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Turismo de riesgo: Punto Seguro III/7
Turismo de riesgo: Punto Seguro III/7
Turismo de riesgo: Punto Seguro III/7
Libro electrónico492 páginas6 horas

Turismo de riesgo: Punto Seguro III/7

Por Korvec

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Información de este libro electrónico

Nadie puede explicar la razón por el que los muertos se alzan para atacar a los vivos. En España el motivo pasa a ser secundario cuando auténticas oleadas de cadáveres emergen de la costa para asolarlo todo a su paso.
El capitán Vera, que administraba una base militar habilitada como campo de refugiados, emprende una misión secreta e ilegal que quizás pueda cambiar las cosas... si viven para contarla.
¿Por qué los muertos vivientes parecen haberla tomado con la costa española? ¿Cuál es la razón por la que algunos niños empiezan a desarrollar habilidades casi sobrenaturales mientras otras personas sucumben a impulsos suicidas y homicidas? Tras estos misterios se encuentra una misteriosa instalación situada en una de las zonas más inaccesibles de Argelia, un país devastado por los muertos y en el que dos sangrientas facciones se disputan las migajas, un lugar en el que la vida humana ya no vale nada, un manicomio en el que la posesión de un arma definitiva podría otorgar la victoria a aquel que sea capaz de controlarla.
Sin apoyo, ni más medios que los que ellos mismos puedan agenciarse, perseguidos por un sádico y ambicioso oficial, Vera dirigirá a su grupo a través de una pesadilla en la que los muertos vivientes serán el menor de sus problemas.
IdiomaEspañol
Editorialenxebre books
Fecha de lanzamiento18 may 2016
ISBN9788415782766
Turismo de riesgo: Punto Seguro III/7

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    Turismo de riesgo - Korvec

    PUNTO SEGURO III/7

    TURISMO DE RIESGO

    -KORVEC-

    Título: Punto Seguro III/7. Turismo de riesgo

    Diseño de la portada: Carolina Bensler

    Primera edición: Septiembre, 2015

    © 2015, Korvec

    © 2015, Carolina Bensler

    Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

    © 2015, Enxebrebooks, S.L

    Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña

    www.descubrebooks.com

    ISBN: 978-84-15782-76-6

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.

    ÍNDICE

    MARTES, 30 MARZO

    MIÉRCOLES, 31 MARZO

    JUEVES, 1 ABRIL

    MIÉRCOLES, 12 MAYO

    VIERNES, 14 MAYO

    SÁBADO, 15 MAYO

    MARTES, 18 MAYO

    RELACIÓN DE PERSONAJES

    Prólogo

    El hombre en punta levantó su mano izquierda e hizo la señal convenida para indicar que la zona se encontraba despejada.

    Media docena de individuos avanzaron con sigilo hacia los cuatro vehículos abandonados, lo que no era moco de pavo teniendo en cuenta la cantidad de casquillos de bala que alfombraban el suelo. Muchas de las vainas metálicas permanecían atrapadas por una grasienta capa formada por la mezcla coagulada de diversos fluidos corporales, como pequeñas embarcaciones varadas en un mar que se hubiera cuajado y solidificado, aunque unas pocas tintinearon al ser pisadas.

    El oficial al mando apagó el aparato de visión nocturna, que le confería un aspecto casi alienígena, y se subió la máscara que lo mantenía fijado a su rostro. Su vista aún tardaría un rato en acostumbrarse a la oscuridad, pero sus ojos lo agradecieron. La mayor parte de sus subordinados lo imitaron.

    A pesar de tener los ojos irritados, la peor parte seguía llevándosela su olfato. No era ningún novato. A lo largo de seis años en el Groupe d’intervention de la Gendarmerie Nationale, más conocido como GIGN, aquel individuo había visto casi de todo: cadáveres quemados, rehenes decapitados, terroristas acribillados, cuerpos pudriéndose al sol… Sin embargo estaba, con diferencia, ante la mayor acumulación de cadáveres que hubiera presenciado nunca. Era el escenario de una batalla.

    El oficial intentó deducir lo sucedido y la identidad de quienes habían librado el combate fijándose en los detalles. No era tarea fácil, pero una cosa le quedó clara: los responsables del desaguisado no eran aficionados.

