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El juego de Banana
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Libro electrónico329 páginas4 horas

El juego de Banana

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Cuando Banana Yoshimoto irrumpe en la vida de Ángela, con su extraña propuesta, todo le conduce a pensar que se trata de una broma. ¿Permutar parte de su herencia por los recuerdos de otra persona? ¿Tan lejos ha llegado la ciencia? Los días transcurren entre las clases en el sótano de la librería Literanta y las visitas al hospital donde su madre agoniza. Pero Banana, y el misterio que le acompaña, siguen cruzándose en su vida.
Liberada al fin de sus obligaciones en la isla y tras visitar a una famosa médium, Ángela Millán emprende un desquiciado viaje sin destino concreto, un viaje que culminará en Granada y gracias al cual se nos desvelarán, finalmente, las reglas del juego de Banana.
Escrita en un tono entre descarado e intimista, la autora nos invita a reflexionar acerca de nuestro papel como padres cuando los hijos nos rechazan, nuestro papel de hijos cuando los padres mueren, nuestra impotencia como creadores cuando la inspiración se esfuma. La identidad, en suma, entendida como un líquido que fluye y se contamina con el paso de los años, de las estaciones, con los cambios de escenario y protagonistas de esta bella historia.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento6 may 2021
ISBN9788418699184
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    El juego de Banana - Inés Matute Sánchez

    El juego de banana

    Inés Matute Sánchez

    Baile del Sol

    No dejaremos de explorar y el fin de nuestra exploración será volver al punto de partida y conocerlo por primera vez.

    T. S. Eliot

    A mi madre. A mis hijas. A las mujeres.

    Limones

    «La posibilidad de borrarlo todo de su mente existe, y es bien real. Piénselo», había dicho ella.

    «Ella» era singular, y no por ser diminuta y vestir maravillosamente bien, sino por sus rasgos. Unos rasgos orientales en versión optimizada. Quiero decir que no tenía aspecto de camarera de restaurante chino venida a más tras una buena boda. La chica lo tenía todo; un peinado impecable, unas manos cuidadas y un buen par de zapatos calzados con la soltura de quien está acostumbrado a la calidad y al lujo. De hecho, parecía una princesa oriental ejerciendo labores comerciales —asesora, dijo ser— al borde de la legalidad y por puro hobby. Intenté imaginarla en un lugar apropiado, pero no pude. ¿En qué escenario encajarla? En cuanto a mí, dudaba de qué se me estaba ofreciendo aquella tarde de lluvia y cabeza espesa en la que nada, excepto los bombones de licor, me ayudaba a estabilizarme.

    —Pero ¿de qué estamos hablando, de una droga de diseño?

    —Los efectos de nuestro producto son permanentes, no temporales. De ningún modo podemos hablar de drogas o medicamentos. Es algo distinto, novedoso. Revolucionario me atrevería a decir.

    —No es que la oferta me seduzca, todo lo contrario. Si le pregunto es por curiosidad. En cuanto a la administración de la sustancia, ¿quién se encarga?

    —Nuestro equipo médico, naturalmente. No se trata de productos que uno pueda conseguir en el mercado negro. Todo ello va incluido en el precio.

    —Haga el favor de explicarse.

    —Usted ingresaría en una de nuestras clínicas —por desgracia aún no nos hemos establecido en la isla, tendría que desplazarse a Barcelona o a Valencia— y en 48 horas despertará siendo otra persona. No recordará nada de su pasado y su vida, con sus luces y sus sombras, quedará atrás para siempre. Créame, todos nuestros clientes lo han contemplado como una liberación. El pasado para muchos de nosotros es una carga insoportable, algo de lo que habría que desprenderse indoloramente y a un precio justo. De habernos conocido antes, de haber sabido del producto y sus ventajas, habrían sido ellos, los preseleccionados, quienes voluntariamente hubieran acudido a nosotros.

    Cruzó las piernas de un modo lento y calculado. Era una mujer muy sensual.

    —Ya veo... ¿Y por qué piensa que «su producto» puede interesarme?

    —Porque estamos al tanto de su vida y hemos pensado en usted como cliente potencial. Da el perfil, y no se ofenda por la expresión. En su vida presente hay mucho dolor. Y soledad. Y no tiene hijos ni parientes cercanos. Su economía pronto será muy desahogada, y eso la convierte en candidata al tratamiento.

    —¡Lo que me faltaba por oír! ¡Es imposible no ofenderse! —protesté manoteando el aire—. Me repugna la idea de haber sido investigada. ¿Quién demonios es usted? ¿Quién le ha proporcionado esos datos? ¿A quién representa?

