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Más gente que cuenta
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Libro electrónico358 páginas4 horas

Más gente que cuenta

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Información de este libro electrónico

Un retrato en palabras de personajes de nuestro tiempo que, a través de sus obras, sus éxitos y sus fracasos, nos hablan también el presente, este mundo confuso y extraordinario que habitamos. Porque para atrevernos a vivir, debemos atrevernos a expresar nuestros sentimientos más hondos. Debemos conversar.
 
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2024
ISBN9788412790689
Más gente que cuenta
Autor

Anatxu Zabalbeascoa

Anatxu Zabalbeascoa es periodista e historiadora especializada en arquitectura y trabaja para el diario El País, donde escribe también el blog Del tirador a la ciudad. Es autora de varios libros de arquitectura, entre los que destacan Las casas del siglo (1998), Vidas construidas (1998), Minimalismos (2001, con Javier Rodríguez Marcos), Todo sobre la casa (2011) y Chairs. Historia de la silla (2018), todos ellos publicados por la Editorial Gustavo Gili.

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    Más gente que cuenta - Anatxu Zabalbeascoa

    mas_gente_cuenta600.jpg

    © Círculo de Tiza

    © Del texto: Anatxu Zabalbeascoa

    © Del prólogo: Isabel Coixet

    © Del epílogo: Luis Rojas Marcos

    © De la fotografía de la autora: JM Ferrater

    Primera edición: marzo 2024

    Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

    Corrección: Alberto Honrado

    Maquetación: María Torre Sarmiento

    Impreso en España por Imprenta Kadmos

    ISBN: 978-84-127906-7-2

    E-ISBN: 978-84-127906-8-9

    Depósito legal: M-6530-2024

    Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

    Para Matu y Moli, Moli y Matu, que no me dejaron caer. Empecé a pensar en este libro solo para poder escribir esta dedicatoria.

    Índice

    Querer entender, saber escuchar

    Atrevernos a hablar

    Entrevistas

    Annie Leibovitz

    Julián Herbert 

    Anna Lluch

    Carlo Ginzburg

    Gérard Garouste 

    Henry Marsh 

    Luis Rojas-Marcos 

    Orlando Mondragón 

    Anabel Gonzalez 

    Daniel Z. Lieberman 

    Margaret Atwood 

    Marta Pessarrodona 

    Natasha Trethewey

    Elvira Sastre 

    Maggie O’Farrell 

    Marco Martella 

    Melania Mazzucco 

    Inma Bermúdez 

    Vaclav Smil 

    Mercedes Milá 

    Ricardo Bofill 

    Imanol Ibarrondo 

    Camilla Läckberg 

    Jan Gehl 

    Siddhartha Mukherjee 

    Epílogo. Somos lo que hablamos 

    Agradecimientos

    Procedencia de los textos 

    Créditos fotográficos 

    Querer entender, saber escuchar

    No dejaremos de explorar, y el fin de toda nuestra exploración será llegar al punto de partida y conocer el lugar por primera vez. T. S. Eliot

    Anatole France comentó en 1894: Las entrevistas no siempre son fieles. Sus procesos son vagos y susceptibles de todo tipo de errores y omisiones. Lo sé muy bien porque probablemente desde que empecé en el cine me he sometido (nunca mejor dicho) a unos cuantos cientos de ellas, y en un tiempo muy anterior incluso me gané (poco) la vida haciéndolas. En una entrevista, los pensamientos no siempre se reproducen coherentemente o en su curso natural, por eso las entrevistas son algo muy complicado, extremadamente delicado, nada fácil. Son conversaciones en un espacio de desigualdad que debe franquearse sin miedo y para ello hay que crear un clima de confianza, que con la presión de las redes sociales y la necesidad del clickbait y el titular polémico, cada vez es más difícil de conseguir. Para evitar las inevitables traiciones en este tipo de textos donde la sinceridad es la principal cualidad, debería haber taquigrafía. Pero la taquigrafía es fría y seca; no representa las circunstancias ni las expresiones faciales, la burla, la ironía, los silencios, las risas. No nos hacemos una idea clara de las emociones ocultas, las omisiones, las cosas que no se verbalizan, pero están ahí, como una corriente oculta entre los entrevistadores y el objeto de la entrevista.