    Los casquillos eran en su mayoría de 7’62x39 milímetros; lo más probable es que hubieran sido expulsados por fusiles de asalto Ak-47, el famoso Kaláshnikov, un arma barata y fiable, aunque no había más que ver los cuerpos para darse cuenta de que quienes les habían abatido eran una fuerza a tener en cuenta. Los aficionados que utilizan un arma que dispone de fuego automático tienden a dispararla a ráfaga en cuanto se ponen nerviosos, lo que suele suceder en el mismo momento en el que se enfrentan cara a cara con el primer grupo de cadáveres reanimados. El resultado más habitual es que los objetivos de las primeras filas quedan más destrozados que una hamburguesa, incluso desmembrados, pero semejante desperdicio de munición resulta caro a la postre, cuando los aprendices de Rambo se encuentran con un arma vacía entre las manos para hacer frente a todos los zombis que vienen detrás.

    El oficial se fijó en que solo algunos cuerpos presentaban múltiples impactos de bala repartidos por el tórax; la mayoría mostraban únicamente uno o dos disparos en la cabeza, a pesar de que en muchos podían verse quemaduras de pólvora en el rostro, señal inequívoca de un disparo casi a bocajarro. Los responsables de aquel desastre se las habían apañado para mantener la sangre fría y la disciplina de tiro. Podían ser muchas cosas, pero no aficionados.

    El agente se aproximó hasta el primero de los vehículos: una gran furgoneta con matrícula española que había sufrido serios daños en su parte frontal después de arrollar a algunos cadáveres ambulantes, papeleras y solo Dios sabía cuántas cosas más, hasta terminar empotrada contra una farola. El haz de luz de la linterna fijada bajo el cañón de su subfusil reveló el desordenado interior del vehículo. Algunos mapas de carreteras se esparcían tirados y arrugados, pero lo más extraño era que apestaba a licor, a vodka o algo por el estilo.

    El hombre se acercó entonces a la segunda de las furgonetas y alumbró su interior. El haz de luz le mostró el contenido desparramado de varias bolsas de supermercado. Era obvio que sus ocupantes se habían visto obligados a huir abandonando gran parte de sus suministros. Garrafas de agua, un saco de pienso para perros, un paquete de compresas, repelente para insectos y una caja de madera llena de los curvos cargadores de Kaláshnikov, fueron solo algunos de los elementos desechados a lo largo de la ruta de cadáveres y casquillos, que el oficial recorrió como haría un ave que siguiera un rastro de migas de pan.

    Antes de haber caminado dos docenas de pasos, contó media docena de cargadores vacíos, la mayoría pertenecientes a un Ak-47, e incluso uno de tambor que reconoció como procedente de una ametralladora RPK-74, y dos más que, si no se equivocaba y era raro que aquel hombre se equivocara en ese tipo de temas, correspondían a un pequeño subfusil Skorpión, un arma de procedencia checoslovaca.

    Entre el mar de casquillos, el oficial también encontró un heterogéneo rastro de objetos. Un puñado de embutidos permanecía abandonado sobre el suelo junto a una bolsa desgarrada a mordiscos; algo más allá dio con los restos de una botella de vodka y unas gafas Ray-Ban que alguien había pisoteado. La ampolla no estaba rota, pero sí vacía por completo.

    El rastro de muerte y destrucción le llevó hasta el puerto deportivo. Se encontraban en Rochelongue, una de esas pequeñas ciudades que bullen de actividad durante el verano, para quedar casi reducidas a su mínima expresión el resto del año. Como la mayor parte de los pueblecitos y ciudades costeras, el lugar había sido evacuado cuando los muertos empezaron a brotar de las aguas. Pero aunque el fenómeno continuaba siendo masivo en España, solo unos pocos kilómetros de la costa francesa se habían visto afectados por él, por lo menos por el momento.