    —Cálmese. Su reacción es natural y comprensible... Pero no lo vea como una intromisión, sino como un simple estudio de mercado —respondió bajando los párpados y tratando de restar tensión al momento.

    —¡Realizado sin mi consentimiento!

    —No sea ingenua. Casi todos los estudios de mercado, a día de hoy, se realizan de espaldas a los consumidores. Todos los usuarios de internet, por ejemplo, dejan a su paso huellas muy claras sobre sus preferencias personales: basta con analizar las webs que frecuentan y sus compras habituales. Huellas que las compañías rastrean. Bombardearle con publicidad ajustada a sus intereses solo es cuestión de tiempo. Incluso hay un nombre para esa práctica.

    —Me parece una indecencia —protesté—, una burla, una injerencia. Es más, no descarto denunciarles. Acoso o espionaje, ya veré cómo lo enfoco.

    Me iba calentando por momentos. Sus ojos fijos, concentrados y profundos, me inquietaban más de lo que estaba dispuesta a admitir. Tal vez la palabra injerencia no le resultara familiar, por muy bien que hablase mi idioma. Pero si bien es cierto que la rabia nubla la mente, no lo es menos que transparenta el corazón.

    —Entonces yo negaría esta entrevista, negaría haber estado en su casa.

    —¡No me diga! —gruñí irónica—. Y yo podría sacar mi móvil ahora mismo y hacerle una foto o grabar un vídeo. La tecnología no solo está de su parte. También lo está de la de sus víctimas.

    —Es posible, pero no lo hará. Y la palabra víctima, por cierto, es excesiva. No somos ladrones. No somos sádicos. No nos hemos apropiado de información que no circule por ahí libremente y que usted misma no haya proporcionado de un modo voluntario.

    —¿De veras? ¿Así de desprotegidos estamos? —me exasperé—. ¿Y cómo sabe que no estoy a punto de tomar esa fotografía?

    —Intuición femenina.

    Era rápida la jodida. ¿Por qué diablos le había abierto la puerta? ¿Porque cuando miré por la mirilla pensé que se trataba de una vendedora de cosméticos? ¿Porque afuera llovía a cántaros y sentí lástima por ella? ¿Por curiosidad? En cuanto a la enfermedad de mi madre, que yo supiera no había datos colgados en internet.

    —Tengo su tarjeta...

    —Eso no quiere decir nada. Puede haberla encontrado por ahí...

    —Tal vez sí quiera decir algo...

    Cedí a la tentación de echar otro vistazo a la tarjeta que me había entregado. «Banana Yoshimoto. Coach y Asesora comercial». El nombre no me era desconocido, pero no caí en el motivo por el cual me resultaba familiar. Ver la palabra coach impresa en cierto modo me tranquilizó. Vendedores de consuelo, de humo, de empatía. ¡Quién sabe! Decidí rebajar el tono de mi discurso. No quería echarla de mi casa con cajas destempladas. Después de todo, también yo necesitaba calor humano.

    —Lo que propone o es un timo o es una locura. Seguramente lo primero. Y eso significaría que he sido preseleccionada como pardilla. Y pardilla, por si no lo sabe, quiere decir alguien a quien embaucar.

    —Nada de eso. Piénselo detenidamente. Llevamos tiempo haciéndolo. Es nuestro trabajo. Por desgracia nadie puede testimoniar a nuestro favor por razones obvias: lo han borrado de su mente.

    —Olvidan pero pagan, y no poco. Nada menos que la mitad de su patrimonio... a cambio de una nueva vida. ¿O era una nueva personalidad?

    —A cambio de una nueva personalidad y del olvido absoluto. A la gente le seduce la idea de hacer... ¿Cómo se dice en castellano, botón y cuenta nueva?

    —Le ruego que se marche y deje de decir tonterías. No estoy en mi mejor momento y esta conversación ya se está prolongando demasiado. En otras circunstancias le ofrecería un café, pero no será hoy, no después de escuchar esta sarta de sandeces.

    —Está nerviosa. Sé por lo que está pasando. Es nuestro trabajo estar informados. Por ese mismo motivo he venido a visitarla ahora, y no antes. Ni después. Después ya será tarde.

    —¡Basta! ¡No quiero seguir hablando!

    —Quédese la tarjeta. Mi número está impreso —se incorporó a cámara lenta, de un modo muy estudiado—. Si quiere volver a verme, que querrá, no dude en telefonearme.