    Siempre que la gente habla del arte de la entrevista, existe la sospecha de que los mejores tienen una habilidad superior a la de cualquier otra persona cuando se trata de hacer preguntas espontáneas. Eso es en parte cierto, pero cuando se trata de las entrevistas de Anatxu, todo es cuestión de preparación exhaustiva, de inmersión absoluta en la vida de la persona a la que va a entrevistar. Ella sabe crear como nadie esa atmósfera de confianza que mencionábamos antes. Ese momento de calma en que un entrevistado se abre en canal y cuenta cosas que quizá nunca contó antes.

    Una entrevista de Anatxu es un proceso cuajado de trabajo y reflexión: cuál debe ser la pregunta, cómo podría ser una posible respuesta, hacia dónde queremos que vaya la conversación… Anatxu cavila mucho sobre el arco de la conversación. ¿Dónde comienza, dónde va y dónde puede terminar? Y, por supuesto, a veces hay que descartar todo eso y la conversación va a otra parte. Pero estas entrevistas reflejan cuánto rigor pone en el proceso. Cuánto empeño. Cuánto cariño. Cuánta maestría. Descubriéndolas todas juntas en este segundo volumen que publica Círculo de Tiza, tenemos la impresión de conocer mucho mejor y más profundamente a estos personajes. No se entretengan más con este prólogo, pasen y lean.

    Isabel Coixet

    Febrero 2024

    Atrevernos a hablar

    Sería un error tremendo no retratar a alguien tal como es por prejuicios propios. Annie Leibovitz

    El ruido del mundo está hecho de silencios. El profesor Théodore Zeldin, autor de La historia íntima de la humanidad, lo explicó con elocuencia: Para atrevernos a vivir, debemos atrevernos primero a expresar nuestros sentimientos más hondos. Debemos conversar. Porque el ruido del mundo está hecho de silencios. Esa idea, la de que hablar es querer conocer, puede llevar a pensar que conocer es querer. A mí esta última opción me la regalaron de niña. Aunque me costó bastante comprenderla. La había leído, no dejaba de leerla, en un cojín redondo que mi madre dejó sobre la almohada. Lo firmaba Charles M. Schulz, pero no estaba ilustrado con el protagonista de su tira cómica, Charlie Brown. Ni siquiera con el reflexivo perro Snoopy, tumbado sobre el tejado rojo de su casita. Tampoco con el rostro de la amiga más lista; Lucy Van Peelt. Era el hermano pequeño de Lucy, el amigo frágil, Linus, el que, abrazado a su inseparable manta, la decía: To know me is to love me, figuraba escrito en el perímetro circular del cojín.

    Conocerme es quererme me parecía casi un contrasentido. Pensaba que, si de verdad nos conociéramos, si pudiéramos observar todo cuanto pasa por nuestra cabeza, nadie querría a nadie. Tuve que hacerme mayor, vale decir querer entender, para aprender que de lo que te apasiona necesitas conocerlo casi todo. Interesarse es estar dispuesto a amar. Por eso querer saber puede ser, con frecuencia, un paso hacia el amor.

    No es que una quiera a la gente que entrevista, es que les dedica parte de su vida y pasan a formar parte de ella. No se quedan fuera. Quien entrevista estudia, analiza, trata de aproximarse a los entrevistados. Más que buscar comprenderlos, intenta atravesar con ellos las puertas que ellos mismos contribuyeron a abrir. Se acerca a dudar con ellos. Se asoma a sus contradicciones. Por eso, una entrevista es movimiento de proximidad, un acto de desnudez ante otro ser humano.

    No quiero ir nada más que hasta el fondo. Esto fue lo último que escribió Alejandra Pizarnik. No era una poética. Es el resumen de una vida. Preguntando a otros se aprende que, con frecuencia, el fondo es el subsuelo de la existencia. También que existen profundidades abismales dentro de nuestra propia cabeza que nos hemos habituado a ignorar. El viaje a esos pozos suele ser en solitario. A menudo doloroso. También casi siempre transformador. Indira Gandhi se lo resumió con precisión a Oriana Fallaci cuando la célebre periodista italiana la entrevistó: No le deseo una vida fácil, sino que supere cualquier dificultad que la vida pueda presentarle.

    Ahí está. No es lo mismo no tener problemas que lograr superarlos. No es lo mismo silenciarlos o saber convivir con ellos que decidirse a aprender de ellos. Ese camino de altibajos esconde una multiplicación vital. Creo que eso, la supervivencia, el renacimiento —si me permiten—, incluso la reinvención, podemos llamarlo también, o la propina —como lo bautizó mi hermana Sahara—, es el hilo de plata que sostiene esta nueva antología de entrevistas. Este Más Gente que cuenta. Por qué será.