    A pesar de la rapidez y contundencia de las fuerzas armadas galas, algunos grupos de aquellos seres monstruosos, quizás arrastrados por las corrientes o atraídos por sonidos, habían emergido en menor número a lo largo de la costa francesa y, por lo que podía ver, una buena cantidad había terminado en aquel lugar. ¿Cuántos cuerpos podía haber? Como mínimo varias docenas, aunque no le sorprendería que fueran centenares.

    Un burbujeo hizo que el oficial dirigiera su linterna hacia abajo, iluminando una repulsiva sopa de cuerpos pálidos e hinchados que aún se movían bajo las aguas incapaces de alcanzar el muelle.

    Aunque el hombre había encañonado a los monstruos con su subfusil, no apretó el disparador. Él era el oficial de una unidad antiterrorista y había llegado hasta allí siguiendo la pista a los extraños vehículos que habían cruzado la frontera por las bravas aprovechando el caos reinante. Limpiar la zona de carroñas ambulantes no era su trabajo. Las tropas regulares se encargarían de ello en un par de horas. Su instinto le decía que no eran tiempos para andar derrochando munición.

    Hizo un resumen mental mientras caminaba de regreso hacia los transportes. Calculó que el grupo de fugitivos estaba compuesto como mínimo por una docena de hombres y al menos una mujer. Su armamento apuntaba a una célula terrorista, pero había algo en el reguero de objetos extraviados a lo largo de la ruta hacia el puerto que no encajaba.

    ¿Qué tipo de irresponsable demente sería capaz de ponerse hasta los ojos de vodka en mitad de semejante infierno? Era incapaz de imaginar a una célula de Al Qaeda cargando con una bolsa de embutidos y uno o varios perros. ¿De quién se trataba entonces? ¿Mafiosos, exmilitares, un comando formado por ex miembros de alcohólicos anónimos?

    Fueran quienes fueran el grupo de chalados, habían utilizado carreteras secundarias para dificultar su detección después de llevarse por delante la barrera de la frontera, y a juzgar por su ruta sospechaba que se habían perdido. Era obvio que el primer vehículo había quedado inservible al colisionar, pero ¿por qué no se habían repartido entre el resto de furgonetas y escapado sin más? ¿Hacia dónde se dirigían? El jefe del equipo vio que en el puerto todavía quedaban algunas naves: barquitos de pesca, un par de embarcaciones deportivas… e incluso algunos yates de aspecto ostentoso.

    El oficial imaginó al grupo abriéndose paso a tiros hacia alguna embarcación. De algún modo se las habían apañado para ponerla en marcha y hacerla navegar, mientras los muertos vivientes restantes se precipitaban al agua en su persecución. ¿Habían organizado todo ese caos y destrucción para robar un barco?

    Con un encogimiento de hombros, el agente se dio la vuelta y rompió el silencio en las transmisiones para indicar a su equipo que se marchaban. Pensó en el informe que tendría que rellenar y entregar. Por más vueltas que le diera, seguía sin tener la menor idea sobre quiénes eran ni lo que se proponía aquel grupo de colgados.

    Pero ya no era asunto suyo. A menos que terminaran ahogándose en el mar, serían problema de las autoridades del lugar en el que terminaran tomando tierra. Con un poco de suerte, no sería en Francia.

    MARTES, 30 MARZO

    11:17

    Cubierta del Doux Poison. Costa argelina

    Incluso a través de la mira de su nueva arma, aquella playa no se parecía en nada a la imagen que Aranda tenía en mente sobre lo que iban a encontrarse.

    —Ese borracho cabrón se ha perdido y nos ha traído a Cancún —murmuró el tirador.

    Había sido un viaje como mínimo accidentado, en el que el plan se había ido al garete casi desde el principio. Habían tenido que dejar atrás sus uniformes y las armas que no eran particulares, ya que su misión no existía, por lo menos de forma oficial. Todos ellos figuraban como desaparecidos en combate durante la defensa del punto seguro.

    A Aranda le dolió despedirse de su G-36, aunque el Dragunov que ahora empuñaba era un arma que había deseado disparar desde que la viera en una película oriental muchos años atrás. No era exactamente igual a la que disparaba el actor Chow Yun-Fat en The killer, ya que la suya era un modelo más moderno con elementos sintéticos en lugar de madera. Aun así, seguía siendo una herramienta muy de su gusto que se había portado muy bien durante el accidentado proceso de embarque.

