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Un día en la vida de Conrad Green
Un día en la vida de Conrad Green
Un día en la vida de Conrad Green
Libro electrónico220 páginas1 hora

Un día en la vida de Conrad Green

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Información de este libro electrónico

Lo distintivo de la prosa de Ring Lardner, apodo de Ringgold Wilmer Lardner, uno de los escritores estadounidenses más exitosos de los años veinte, es su genio para levar el ancla que amarraba la literatura a las reglas convencionales de la lengua inglesa y, en su lugar, acoger la lengua coloquial que recorría a pie las calles de Estados Unidos y pugnaba por ocupar un espacio en el mundo literario. Sus personajes son hombres y mujeres comunes y corrientes que llevan vidas anodinas, que se equivocan sin saberlo, que creen saber y que viven despreocupados ante la hipocresía que dejan al descubierto, porque lo cierto es que ellos hablan por sí mismos. Lardner no interviene; los deja actuar. Y ellos están decididos a mostrarse en toda su desnudez. Nos reímos con lo que dicen, con cómo lo dicen y con cómo actúan pero, más temprano que tarde, nos sube un sabor amargo. Porque la lengua que hablan sirve para engañar, para no escuchar, para manipular. La lengua como espejo de las conductas humanas que Lardner proyecta con perspicacia y talento. Los cuentos reunidos en "Un día en la vida de Conrad Green" fueron seleccionados con la intención de ofrecer una muestra representativa de la prosa de Ring Lardner, de las conductas humanas sobre las que gustaba ironizar y de sus intereses.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
Un día en la vida de Conrad Green

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    Un día en la vida de Conrad Green - Ring Lardner

    Ring Lardner

    Traducción de Julia Benseñor

    Un día en la vida de Conrad Green

    y otros cuentos humorísticos

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2014

    ISBN Impreso: 978-956-00-0541-0

    Diseño de cubierta: Estelí Slachevsky A.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Prólogo

    Ring Lardner, apodo de Ringgold Wilmer Lardner, fue uno de los escritores estadounidenses más exitosos de los años veinte. Nacido en 1885 en Michigan, comenzó su carrera como periodista deportivo especializado en béisbol. Su agudo sentido del humor, su mirada escrupulosa y su excelente oído para capturar la lengua de todos los días en sus columnas deportivas lograron convertir a los fanáticos del béisbol en lectores compulsivos, que se entretenían con sus notas hasta cuando relataba el partido más aburrido de la American League. Escribió más de 4.500 artículos y columnas para distintos periódicos y llegó a dirigir el St. Louis Sporting News y el Boston American.

    Cuando años más tarde se embarca en la escritura de ficción, no suelta completamente el cabo que lo une al béisbol, ya que en 1916 publica su primer libro, You Know Me Al, que es una serie de cartas que un jugador amateur de béisbol, casi analfabeto, le escribe a un amigo y que originalmente fueron publicadas en forma de fascículos en el Saturday Evening Post. A través de este personaje, Lardner expone con humor satírico la estupidez y la avaricia de algunos deportistas.

    Al mudarse a Nueva York en 1919, su campo de interés se amplía y comienza a abordar todo tipo de situaciones cotidianas con agudeza, ironía y una fuerte crítica a los valores tradicionales. Sin embargo, lo distintivo de su prosa es su genio para levar el ancla que amarraba la literatura a las reglas convencionales de la lengua inglesa y, en su lugar, acoger la lengua coloquial que recorría a pie las calles de Estados Unidos y pugnaba por ocupar un espacio en el mundo literario. De la mano de Lardner nacen el argot vernáculo, el desenfado literario, el registro verídico de la oralidad cotidiana, pero ceñidos a un humor inteligente. Bien valen las palabras de Jonathan Yardley cuando dijo que Lardner «nos enseñó cómo hablamos» (The man who taught us how we talk). Sus personajes hablan como suenan y se muestran como piensan. El registro de lengua que utiliza no es un artificio, sino que es la auténtica voz de sus personajes.