    En el prólogo al libro de entrevistas anterior, Gente que cuenta (Círculo de Tiza, 2022) ya expliqué que mi primera entrevista fue en un taxi y a partir de ahí todo fue aprendizaje, suerte, esfuerzo y descubrimiento, no voy a repetir aquí esos inicios. En el prólogo a ese libro, Antonio Muñoz Molina me hizo ver que el recuento de las vidas de los demás iba dibujando la de quien las cuenta. Vaya. Es cierto que una de las mujeres que entrevisté me afeó, a posteriori, que siempre me entrevisto a mí misma. Podría ser. De serlo, ¿qué significaría?, ¿egocentrismo?, ¿pasión?, ¿escasez de miras?

    Estos años en los que he tenido la fortuna de hablar con muchos científicos, hubo uno que vino al rescate: Contar historias es una parte fundamental de lo que significa ser humano, me dijo el neurocirujano inglés Henry Marsh. Estábamos en su casa de Wimbledon. Me contó que vivía solo. Septuagenario, aseguró que tenía una novia que, como él, que es paciente oncológico, también convive con una enfermedad crónica. Ella le había pedido distancia. El caso es que, con esa distancia, su amor había crecido. Se ha transformado, explicó. Estas paradojas, las decisiones que rompen esquemas tradicionales, las vivencias que abren otras puertas a la vida, construyen el conocimiento que me gustaría compartir con los lectores. No como receta infalible, simplemente como posibilidad.

    Empezar de nuevo es una opción costosísima. Estoy convencida de que los logros personales son los más difíciles de conseguir. El autoengaño es escurridizo y sabe convivir con el conocimiento. Habita nuestra cabeza y, como una madre un poco cobarde, quiere pensar que nos protege del mundo. Cuando averiguamos que hace lo contrario (separarnos, aislarnos de él), suele, o puede ser, demasiado tarde.

    Trato de ganarme la confianza de las personas que entrevisto escuchando. Sin apenas hablar. Y créanme que no soy una persona parlanchina, sino directamente bocazas. Intento acercarme a lo que ellos son porque nada me fascina tanto como tratar de comprender cómo cada uno de nosotros intenta lidiar con su vida.

    Tuve una vez un novio muy instruido al que jamás le interesaron las novelas que yo leía. Lo resumía en una frase: La vida del vecino del quinto no me interesa. Puede que a mí tampoco. El vecino del quinto empieza a interesarme el día en que decide no ir a trabajar. El momento en el que opta por dejar de hablar con su hermana, cuando da un traspié, cuando se arruina, cuando se enamora, cuando se obsesiona, cuando roba en un supermercado o cuando decide dejarlo todo para irse a vivir a un pueblo. ¿Qué nos empuja a cambiar? ¿Es lo que nos hace vivir? ¿Lo planificado o lo inesperado? ¿Vivimos tomando decisiones concienzudas o actuando por raptos? Los cambios deslumbran. Con frecuencia también iluminan.

    A menudo me siento en deuda con la gente a la que entrevisto. Me da por pensar que me han dado más de lo que podré llegar a ofrecer. Me pregunto qué hacer. Y casi me parece de justicia intentar saldar ese desequilibrio, por lo menos con los lectores. Los entrevistados no se van a enterar. Así, intento añadir verdad en las codas que incluyen las entrevistas de este libro, una especie de trastienda de la entrevista que no apareció en El País Semanal por una cuestión de espacio y de libro de estilo. Ya saben: Las dificultades del periodista para acceder a la información no forman parte de la información. Otras veces, esas mismas codas me hacen dudar sobre si no serán, en realidad, un ejercicio exhibicionista —contrario a ese mismo libro de estilo—, sobre todo ahora que una va por el mundo ya no solo sin abuela, también sin madre o padre que miren las gracietas que hace. En esa duda habito. Sin saber bien qué contar como pago al entrevistado y como deuda con el lector.

    De modo que abro la puerta. Entren por favor en mi casa. En el estante donde guardo las cápsulas de café tengo una caja con algunas pastillas. Son los comprimidos sobrantes de 10 gramos de Brintellix que, durante poco más de un año, me ayudaron a lidiar con mi vida. Los tengo allí para recordar, cada mañana, de dónde vengo.