    Pero Aranda se equivocaba. Joaquín no había vuelto a probar el alcohol desde el inicio de la misión, y aunque de vez en cuando los etílicos cantos de sirena lo llevaban frente a una botella, tenía el firme propósito de no volver a emborracharse hasta haber terminado. En cierto sentido, podía decirse que Joaquín había muerto y renacido, no como los hijos de puta tambaleantes, sino convertido en un hombre nuevo, uno mejor. Se veía capacitado para asumir responsabilidades… o eso era lo que le gustaba creer.

    Quizás por algún tipo de equilibrio kármico, la abstinencia de Joaquín era compensada por Borko y Damir. A pesar de las continuas charlas del capitán Vera, en las que acusaba a Borko de haberse perdido por conducir borracho como una cuba, el tipo se limitaba a sonreír y responder con su fuerte acento:

    —Tú querías barco, yo llevar hasta barco. ¿Barco no bien?

    Esas contestaciones irritaban aún más al capitán, que respondía a grandes gritos:

    —¡Esta es una jodida operación militar, no una cuchipanda de borrachos! ¡Eso no ha sido profesional!

    Al final, Vera optó por dejarles beber hasta reventar con la esperanza de que terminasen con sus reservas etílicas antes de tocar tierra, y por Dios que habían tardado en hacerlo.

    La única experiencia de Aranda en cuanto a navegación era un lejano viaje que hizo de Barcelona a Mallorca, y el recorrido se completó en menos de un día. ¿Cuánto tiempo llevaban a bordo de aquel manicomio flotante? ¿Cuatro, cinco días? El hombre del fusil no estaba seguro.

    La alférez Rosa, que estaba casi irreconocible al pasar la mayor parte del tiempo en bikini, le había retirado el vendaje de la cara tras explicarle que sus heridas cicatrizarían mucho mejor con el sol y la brisa marina. La oficial parecía estar un poco p’allá y, aparte de tostarse como un tizón, se dedicaba a cuchichear junto a Laura, la ex mossa d’escuadra que se había liado con el cabo Pérez, que a su vez se pasaba horas charlando con aquel saco de músculos salido del talego y con el puñado de delincuentes del Este, mientras ellos le enseñaban como montar y desmontar los fusiles de asalto Kaláshnikov que les habían proporcionado. Sí, todos estaban haciéndose muy amiguitos.

    Nada de todo aquello molestaba a Aranda. Lo que de verdad le tocaba las pelotas era que el jodido yonqui de Remujo hubiera terminado allí y, por si fuera poco, aquel desecho humano se había traído a un estúpido y raquítico chucho al que, según él, estaba entrenando. Si el cagarse por las esquinas y traerte una pelota de tenis cuando se la tiras es un entrenamiento, entonces el jodido cagón era todo un campeón. Para rematar la faena, el jodido coloqueta se había hecho amigo del moro, que se ponía mirando para Cuenca, o para donde su puta madre le pariera, para rezar cada dos por tres.

    De todos los integrantes del barco, Aranda parecía ser el único que no había trabado amistad con nadie aparte de con su nuevo fusil, pero no le importaba. El joven siempre había sabido que era bueno con las armas, y por fin había podido catar el placer que produce el arrebatar una vida. Estaba convencido de que no le faltarían ocasiones para apretar el gatillo en el transcurso de la misión, y mientras examinaba la costa a través del visor de su nuevo amigo, sonreía a sabiendas de que lo que estaba viendo era el final de la calma que precede a la tempestad.

    11:38

    Fort Motylindky (Argelia)

    Los rostros no mostraban miedo. Sunday Kaddour, ahora más conocido como comandante Kaddour, no podía oler el temor como hacían los animales, no obstante, sabía mucho sobre el miedo. Se había pasado gran parte de su vida viéndolo reflejado en los ojos de la gente, y en los del grupo de refugiados, que sus hombres estaban haciendo bajar de los camiones, predominaba el fatalismo y la resignación.

    El resbaladizo suelo de cemento, junto al desagradable hedor a matadero, dejaba muy poco margen para la esperanza.