    Esa lengua coloquial que le permite retratar con humor la complejidad de las relaciones interpersonales no solo es muy colorida, sino pródiga en juegos de palabras. De allí que sus cuentos planteen desafíos casi insalvables a la traducción, si nos propusiéramos serles excesivamente fieles a su letra.

    Sus personajes son hombres y mujeres comunes y corrientes, que llevan vidas anodinas, que se equivocan sin saberlo, que creen saber y que viven despreocupados ante la hipocresía que dejan al descubierto, porque lo cierto es que ellos hablan por sí mismos. Lardner no interviene; los deja actuar. Y ellos están decididos a mostrarse en toda su desnudez. Nos reímos con lo que dicen, con cómo lo dicen y con cómo actúan, pero, más temprano que tarde, nos sube un sabor amargo. Porque la lengua que hablan sirve para engañar, para no escuchar, para manipular. La lengua como espejo de las conductas humanas que Lardner proyecta con perspicacia y talento.

    Su estilo realista, que se manifiesta sobre todo en los diálogos, pero también en los errores que sus personajes cometen al hablar o escribir, influyó en el joven Ernest Hemingway y recibió los elogios de Virginia Woolf. Su gran amigo Scott Fitzgerald admiraba su uso de la lengua, ya que lograba un retrato completo y fidedigno de sus personajes con pocas pero muy precisas pinceladas.

    Lardner también era un apasionado del teatro. Escribió una serie de obras, pero la única exitosa fue June Moon (1929), escrita en colaboración con George S. Kaufman y basada en su cuento «Algunos las prefieren frías».

    La crítica lo aclamó por ser «el mejor escritor en lengua vernácula desde los tiempos de Twain» y por su inigualable mirada satírica. Hoy, Ring Lardner es considerado, junto a O. Henry, el gran maestro del cuento del siglo xx. Murió el 25 de septiembre de 1933 a los 48 años en East Hampton, Nueva York. Sus cuatro hijos, que tuvo con Ellis Abbott, son escritores.

    Estos cuentos fueron seleccionados con la intención de ofrecer una muestra representativa de la prosa de Ring Lardner, de las conductas humanas sobre las que gustaba ironizar y de sus intereses, incluso de aquellos que pueden amedrentar en un principio por ser culturalmente ajenos a quienes no somos aficionados al béisbol, como es el caso de «Herradura». Esta muestra está poblada de los personajes típicos de Lardner, todos con ocupaciones, géneros y universos diferentes, pero, a poco de correr el velo, descubrimos que a todos los aqueja el mismo problema de comunicación, tema que atraviesa toda la obra de Lardner.

    J. B.

    Tres reyes y un par

    Según algunas voces autorizadas, una persona antes de casarse debería revisar el árbol genealógico de su oponente para averiguar de qué murieron todos sus parientes. Pero según como yo lo veo, si uno está seguro de que ya pasaron a mejor vida, el resto da igual. En algunos casos excepcionales, puede estar bien elegir una mujer que tenga a parte de su familia vivita y coleando, pero nunca si esa parte resulta ser una hermana soltera llamada Bessie.

    Estábamos esperándola para un par de semanas más adelante, pero el sábado a la mañana recibimos una postal en la que decía que vendría ya mismo, si no teníamos problemas, porque era un momento de poca actividad social en Wabash y le resultaba más fácil hacerse un hueco ahora que más tarde. Bueno, supongo que no hay ningún momento en el año en que la sociedad de Wabash vaya a desfallecer porque ella no esté, pero si tenía que venir sí o sí, cuanto antes viniera y se fuera, mejor. Además, tampoco habría servido de mucho que dijéramos que sí o que no, porque la postal llegó apenas unas horas antes que ella.

    Como no tenía idea de que llegaba tan pronto, no fui a buscarla a la estación, pero parece que se consiguió escolta. El tipo se llamaba Bishop y lo conoció en el viaje. Debe haberlos presentado un vendedor ambulante del tren, supongo. La trajo sana y salva, y ya estaba en casa cuando llegué. Ella y mi mujer estaban completamente obnubiladas con él.