    Los antidepresivos me dieron calma en estos últimos años —los empleados, entre otras cosas, en preparar estas entrevistas—. He pensado que debía contarlo, aunque solo sea para corroborar, como apuntó Muñoz Molina en aquel prólogo, que el estado de ánimo de quien pregunta, seguramente, se trasluce en los temas, personajes o tal vez incluso en las preguntas elegidas. Como enferma oncológica crónica, sé que no hay medicamento que cure algo sin dañar otra cosa. Intuí así que esa tranquilidad poco profunda, más de cansancio que de bienestar, podía convertirme en un ser desapasionado. ¡Qué tentación! ¡Por fin descanso!... Pero, claro… ¿Cómo preguntar sin curiosidad? ¿Cómo investigar sin querer tratar de comunicar lo que has averiguado, aprendido o visto?

    Reconozco que temí que, sin esfuerzo, vale llamarlo pasión, apareciera el cinismo que confunde precio con coste. O la pereza, que odio y adoro a la vez: solo he sabido llegar a ella como cansancio. Así, aquí me tienen decidida a contribuir al retrato del que cuenta. Salvando la distancia, algo así escribieron los editores del libro de Oriana Fallaci Entrevista con la historia: Un libro con dieciocho personajes y un solo protagonista: Oriana Fallaci. Reiterando lo de la distancia, sí he aprendido que, en el puzle compuesto con las piezas de lo que buscas en los demás, terminas por aflorar tú. Es lo del gran lienzo en un museo o el gran paisaje en la naturaleza: ¿cuánto te da él? ¿Cuánto proyectas tú?

    He aprendido que la única constante en la vida es el cambio. También que cambiamos poco. Más gente que cuenta explica, en boca de veinticinco entrevistados, momentos esenciales para tratar de acercarse a su vida. Hay dudas. Errores. Aprendizaje. Alegría. Nostalgia. Muchas veces, dolor y, por supuesto, cambio. El libro también delata las inquietudes propias con las que esta entrevistadora ha lidiado durante los últimos años (todas las entrevistas —salvo la de Ricardo Bofill, que sí que murió entre estas fechas— fueron hechas entre 2020 y 2023). Tal vez por eso, por estas páginas circulan psiquiatras, psicólogos, oncólogos y casi más científicos que, digamos, escritores —aunque casi todos ellos escriban—.

    Golda Meir le dijo a Oriana Fallaci que estaba convencida de que un día los niños, en la escuela, estudiarán la historia de los hombres que hacían la guerra como se estudia un absurdo. Se escandalizarán como yo me escandalizaba del canibalismo. Le dijo todo eso antes de empezar la entrevista. Fallaci le había enviado un ramo de rosas y un libro suyo sobre la guerra. Visto desde las prisas, la desconfianza o la precariedad laboral actual, no sé si resulta más extraordinario que Meir hubiera leído ese libro, que Fallaci tuviera presupuesto —o se gastara una cuarta parte de su paga en rosas— o que la periodista comenzase la entrevista comparando a la primera ministra israelí con su madre: de esas mujeres que hoy ya no existen, cuya riqueza consiste en una sencillez que desarma, una modestia irritante, una sabiduría que les viene de haber agotado toda la vida en dolores, preocupaciones y trabajos que no les han dejado tiempo para lo superfluo.

    Como en todas sus entrevistas, Fallaci opinaba tanto como anotaba. Maliciosa y astuta cuando nada en los remolinos de la política, transmite la angustia de una mujer a la que no le basta parir. La última vez que la vi llevaba una blusa azul celeste con un collar de perlas. Acariciándolo con uñas cortas parecía preguntar: ¿Me sienta bien? Y yo pensaba: lástima que sea poderosa, lástima que esté con los que mandan. En una mujer así el poder es un error de gusto.

    En los entrevistados busco información para hacer pensar a los lectores. Con frecuencia tengo la sensación de estar ante un ser humano capaz de guiarnos —Marco Martella reconvirtiéndose en jardinero, Gérard Garouste detectándose un ataque de locura o Melania Mazzucco convirtiéndose en la escritora que su padre no logró ser—, una criatura capaz de hacernos tomar un camino en lugar de otro —Annie Leibovitz sacrificando su vida con Susan Sontag para tener hijos o Luis Rojas Marcos escribiendo un libro sobre cada uno de sus problemas—. He comprobado, gracias a otros, que la duda es la antesala del cambio. La duda abre puertas por eso las personas que hablan en este volumen son, mayoritariamente, gente que ha aprendido, que se ha equivocado o ha sufrido las equivocaciones de otros. Gente que ha cambiado de idea o ha sabido rehacerse multiplicando así las lecciones que puede ofrecer la vida.