    La acompañé al hall de entrada y le devolví su paraguas con mano firme y mirada desafiante. Fui brusca, lo sé, pero su presencia comenzaba a hacérseme insoportable.

    —Gracias. Ha sido un placer compartir con usted estos minutos.

    —Lamento no poder decir lo mismo.

    Cuando cerré la puerta a sus espaldas pensé en el argumento de Blade Runner, todo un hito visual postmoderno. En la película, también los replicantes —humanos artificiales creados mediante ingeniería genética— recordaban un pasado fabricado a medida. También ellos rememoraban la vida que creían haber vivido y que, sin embargo, era un fraude, un préstamo. Incluso tenían fotos de apoyo a una biografía inventada, más falsa que un euro de madera.

    Banana Yoshimoto desapareció de mi vida sigilosamente, tal y como había llegado. Solo tres gotas de agua, desprendidas de la punta de su paraguas, brillaban sobre las baldosas del suelo del recibidor para atestiguar que su visita había sido real, y no una alucinación.

    Yo estaba, como cada tarde, sentada de canto en la única silla sin embalar que quedaba en la casa, rodeada de cajas de cartón y rollos de papel burbuja fumando un cigarrillo tras otro. Eso sí, no me tragaba el humo. Recordé que Marlene Dietrich, que fumaba compulsivamente y mordisqueaba pezones femeninos para combatir la ansiedad, fue puro sex appeal envuelto en humo. Pero, en mi caso, ¿qué ansiedad intentaba paliar, si lo peor ya había pasado y la venta estaba prácticamente cerrada? ¿Y en qué me parecía yo a ella?

    Desde que murió mi madre, o incluso meses antes de quedarme completamente sola, mis únicas ocupaciones fueron vaciar el piso, atender a quienes telefoneaban interesados por el anuncio y distraerme con los últimos episodios de Cazatesoros en Canadá. No sé qué me impulsaba a seguir apasionadamente las andanzas de aquellos dos tipejos por el lado salvaje de la vida, pero sí sé que las cosas responden a una lógica interna de la que casi nunca somos conscientes. Es posible que con el paso del tiempo llegue a darle un sentido a mi nueva actividad de sobremesa, a esas tardes de duermevela y brotes de llanto en las que seguí con inexplicable interés las peripecias de Scott Cozens y Sheldom Smithen entre Juneau, capital de Alaska, y Anchorage.

    Scott y Sheldom, casi de la familia tras el visionado de treinta episodios de la serie, recorrían diversos estados de América del Norte buscando rarezas. Cosas que a simple vista y a ojos de un tercero no tenían ningún valor, para ellos eran objeto de deseo cual si de auténticos tesoros se tratara (de ahí el nombre de la serie). Por ese motivo desmontaban graneros, desvanes y sótanos seleccionando artículos —chismes comidos por la mugre y el óxido, rotos o desmochados— con los que más tarde, y debidamente restaurados, comerciarían en Alberta, su ciudad natal. De sus artes en el comercio al por menor habían hecho no solo un modo de vida, sino un programa televisivo de gran éxito y difusión internacional.

    Me encantaban sus aventuras, sus disparatados diálogos en el interior de una furgoneta camperizada que servía para todo. Tocados con sombreros de cowboys y cubiertos por amplias camisas de cuadros, regateaban con los nativos en el tono desenfadado y airoso propio de un embaucador. Canoas indias abandonadas a la intemperie, viejas latas de tabaco, etiquetas de productos desaparecidos, cromos de béisbol, cabezas de alce disecadas, calendarios de pin ups, botas de pesca de piel de foca, instrumentos musicales, herramientas de granjero, arpones y vagonetas, piezas de tractores legendarios, autómatas de los años cuarenta, insignias de solapa... ¡qué sé yo! Todo les fascinaba y por todo se lanzaban a pujar. Aunque no aceptaban una negativa por respuesta, no siempre se salían con la suya. Give me your best price, man. Esa era su cantinela hasta que se enfrentaban a otro cazatesoros tan insistente como ellos y el regateo adquiría tintes de batalla dialéctica. ¡Cómo disfrutaba de verles en acción! ¡Cuánta astucia desplegaban!

