La radio puesta
Por Javier Montes
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¿De verdad el vídeo mató a la estrella de la radio, como sentenciaba la canción de los Buggles? No, simplemente la desplazó a otro lugar. Este libro reivindica la radio como compañía, como inspiración, como ventana al mundo que combina lo íntimo y lo universal.
La radio que ponemos cada mañana para aterrizar en la realidad mientras preparamos el café; la radio que fue el único contacto con el exterior de Ana Frank y su familia mientras permanecían ocultos; la radio que Walter Benjamin vislumbró como patria común imaginaria, hecha de multitud de voces y silencios…
«Hay mucho que leer y no se puede perder el tiempo con irrelevancias. Montes me ayudó a aprovechar mi tiempo. El destino, al fin y al cabo, de la mejor literatura» (J. E. Ayala-Dip, El Correo).
Javier Montes
Javier Montes (Madrid, 1976) ganó con Los penúltimos, su primera novela, el Premio José María de Pereda. Después publicó Segunda parte, que, como su debut, apareció en Pre-Textos. Con La ceremonia del porno ganó el Premio Anagrama de Ensayo junto a Andrés Barba. En 2010 la revista Granta lo incluyó en su selección «Los mejores narradores jóvenes en español». Colabora con El País, Granta, Artforum o The Literary Hub y su trabajo se ha reconocido con la Civitella Ranieri Fellowship, la Beca Leonardo de la Fundación BBVA o la invitación como escritor residente del MALBA en Buenos Aires. En Anagrama ha publicado también La vida de hotel: «Maravilloso... un gran ejercicio sobre el escurridizo arte del cine» (Michael Ondaatje); «Envidiable naturalidad. Al lector le gusta demorarse en cada página y le acucia el deseo de conocer el desenlace» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «Convincente invención que habla con elocuencia de la brecha que separa nuestros actos de las historias que nos contamos» (Ollie Brock, Times Literary Supplement); y Varados en Río: «Hermoso y revelador» (Inés Martín Rodrigo, ABC).
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La radio puesta - Javier Montes
Índice
Portada
La radio al azar
Soledad, atención, compañía
El país de las voces
La radio reloj
Notas
Créditos
Javier Montes es autor de La vida de hotel, Varados en Río y Luz del Fuego, entre otros libros, y coautor de La ceremonia del porno. Colaborador en El País, Granta, Artforum y Literary Hub, en 2010 fue seleccionado por Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español. Ha obtenido los premios Anagrama de Ensayo, Eccles Centre & Hay Festival y José María de Pereda.
La radio puesta
¿De verdad el vídeo mató a la estrella de la radio, como sentenciaba la canción de los Buggles? ¿O solo la llevó a otro lugar? La radio acompasa lo íntimo y lo universal, ofrece compañía y aviva la inspiración. La ponemos cada mañana para aterrizar en la realidad mientras hacemos el café, pauta las horas del día y nuestro sentido mismo del tiempo, permite el azar y la sorpresa en vidas cada vez más calculadas. Y sigue siendo la misma que, recién nacida, Walter Benjamin propuso como patria común imaginaria, país de multitud de voces y silencios...
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Cuando escuchamos la radio somos testigos de la guerra eterna entre la idea y la apariencia, entre tiempo y eternidad.
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Prefiero la radio a las pantallas. Las imágenes son mejores.
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No empiezo siendo original: todas las mañanas, al despertarme, enciendo la radio mientras preparo el café. Lo mismo que harán a lo largo del día más de veinte millones de personas en España y varios miles de millones más en todo el mundo.
La verdad es que a esa hora soñolienta, más que escucharla la ponemos. La dejamos como ruido de fondo, sin mucha atención que prestarle recién levantados, igual que más que preparar ponemos el café. Gestos automáticos de toda una vida: desenroscar la cafetera, llenar el filtro, ponerla al fuego, prender la radio. Previsibles, puede, pero no banales, o fundamentales precisamente porque su banalidad repetida da asidero a la vida retomada tras el sueño.
A lo mejor fue difícil la víspera o pinta mal el día por venir, pero esa media hora de café y radio es un refugio temporal que confirma algunas certezas: a su debido tiempo, según leyes físicas universales, el agua hervirá y el ruido de la cafetera y el olor a café impregnarán el aire, igual que a la noche ha seguido un nuevo día. Según esas mismas leyes el aire también se impregna de sonido al encender la radio, y la cocina y la casa se agregan a un río de música o palabras que las acoge en su flujo y las engarza en un espacio mental mayor.
Hay mañanas ocupadas, con recados por hacer y trabajos por cumplir, de un humor al que convienen las noticias: las voces reconocibles de locutores que llevan ya varias horas de trabajo y cuentan eficientes lo que pasó en la parte del planeta que velaba y lo que pasará en la que ahora despierta, las previsiones del tiempo, los avisos del tráfico, las mil confirmaciones de que el mundo ha seguido su curso mientras dormíamos y pretende seguir haciéndolo un día más. La radio es café sonoro: poco a poco, con cada sorbo, aviva la conciencia, reanima la memoria, despierta el sentido del humor, la imaginación, la capacidad y las ganas de hacerse ilusiones o desesperar de la vida: nos sitúa de nuevo en ella y la ancla en nosotros.
Hay otras mañanas en que todo cuesta más. No nos vemos capaces de sumergirnos de golpe en la actividad del mundo o, más que animarnos, su bordoneo imparable nos deprime: condenado al fracaso y al olvido, puro sinsentido, a la vez espasmódico y monótono. En esas mañanas yo evito las cadenas de noticias: pongo Radio Clásica, y que me perdonen los melómanos porque no puedo decir que la escuche ni casi que