    —¡Imagínate! —dice mi mujer—. Escribe guiones de cine.

    —Y gana diez mil al año —dice Bess.

    —¿Lo averiguaste en la compañía en la que trabaja? —le pregunto.

    —Él me lo dijo —dice Bessie.

    —Todo un ejemplo de tipo franco y transparente —digo.

    —Te caerá bien el señor Bishop —dice Bess—. Dice cosas tan graciosas.

    —Sí —digo—, que gana diez mil al año es una de ellas. Pero supongo que es más gracioso cuando lo dice él. No veo la hora de conocerlo.

    —No tendrás que esperar mucho —dice mi mujer—. Mañana viene a cenar, y la próxima semana va a venir a jugar a las cartas una noche.

    —¿Qué noche? —digo.

    —La que te convenga —dice Bessie.

    —Entonces —digo—, lo lamento pero tengo compromisos todas las noches excepto el lunes, miércoles, jueves, viernes y sábado.

    —¿Qué te parece el martes? —pregunta Bessie.

    —Vamos a ir a la ópera —digo.

    —¡Ah! ¡¿No es grandioso?! —dice Bessie—. No sé qué voy a ponerme.

    —Con una bata vas a estar bien —digo—. Si tocan el timbre, no es necesario que atiendas.

    —¿Qué quieres decir? —dice mi mujer—. Supongo que si vamos, Bess viene con nosotros.

    —Si te ganaras la vida haciendo suposiciones, te morirías de hambre —digo.

    —No me importa lo que digas —dice mi mujer—. Cuando hay visitas, no se sale por la noche y se las deja solas.

    —¿Y Bishop? —digo—. Hay muchos juegos de cartas para jugar de a dos.

    —Yo no voy a ir adonde no me invitan —dice Bessie—. No tienes que llevarme a ninguna parte si no quieres.

    —Que conste en actas, por si vamos a juicio —digo.

    —Escúchame bien —dice mi Frau—. Y entiéndeme de una vez por todas: o Bess viene con nosotros o yo no voy.

    —Si prefieren, pueden quedarse —digo—. Supongo que no voy a tener problema en encontrar a alguien que me acompañe.

    —Está bien. Asunto arreglado —dice mi mujer—. Tendremos una fiesta privada entre las dos.

    Y seguramente anticipaban una velada muy placentera, porque de solo decirlo se puso a llorar. Entonces, le digo:

    —¡Tú ganas! Pero es probable que tenga que cambiar las entradas.

    —¿Qué tipo de entradas compraste? —pregunta mi mujer.

    —Baratas —digo—. Abajo. Cinco cada una.

    —¡Qué bueno! —dice Bessie.

    —Sí —digo—, pero creo que compré las últimas dos que tenían. Seguro que tengo que devolverlas y comprar tres en el gallinero.

    —Está bien, así puede venir Bess —dice mi mujer.

    —El señor Bishop es un loco de la música —dice Bessie.

    —Seguro que consigue entradas gratis para el cine —digo.

    —Pero ahí no pasan música en vivo —dice Bessie.

    —Bueno —digo—, supónganse que cuando viene mañana, le comento que yo y mi mujer tenemos entradas para ir a la ópera el martes por la noche. Si de verdad se vuelve loco por la música, quizá quiera colarse con nosotros y dividir los gastos cincuenta y cincuenta.

    —¡Bueno estaría! —dice mi Frau—. Pensará que somos un par de miserables. Invítalo directamente a tu costo o ni abras la boca.

    —No abriré la boca —digo—. Fue un error proponerlo siquiera.

    —Bueno —dice Bessie—, pero después de proponerlo, sería de pésimo gusto no concretarlo.

    —¿Por qué? —pregunto—. Nunca lo sabrá.

    —Pero yo sí —dice Bessie.

    —Claro, querida —dice mi mujer—. Después de imaginarte que vendrías acompañada por un hombre, la fiesta no será fiesta si vienes sola con nosotros.