    Terminado el episodio de turno, apagaba la televisión y me dirigía al cuarto de baño, donde observaba mi cara reflejada en el espejo no tanto por verificar los cambios que el paso del tiempo iba imprimiendo en mis rasgos como para asegurarme de que aún estaba ahí. ¿Lo estaba? ¿Esa era yo? Minutos. Cuartos de hora. Horas completas quemadas en silencio, clavada frente a mi propio reflejo como quien espera una respuesta que no ha de llegar. Luego, cuando el cosquilleo de los brazos o las piernas reclamaba mi atención, volvía sobre mis pasos y encendía de nuevo la tele. Un programa llamado La casa de empeños ayudaba a que la tarde atenuara sus luces y la noche, el bendito momento en que los somníferos echaban el telón, se abriera de fauces.

    La casa de empeños enganchaba, aunque le dinámica del programa resultaba predecible. Me fascinaban aquellos hombrecillos que se acercaban a la tienda con los ojos gachos, con un uniforme militar agujereado y bien doblado en una bolsa de cartón, exponiendo al empleado de turno —gran panzón bajo la camiseta tirante, calculadora en mano, tibia amabilidad—, que ese trapo hecho trizas perteneció a su bisabuelo, siempre un valiente coronel de nombre sonoro, y que no dudaban de su valor como antigüedad.

    «¿Aceptarías doscientos dólares?». Sus miradas lo decían todo, la música de fondo enfatizaba la vaguedad de sus gestos campesinos. En ocasiones se recurría a un experto llegado de los confines del condado para autentificar la historia y convertir al caballero del nombre sonoro en toda una institución. El objeto se convertía así en mercancía válida y la pasta, ella sí incuestionable, se exhibía con mimo sobre el mostrador de cristal. Un billetito al lado de otro, ni demasiado arrugados ni demasiado nuevos. En ese momento exclamaban Deal!, y toda la tensión anterior al trato, el tono laudatorio y la desconfianza, se esfumaban como por arte de magia.

    Pero, ¿qué era lo que me llamaba tanto la atención?

    Scott y Sheldom eran comerciantes deslumbrados por la nobleza y el deterioro de los objetos, cosas que nunca les pertenecieron pero cuya historia intentaban comprender más allá de lo material. Viendo el cariño que ponían en todas sus transacciones, me dio por pensar que cada objeto esconde en su interior un secreto por desvelar. Supe entonces que lo único que me diferenciaba de ellos era que yo no aspiraba a sacar ningún beneficio económico de mis cosas, de todo el trasterío acumulado tras sucesivas mudanzas y defunciones familiares. Lo propiamente mío hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vista, y solo quedaba su resonancia en media docena de fotos que no sabía dónde poner sin sentirme avasallada, aplastada por el peso de los recuerdos.

    El secreto, el secreto escondido más allá de la materia era la fuente de mi excitación.

    Doné docenas de objetos a la Iglesia Evangélica del barrio. En un par de semanas iban a celebrar su tradicional rastrillo de Navidad y el dinero recaudado iba a destinarse a la construcción de un colegio en Nueva Delhi. O eso decían. El dinero no me preocupaba; no lo necesitaba, aunque paradójicamente tampoco sabía ganarlo. En eso estaba en inferioridad de condiciones con respecto a cualquier hijo de vecino. Siempre había sido así y nunca me había ocupado de ponerle remedio a la situación. Y no por desidia, sino por falta de valor o de motivación. O por pereza. La pereza es mi zorra.

    —Pero ¿por qué quiere deshacerse de estas figuritas tan preciosas? —preguntó la mujer acariciando el tutú rígido y absurdo de la bailarina de Lladró.

    Tomé aire y forcé una sonrisa.

    —Verá... Se ha escrito mucho sobre la obsolescencia programada y la explotación de los trabajadores, pero nuestro sistema económico tiene otros efectos colaterales, más frívolos seguramente, pero que nos afectan de forma directa y a diario. Consumimos por encima de nuestras posibilidades, si no económicas, sí de almacenaje. Tontamente, hemos convertido nuestras casas en museos de lo inútil, y la consecuencia principal no es solo estética, sino mental. Personalmente, me repugna todo lo que sobra y ocupa un sitio que ya no le corresponde. Vivir rodeada de trastos me desazona muchísimo...

    —Me cuesta seguirla...

    —Quiero decir que ahogamos nuestra personalidad en un mar de objetos que no nos aportan nada... mientras diluimos nuestras metas en el desorden de una casa que nos oculta nuestras verdaderas pertenencias. Todo lo que en su momento se eligió, limpió, pulió o incluso amó, acaba arrinconado y olvidado. Si le interesa este tema, le recomiendo un libro, The life-changing magic of tyding up, de Marie Kondo, que viene a decir que quien pone orden en su casa, pone orden en su vida.