    —¿Las mujeres y los niños? —preguntó Salek.

    El comandante miró a su lugarteniente como haría un maestro indulgente con su alumno más obtuso.

    —Ya lo sabes, Rachid… Hace tiempo que tenemos más coños y reclutas de los que podemos mantener. Son tiempos difíciles.

    —Lo sé, comandante, pero ¿no podríamos dejarles marchar? ¡No tenemos por qué matarlos!

    El hombre de la boina roja esbozó algo parecido a una sonrisa, lo que su abuela llamaría: otra forma de enseñar los dientes.

    —¿Y a dónde crees que irían?... —El comandante Kaddour no le dejó responder a su pregunta—: ¡Han invadido nuestra tierra! ¿Pretendes permitirles que propaguen la infección?

    —El doctor dice que no es ninguna infección —trató de replicar su segundo—, que no es algo que se contagie.

    Fue la gota que colmó el vaso. El comandante no era un hombre al que le gustara ordenar algo dos veces, discutir con subordinados o ver sus órdenes cuestionadas. Su voz adquirió un tono cortante:

    —¿Desde cuándo el doctor está al mando? —Su segundo bajó la vista y él continuó—: A lo mejor fue él quien os liberó de la cárcel. ¿Es a él a quién jurasteis lealtad?

    Rachid Salek negó moviendo la cabeza.

    —En ese caso —prosiguió su superior—, ya sabes lo que tienes que hacer.

    —Sí, comandante.

    —Y asegúrate de que no les disparen a la cabeza… No vamos a privarles la posibilidad de ver Europa.

    Mientras su lugarteniente se disponía a acatar sus órdenes, el comandante pensó en la ironía de la situación.

    Después del golpe de estado de Chadli Bendjedid, él acabó condenado a varios años en prisión acusado de terrorismo. Las cárceles argelinas habían terminado con muchos hombres y, aunque no pudieron vencer a Sunday Kaddour, su largo confinamiento terminó por erosionar su fe. Por supuesto, el hombre se guardó mucho de hacer público su cambio de mentalidad. Sus compañeros de cautiverio asesinaban por menos de eso, e incluso en prisión existían rangos. Pero él tenía claro que se trataba de pura fachada, ya no creía en nada ni en nadie.

    Y entonces, el mundo cambió de la noche a la mañana. Los muertos se alzaron para atacar a los vivos, el asalto a la prisión, su ensalzamiento como caudillo de aquel grupo de desesperados y, por último, el magistral golpe de suerte que lo llevó a encontrar al profesor y a su extraño artefacto.

    Mientras el repiqueteo de las armas automáticas le indicaba que otro grupo de desgraciados pronto engrosaría las filas de no muertos que caminaban sin descanso hacia el norte, el comandante se volvió hacia el sur y miró a la instalación que se ubicaba en lo alto de la elevación del terreno.

    Él ignoraba si su situación era fruto de la casualidad o si, a pesar de todo, formaba parte de algún plan más elevado. No lo sabía y no le importaba. El profesor hablaba de seres extraterrestres y sus hombres creían en algún tipo de castigo divino por sus pecados. Entretanto, él solo quería ver arder el mundo. Empezando por Europa, a los que consideraba responsables de haber explotado su país.

    12:31

    Cubierta del Doux Poison (Costa argelina)

    La playa tenía un aspecto paradisíaco; añadiéndole un par de sonrientes bañistas y quitándole los edificios que se perfilaban en el horizonte, podría pasar por el póster de una agencia de viajes. Por lo menos una cosa era segura: estuvieran donde estuvieran, se encontraban fuera del área de efecto de lo que dirigía a las hordas de muertos vivientes hacia la costa.

    El capitán Vera bajó los prismáticos y se volvió hacia Joaquín:

    —¿No puedes precisar nuestra situación con más exactitud?

    Joaquín se rascó la barba, sin apartar la vista del mapa que estaba desplegado sobre la mesa, y señaló un pequeño círculo con un rotulador de color rojo, entre Argelia y Túnez.