    Ni me siento ni lograré jamás sentirme un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo como si la cosa me afectase, escribió Fallaci. Lo explico en la coda de Carlo Ginzburg, comparto su miedo a no tener bastantes ojos, bastantes oídos ni bastante cerebro para ver, oír y comprender lo que me cuentan.

    La Fallaci hizo tantas cosas bien que hasta demostró que conocer es querer: amar sin permitir que un amor se convierta en un ancla. Lo hizo cuando se topó, entrevistándolo, con el gran amor de su vida. El político Alekos Panagulis, uno de esos hombres para quienes hasta morir se convierte en una manera de vivir, tenía 33 años, diez menos que ella, cuando lo entrevistó. Lo describió como un hombre sin el ancla de los afectos ni el ancla de los deseos ni la del reposo. Habían abierto, los dos, la puerta. Sin puerta no hay entrevista. Estaban a punto de empezar una historia de amor que duraría hasta que él muriera, misteriosamente, en un accidente de coche. La primera pregunta fue una afirmación:

    —No tiene un aire feliz.

    La última, y su respuesta, puede que una declaración de amor:

    —¿Qué significa ser un hombre?

    —Significa creer en la humanidad.

    Anatxu Zabalbeascoa

    Entrevistas

    Annie Leibovitz

    No cambiar es no haber vivido.

    John Lennon desnudo abrazado a Yoko Ono horas antes de morir; Carl Lewis preparado para correr con tacones rojos; Demi Moore abrazando su embarazo desnudo; Michelle Obama, Hillary Clinton, Nancy Reagan o Richard Nixon el día que tuvo que abandonar la Casa Blanca. La fotógrafa norteamericana viva más conocida es tan famosa como aquellos que ha retratado.

    La vida de altos vuelos de Donald y Melania Trump, la trastienda de los conciertos de los Rolling Stones o la guerra en Sarajevo componen la cara visible de una mujer que parece haberlo visto todo y de la que se sabe poco. Madre tardía, pareja de Susan Sontag y tan cómoda cazando imágenes como construyéndolas, Anna Lou Leibovitz (Waterbury, Connecticut, 1949) empezó a llamarse Annie cuando, con 25 años, se convirtió en la fotógrafa de la revista Rolling Stone. Tuve que buscarme un nombre porque la gente no podía pronunciar mi apellido. Retrató a Keith Richards dormido en el suelo con la boca abierta para resumir la dureza y el coste de la estética rock. Años después, convertida en madre, recrearía cuentos infantiles con los actores más populares del planeta obedeciendo sus locas peticiones. Más cómoda detrás que delante de la cámara, ha pedido que la entrevista sea por teléfono.

    Del rock a la moda e incluso a la guerra. Y de una vida frenética a convertirse en madre por triplicado con más de 50 años. ¿Cuál es su retrato?

    La gente cree que empecé fotografiando a los Rolling Stones porque me interesaba el rock, pero lo que me interesaba, desde que estudié Bellas Artes y decidí dejar la pintura, era la fotografía. Es un campo grande donde todo cabe. Si te dedicas a fotografiar durante cincuenta años, no cambiar sería lo raro. Lo mismo como persona. No cambiar es no haber vivido, ¿no? Respecto a la maternidad, es sencillo: quería ser madre.

    No acepta que la fotografíen. ¿Tiene miedo a posar?

    Me incomoda. Necesito saber quién está al otro lado de la cámara. Me he ido relajando con los años. Al ir convirtiéndome yo misma en alguien conocido, he tenido que rebajar esa exigencia.

    ¿Para conseguir un buen retrato se debe confiar en el fotógrafo?

    Confiar es un verbo demasiado grande. Se debe respetar, relajarse y esperar a que algo salga, porque incluso en lo más planificado siempre hay azar.

    Las celebridades sí parecen haber confiado en usted. Retrató a John Lennon desnudo horas antes de morir. A Arnold Schwarzenegger enseñando el culo. A Keith Richards dormido, o drogado, tumbado en el suelo.