    —Sigo sin entenderla —confesó depositando la figurita sobre la mesa del comedor— y además, yo no hablo inglés. Soy un zote para los idiomas.

    —¿Cómo explicárselo? La autora del libro entiende el orden como una conversación interna, un monólogo en el que decidimos quiénes somos en función de lo que poseemos. Lo ideal sería deshacernos de lo superfluo y reducir nuestras posesiones a lo que verdaderamente nos define. Su método gira en torno a una pregunta: ¿Poseer este objeto me hace feliz? En ese sentido, las cosas son como las personas. No todas las que conocemos a lo largo de nuestra vida se convertirán en amigos, novios o amantes. Los objetos conviven con nosotros durante un tiempo, pero cuando han cumplido su ciclo, su misión, hay que dejarlos marchar. Lo que en el fondo nos plantea es la necesidad de reciclar desde la óptica de la saturación.

    Me paré justo a tiempo. Empezaba a rozar la pedantería y seguramente estaba poniendo cara de loca.

    —Ya veo por dónde va —murmuró paseando la vista por la habitación mientras su compañera arramblaba con todo lo que podía—. ¿Es un libro de autoayuda, no?

    —No exactamente.

    —Soy un poco simple, perdone. No tengo costumbre de leer. Solo revistas cuando voy a la pelu.

    —No hay nada que perdonar. Verá... esta casa pertenece a mi madre. Y mi madre está muriéndose —confesé a media voz—. Estos objetos que para usted son preciosos, para mí irradian tristeza, y además responden a una estética que no es la mía. De hecho, todo esto está en las antípodas de lo que considero hermoso o deseable, y no tiene modo de conectarse ni con mi presente ni con mi futuro. ¿De verdad cree que hay alguien a quien le pueda gustar este payasito? —le pregunté haciendo girar la figurita entre mis dedos—. ¿Y qué me dice de esta horterada de damisela, no le da grima?

    Me miraba con la cara que a veces encontrarnos en el espejo el día de Año Nuevo. Al parecer no había modo de que entendiera que esos objetos significaban algo para mis padres, pero no para mí, y que en cuanto ellas se los llevasen camino del rastrillo recobrarían su verdadero lugar en el mundo.

    —Oiga, perdone si me meto donde no me llaman pero... ¿Está usted bien?

    Tosí para ganar tiempo. Luego clavé la mirada en el broche dorado y verde que, como una bandera en la cima de una montaña, se clavaba en su pechera. Tenía un pecho alto y abundante. Hay sujetadores que hacen milagros.

    —Podría estar mejor. Gracias por su interés.

    ¿Cuál era mi problema? Mi problema era la velocidad. Me gustaba vivir la vida a un ritmo exasperante y no sabía ir más deprisa. En confeccionar una T modélica podía perder cinco segundos. Un ángulo recto debía ser exactamente así, recto y perfecto, o de lo contrario se me hacía un nudo en el estómago. Del mismo modo, encontraba enormes dificultades a la hora de seleccionar qué debía meter en cada caja. A veces empleaba dos tardes en guardar una docena de libros o en decidir qué ejemplares donar a la biblioteca municipal. Cierto día, tardé una hora exacta en seleccionar veinte novelas que finalmente dispuse dentro de una caja rescatada de un contenedor. Ante El estiércol de Kuprin me quedé paralizada diez minutos. Prostitución rusa y un título que olía a mierda: ¿qué hacer con él? Luego me desplomé, extenuada por el esfuerzo, sobre la alfombra del salón. Me desperté una hora más tarde con una migraña olímpica y un hilillo de baba colgando de la comisura de los labios.

    El problema nunca era, en mi caso, hacer las cosas. El problema radicaba en estar en disposición de hacerlas. Y seleccionar entre aquel maremágnum de posibilidades sin que la angustia se lo llevase todo por delante. Intercalar los cigarrillos y dejar las puertas de los armarios abiertas para tener una visión global de la futura mudanza y descarte. El problema, lo juro, era averiguar por dónde empezar.

    —Vuelvan mañana, se lo ruego. Tengo un poco de jaqueca.

    —¿A esta misma hora?

    —Sí. A esta hora siempre estoy aquí.

    —Pero, ¿nos podemos llevar estas cosillas?

    —Adelante. A eso han venido.

    —¡Muchas gracias! ¡Es usted muy generosa!

    —No, no lo soy.

    Pienso ahora que esas tardes fueron el anticipo de algo importante, del momento en que encontramos el rastro de lo que nos explica a todos.