    —El cielo estuvo muy cubierto durante las últimas noches y no pude situarme con la exactitud que me gustaría. Según mis cálculos, teniendo en cuenta nuestras coordenadas de partida y si no nos hemos desviado demasiado del rumbo… utilizando como referencia la posición en la que estábamos hace tres días… diría que estamos por aquí.

    El oficial se fijó en el punto señalado y realizó algunos cálculos. Seguía teniendo dos opciones: desembarcar, situarse y continuar la misión por tierra; o seguir navegando en dirección hacia el Golfo de Gades y desde allí desplazarse hacia territorio argelino.

    Si la situación en Argelia era tan mala como suponían, la segunda ruta les permitiría acercarse más a su objetivo antes de llamar atenciones no deseadas. Por otro lado, tampoco conocían la situación actual de Túnez, la ruta era algo más confusa y les obligaría a internarse en unas zonas bastantes áridas.

    El camino más seguro, en el caso de desembarcar allí mismo, sería buscar la N1, una larga carretera, y seguirla durante algunos días. Pero esa ruta les resultaría impracticable de ser cierto el contenido de la carpeta azul y ellos estaban allí pensando que sí lo era. Entre las tapas de cartón azulado un mapa indicaba el área de efecto de la señal que creían redirigía a los muertos vivientes hacia España y su recorrido cubría la parte central de Argelia, lo que convertía a la N1 en una mala idea.

    Su única alternativa a aquella carretera consistía en internarse en el desierto, una zona montañosa que formaba frontera natural con Túnez, lo que les obligaría a cruzar la cordillera del Atlas, algo que no le parecía una buena idea. El capitán había señalado una red de carreteras que, aunque de un modo un tanto serpenteante, debería permitirles aproximarse a su objetivo evitando el cono de influencia de la señal. Lo malo era que aquella ruta les obligaría a atravesar desde un parque natural a áreas montañosas y desérticas; lo que por otro lado, debería facilitarles el pasar desapercibidos.

    En teoría, Túnez era un destino turístico y la distancia a recorrer le parecía más corta y sencilla… A cambio, tendrían que aventurarse en zonas densamente pobladas, lo que podría despertar las sospechas de las autoridades locales.

    Ninguna de las dos opciones le gustaba, el tema era decidirse por la menos mala.

    Vera asumía que tendrían que conseguir suministros y vehículos, que eran un grupo demasiado variopinto para moverse sin llamar la atención, y que si se habían perdido en Francia, donde las carreteras estaban asfaltadas y llenas de carteles indicadores, sin duda también lo harían allí.

    —Más vale playa desierta a mano que puerto comercial vigilado por las autoridades —murmuró el oficial.

    —Entonces ¿tomamos tierra aquí mismo? —le preguntó Joaquín.

    —Supongo que es menos malo tocarle los cojones a una nación extranjera que a dos —añadió el capitán a modo de respuesta.

    Así que hizo sonar la campana que utilizaba para llamar al personal a cubierta. Había llegado la hora de comprobar si eran capaces de trabajar como una unidad.

    12:51

    Instalación Ira Divina (Argelia)

    El filo de la navaja estaba tan frío como esperaba. El doctor Marcos Yáñez aumentó la presión contra su yugular. Un poco de valor y podría escapar de aquella pesadilla. Pero tampoco en esa ocasión fue capaz de hacerlo. Su mano no flaqueó por miedo a morir; no después de todo el horror que había provocado. No solo se lo merecía sino que sería casi un alivio. Pero no se atrevió. Sabía muy bien lo que Kaddour haría con su mujer y su hija.

    Cuando el doctor Yáñez vio llegar al conjunto de vehículos días atrás, pensó que se trataba de una unidad de rescate militar, y les puso al corriente del macabro descubrimiento que hizo durante unas tareas de mantenimiento.

    Su instalación consistía en una antena de tamaño gigantesco. Durante mucho tiempo, el doctor había pensado que se trataba de una mera estación de comunicación experimental, que por entonces se llamaba Hermes, y que se había construido con el propósito de contactar con una civilización extraterrestre. Por el momento no había logrado obtener resultados; sin embargo, al enfocarla hacia tierra para proceder a unas tareas de mantenimiento, había sido testigo de como un pequeño grupo de muertos vivientes que merodeaba por el lugar les ignoraba y se daba la vuelta para caminar con rumbo norte, justo en la dirección a la que apuntaba su antena. Probablemente no fuera su utilidad original, pero era obvio que mediante aquel aparato se podía redirigir a la plaga de muertos ambulantes.