    —Está bien, está bien —digo—. No discutamos más. Cada vez que uso mi materia gris, me cuesta tres dólares más.

    —No es así —dice mi mujer—. Todo este asunto te costará solo dos dólares más. Las entradas que tenías para nosotros dos salen diez dólares, y si vienen Bess y Bishop, te costará solo doce si consigues en el gallinero.

    —No sé si al señor Bishop no le molestará estar en el gallinero —dice Bessie.

    —Tienes razón —dice mi mujer.

    —Bueno —digo—, si se siente mal, se marea y se cae por la baranda, hay un montón de acomodadores que van a saber decirnos adónde cayó.

    —No es que haya peligro de que se maree —dice Bessie—. El asunto es que seguramente está acostumbrado a comprar entradas más caras y a lo mejor se siente incómodo entre la chusma.

    —Que se deje el bigote para que no lo reconozcan.

    —Tiene bigote —dice Bessie.

    —Que se lo afeite, entonces —digo.

    —Por nada del mundo le pediría eso —dice Bessie—. Es demasiado lindo.

    —No puedes juzgar un bigote por verlo una sola vez —digo—. A lo mejor es falso.

    —Esto no nos lleva a ninguna parte —dice mi mujer—. Todavía tenemos un asunto pendiente por tratar.

    —Es Bess la que tiene que decidir —digo—. Bishop y su labio con techito están invitados si aceptan una butaca de tres dólares.

    —Se cancela, entonces —dice Bessie, se mete en la habitación de huéspedes y da un portazo.

    —¿Y a ti qué te pasa? —me dice mi mujer.

    —Nada —digo—, salvo que no soy un guionista millonario. Veinte dólares son veinte dólares.

    —Sí —dice mi mujer—, pero ¿cuántas veces perdiste más jugando a las cartas y nunca te preocupaste por eso?

    —Es distinto —digo—. Cuando juego a las cartas por plata, es más una inversión. Porque tengo una chance de ganar.

    —Esto también es una inversión —dice mi esposa—, y con muchas más chances de ganar que tus tramposas partidas de cartas.

    —¿A qué te refieres? —pregunto.

    —Me refiero a esto —dice ella—, aunque deberías verlo solo, sin que yo tenga que decírtelo: este tal Bishop le cayó muy bien a Bess.

    —No es la primera vez que pasa algo así —digo.

    —Escúchame bien —dice mi Frau—, ya es hora de que se case y no quiero que lo haga con un pajuerano de Indiana.

    —Ellos mismos van a ocuparse de que eso no ocurra —digo—. No son tan pajueranos.

    —Podría irle mucho peor que con el tal Bishop —dice mi mujer—. Diez mil al año no es poca cosa. Además, viviría aquí, en Chicago; hasta podrían conseguir un departamento en este mismo edificio.

    —Está bien —digo—. Nosotros podemos mudarnos.

    —No te hagas el gracioso —dice mi mujer—. Para mí sería maravilloso tenerla cerca, y para ti y para mí sería muy bueno tener un cuñado rico.

    —No estoy tan seguro de eso —digo—. Cualquiera puede jugarte una mala pasada en medio de un ataque de celos.

    —Nos dará suficientes momentos lindos para compensar esos otros —dice mi mujer—. Seremos unos tontos si no apostamos por él y sería empezar con el pie derecho si lo llevamos a la ópera con nosotros y compramos las mejores entradas. Le gusta la buena música y se ve que está acostumbrado a las cosas con estilo. Además, Bess se pone mucho más guapa cuando está bien arregladita.

    Bueno, al final me di por vencido y mi mujer llamó a Bessie para que saliera del pozo del desconsuelo, y entonces todo fue sonrisas y alegría, pero actuaban como si yo no estuviera, así que para darle un toque de realismo me fui a lo de Andy a cuidar mis otras inversiones.

