aquel arsenal de fórmulas y frases concisas, que vestían letras ordenadas, pero abigarradas y antiestéticas.  Si algo no le encajaba, entrecerraba los ojos color miel, o alzaba una ceja hasta el comienzo de sus rizos pelirrojos, sin detenerse más de un instante. Lo único en aquella aula que podía, por un instante, sacarle de su estado de concentración era su compañero de pupitre. Le miraba de reojo con poco disimulo, resoplando quedamente.

    Hacia la mitad de la clase, Marcos, con esa extraña habilidad para gritar susurrando que se desarrolla en un instituto, le espetó:

    ―¿Qué pasa? Ayer no pude hacerlos, estaba liadísimo. Tampoco hace falta que me mires, si te molesta pasa de mí. 

    ―Siempre se puede sacar tiempo para los deberes ―repuso Julio―. Y, para tu información, ni me molesta ni te miro. Estamos en clase, por si no te habías dado cuenta. —Su tono pedante contrastaba con su cara de bochorno. No le gustaba que se le llamara la atención, prefería pasar desapercibido. 

    ―¿Y qué te crees que hago? Cada uno saca tiempo de donde puede. No te metas en mis cosas, ¿vale?

    ―Pues mira, yo...

    ―Julio, Marcos, guarden silencio por favor ―interrumpió el profesor, alertado por el tono de Julio que, al sentirse atacado, había hablado demasiado alto. Este se puso rojo hasta las orejas. No recordaba la última vez que le habían pillado hablando en clase. Ni tampoco la última vez que había hablado en clase, si lo pensaba bien.

    Le lanzó a su compañero de pupitre una mirada acusadora y luego siguió copiando, visiblemente tenso. Tras un rato, el profesor empezó la ronda de dudas, y Julio, que lo tenía todo muy claro, abrió una libreta azul oscuro.

    Julio no tenía muchos amigos, y no recordaba muy bien por qué se sentaba al lado de aquel chico que era casi un desconocido. Pero normalmente no le molestaba: no intentaba hablar con él, ni se burlaba, ni era desordenado, ni invadía su espacio… Era un buen compañero de mesa, sorprendente conociendo a sus amigos y teniendo en cuenta que estaba en el equipo de fútbol, cosa que para Julio era sinónimo de capullo total. Incluso era amable con él de vez en cuando, o le sonreía. Sí, sin lugar a duda Marcos superaba las escasas expectativas que Julio pudiera tener en él.  A veces le daba por imaginar que tal vez fuera alguien a quien mereciera la pena conocer, que hacía con él una versión reversa de Betty la fea y lo mejoraba, pero rápidamente se daba cuenta de que lo estaba sobrevalorando.

    Además, no era como si Julio no tuviera nada mejor que hacer. Cuando tenía un rato le gustaba perderse en su inseparable libreta, llena de páginas y páginas escritas sin llegar a nada. Tenía una idea amorfa para una historia, y tantas descripciones y conversaciones sin principio ni fin que a veces se desesperaba. Por más que le daba vueltas y vueltas, seguía en el principio, desechando toda innovación por parecerle insuficiente, insulsa, penosa. Tenía cierta idea de hacer algo distópico, pero la idea de las sirenas lo atraía poderosamente. Tenía paisajes rocambolescos con seres fantásticos, todo sin ningún sentido. 

    Amaba escribir, aunque se sintiera un completo inútil. Podía pasar mucho tiempo sin hacerlo, pero al final le acababa llamando, atrayendo. Le avergonzaba pensar en sí mismo como escritor, pero para él la escritura tenía algo de sagrado y de doloroso, como un clavo infinito que extraer. Algo de sacrificio, arrancándote tiempo de vida y haciéndote sentir poderoso, como un rey o un adolescente inmortal. 

    Marcos, por su parte, repasaba sus cálculos al encontrar un problema que le daba erróneo. Le quedaban tres ejercicios de Física que hacer, y encima esa puta operación no tenía ganas de salir bien. Se ve que estaba muy cómoda dando diecisiete, y el número treinta y cuatro de la pizarra le daba pereza. Desesperado, lo dio por imposible, anotó la solución con lápiz y se escribió en el dorso de la mano «Mates, ej. 14», para acordarse de revisarlo en su casa. Para cuando sonó el timbre, solo le quedaba el último ejercicio.

      Le incomodaba mucho no llevar las cosas al día y dedicarles poco tiempo a las clases. Se sentía decepcionado consigo mismo si no llegaba a todo, como si tuviera defectos de fábrica. Su intento constante de ser mejor estudiante le ganaba bastantes bromas entre sus compañeros de equipo, algunas desde la camaradería, otras no tanto. Al fin y al cabo, su equipo era casi una familia, y todo el mundo sabe que las familias no son siempre el apoyo ideal. Pero, como decía su mejor amigo Carlos, a un colega de verdad se le quiere aunque se quede un viernes haciendo una redacción. 

    La noche anterior se había quedado dormido, agotado de entrenar. No era la primera vez que pensaba en lo mucho que el fútbol le descuadraba el horario, pero no podía prescindir de él. Era la única variable que permanecería constante contra viento y marea. Era lo único que le despertaba cuando la vida parecía una gran pesadilla, y que le dormía cuando todo era tan real que aplastaba. Cuando no lo jugaba, lo soñaba. Allí su esfuerzo se traducía en resultados, y se sentía tan grande que podría parar el propio sol, en sintonía total con su propio cuerpo.  

    La clase de Física pasó volando. Sonó el primer tono de la melodía que indicaba el recreo, y Marcos se levantó como movido por un resorte, metiendo desordenadamente todo el material en su mochila gris. Julio, por su parte, se quedó recogiendo casi dos minutos más, cada cosa en su compartimento. Y así continuó el día, aquel sucio día con el cielo de luto y llorando, entre el funeral y el baptismo. El cielo penetrando dentro de cada cuerpo, tan dentro como se puede anidar, más dentro que un simple pasajero.

    Todo pasó al terminar las clases. Marcos daba pasos largos y despreocupados, con una sonrisa de luz que no se atrevía a despegar los labios, como un amanecer. Iba con compañeros del equipo. Alguien sacó un balón, pese a estar aún en el recibidor del edificio, y se lo pasaron con alegría, intentando no llamar mucho la atención por si algún profesor aparecía. La pelota fue pronto una vida más circulando entre sus pies, transmitiéndoles su ritmo frenético, sus ganas de libertad. Julio, haciendo el camino contrario, llegó a la desembocadura de su pasillo, ya a escasos metros de la puerta. Sus pies avanzaban como si se despidieran del suelo según lo iban dejando atrás, en el centro de un remolino trágico. Se obligaba a buscarle

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