    En 1975, tres años después de que mi profesor Robert Frank lo hiciera, me contrataron para fotografiar el tour de los Rolling Stones. Decidí dos cosas: vivir con ellos y molestar lo menos posible. Eso sí, que Keith Richards se quedara dormido en el suelo no era excepcional. Le hice más fotos tumbado que de pie.

    Para vivir con ellos compartió vida, juerga, esfuerzo y drogas.

    Frank había retratado el tour de 1972. Los habíamos visto en todas las posturas. Yo sabía que al regresar no tendría trabajo si no hacia bien no sabía qué. Solo sabía que debía hacer algo distinto. De modo que me adapté a su vida. Y fotografié esa vida. Eso solo lo pude hacer entrando en ella. Pero no me arrepiento de nada. Amo mi vida. Ha sido un viaje salvaje y lo he disfrutado cuanto he podido sin aislarme del mundo.

    Ha fotografiado en la cama no solo a sus padres, también a Miles Davis —escondiéndose tras la trompeta— o a la diseñadora Vivienne Westwood, medio desnuda, entrada en carnes y en años, con su joven nuevo marido.

    Una fotografía nunca es privada, aunque una cama pueda sugerirlo. Westwood es una mujer muy abierta, se muestra en lo que hace. Se lleva veinticinco años con su marido y eso se ve en su desnudez ajada. Pero lo importante es que nos fijamos en eso por encima del deseo que hay en la foto. Sería un error tremendo no retratar a alguien tal como es por prejuicios propios.

    Su último libro Wonderland (Phaidon) recoge su relación con la moda. Básicamente usted se inventa mundos.

    La moda es para explorar. Para expresarse. Hace años que no uniformiza más que a quien quiere uniformizarse.

    Entre una inacabable lista de premios, el libro recoge las fechas clave en su vida: las del nacimiento de sus tres hijas, la de la muerte de su padre y la del inicio de su relación con Susan Sontag. ¿Qué fue Sontag para usted?

    Estuve con ella quince años. Fue un privilegio y un honor compartir la vida con ella.

    Tuvo un impacto enorme en mí y en mi trabajo. No quería tener hijos, por eso habíamos comenzado a separarnos cuando ella se puso enferma y murió.

    ¿Cómo cambió su vida?

    No cambió lo que hacía, me alteró por dentro. Cuando la conocí me di cuenta de que le gustaba y no sabía qué hacer con eso. Pensé: Dios mío, es Susan Sontag y está interesada en mí, ¿qué hago? Supe que si me involucraba con ella esa relación afectaría mi trabajo.

    ¿Y fue así?

    Quise llegar más lejos, convertirme en una fotógrafa mejor.

    ¿Por ella?

    Sí. Era muy dura. Me dijo: Eres buena, pero podrías ser mejor. La vida con Susan era así.

    ¿Iba a ser mejor haciendo lo que ella le decía?

    No, no. No decía nada. Iba a mejorar parándome a pensar. La vida con ella era diferente. Su autoexigencia era enorme, pero luego sacaba tiempo para hablar. Me leyó Alicia en el país de las maravillas entero, sentadas bajo un árbol. Y yo sentí que hasta entonces no había conocido bien esa historia. Era así: te hacía ver. Por dura que fuera, era una persona mágica. Uno no podía evitar amarla.

    Y usted lo hizo.

    Por encima de cualquier discrepancia. No he vuelto a estar con nadie.

    ¿Con 40 años se convirtió en fotógrafa de guerra por ella?

    No sé si fui fotógrafa de guerra, hice fotos en Sarajevo porque ella estaba allí. Los verdaderos fotógrafos de guerra me miraban preguntándose: ¿qué hace esta aquí? Y tenían razón. Y no la tenían porque cada uno ve desde lo que es. Un verdadero fotógrafo de guerra suele ser una persona muy dura y no me gustaría serlo.

    Ha leído el mundo en imágenes más que en ideas.

    No soy una gran lectora. Y eso me pesaba en la relación con Susan. Me gusta leer. Pero me absorbe y no me deja ver nada más. Y eso no lo soporto. Como fotógrafa, vivo de estar alerta. Me fascinaba cómo Susan adoraba leer y hablar. Y esa era una discrepancia entre nosotras. Yo amo la luz. Soy incapaz de encerrarme a ver una película de seis horas cuando fuera, en el mundo, luce el sol. Ella simplemente lo amaba todo. Todo. Susan era así.

    Usted hizo que la modelo Natalia Vodiánova, que pasó de la pobreza a casarse con

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