    El comandante Kaddour vio el potencial de la estación, a la que renombro como Ira Divina, una ira que no tardó en dirigir primero contra el desorientado ejército nacional, y más tarde contra la Península Ibérica, y no tenía intención de detenerse allí. Su idea era desplazarlo hacia Francia en cuanto hubiera terminado con España y Portugal, e ir ascendiendo hasta terminar de barrer Europa. El malnacido parecía estar impulsado por una brutal sed de revancha y él había puesto en sus manos una herramienta con la que saciarla.

    ¿Cuánto tardarían en averiguarlo los europeos? El doctor se decía que era difícil que ocurriera. Su proyecto solo había generado incredulidad y escepticismo en la comunidad científica, apenas un par de revistas de esoterismo le habían dado algo de difusión a su estación. Aun así, las autoridades buscarían una causa para aquel fenómeno y contaban con todo tipo de medios para encontrar su origen como satélites espía. El doctor Yáñez sabía que terminarían por descubrirlo tarde o temprano y, cuando ocurriera, lo más probable era que les bombardearan rematando con aquel infierno.

    Con el pensamiento de que quizás solo tuviera que esperar un poco más, dejó escapar la navaja.

    —No puedo, aún no —sollozó el hombre.

    El sonido de un arma al ser amartillada le llegó con claridad desde el otro lado de la puerta.

    —¿Quién contigo?

    Era Cheb, el pequeño niño soldado encargado de vigilarlo, escogido porque chapurreaba algo de castellano. Yáñez hablaba perfectamente el francés, pero el comandante temía que pudiera comunicarse con alguien en castellano sin que su carcelero lo entendiera, así que le había asignado a un pequeño pero inteligente vigilante.

    —¡No pasa nada, Cheb! —gritó el doctor con voz sollozante—. Estoy hablando solo.

    —¡Abre puerta!

    —¡Aún no he terminado, Cheb!

    —¡Abre puerta, doctor!

    El hombre obedeció. En realidad Yáñez era doctor en cosmobiología, aunque les dejó creer que era doctor en medicina porque la vida de un médico era mucho más valiosa que la de un cosmobiólogo.

    Al otro lado de la puerta y bajando la vista, se encontró con el pequeño y sonriente rostro de Cheb. El niño no era más alto que su hija de doce años, pero su sonrisa no tenía nada que ver con la de ella. No, su expresión estaba más próxima a una mueca nerviosa.

    —¡Atrás! —le ordenó el pequeño.

    El doctor retrocedió mientras el niño soldado entraba en el cuarto de baño con el fusil de asalto por delante.

    El arma de Cheb se veía ridículamente grande en sus manos y también parecía pesar demasiado para él. El fusil llevaba tres cargadores empalmados con cinta aislante. Se mostraban como una especie de símbolo de poder entre los pequeños soldados, como si hubiera una relación directamente proporcional entre la hombría y el número de cargadores que pudieran llevar unidos con cinta aislante.

    Por la mente del doctor pasó la posibilidad de atacar a Cheb por la espalda. No sería difícil matarlo con la navaja de afeitar que aún sostenía en la mano. Podría arrebatarle su fusil… Pero las manos todavía le temblaban demasiado, y aunque lo consiguiera, ¿qué haría después?, ¿abrirse paso a tiros? Él no había disparado un arma en su vida, ni siquiera una escopeta de caza o una carabina de aire comprimido.

    Su joven guardián se volvió como un relámpago como si hubiera captado su fugaz y descabellada idea.

    —Eso cosa de locos, doctor.

    El hombre palideció pensando que el pequeño demonio podía leer su mente.

    —Hablar solo —continuó el niño—, eso bocú¹ de locos.

    El doctor movió afirmativamente la cabeza mientras plegaba la navaja y tomaba la decisión de dejarse crecer la barba, por lo menos durante unos días.