    Los domingos siempre almorzamos a la una en punto, pero por supuesto Bishop no lo sabía y se apareció cuando sonaron las diez campanadas, antes de que yo llegara a la mitad de la página de chistes del diario. Tuve que ir a abrir la puerta, porque mi mujer nunca se calza hasta estar segura de que ya se despertaron todos los integrantes de la familia de la planta baja, y Bessie estaba disfrutando de esas duchas que no vienen incluidas en ningún alquiler de Wabash.

    —Bishop, ¿verdad? —digo, enfocando directamente a su labio superior.

    —¿Cómo lo supo? —dice, sonriendo.

    —Las chicas me dijeron que estaban esperando a un muchacho muy guapo que responde a ese nombre —digo—. Y me hablaron del bigote.

    —Seguramente no hay mucho para decir —dice Bishop.

    —Ya dará que hablar —digo—. Pase y póngase cómodo.

    Así que eligió la única silla que no tiene almohadón de piedra y nos sentamos, y yo estaba tratando de pensar qué más podía decirle cuando Bessie nos gritó desde la mitad del corredor.

    —¿Es el señor Bishop? —chilló.

    —Sí, soy yo, señorita Gorton —dice Bishop.

    —Ya estoy con usted —dice Bess.

    —No corras —le digo—. Es poco probable que te resfríes, pero no vale la pena correr el riesgo.

    Así fue que yo y Bishop empezamos a criticar el servicio de tranvías y al presidente Wilson mientras nos estudiábamos de reojo. No era lo que podía llamarse un tipo feo, pero si dejas constancia por escrito de que es apuesto, podrías quedar bajo el yugo de cualquier buen abogado. Sus dimensiones, o lo que había de ellas, iban todas en dirección perpendicular. Carecía de latitud. Si el cuello de la camisa se le deslizaba por los hombros, podía sacar el cuerpo entero por ahí. Si no pagaban fortunas como guionista de cine, podía conseguir trabajo como rayo de una rueda de bicicleta. Su foto no sería muy diferente si se la sacaran con una cámara fotográfica o con un aparato de rayos X. Pero tenía pelo, dos ojos, una boca y todo lo demás, y su ropa tenía clase, es cierto. ¿Y cómo no? Podía elegir telas de treinta dólares el metro y hacerse un traje y un sobretodo por solo quince. La tela de una funda de paraguas le alcanzaba para hacerse pijamas para todo un año.

    Vi cuando mi mujer se escabulló de la cocina a la habitación para ponerse los zapatos de cuero, así que puse manos a la obra sin más.

    —Las muchachas me han dicho que le gusta la buena música

    —digo.

    —Me encanta —dice Bishop.

    —¿Va a la ópera? —le pregunto.

    —Me la devoro —dice él.

    —¿Ya fue este año a alguna función? —digo.

    —Casi todas las noches —dice Bishop.

    —Supongo que estará harto, entonces —digo.

    —No, en absoluto —dice—, es como si me dijera que uno se harta de comer.

    —Pero uno puede cansarse fácilmente de comer siempre lo mismo —digo.

    —Pero las óperas son todas diferentes —dice Bishop.

    —Quizá sean en diferentes idiomas —digo—. Pero en todas hay música y hay gente que canta.

    —Sí —dice Bishop—, pero la música y las canciones de las diferentes óperas se parecen entre sí tanto como el lumbago y la urticaria. No puede haber nada más distinto que Fausto, por ejemplo, y Madame Buttermilk.

    —Salvo que hablemos de la diferencia entre el whisky y la leche chocolatada —digo.

    —Hay óperas buenas y óperas malas —dice Bishop.

    —¿Cuáles son las buenas? —le pregunto.

    —Bueno —dice—, Carmen, The Bohemian Girl, Il Toreador.

    Carmen es un coche de lujo —digo—. Si todas fueran tan buenas como Carmen, iría todas las noches. Pero muchas son viejos carromatos. Dicen que no puede haber nada peor que esta Armor Di Tri Ri.

    —Es bastante mala —dice Bishop—. La vi hace

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