La Sociedad Española de Construcción Naval, creada en 1908 con el fin de dotar a la Armada de buques de guerra, tenía a su disposición los astilleros de Ferrol y Cartagena. Fue en estos últimos donde vio la luz el submarino B-5, el quinto de su clase, botado el 4 de abril de 1925 y entregado a la Armada el 31 de diciembre de ese mismo año. Tras este, solo saldría de la citada factoría otra nave de serie B, que tampoco corrió mejor suerte, pues fue hundida por el destructor Velasco el 19 de septiembre de 1936. Su «hermano» mayor desaparecería en las aguas de Estepona unas semanas más tarde, probablemente el 16 de octubre, aunque la fecha es dudosa.
No eran sumergibles perfectos. Algunos se habían quedado obsoletos, pero tanto el B-5 como el B-6 se consideraban aptos para el combate. Lo que se achacaba a los submarinos de la República, con razón, es que la mayor parte de su oficialidad simpatizaba con los sublevados, en tanto que la tripulación se mantenía fiel a la causa gubernamental. Ello explica que alrededor del 70 % de los mandos fueran removidos en los primeros compases de la guerra (y con ese término, «removidos»,. Una vez que el gobernador militar Toribio Martínez Cabrera, junto con las células republicanas que actuaban en el arsenal, desactivaron el alzamiento en la ciudad, el B-5 transmitió un mensaje en el que remarcaba su «patriótica y leal adhesión a la República». Y, al poco, el mando recaía en Carlos Barreda Terry, nuestro protagonista.