    12:58

    Cubierta del Doux Poison (Costa argelina)

    La cubierta del yate era un hervidero de actividad que no le gustaba nada al perro al que ahora llamaban: Amigo, Boby, Esparqui, Perrito, Churri, Nac, Putosacodepulgas, o Apartacoño, entre otras cosas.

    Aún añoraba a la muchacha que le llamaba Canela y que siempre tenía tiempo para unas caricias. Su nuevo cuidador era un muchacho delgado que olía raro y al que le gustaba jugar con una pelota, no le acariciaba tanto ni con tanto mimo como lo hacía ella, aparte de que cambiaba mucho de opinión: cada dos por tres tiraba la cosa amarilla lo más lejos posible, para luego pedirle que se la fuera a buscar. No es que le importara hacerlo, además le mantenía bien alimentado, aunque no entendía para qué quería la cosa amarilla. A él le encantaba mordisquearla, mas no había visto que el joven que olía raro la mordisqueara ni una sola vez.

    De lo que al animal no le cabía duda era que algo había cambiado. Ya no se movían, y de repente todo el mundo parecía tener cosas que hacer y olía con mucha más intensidad. Quizás no a miedo, pero fuera lo que fuera, si instinto le decía que no podía significar nada bueno.

    Bajo la atenta mirada del can, Remujo, Pérez y Aranda se encargaban de comprobar las municiones; el brigada Redondo, de preparar los explosivos para el transporte; la alférez Rosa, de los suministros médicos; y Laura, de las provisiones.

    Con suerte encontrarían agua y comida a lo largo de su ruta, y todos estaban vacunados contra el tétanos y la hepatitis A y B; a pesar de ello, Rosa no pudo conseguir a tiempo muchas otras vacunas que les hubieran venido bien, y el agua de la zona tendría que ser potabilizada antes de su consumo. La gente tendía a pensar que aquella bebida con pastillas militares no daba mayor problema. Quienes las habían probado sabían de sobras que el sabor era el menor de los inconvenientes. El organismo sufría durante un par de días de diarreas explosivas antes de adaptarse al agua potabilizada, y las tripas de algunas personas nunca se adaptaban al agua tratada de ese modo.

    La persona que olía con más intensidad era el capitán Vera. El veterano oficial sabía que la lista de cosas que podían torcerse era demasiado larga. Había llegado el momento de enviar el bote a tierra y sobre él se habían montado Ladrillo, Malik y los cuatro elementos, mote que les había puesto al cuarteto de exmafiosos. Los seis hombres tendrían que realizar un pequeño reconocimiento, y de ser posible, conseguir transporte. A priori no debería ser una tarea complicada. La playa que se divisaba a unos cincuenta metros parecía desierta, y algo más allá podía distinguirse la inconfundible silueta de unos edificios.

    El capitán intentó tranquilizarse diciéndose que no estaban en mitad del Sahara, que no podía ser tan difícil conseguir de cuatro a seis vehículos, a ser posible, todoterrenos.

    Malik debería ser capaz de llegar a algún tipo de trato. Llevaban una buena cantidad de euros y dólares por si todavía valían para algo, cosa que personalmente Vera dudaba mucho; y en el caso de encontrarlos abandonados, el hombre que se hacía llamar Ladrillo ya les había dado sobradas muestras de su habilidad a la hora de ponerlos en marcha.

    Aun así, la sensación de desazón crecía en Vera a medida que los hombres se alejaban remando en dirección a la costa.

    13:25

    Fort Motylindky (Argelia)

    A Herminia no le gustó ni un pelo el modo en el que los dos facinerosos que les traían la comida miraron a su hija.

    La niña se disponía a acercarse al recipiente antes de que su madre la retuviera.

    —¡Verónica, ven aquí! —la llamó—. Te he dicho mil veces que una señorita no se abalanza sobre la comida.

    El verdadero motivo por el que retuvo a la pequeña junto a ella hasta que los dos jóvenes volvieron a dejarlas solas en medio de una habitación reconvertida en celda, tenía más que ver con las lascivas miradas de sus carceleros que con los modales.

    Con sus doce años, Verónica

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