    Una puerta se había cerrado a mis espaldas y ya no quedaba nadie con quién negociar mi hipotética felicidad. Nadie por quien hacer concesiones o sacrificios. Nadie a quien mentir ni por quien disimular. Nadie a quien le importase un carajo mi futuro. Y no puedo decir que me diera igual.

    El inventario de mis pertenencias estaba casi terminado. Listas y más listas. Tomé fotografías, anoté cosas, creé nuevos documentos e hice copias de seguridad. «Tu archivo de preferencias está dañado o no es válido», protestó mi ordenador. Mi viejo Asus funciona como una sucursal de mi cabeza. Así las cosas, contacté con el servicio técnico y perdí dos horas observando el puntero del informático desplazándose por mi pantalla como una luciérnaga incansable. Actividades como esa, tan ajenas a mis habilidades, me fascinaban de tal manera que luego se lo quería contar a todo el mundo. Pero el mundo estaba en otra parte.

    El mundo estaba fuera y yo estaba dentro, en mi nido de duelo, entre cajas de cartón que actuaban como disparaderos para la evocación.

    Me habían tocado en suerte unos alumnos excepcionales, y ello me llevó a pensar en las ventajas que me ofrecía en ese momento, en lo peor del cáncer de páncreas de mi madre, el taller de escritura creativa que tutelaba. Muchas veces había escuchado decir eso de «Dios aprieta pero no ahoga», pero jamás lo había experimentado en carne propia. Sin embargo, el variopinto grupo de los jueves me ancló al mundo de un modo que aún hoy me siento obligada a agradecer. Sin ese anclaje, sin la confianza depositada en el semanal reencuentro, en la ocasional agitación verbal seguida de unas cervezas en una plaza aledaña, no sé qué habría sido de mí.

    El grupo estaba formado por siete adultos cuyo único nexo en común era su pasión por la escritura, desarrollada tras muchas horas de lectura e introspección. No voy a discutir que, dadas mis circunstancias, es probable que no fuera la persona más adecuada para encauzar su entusiasmo y de paso ofrecerles unas pautas básicas de redacción, pero quiso el destino que la oferta llegase a mis oídos, que el horario me gustara y que además me pareciera muy adecuado interrumpir las muchas horas de hospital explicando cuatro cosas que, al fin y al cabo, aparecen en todos los manuales. Las estrategias del narrador es un buen ejemplo de ello; es más, yo misma lo leí justo antes de hacerme cargo del grupo.

    ¿Cómo insuflar un soplo de creatividad a quien carece de ella? ¿Cómo culminar el proyecto sin dejarse arrastrar por la improvisación? Y, lo más importante, ¿cómo enseñar a escribir una historia de la que uno solo conoce las ganas de escribirla?

    Por empezar por alguna parte, me concentré en mejorar mi aspecto. Necesitaba actualizar mi look, o a esa conclusión llegué después de mirarme largamente en el espejo. Inopinadamente me compré unas medias de rejilla color turquesa como las que utiliza Espido Freire en sus presentaciones, por epatar y romper el negro que escojo cuando quiero hacerme la interesante. El negro integral te convierte en un existencialista francés a poco que te descuides (a no ser que estés de luto o seas un patriarca gitano) y no me pareció el color más adecuado para una profesora joven y con ganas de «conectar». Con las medias de Espido y unos buenos tacones, solo con eso y un pellizco de labia bien dirigida, todo mejoraría.

    Don Joaquín apuntaba maneras. Era el clásico jubilado que no renuncia al trajín del trabajo, pretendiendo hacer de sus hobbies una nueva profesión sujeta a sus propias exigencias. Sus textos eran cortos y descuidados, y a menudo se resolvían con una moraleja o un juego de palabras que solo él encontraba ingeniosos. Un residuo de otra época, de cuando no existía Google y todo había que explicarlo con símiles y ejemplos. Con la anécdota intrascendente por todo horizonte, dudo que le dedicase a sus escritos más de una hora semanal y, sin embargo, nos los leía en voz alta muy ufano, seguro como estaba de contar con mi aprobación. Transcurridos dos meses desde el inicio del curso se volvió completamente previsible, tanto en sus comentarios como en sus narraciones.

    Katia era una mujer nerviosa y desconcertante, más interesada en desinhibirse mediante la ingesta de todo tipo de chupitos —las clases se impartían en el sótano de una librería-bar; las botellas siempre estaban cerca— que en tener a punto las tareas. El taller era para ella un puntual experimento, sus

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