Luther Burbank estaba dispuesto a cruzar cualquier cosa que tuviera hojas: una ciruela con un albaricoque, una patata con un tomate (una novedad sin valor), una frambuesa con una zarzamora, un melocotón con una almendra… Su gran pasión eran las innovaciones estrafalarias y llamativas, lo que le llevó a alumbrar una mora blanca, una ciruela sin hueso, un cactus sin espinas, para proporcionar forraje al ganado en el desértico Oeste americano, un nogal que daba nueces de una cáscara tan delgada que podía romperse con los dedos, una semilla de la que brotaban tomates en la mata y patatas bajo tierra, ambos en la misma planta…
De algún modo, Burbank fue a la hibridación lo que Heliogábalo, el emperador romano del siglo III, había sido a la comida: un hombre dedicado a la búsqueda de hallazgos sensacionales. Si Heliogábalo personificó el exceso y el sibaritismo (alimentaba a sus perros con hígados de oca, mientras a sus invitados humanos les ofrecía lentejas y guisantes espolvoreados con ónice y oro, respectivamente, e incluso condimentó una salsa azul para que el pescado